martes, 28 de agosto de 2007

Vergüenza


Eugène Delacroix (1825-26): "El duque de Orleans mostrando a su amante"

El duque de Orleans muestra a su antiguo chambelán, Aubert le Flamenc, el cuerpo desnudo de su propia mujer tapándole el rostro con las sábanas. El marido mira complacido el bello cuerpo de la amante del duque, sin percatarse de la impostura.


Por complacerle has aceptado la proposición, la burla dentro de la burla, el engaño duplicado, voluntariamente ciega a su peligro. Ahora te descubres víctima de un embuste igualmente doble, doblemente doloroso. Ahora tiemblas imperceptiblemente de impotencia y asco de ti, asco de aquellos a quienes a contratiempo amaste y a los que tu docilidad ha condenado a odiar al unísono. Ahora colorea tu rostro la vergüenza.


Vergüenza por su excitación, por la lujuria que su voz destila ante tu cuerpo desnudo, ese mismo cuerpo que todas las noches reposa a su lado privado de desnudez, sin luz que lo alumbre, envuelto en castas tinieblas. Y es que leyes no escritas dicen, y así él lo quiere, que sus caricias deben limitarse al camisón de lino, el contacto a las estratégicas, obscenas aberturas de la tela que, como una mortaja, te enfunda con el fin de frenar un deseo prohibido -el tuyo- liquidado en pleno florecimiento, evaporado tras largos años de frustración y tedio. Su moral heredada fuerza al pudor en la unión legítima, pudor salvaguarda de tu obligada inocencia, dique de contención para una pasión que en ti, mujer, rebasaría el umbral de lo perverso. En un mundo escindido, debes ser para él cielo y no infierno, ángel de pureza y nunca demonio, virgen perpetua antes que puta. Pero tu imprudencia ha revelado cómo sólo a ti, en nombre de la decencia, te ha sido impuesto el recato. Cómo él se prodiga en caricias a otros cuerpos de mujer cuya deshonra permite el placer mutuo, un placer que en ellas, ya extraviadas, no conoce culpa alguna.

Vergüenza por el descaro del duque, que en la exhibición impúdica te ha reducido a pieza cazada para incremento de su prestigio de seductor y experto amante, convirtiéndote en trofeo animal de su vanagloria, objeto de idéntica lujuria entreverada del orgullo por el logro y la posesión, instrumento de regocijo disimulado por quién sabe qué oscuras venganzas, qué antiguas deudas saldadas a costa de regalar a su adversario la blancura de tu piel. Su gesto contamina el recuerdo de toda intimidad, de toda ternura vivida. Y percibes con nitidez que no hay espacio para el amor en esa exposición a la mirada ajena, ni nunca lo hubo, si el amor exige reservar a quienes lo comparten el tesoro sagrado de su entrega. Y que entonces cada promesa estaba habitada por mil mentiras.

Pero, ante todo
, vergüenza de ti misma, pues tu aceptación, tu desnudez consentida ante quien nunca quiso verte, han transformado en humillación lo que en brazos del duque sólo buscaste como verdad del amor hecho carne, con la avidez curiosa de quien desea arrancar a la vida los misterios más profundos del espíritu y la materia, convencida de que ahí no todo podía pertenecer al pecado. Y en tu rubor resuenan las voces ancestrales de tantas mujeres doblegadas, te insultan y desprecian, te reprochan tu impureza, sin saber que por su boca no habla más que la negación y el acatamiento de una felicidad fingida, necesariamente incompleta. Porque la vulgaridad de las palabras oídas en este breve intervalo embrutece el placer alcanzado, la dicha sentida. No hay objeto que permanezca inmaculado al tacto de unas manos manchadas.

Cuando esta noche descanses de nuevo en el lecho legítimo, él se acercará a tu cuerpo con el habitual decoro. Sin embargo, en la violencia controlada con que se adueñará de él adivinarás que sueña con la transparencia de la piel de la amante del duque, con la redondez de sus muslos, con la negrura delicada de su pubis, sin sospechar que ése es precisamente el cuerpo sobre el cual se esfuerza por ahogar sus jadeos, apenas un murmullo en el silencio, apenas una leve escoriación a tu decencia. Y te acometerá entonces la tentación de revelar el engaño, de mostrarle el lunar junto a la ingle que propicie el reconocimiento, de hacerle sufrir esa misma vergüenza que ahora te asalta.

Pero simplemente hundirás la cabeza en tu hombro, como en estos momentos, y serás consciente de que ya nunca más habrá blancura para ti: la memoria de las sábanas blancas que ahora cubren tu rostro y esconden tu identidad acabará por teñirla del más sucio de los grises.


jueves, 23 de agosto de 2007

Porvenir, ¿dulce o amargo?

Los seres humanos soportamos mal la fatalidad, los acontecimientos sobrevenidos sin explicación plausible que de la noche a la mañana hacen pedazos nuestra existencia y nos abocan a la desesperación y al sinsentido. Un accidente de tráfico, una catástrofe natural, un edificio que se derrumba, o una simple maceta caída de un balcón. ¿Sin explicación plausible? No, por supuesto que la hay. Siempre podemos remontarnos a causas físicas que den cuenta de lo sucedido. Pero no es ésa la explicación que deseamos, sino otra muy distinta: ¿por qué a mí? ¿por qué en este momento de mi vida? ¿por qué a los míos? Y para ella no tenemos más respuesta que eso que llamamos fatalidad, el azar puesto sorpresivamente en nuestra contra, escupiéndonos en pleno rostro nuestra humana fragilidad.

Es entonces cuando la tentación de encontrar culpables se vuelve más amenazadora y peligrosa que nunca. Cuando la impotencia, el dolor y la rabia nos empujan a una absurda caza de responsables que paguen por nuestro sufrimiento, que compensen lo incompensable, lo que de manera irrestituible nos ha sido arrebatado. Cuando más cerramos los ojos ante el hecho de que hay cosas que suceden porque sí, sin más, sin que quepa discriminar entre culpables e inocentes. Ante el hecho, en definitiva, de que sólo por casualidad estamos aquí y sólo seguiremos estando aquí si esa misma casualidad así lo quiere.



Fatalidad, inocencia, culpa. Éstos son para mí los temas fundamentales que se plantean en la película El dulce porvenir (The sweet hereafter, 1997) de Atom Egoyan. A través de una compleja serie de saltos en el tiempo, en ella se nos cuenta la terrible tragedia que ha asolado a una pequeña comunidad canadiense: el único autobús escolar del pueblo sufre un accidente y todos los niños que van en él mueren, con excepción de Nicole (una jovencísima Sarah Polley, protagonista posteriormente de Mi vida sin mí), que ha quedado paralítica. Al poco acude allí Mitchell Stephens (Ian Holm), un abogado que tratará de convencer a sus padres de que el suceso no ha sido un mero accidente y les propondrá que demanden a la compañía de autobuses para cobrar una indemnización. Stephens se presentará ante ellos como aquella persona capaz de "canalizar su ira", como el instrumento que les permita hacer justicia. Sin embargo, tras su actitud beligerante no se ocultan intereses económicos, sino una tragedia personal que le acerca y asemeja a sus defendidos: también él ha perdido a su única hija, que, aunque viva, ha arruinado su existencia víctima de las drogas.



A partir de determinado momento la narración de los hechos a los que asistimos se funde, en la voz en off de Nicole, con la del cuento de Robert Browning El flautista de Hamelin. La fatalidad se encarna entonces en la figura del flautista que, furioso con quienes le prometieron una recompensa por librar al pueblo de las ratas que luego no cumplieron, atrae a los niños del cuento con su música y los encierra en lo más profundo de una montaña. Y así como la acción del flautista responde a una voluntad de castigo, la película también sugiere cómo esta idea ronda a los padres de los niños fallecidos en el accidente, y con ella la de una culpa abstracta que los haría merecedores de su pérdida. Por ello la mayoría se dejará arrastrar por el abogado, como si quisiera trasladar ese sentimiento de culpa a un agente externo que les redimiera de ella, como si el hallazgo de un culpable pudiera tranquilizar sus conciencias.

Identificándose con el niño tullido del cuento, aquél que al no poder seguir el ritmo de sus compañeros de juegos llega a la montaña cuando sus puertas ya se han cerrado tras ellos, será Nicole quien ponga fin al absurdo proceso. La verdadera pretensión del abogado es evitar que futuros niños pierdan la vida en condiciones semejantes, contribuir, según dice, a crear un porvenir más dulce donde los niños, símbolo de la inocencia, se encuentren más a salvo. Pero Nicole intuye que ese afán de protección absoluta carece de sentido, que nada puede asegurarnos contra la tragedia, y que incluso la fatalidad, asumida en las transformaciones que supone, afrontada cara a cara, puede ser la llave que abra las puertas de un porvenir quizás distinto al deseado, pero quién sabe si no más dulce.

Así lo oímos de su voz cuando, como si ella misma hubiera presenciado esa escena, dos años después Stephens se encuentra fortuitamente con Dolores, la conductora del autobús escolar, ya rehabilitada del accidente:

Al verla dos años después, me pregunto
si comprende algo.
Me pregunto si entiende que todos nosotros,
Dolores, yo, los que sobrevivimos y los que no,
todos somos habitantes de un pueblo nuevo hoy,
un lugar con sus propias reglas y leyes,
un pueblo que vive en el dulce porvernir.

Donde las aguas brotaban
y los frutales crecían
y las flores tenían colores más bellos
y todo era nuevo y extraño,
y todo era nuevo y extraño.


viernes, 17 de agosto de 2007

¿Y si hablamos de arte?


En materia de arte soy más bien ignorante. Muy ignorante, incluso. Tal vez por ello cada vez que voy a un museo mi cabeza se llena de interrogantes para los que no consigo encontrar respuesta. Juraría, además, que se trata de una experiencia compartida. Vosotros me corregiréis...

Ya el propio recinto que supone el museo me resulta problemático. No me extrañaría que mi capacidad de asimilación fuera muy escasa, pero reconozco que un par de horas contemplando cuadros acaban por rebasarla y la sensación de saturación desemboca en pura ceguera. Por otra parte, la profusión de cuadros invita a un recorrido a todas luces apresurado que me parece rayar en el sinsentido. Porque, ¿qué hemos percibido de cada uno de los cuadros si apenas hemos permanecido un par de minutos -y a lo mejor ya es mucho- frente a él? ¿Qué experiencia pueden proporcionarnos en tan escaso margen de tiempo y rodeados de tantos otros cuadros que también deben llamar nuestra atención? ¿No es, paradójicamente, un museo el lugar menos propicio para abandonarse a las sensaciones que, se supone, la obra artística quiere transmitirnos? Tiendo a pensar que sólo podríamos acercanos al misterio que esconde cada una de ellas tras largas horas no sólo de contemplación, sino incluso de convivencia con la propia obra, que así se nos aparecería bajo diferentes luces a lo largo de un día o templada por nuestros diversos estados de ánimo. Ya lo sé, pido un imposible. Pero a lo mejor en este caso también podría hacerse valer aquel "seamos realistas..." del sesenta y ocho.

Más allá del propio marco en que a nosotros, habitantes del siglo XXI, se nos ofrece el arte, es probablemente su propia historia y el momento que nos ha tocado vivir de ella lo que más preguntas me suscita. Al disponer los cuadros con una ordenación cronológica, cada museo es como un espejo de la historia del hombre donde se reflejan las inquietudes, las formas de la sensibilidad y las diversas maneras de entender el mundo que le han ido caracterizando a lo largo del tiempo. Se trata, por otra parte, de una historia contada de una manera peculiar: la que, según hemos oído desde niños, pivota sobre la construcción y percepción de la belleza. Pese a que las dimensiones y motivaciones que entraña cada obra de arte son múltiples y complejas, los conceptos de belleza, goce estético y disfrute de la sensibilidad son probablemente los que más familiares nos resultan cuando reflexionamos sobre el sentido del arte. Aunque también sabemos que la percepción de la belleza ha variado en el curso del tiempo y que el alcance y constitución de nuestra propia sensibilidad pertenece, en consecuencia, a un momento histórico preciso y limitado.

Sin embargo, precisamente por ello, ante las obras de algunos movimientos vanguardistas del siglo XX no puedo dejar de sentir una cierta desazón. Porque en ellas la cuestión de la belleza parece volverse irrelevante, cuando no imposible, y los interrogantes que se nos imponen son más bien los siguientes: ¿qué es lo que su autor quería decirnos con esta obra? ¿cuál es su significado? Y en el peor de los casos, ¿por qué carajo -sí, hasta con irritación- es esto una obra de arte? Si además estamos al tanto de la burla a la institucionalización del arte llevaba a cabo por Marcel Duchamp al introducir un urinario en una prestigiosa galería de arte -provocación que ha sido entendida como una denuncia al hecho de que el criterio para distinguir una obra de arte de lo que no lo es resida hoy por hoy en su mera ubicación en el contexto de un museo-, sospecharemos incluso si no podríamos estar siendo víctimas de una notable tomadura de pelo.

Os pondré algunos ejemplos de a qué me refiero:



Este es un cuadro de Piet Mondrian, titulado Composición de colores I. Hay que admitirlo: el título no invita a lanzarse a la búsqueda de un supuesto enigma oculto tras el simple trazado de verticales y horizontales. A mí, cautivarme no puede decirse que me cautive. Más bien me deja un poco fría y lo primero que se me viene a las mientes es que con un buen rotring y una caja de acuarelas podría tener un Mondrian en mi casa. Vale, frivolidades aparte, ¿es esta sensación de frialdad la que Mondrian quiere provocarnos? ¿Nos está sugiriendo algo así como la simplicidad y vacío del hombre del siglo XX, su exceso de racionalidad, su mentalidad calculadora? A simple vista, imposible saberlo, y tendríamos más bien que remitirnos a un tratado de arte para averiguar las intenciones de Mondrian y saber por qué hemos de apreciar este cuadro como una obra de arte.



En esta otra pintura, ahora de Mark Rothko, el título, Verde sobre morado, vuelve a limitarse a una constación aséptica de lo que en él se puede ver. Se nos ocurre que con este lienzo, de grandes dimensiones al natural, Rothko querría fundamentalmente sumergirnos en la experiencia del color. Las sensaciones que suscita son muy distintas a las del cuadro de Mondrian. Sin embargo, nuevamente nos topamos con una simplicidad que cuanto menos nos deja perplejos. ¿Es tal vez esta perplejidad lo que se aspira a generar en nosotros? ¿Es esto una obra de arte por su originalidad, es decir, porque, a la vista de cualquier cuadro del Renacimiento, esta versión del arte resulta totalmente inesperada? Creo que otra vez tendremos que recurrir al manual.



Y un último cuadro de Jackson Pollock, esta vez con un título más sugerente: Ritmo de otoño, número 30. Al contrario que en los ejemplos anteriores, aquí no percibimos simplicidad, sino caos y confusión. La sensación es de vida, de movimiento y uno puede perderse tratando de imaginar figuras, conexiones de formas en medio de ese magma de líneas Pero, ¿por qué Ritmo de otoño? Es cierto que el fondo marrón puede evocarnos el otoño, pero ¿y el resto? ¿Pretende Pollock comunicarnos la experiencia subjetiva de un otoño caótico vivido por él? ¿Qué sentido tiene para nosotros? El manual, por favor...

No voy a poner en duda que tras estos cuadros se esconde una voluntad creadora y expresiva tan potente como la que reside en el arte de otras épocas. Incluso su visión me recuerda ciertas teorías de Theodor Adorno sobre la función esencialmente crítica del arte en una sociedad desgarrada por profundas contradicciones. Es innegable que tratan de decirnos algo. Pero por ello mismo lo que sí me parece bastante obvio es que este arte, al menos en comparación con otros momentos de su historia, apela más a nuestro razonamiento y afán de comprensión que a nuestros sentidos, más a nuestra cabeza que a nuestro corazón. Y que apreciar el arte contemporáneo requiere de un saber teórico por el que se demuestra que nuestra experiencia del mismo poco puede tener que ver con la de los fieles extasiados en la Capilla Sixtina ante los frescos de Miguel Ángel. ¿Algo hemos perdido? ¿Algo hemos ganado? Difícil precisarlo.

Me ha salido un post bastante rollero, sí, pero espero que sabréis disculparme. Y desde luego me encantaría conocer vuestras impresiones como visitantes de museos que sóis o habéis sido.



domingo, 12 de agosto de 2007

El tiempo que nos duele


"... Sí, como le digo, él viajaba con frecuencia y solía coger los mismos vuelos, más o menos los mismos días de la semana. No sabría decirle por qué me fijé en él, era un tipo alto y desgarbado, más bien flaco, pero muy normal por lo demás, probablemente porque siempre se sentaba en alguna de las mesas más cercanas a la barra y se ponía a escribir en un cuaderno de tapas duras que llevaba, se notaba que lo que escribía no tenía que ver con su trabajo, un diario personal quizás, o reflexiones al azar, o al menos eso me parecía a mí, con frecuencia se quedaba con la punta del bolígrafo apoyada entre los dientes y mirando al vacío, como si estuviera tratando de concentrarse, y luego al cabo de un rato sacaba un libro y se ponía a leer, aunque siempre se le veía inquieto, no es raro en los aeropuertos, la gente pasa mucho tiempo esperando, ya sabe, además de los enlaces, los retrasos, y ves los gestos de impaciencia, de cansancio. Un día se sentó en la barra, frente al lugar en que yo secaba y ordenaba la vajilla, pidió un café y cuando se lo serví me dijo algo así como cómo odio estos lugares, chaval, sin mala leche, simplemente como si lo sintiera de verdad y no hubiera podido evitar soltármelo, supongo que yo le contesté alguna tontería como que se espera demasiado, que los aeropuertos son lugares de paso y tal vez por eso no muy acogedores, no sé, algún tópico por el estilo, y cuando terminé de hablar me miró a los ojos y me dijo, ¿sabes lo que pasa aquí?... en los aeropuertos, o en las estaciones de tren o de autobuses, me da igual... que nos duele el tiempo. Que nos duele el tiempo, lo recuerdo perfectamente porque después le he dado muchas vueltas a esa frase, yo creo que lo que quería decir con ella era algo que yo ya había pensado antes, sin llegar a pensarlo del todo, ¿sabe?, observando a la gente, pero el modo en que lo dijo me sorprendió y me quedé mirándolo con el trapo en la mano, y él continuó, y en los vagones del metro, y en la consulta del médico, y en la cola del banco, pero sobre todo aquí, porque aquí uno sabe por lo general cuánto tiene que esperar, son las doce y media y a la una hay que embarcar, o son las cuatro y aún tienes una hora por delante, y por eso se mira constantemente el reloj, se sabe cuánto tiempo queda en esa franja limitada, cuánto de menos va quedando, y uno trata de que ese tiempo pase lo más deprisa posible, como si doliera, porque está deseando coger el avión o el tren, llegar a casa o al lugar de destino, que empiece el tiempo que verdaderamente cuenta, y escribe algo, lee, mira a la gente, y a lo mejor con un poco de suerte consigue olvidarse de dónde está, pero todo eso que hace no tiene más que un objetivo, que es matar el tiempo, es así como se dice, matar el tiempo, o hace un crucigrama, para eso están los pasatiempos ¿no?, para que el tiempo pase, lo dice la palabra, como si el tiempo no pasara por sí solo... pero no, aquí no se puede hacer más que matarlo, porque qué más se puede hacer, sólo intentar llevar lo mejor posible la espera, el vacío que uno siente aquí sentado, deseando que los minutos transcurran, y el aburrimiento, porque yo creo que eso es lo que sentimos cuando nos duele del tiempo, y nos duele porque el aburrimiento nos planta delante del vacío, de la nada, de repente nos vemos sin agarradero, no podemos centrarnos en el libro, ni en el crucigrama, nos faltan las ganas y sólo lo intentamos para que el tiempo pase más rápido, pero el aburrimiento nos come y tenemos la sensación de que nada nos interesa más que coger ese puto avión, y que entre él y nosotros hay como un gran desierto que en el fondo somos nosotros mismos, nosotros mismos frente a un tiempo en el que no podemos hacer gran cosa y que por eso duele y lo queremos matar cuanto antes. Recuerdo que me quedé un poco aturdido ante ese torrente de palabras, no sabía qué decir, él seguía mirándome y yo con el trapo en la mano, tampoco aparecía ningún otro cliente, eso me hubiera obligado al menos a una interrupción que me diera un poco de margen para pensar alguna cosa que decir, pero no venía ninguno, y entonces él, después de hacer una pausa para tomar aliento, continuó, y sabes, chaval, si uno se para a pensarlo bien se da cuenta de que en eso consiste la vida, de que los aeropuertos o las estaciones no son más que una gran metáfora de nuestra vida, de eso va el juego en realidad, de matar el tiempo, de buscarse distracciones, de empeñarse en hacer algo, y para qué, sino para que pase el tiempo, para huir del aburrimiento, para no ver el desierto, para que el tiempo no duela, no se puede hacer otra cosa, ¿qué otra cosa crees tú que se puede hacer?, yo diría que nada, sólo eso, ir matando el tiempo y tratar de olvidar que en el fondo sólo queremos matarlo, hasta que un día él nos mate a nosotros y entonces así al menos descansaremos y no tendremos que seguir buscando maneras de hacer que pase, el tiempo, digo, porque esto además de doler cansa, vaya que sí, y tanto que cansa. Y entonces miró el reloj y dijo algo así como, en fin, perdona, también yo ahora he estado matando mi tiempo contigo, seguro que tienes cosas que hacer, se tomó su café de un trago, dejó unas monedas encima de la barra y se apresuró hacia uno de los pasillos que conducían a las puertas de embarque. La siguiente vez que volvió me saludó como si fuéramos viejos conocidos, me dijo su nombre y a partir de entonces siempre charlábamos un rato cuando venía, sobre cualquier cosa, me caía simpático este tipo, aunque nunca volvió a hablarme del tiempo..."


Intentando, con más ganas que acierto, imitar al Bolaño de "Los detectives salvajes", con quien tanto he disfrutado de mis horas muertas.


martes, 7 de agosto de 2007

Ligereza


Hay quienes caminan por la vida como por un mar de aguas oscuras no exentas, sin embargo, de cierto brillo. Aunque tampoco lo aéreo y volátil les es ajeno, su elemento estriba más bien en la densidad, en una gravedad líquida por la que se desplazan al más leve pestañeo y que envuelve cada objeto rozado por las yemas de sus dedos.

Su caminar es necesariamente lento. Para ellos no hay imagen que se limite al par de dimensiones consabidas, ni suceso que no desate un aluvión de palabras silenciosas desgranadas en cada gesto propio o extraño, en cada contorno, en cada cosa. En las más opacas superficies otean una infinidad de planos superpuestos a la espera de ser ordenados, analizados, descifrados en su sentido. Persiguen a tientas los hilos invisibles que entrelazan lo cercano y lo lejano, el sentimiento indefinido y sus posibles trayectorias. En el acontecimiento presente se les desboca la maquinaria de anticipación que entreteje el pensamiento dudoso de lo venidero, la rememoración de resonancias de un pasado entregado a un juego de interpretación imparable. Tras cada luz buscan el baile de sombras que la hace posible. En cada sombra, el destello de luces pretéritas y futuras que vuelva comprensible su existencia. Por ello no es raro que se abandonen a la ausencia, y omitan distraídamente el rojo de un semáforo o un gorrión los detenga bruscamente en medio de la multitud apresurada.

Nadie duda de que en tales espesuras no se oculte el oro de tesoros antiguos, un resplandor sólo perceptible tras numerosas capas de indiferente y tediosa oscuridad. Tampoco que sus inevitables expediciones marinas no contribuyan a su dicha. Pero sus cabezas, desbordadas de signos de interrogación, pesan a veces demasiado, y esa pesantez los torna proclives a la pesadumbre y la melancolía. En sus peores días se mueven como entre grumos que entorpecen sus movimientos y hasta pareciera que cada inspiración les cuesta un esfuerzo, agotados por ese torrente interior que arranca a cada mota de polvo un laberinto de trasfondos caído sobre ellos como una montaña.

Es ahí donde se adivina que en ellos mismos habita su más feroz contrincante, abocados a conocer sin quererlo las estrategias que permiten sondear, sosteniendo prolongadamente el aliento, las aguas más profundas, pero a menudo incapaces de hallar, cuando más lo precisan, el camino de regreso a la superficie. Que con frecuencia se debaten dolorosamente con el oleaje levantado por sus más íntimos y callados movimientos, y se ven forzados a batallar contra la tormenta obsesiva que amenaza con hundirles. Pues en todo ello acecha el peligro de la parálisis, la ceguera para la oportunidad que debe ser cazada al vuelo, la torpeza ante una inmediatez que exige una reacción ajustada.

Por eso hay que recordarles que también la ligereza debe ser aprendida, así como la risa tonta y sabia que disuelve alegremente los grumos propiciando un andar más liviano. Aprendida para que cada paso no resulte demasiado costoso. Para que su propia densidad no acabe ahogándolos en las aguas espesas por las que bucean. Y que sólo frente a la leve resistencia del aire pueden los pájaros, despreocupadamente, alzar el vuelo.


jueves, 2 de agosto de 2007

Poder fálico


"Perra asquerosa (nasty bitch) se restriega por su sofá deseando que fuera una polla"

"¡¡Rebentada por dos pollas!!" (sí, re"b"entanda, no reventada)

"Guarrillas putas en medio de una fiesta de dildos"

"A la cerda le rompen el culo"

"Francesca es una golfa caliente que ama que le den sexo fuerte y sin miramientos"

"A la rubia la parten en dos"


(Selección de frases que describen el contenido de vídeos porno gratuitos ofrecidos en páginas web fácilmente accesibles a cualquiera que desee disfrutar de esta forma de "entretenimiento")


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Quien se presenta con el nombre de Antígona se quiere ante todo persona y luego mujer. Tal vez por ello su relación con el término feminismo no ha dejado nunca de ser hasta cierto punto ambivalente. Que nadie me malinterprete. Estoy tan orgullosa como cualquier mujer de los grandes logros de aquellos movimientos feministas gracias a los cuales hoy día podemos acceder a campos que hasta hace muy poco fueron privilegio exclusivo de los varones. Pero no dejo de mirar con cierto recelo a quienes en nombre del feminismo alzan proclamas dudosas y plantean conceptos de la feminidad o formas de entender las relaciones entre sexos que me cuesta compartir.

Sin embargo, me parece que todavía hay muchos terrenos en los que la mujer debe seguir combatiendo para superar su tradicional posición de inferioridad y sometimiento al hombre. Son demasiados siglos a nuestras espaldas de subordinación y obediencia a la autoridad y poder masculinos como para que en apenas cien años de historia quepa considerar abolidas todas las formas, más o menos sutiles, en que la mujer sigue sufriendo algún tipo de discriminación o se ve valorada y comprendida en función de parámetros netamente masculinos.

Pese a que decir que las sociedades occidentales siguen siendo intrínsecamente machistas podría ser una afirmación injusta, sí pienso que hay un ámbito donde se refleja claramente y de manera sintomática un deseo de dominio del hombre sobre la mujer que se contrapone a toda posible relación igualitaria entre ambos. Me refiero, como habréis podido sospechar a partir de las frases que encabezan este post, a la pornografía.

He dicho dominio, en efecto. Porque es voluntad de sometimiento lo que yo, personalmente, percibo en la imagen que la industria pornográfica ofrece de las relaciones sexuales entre hombre y mujer. Voluntad de que la mujer se someta al poder del falo y reconozca que es allí donde encuentra su mayor fuente de placer. Voluntad de que el deseo masculino se oriente hacia la dominación de una mujer convertida tanto más en objeto de deseo cuanto más se pliega a ese poder fálico.

No hace falta discutir que la industria del porno está producida esencialmente por hombres y destinada principalmente a hombres. Lo que en ella se fomenta es, por tanto, una imagen de la sexualidad dirigida a satisfacer las fantasías masculinas. No puede extrañar entonces que este producto de consumo casi exclusivamente masculino explote aquello que, supuestamente, excita a los hombres y no necesariamente a las mujeres. Ello explicaría, por ejemplo, que las felaciones sean mucho más habituales en el cine porno que los cunnilingus. Pero al margen de esto, pienso que lo que revela ese deseo de dominio introducido en el imaginario masculino creado y propagado por el porno es más una cuestión de formas que de contenido. Algunos de los rasgos clásicos del cine porno donde, a mi juicio, se haría patente esa actitud machista hacia la mujer podrían ser los siguientes:

- En las felaciones el hombre se sitúa generalmente de pie y la mujer arrodillada; otro tipo de posturas son infrecuentes. Me parece importante destacar la actitud de adoración que, desde esa posición inferior, las actrices porno suelen mostrar por los enormes miembros de los actores.


- Un tópico tremendamente explotado en los vídeos porno es el que presenta a la mujer a cuatro patas siendo penetrada vaginal o analmente mientras practica una felación a otro u otros hombres; prácticamente inmovilizada, son ellos los que se dirigen a ella e introducen sus penes en su boca.

- El momento de la eyaculación es crucial en toda película porno, y la mujer pornográfica recibe con regocijo el semen del varón tanto en su boca, en sus pechos, como incluso en pleno rostro.

- "Tragátelo todo, hasta la última gota" es también una demanda o incluso exigencia del hombre hacia la mujer bastante habitual en los relatos pornográficos.

- Las actrices porno gimen y gritan aparatosamente mientras los hombres apenas hacen manifestación alguna de su placer. Este hecho me parece especialmente significativo: el hombre no suele mostrar en ningún momento una actitud de entrega y abandono, y siempre parece tener el control de la situación. Resulta extraño que en un medio consumido fundamentalmente por hombres no se resalte el placer masculino sino el femenino, como si el placer que obtiene el hombre proviniera, simbólicamente, de su capacidad para hacer gozar a la mujer, subyugada ante su enorme miembro.

- La mujer es sistemáticamente el objeto pasivo de la relación. Nunca la vemos exclamar, por ejemplo, "te voy a follar", sino cosas tales como "sí, sí, sí" -expresión evidente de aceptación y reafirmación de lo que le está sucediendo- o "fóllame", expresiones que ya desde un punto de vista meramente gramatical sitúan al varón en el papel activo de la relación.

Más allá de todos estos tópicos, cuya enumeración podría ser interminable, el listado de frases que inicia este post nos conduce a un terreno mucho más delicado y peligroso: en él se ponen de manifiesto actitudes indudablemente vejatorias y denigrantes para la mujer, puesto que aquélla que disfruta con el sexo es descalificada e insultada con términos tales como "golfa", "guarra", "cerda", "puta" u otras lindezas similares. Y en frases como esas se evidencia igualmente un componente de agresividad y violencia, a la vez que de sumisión a ellas por parte de la mujer que, por lo visto, según la imagen que se desprende del porno, excitaría y despertaría los más elementales instintos del género masculino: "romper el culo", "ser reventada" o "ser partida en dos" son expresiones extremadamente agresivas para aludir a lo que sucede en el cuerpo de una mujer cuando es penetrada por un hombre, si bien esa violencia sería no sólo aceptada sino deseada y disfrutada por una mujer que, en el imaginario pornográfico masculino, goza siendo "rota", "reventada" o "partida en dos".




Habrá quien diga que la pornografía es un medio de entretenimiento que no tiene por qué afectar a las relaciones sexuales que se desarrollan en el plano de la vida real. Que cualquier espectador inteligente sabrá distinguir entre la fantasía y la realidad. Pero si tenemos en cuenta que el deseo humano es fundamentalmente un deseo social y culturalmente inducido, me resulta difícil creer que un medio tan extendido y fácilmente accesible como la pornografía no esté influyendo tanto en la construcción del deseo masculino como incluso, de manera derivada, en la del femenino. Pues con independencia de la reivindicación feminista que podría contener este post, creo que dicha construcción tiene en el fondo consecuencias tan negativas para el hombre como para la mujer. Porque también el hombre es víctima de una representación que, al convertirlo en sujeto de poder y macho omnipotente, éste habrá de experimentar en ocasiones, con toda probabilidad, como un lastre y una coerción a su sexualidad.

Señoras y señores, pese a que las altas temperaturas veraniegas no invitan precisamente al calor de la polémica y muchos están ausentes por vacaciones, no se corten, por favor, y opinen.


Hace un par de meses AnA dentro de su gAtA escribió un post a propósito de la pornografía realizada por mujeres que generó en sus comentarios un intenso debate en torno al tema. Días atrás huelladeperro citaba en un post un texto sobre el falocentrismo. La redacción de este post viene en parte motivada por ambos.