sábado, 21 de mayo de 2011

Ilusión


Y de nuevo los ojos, distraídos de las manos afanosas sobre los últimos cubiertos sucios, chocando contra la presencia impertinente del vaso junto la pila. Fue el primer momento en que el atisbo de extrañeza, dejado caer días atrás con indiferente rapidez, detuvo el hilo errático de sus pensamientos para focalizarlos sobre el interrogante que descartaba el simple despiste. Porque Carmen siempre coloca la vajilla recién fregada en el escurridero empotrado en el armario que pende sobre la pila. Y el vaso, al igual que días atrás, estaba limpio, sin huellas de restos de zumo o del carmín sobre el borde con que aún, como desde bien jovencita, tiñe sus labios tras el aseo matutino aunque no tenga previsto salir de casa. Tal y como hiciera esos días, Carmen lo enjuagó y depositó sobre la rejilla del escurridor junto a sus congéneres, si bien proponiéndose esta vez estar atenta al pequeño misterio del vaso fuera de sitio. Apartando de un manotazo, con una media sonrisa, ridículas ideas sobre duendes domésticos, al mismo tiempo rechazando tozuda la posibilidad del error inconscientemente repetido tras tantos años de idéntico ritual en sus manos entre el fregadero y el escurridor sobre su cabeza. A la mañana siguiente, mientras preparaba la cafetera, todavía demasiado dormida para recordar propósitos fijados antes del sueño, se percató con un ligero respingo del vaso limpio mirándola callado, insolente desde el reluciente banco de mármol junto a la pila. Y así seguiría mirándola de cuando en cuando por más que ella se empeñara en devolverlo a su lugar natural cada vez que lo descubría.

Pronto se sumaron otros objetos cotidianos a la vida en apariencia independiente de su voluntad adquirida por el vaso. Para su desesperación cuando el tiempo la apremiaba, las llaves desaparecían del paño interior de la puerta donde las incrustaba mecánicamente al entrar para reaparecer sobre el taquillón de la entrada, la mesa de la cocina o incluso el sofá. La más pequeña de las toallas, cuidadosamente apilada junto a las demás tras recogerlas del tendedero y guardarlas en el último cajón del armario, la sorprendía a menudo desde su escondite entre el revoltijo de la ropa interior. El cojín rojo del sofá empezaba a acostumbrarse a reposar sobre la cabecera de su cama. Encima de la lavadora, discos que hacía meses no escuchaba. Hasta las teclas del teléfono semejaban activarse al margen de sus dedos: llamaba a alguna de sus hijas, o a Alba, su antigua colega de docencia en la facultad e íntima amiga, y no era raro que le respondiera una voz desconocida al otro lado de la línea. Tras disculparse consultaba por si acaso, irritada, la agenda. Sí, por supuesto que ése era el número que había marcado. Un nuevo intento, pulsando con mayor concentración las teclas, y ya la voz o el contestador familiares.

Después de varias semanas de desconciertos domésticos y creciente inquietud no tuvo más remedio que abrir la puerta a la hipótesis temible, aterradora, que hasta entonces había encerrado entre los muros de la negación: lagunas en su memoria sustrayendo a su conciencia los actos que explicarían la alteración inesperada en el orden habitual de los objetos; fragmentos de ella misma en su acostumbrado trajín por la casa evaporados de su mente como si jamás los hubiera protagonizado en primera persona; pedazos de su propio yo desgajados de su presunta unidad monolítica sin más rastros de su pérdida, de las rupturas por ella operadas en el hilo subjetivamente continuo de sus vivencias, que el vaso y las llaves y la toalla y el cojín y los discos descolocados. Tal vez el inicio del desmoronamiento de las células en su cerebro. Acaso el comienzo de la demencia. Sus padres habían muerto jóvenes, no sabía de otros precedentes en la familia. Aunque, es cierto, últimamente la mortificaban ciertas anécdotas que había oído contar sobre un primo de su madre pocos meses antes de morir. Y a sus muchos años, ¿por qué habría de ser imposible? Sin embargo, salvo el baile caprichoso de los objetos, ninguna otra cosa la inducía a admitir que en su desbarajuste se reflejara el de su vieja cabeza. Si los repasaba cuidadosamente al acostarse, recordaba perfectamente los acontecimientos de cada jornada, por más que éstos se redujeran a la rutina de obligaciones domésticas, paseos, lecturas y reuniones periódicas con amigos y colegas de la universidad, cada vez más achacosos, con que se esforzaba por aliviar la sensación de vacío y soledad que la acosaban desde su jubilación. Recordaba las ideas, el orden argumental de los ensayos, los nombres de los personajes, la trama de las novelas, las noticias que leía en el periódico. Las conversaciones telefónicas con sus hijas, con Alba, a quienes nada había mencionado de lo que le estaba sucediendo. Pese a su antipatía por los médicos, se dijo con angustia que debía valorar firmemente si acudir a ellos.

Una noche despertó sobresaltada. La mente en blanco, sin imágenes tenebrosas o desasosegantes que justificaran su abrupto retorno a la conciencia. Temerosa, aguzó el oído. Sólo el silencio plácido de la noche. Incapaz de conciliar de nuevo el sueño, decidió finalmente propiciar su venida con un rato de lectura. Probablemente la novela a medio leer que reposaba sobre la mesita la espabilaría aún más, así que mejor decantarse por la recopilación de artículos de uno de sus autores favoritos que había comprado hacía poco. Se levantó y se dirigió al comedor en su busca. Sólo al día siguiente se preguntaría por qué no la turbó hallar la puerta entornada en lugar de cerrada, tal y como ella solía dejarla antes de acostarse para que el ruido del tráfico matinal no alcanzara su dormitorio. Al encender la luz, sus ojos se posaron de inmediato sobre el libro que yacía, como abandonado al descuido, sobre el sofá. Se sentó algo ansiosa –una vez más, no recordaba haberlo sacado de la librería– y al cogerlo comprobó que entre sus páginas, a modo de señal marcando la interrupción de la lectura, asomaba el borde de una fotografía. Abrió el libro por esas páginas y así lo depositó sobre su regazo para ponerse las gafas prendidas en la pechera del camisón y examinar la fotografía. Allí estaba ella con Antonio durante el viaje que hicieran a Turquía el verano después de casarse. Ella con un vestido amplio y algo seria. Antonio sonreía a la cámara abrazado a su cintura. Qué jóvenes los dos. Y qué ignorantes de los problemas, de las agrias desavenencias, de las sofocantes discusiones que acabarían por separarlos con los años. Al notar una nube de tristeza ensombreciendo su corazón se dispuso a devolver la fotografía a su lugar entre las páginas del libro. Curiosa, quiso antes echar un vistazo a esas páginas. Su mirada se paralizó sobre el nombre que servía de título al capítulo que allí comenzaba. David. El corazón ya encogido bajo la lluvia. Ella estaba embarazada de cuatro meses -¿cómo no se había acordado al ver la fotografía?- durante aquel viaje, de ahí el vestido amplio y la seriedad de su rostro, no se encontraba ya muy bien. Si era niño, lo iba a llamar David. A los pocos días de volver, el dolor agudo en el vientre, la alarmante hemorragia, la visita a urgencias. Más o menos año y medio después nació Andrea. Luego Julia. Luego empezaron los problemas con Antonio. El nombre de David quedó para siempre sin destinatario.

Y al introducirse de nuevo entre las sábanas ya frías portando bajo el brazo el libro de artículos, la idea descabellada, absurda, inadmisible, abriéndose paso en su cerebro como un tropel de caballos desbocados, derribando con su fuerza los numerosos obstáculos, las tenaces barreras, los poderosos empujones de la mente racional de la antigua profesora de ciencias políticas: ¿y si fuera David el que…? ¿y si David, su niño no nato…? ¿Por qué si no entonces el libro sobre el sofá, la fotografía en la que ella aún lo llevaba en su seno entre esas precisas páginas presididas por su nombre? ¿Por qué si no los objetos cambiados de sitio, como si David, el espíritu de David –le daba vergüenza incluso pronunciar mentalmente esta palabra– quisiera…? Estremecida por sus propios pensamientos, Carmen alzó el embozo sobre sus labios, lo mordió de puro nerviosismo y lo bajó de nuevo hasta su pecho. Casi se asustó de sí misma cuando oyó su voz rompiendo suavemente el silencio: David. Un gato maulló lastimero en el patio interior. Un poco más fuerte: David, hijo, ¿eres tú?

Desde hace unos días, Carmen se levanta más temprano. Prepara la cafetera, corta el pan, mira distraída por la ventana mientras se tuesta, se agita por la cocina de un lado a otro con la mantequilla y la mermelada, y sólo tras este ritual, durante el cual intenta disimular la sonrisa en curva contenida sobre sus labios, se aviene a dirigir la vista hacia la pila, hacia el vaso limpio junto a la pila, y lo coge ya sonriendo abiertamente para depositarlo sobre el escurridor, meneando un poco la cabeza, como si estuviera reprendiendo a alguien. Es la misma sonrisa que ilumina su rostro, el mismo gesto que balancea su coronilla cuando da con las llaves en el sofá, la toalla pequeña cubriendo sus medias, los discos o cualquier otra cosa –ahora son ya tantas cosas– sobre la lavadora o cualquier lugar insospechado. Sus diarios paseos al mediodía se han vuelto más largos y ágiles, al caer la tarde lee con mayor fruición sus novelas y ensayos. Se abandona al sueño con una apacible sensación de bienestar, de plenitud, hace años olvidada. Esta mañana ha quedado con su amiga Alba a tomar un café y de repente ésta la ha abordado por la calle, extrañada, ¿pero qué haces aquí?, si habíamos quedado hace una hora en la plaza, ¿te encuentras bien?, ha preguntado escrutando su rostro, te he esperado durante media hora, te he llamado al móvil pero estaba desconectado, y luego he venido por esta zona a hacer unas compras y aquí te encuentro, no sé, ¿seguro que estás bien?, pareces desorientada. Sí, Carmen se ha desorientado. Iba andando camino de la plaza y de improviso se ha descubierto en esa calle que no conoce, sin saber muy bien cómo llegar a la plaza, tampoco para qué quería ir a la plaza. Alba la toma cariñosamente del brazo, tratando de ocultar el estupor, la preocupación que amenaza con asomar en sus facciones, pergeñando con premura la estrategia, vamos, te acompaño a casa, qué bien haberte encontrado, quería que me dieras el teléfono de tu hija, de Andrea, es que… es que uno de mis nietos quiere irse a estudiar a París, ¿sabes? y me gustaría hablar con ella, como ella vive allí, pero… ¿de verdad estás bien?, ¿no te notas nada raro? Carmen no puede dejar de sonreír mientras deniega con la cabeza. Trata de imaginar la reacción de Alba si le dijera que sí, que claro que está bien, que es sólo que David, con su constante parloteo, con sus juegos por la calle, correteando y escondiéndose detrás de cada esquina, la despista y aturulla, y por eso se ha desorientado. Pero Carmen calla, prudente, y se deja conducir dócilmente a casa.

sábado, 7 de mayo de 2011

Perdonar


De la historia que me conmovió apenas se nos narra un escuálido esqueleto: un hombre es acusado por la mujer que ama de traición al régimen soviético. Ha firmado la declaración falsa que lo condena a veinte años de encierro en un gulag en Siberia. Derramando lágrimas, testifica ante él sobre sus críticas a Stalin y sus actividades de espionaje. Él, petrificado por la incredulidad, sólo alcanza a preguntar, ¿pero qué te han hecho? Y al retirarse ella al comisario, ¿pero qué le han hecho?

Y tú te dices que en el rostro lloroso de ella no hay magulladuras, ni miembros rotos en su figura erguida, aunque él relate más tarde que es la tortura la que ha arrancado de sus labios la mentira. ¿Tal vez otra mentira que se cuenta a sí mismo, inventando una inocencia tan falsa como esa primera mentira? Tal vez. Quién no necesitaría del sustento precario, pero entre los escombros sólido como una roca de la mentira. De cualquier mentira que permita soportar las interminables horas de trabajo a la intemperie en el frío de las nieves de Siberia. Que consuele de los piojos en las ropas raídas cuando los párpados se cierran sobre el catre mugriento, rodeado de hombres convertidos por la indigencia en demonios amenazantes. Que alimente el deseo de seguir rehuyendo la muerte mientras el cuerpo exhausto y desnutrido de sopas aguadas quiere encaminarse lentamente hacia su consunción. Una mentira para aferrarse a la vida allí donde ésta deviene infierno y túnel oscuro sin atisbo de luz que indique la salida.

¿O acaso desconocemos qué terribles formas puede adoptar la tortura? Si las ropas esconden los golpes, también la tensión del miedo puede envarar el cuerpo descompuesto que se desmadejaría en su falta. ¿O acaso creemos que tan nítidamente debe vislumbrarse la huella de los machetazos asestados en el alma? Te arrancaremos los ojos si no firmas la declaración, podría haber escuchado la mujer que él ama. ¿Querrías perderlos? Más terrible aún: le arrancaremos los ojos, lo haremos pedacitos si no firmas. ¿Es eso lo que quieres? Y tú te estremeces pensando en el poder de las palabras según cómo se entrelacen, según quién y dónde, cuándo y cómo se pronuncien. Y en la atrocidad que significa forzar al acto heroico, a la resistencia de consecuencias inciertas, a la fortaleza reservada a los semidioses que han aceptado el destino de su muerte pronta, a seres frágiles y temerosos como nosotros. Tratando de eludir sin conseguirlo la imagen de ti mismo ante esas palabras, el interrogante por tu reacción ante esas mismas palabras. Bendiciendo tu suerte. Demasiado fácil puede resultar quebrarnos por la mitad sin tocar un solo cabello de nuestras cabezas, y luego dejar marchar los trozos desgarrados con la conciencia tranquila de las manos limpias de sangre.

Pero la luz termina por aparecer para él, quién sabe si nunca dejó de brillar débilmente al fondo de su amabilidad temeraria en el medio hostil: la posibilidad de la fuga. Aun desde la certeza de que los muros de la cárcel que lo aprisiona no los forman en realidad las alambradas, tampoco los fusiles de los vigilantes ni los perros entrenados, sino la gigantesca extensión despoblada e inhóspita de los bosques de Siberia. Con sus hielos, sus lobos y sus escasos habitantes alentados a la caza del fugitivo. Naturaleza despiadada y más despiadada aún humanidad en su miseria. ¿Por qué enfrentarse a ellas? ¿Por qué lanzarse en brazos de una muerte pronosticada como segura cuando tal vez la astucia, el egoísmo eficiente que se esfuerza por abandonar todo impulso compasivo, el aprendizaje y la paciente espera pudieran deparar la continuidad mecánica de la vida? ¿Qué le espera en el mundo si la mujer que ama lo ha traicionado, si su delación todo lo ha reducido a añicos? ¿Y por qué seguir avanzando cada pie aterido y plagado de ampollas durante incontables kilómetros, en lucha feroz contra el hambre aún mayor sin las sopas aguadas, contra el frío aún más intenso en ausencia de las paredes endebles del barracón, contra la sed enloquecedora cuando el hielo se transforma en desierto que quema la piel y cuartea los labios? ¿Por qué no ceder al agotamiento extremo, a los músculos enflaquecidos reclamando descanso, a la mente extenuada de sobreponerse cada nuevo día al impulso acuciante de ceder?

Sólo tras contemplar el esbozo de penalidades que intuyes inimaginables más allá de su vivencia real, se descubre que la luz que lo asiste durante ese caminar famélico y desesperado, la luz en el horizonte hacia la que cada pie avanza con insólita determinación, se nutre del deseo que corona la asunción de un poderoso imperativo: encontrarla a ella. Y de nuevo, ¿por qué? ¿No ha sido ella, su debilidad frente al dolor, su cobardía ante la amenaza, su egoísta afán de supervivencia, o sí, incluso su impotente voluntad de protegerlo, pero ella al fin y al cabo la causante de su desgracia? ¿No ha sido ella quien se ha dejado vencer por el enemigo y ha salido indemne mientras él sufre? ¿Indemne? ¿Es que cabe salir indemne de la derrota? Ella, dice él, jamás se perdonará por lo que hizo. Nunca dejará de torturarse por su denuncia. Y sólo él, sólo él puede perdonarla. Por eso tiene que regresar. Por eso debe regresar.

Y entonces sí crees poder imaginarlo a él imaginándola a ella, ella en su incesante paladear en la boca el sabor amargo de la culpa, ella asediada cada noche al posar la cabeza sobre la almohada por el recuerdo de las palabras acusatorias proferidas ante él, por el recuerdo de sus ojos estupefactos, preguntándose una y mil veces si no podría haber actuado de otra manera, si no podría haber resistido un poco más, si no podría haberlo salvado del destierro. Si él todavía estará vivo, si es posible sobrevivir no ya al gulag, sino al daño intolerable infligido por quien nos ama, si no habrá muerto ya, no de hambre o de frío, sino de tristeza y vacío y soledad ante sus propios recuerdos. Si no sería mejor para él haber muerto aunque eso a ella la convierta en asesina. Y junto a la cadena infinita de condicionales engarzados en su martilleo, la vergüenza constante, la vergüenza en la memoria del pasado, en la libertad presente, proyectada en el futuro sobre la angustiosa fantasía de un hipotético reencuentro en el que ella no se atrevería a enfrentar esos ojos estupefactos impresos en sus retinas. A solicitar su perdón por el mal imperdonable. En la solicitud de perdón habita el reconocimiento del daño causado que mitiga el dolor del ofendido. Pero hay daños tan evidentes, tan notorios en su brutalidad, que la mera demanda de perdón afrenta al chocar con el orden de lo irreparable.

Sin embargo, él no sólo ha perdonado. También comprende hasta qué punto el agravio sufrido le otorga milagrosamente el poder de la reparación a través del perdón. Si él perdona, ella queda libre de culpa. Si es él quien reconoce ante ella haber logrado imponerse sobre el sufrimiento padecido y elevarse con un resto todavía intacto sobre su cima, la eleva a ella consigo más allá de su culpa. Por eso debe encontrarla. Porque ha comprendido que ella, cruelmente obligada a devenir instrumento de la maldad de otros, no merece cargar con esa culpa. Que nadie merece ser tachado de culpable por su incapacidad para erigirse en héroe si nadie sabe de antemano de sí mismo, de su propia fortaleza para llevar a cabo la proeza exigida al otro. Y que la máxima perversión pretendida por la iniquidad humana estriba en destruir a los hermanos, a los amigos, a los que se aman, transformando su amor recíproco en odio corrosivo que envenene para siempre sus almas.

Y piensas que la ofensa ciega al reconcentrarnos sobre nuestro propio dolor. A menudo redoblado por proceder de quien únicamente esperamos cura y consuelo para los múltiples dolores que inflige el mundo. Ocultándonos la verdad de que también nuestras debilidades, nuestros miedos, nuestras mezquindades causan dolor incluso sin quererlo a quienes amamos. De que no hay víctima de ofensa que no se conozca en la posición de ofensor. Encubriendo el poder del perdón que se nos regala junto al dolor del agravio, ése que bien podría haber provocado la propia mano. El poder que permite la restauración del equilibrio desquiciado con el alivio del dolor de quien se duele por habernos herido. Quizá sería insensato afirmar que cualquier desmán humano es susceptible de perdón. Pero más insensato aún sería confiar en el aire respirable de la vida sin la existencia de otros dispuestos a perdonarnos. A concedernos el perdón que nos niega la soledad de nuestra conciencia envilecida por la imagen del dolor del otro.





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