sábado, 30 de marzo de 2013

Agudizar, agravar, empeorar


 En el verano de 2010 algunos Premios Nobel de Economía y otros prestigiosos economistas comenzaron a anunciar –la realidad ha demostrado sin lugar a dudas que con pleno conocimiento de causa– que las medidas impuestas a Grecia a cambio del rescate que su gobierno había solicitado para financiar su excesiva deuda pública sólo contribuirían a una profunda depresión de su economía y, por tanto, a un incremento de esa misma deuda pública. Ya entonces empecé a preguntarme por qué la llamada Troika se empeñaba en prescribir una serie de recetas de las que, sin remedio, se derivaría justamente el efecto contrario del que supuestamente pretendían lograr. Un efecto que se ha repetido sin excepción en todos aquellos países de la periferia de Europa que han debido demandar la ayuda de las altas esferas europeas. Fueran cuales fueren los orígenes de sus respectivas crisis, y con independencia de que éstas nada tuvieran que ver con una desmesurada deuda pública – los datos del caso español son aquí incontestables–, la Troika no ha dado más opción que la tan cacareada y defendida austeridad, que conlleva la reducción del gasto público y, en consecuencia, la reducción de los mecanismos del Estado para paliar las desigualdades sociales y económicas a través de políticas redistributivas de la riqueza. Esa austeridad que, en lugar de solventar los problemas económicos de tales países, tan sólo está conduciendo a su progresivo y a este paso imparable agravamiento. 

Si hasta yo, que carezco de toda formación en materia de economía, podía por aquella época comprender la validez de los razonamientos de los expertos que alertaban del suicidio económico que suponían las políticas de austeridad, resulta como poco insensato acogerse a la hipótesis de que los economistas que componen las instituciones de la Troika no sabían de antemano de las consecuencias de la aplicación de dichas políticas. Tan insensato, comienzo a sospechar, como creer que su falta de atención a los hechos objetivos, que han ratificado sobradamente las predicciones de empobrecimiento de aquellos expertos, obedezca tan sólo a una suerte de ciego dogmatismo –tan ciego, que rayaría ya en lo puramente patológico– por completo inmune a las evidencias empíricas. Los datos que periódicamente publican otras instituciones de la propia Unión Europea cantan a voz en grito el estrepitoso fracaso de las medidas de austeridad. Inconcebible que los mandatarios que las prescriben no tengan, cuanto menos, tanto conocimiento de ellos como cualquier ciudadano de a pie que se interese en buscarlos o tenga acceso a los medios de información que los difunden. 

¿Cuáles son entonces las razones que podrían explicar tan contumaz empecinamiento en unas recetas cuyas presuntas bondades son día a día desmentidas por los datos económicos? Más contando con la circunstancia de que el mismísimo Fondo Monetario Internacional –antaño feroz adalid de las políticas de austeridad– ha llegado a reconocer públicamente que sus cálculos en relación a los efectos de la austeridad sobre la economía contenían un embarazoso error, cuya corrección indica que la drástica reducción del gasto público dictada a los países en crisis deprime más de lo previsto sus economías e imposibilita cualquier posible recuperación tanto a corto como a largo plazo. ¿Por qué entonces, ante tal reconocimiento, el comisario de la Unión Europea se apresuró a advertir al FMI, eso sí, en un elegante lenguaje técnico, de que dejara de tocar las narices y mantuviera la boca cerrada –que así no entran moscas– en lugar de lanzar mensajes encaminados a minar la confianza de los Estados intervenidos en las políticas prescritas por Europa? 

Mientras tanto, ciertas voces críticas se han alzado para afirmar que los rescates a los países del Sur podrían no tener más finalidad que garantizar que sus bancos nacionales paguen los miles de millones de euros que deben a la banca alemana, lastrada por un enorme agujero financiero a causa de su activa participación en el mismo juego especulativo de casino –y generador de obscenos beneficios a corto plazo– que hundió a la banca norteamericana. Que ciertos sectores de la sociedad alemana se están beneficiando enormemente de la depresión de los países del Sur, a pesar de que la imposición más temprana en Alemania de las mismas medidas de austeridad ahora decretadas al Sur de Europa ha empobrecido a marchas forzadas a sus clases trabajadoras. Y también que, de perseverar en la dinámica seguida hasta la fecha, la propia economía alemana comenzará a acusar en sus propias carnes la depresión económica de los países del Sur para acabar entrando en recesión. 

Más que nunca, pues, continúa vigente el interrogante por los motivos que subyacerían a la aplicación de unas medidas que de ningún modo parecen favorecer a la economía de los países europeos. Un interrogante al que, a mi juicio, el libro de Naomi Klein La doctrina del shock brinda algunas respuestas. 

La doctrina del shock” es un espeluznante relato que apuesta por la tesis de que la materialización efectiva de las doctrinas neoliberales, hoy día presentadas bajo el formato de las políticas de austeridad, ha dependido invariablemente de una ciudadanía en “estado de shock”, esto es, aturdida e incapaz de resistencia, bien bajo diversos regímenes del terror, bien como consecuencia de catástrofes naturales o crisis económicas hábilmente aprovechadas para la introducción de una serie de “reformas” estructurales –en esencia, destrucción de servicios sociales y privatización de bienes públicos para el enriquecimiento de una élite empresarial, financiera y política– que los ciudadanos, de poder actuar libremente, sistemáticamente han rechazado. Para defender esta idea, su autora nos propone un exhaustivo recorrido geográfico y cronológico que se extiende desde la dictadura de Pinochet en Chile hasta el desastre el huracán Katrina en Nueva Orleans, pasando por la Junta militar en Argentina, la aplicación de la Ley Marcial en Bolivia, la masacre de la plaza de Tiananmen en China, la quema del Parlamento ruso tras el desmembramiento de la Unión Soviética, la crisis financiera de los Tigres Asiáticos, la invasión de Irak o el tsunami acaecido en 2005 en las costas de Sri Lanka, por sólo mencionar algunos de sus hitos. Se trata, por lo demás, de un texto extenso y profusamente documentado que se detiene a cada paso en los pormenores de lo sucedido en estos y otros países durante los períodos en que sufrieron o siguen sufriendo la aplicación del pensamiento neoliberal. 

Muy numerosas serían las cuestiones que valdría la pena reseñar de este libro. Pero como no tengo intención de aburriros aún más con este árido post, tan sólo rescataré de él, de entre las declaraciones de personas de influencia que han contribuido a la conquista del mundo por parte del neoliberalismo recogidas por Naomi Klein, una que, en el momento de leerla, me pareció particularmente ilustrativa para responder a la pregunta que comencé a plantearme en aquel verano del 2010. 

El que en 1995 fuera el economista principal del Banco Mundial, Michael Bruno, afirmó en una conferencia impartida ante la International Economic Association, convertida posteriormente en una publicación del Banco Mundial, que cada vez existía un mayor consenso en torno a “la idea de que una crisis suficientemente amplia podría conseguir impresionar hasta tal punto a los decisores políticos de un país que éstos se decidieran finalmente por instaurar reformas destinadas a potenciar la productividad”. Con tales reformas no se refería sino a aquellas que actualmente se definen en Europa como las políticas de austeridad. En este sentido, Michael Bruno sostuvo que los organismos internacionales no sólo tenían que aprovechar las crisis económicas existentes para imponer tales políticas –lo que entonces se recogió bajo el rótulo del Consenso de Washington– sino que debían hacer todo lo que estuviera en sus manos para agudizar esas crisis. Sí, han leído ustedes bien: agudizar. Que es lo mismo que hacer por agravar o empeorar esas crisis. Y si bien Michael Bruno admitió en aquella conferencia que la perspectiva de profundizar intencionadamente la depresión económica de un país resultaba de entrada aterradora, no dejó de animar a sus oyentes a aceptar ese proceso de destrucción como primer paso de una positiva transformación de la economía según su concepción neoliberal. “A medida que la crisis se hace más profunda, el Estado podría irse atrofiando lentamente”, concluyó, y con él, todas aquellas políticas intervencionistas que restan posibilidades de mercado al mundo empresarial. 

Yo no sé a ustedes, pero, en mi caso, estas palabras de Michael Bruno actuaron como una especie de interruptor que encendió una bombilla en mi cansada cabecita. Y me llevaron a sospechar que esta crisis será muy, pero que muy larga. 

domingo, 17 de marzo de 2013

Ruptura


Si el conmovedor triunfo del amor más allá de los obstáculos materiales, sociales o personales ocupa un lugar preeminente en la historia de ese séptimo arte que es el cine, el tan habitual y siempre lamentado fracaso que supone el desamor, en las múltiples formas en que se presenta a la experiencia humana, constituye sin duda otro de los temas clave abordados desde sus inicios por la gran pantalla. A los títulos que sobre esta penosa pero corriente cuestión destacan en mi muy particular filmografía, he debido añadir en los últimos días el de una película americana del llamado cine independiente recién estrenada por estos lares: "Blue Valentine". Como no deseo destripársela a quienes tengan interés por verla, sobre su argumento tan sólo diré que retrata la fase terminal del matrimonio de una joven pareja cuya plasmación se intercala con la de los inicios de su relación amorosa. La película pivota, en este sentido, sobre una gran elipsis: la de las causas que, a lo largo de sus seis años de matrimonio, les han conducido a la ruptura. Sin embargo –y esto ya es mi propia interpretación de la película– tales causas arraigan en el propio momento de fundación de la pareja, es decir, en las circunstancias y avatares que provocaron la unión de sus protagonistas, y de ahí el interés del director por narrar ese dulce y mágico comienzo que, en este caso, contendría ya el germen de la futura separación. Tanto si mi comprensión de la historia es correcta como si no, lo sucedido entre el principio y el final de esta ficción queda del lado de la libre imaginación del espectador. 

"Blue Valentine" es una película desgarradora porque prácticamente todas las rupturas lo son. Salvo contadas excepciones, uno de los miembros de la pareja parece condenado a sufrirla como una auténtica mutilación. Se trata de quien todavía ama al otro y bajo ningún concepto quiere la separación. O de quien quizá ya no ama, pero se percibe en su existencia cotidiana, en sus rutinas, en sus hábitos y subrepticias dependencias, incapaz de vivirla en ausencia del otro. En ocasiones, ha optado inconscientemente por desviar la mirada de los signos del proceso de deterioro, de desgaste, de consunción del amor conducentes a la disolución de la pareja, y ésta le sorprende como un inesperado terremoto que conmoviera todos los cimientos de su ser. También cabe que los haya visto desplegarse ante sus ojos tan paulatinamente, que no acierta a vislumbrar ni la progresión descendente que marcan ni el ineludible final que en ellos se anunciaba. O que, desde el perfecto reconocimiento de esos signos, haya confiado en la posibilidad de su remonte y superación, aferrándose a la idea del carácter pasajero, circunstancial, de las fallas y grietas que revelaban. En el abandonado, el desgarro procede del yo dividido entre el desesperado deseo de permanencia al lado del otro y la realidad incontestable de la falta de correspondencia del otro a su desesperado deseo. 


Pero igualmente atravesada por el desgarro se halla la figura de quien ha dejado de amar e impone la ruptura, por más que, en la contemplación externa, su posición tienda a despertar cierta distanciada antipatía y su sufrimiento resulte menos visible. Lo delatan los gestos contenidos o ya incontenibles de irritación ante las palabras o las acciones del otro. Su nula indulgencia ante los errores y torpezas que tal vez antes observaba con ternura. La desaparición mal disimulada de toda apetencia de intimidad física con el otro que, antes o después, acaba manifestándose abruptamente en la negativa o el rechazo que ese otro recibirá como un acto de ruda insensibilidad. Pues quien abandona suele esconder en su interior, desde tiempo atrás, una verdad cuya mostración nunca deja de entrañar cierta dosis de crueldad si sabe a ciencia cierta del dolor que ocasionará al abandonado. Por consideración a él, a sus sentimientos, al recuerdo o el rescoldo de los que a él le unían, no le será fácil sacar a la luz esa verdad que dañará sin remedio al otro. Sin embargo, mientras la oculta, se mueve de continuo sobre el imperativo de ponerla sobre el tapete para no prolongar el engaño. Asimismo, y quizá ante todo, para salvaguardar su hipotético derecho a una potencial felicidad en ausencia del otro. Si la mentira y el encubrimiento representan una aceptable medida de urgencia ante el nacimiento de la confusión o el enquistamiento de la indecisión, no resultan sostenibles en el largo plazo. El desgarro de quien abandona es el del yo dividido entre la voluntad de proteger al otro del dolor y la imposibilidad de renunciar a convertirse en la mano ejecutora que habrá de causarlo. 


Como tantas veces en la vida real, en "Blue Valentine", desde perspectivas opuestas pero tal vez compartiendo idéntico asombro, dos personas asisten a la sobrevenida de un mismo hecho: la destrucción efectiva del vínculo amoroso que durante un tiempo ligó sus destinos, fruto de la extinción de la complicidad que aliviaba sus respectivas soledades, de la muerte de la maravilla del placer de la mutua compañía que un día los impulsó a enlazar sus vidas sobre la base de un proyecto común que iluminaba y llenaba de confiable seguridad el siempre incierto futuro. Forzoso parece entonces que ambos compartan a su vez, aunque probablemente experimentado de muy distintas maneras, un mismo sentimiento de pérdida y una misma pregunta en esas lenguas que ya no alcanzan a acariciarse ni a comunicarse: ¿Por qué? Por qué esa palmaria defunción de sus antiguos sentimientos en quien abandona. Por qué esa palmaria defunción de los antiguos sentimientos del otro en quien es abandonado. Y no obstante, es probablemente éste quien, a partir de esa pregunta, se ahoga en otros interrogantes que se derivan del primero. Interrogantes por su propia responsabilidad en el fallecimiento del amor del otro. Por las acciones u omisiones que pudieron haberlo causado y que quién sabe si podrían haberlo evitado. Por los caminos interiores que, en su desconocimiento, ha recorrido el otro hasta terminar arribando a esa decidida voluntad de poner fin a lo que una vez constituyó uno de los pocos paraísos terrenales que a los humanos nos es dado gozar. 


Y es que, si bien las dos víctimas de la ruptura se encuentran por lo general abocadas al sufrimiento, es indudable que quien abandona ocupa una posición más ventajosa que lo dota de una mayor fortaleza frente al otro. Para él, la ruptura equivale a una liberación cuyo acaecimiento le urge tanto como a cualquier encadenado. Dado su malestar en el seno de la pareja, la perspectiva del abandono, por dolorosa que se presente ante su conciencia, es entrevista como mejoría, como tránsito hacia un lugar menos áspero e incómodo. Desde la sensación de asfixia, de íntimo enfado que le produce la atadura al otro, la soledad venidera, aunque temida, se le aparece igualmente como remanso de paz y estancia, si no soleada, al menos tranquila. A diferencia de él, el abandonado carece por completo de la visión amable de ese horizonte ante sus ojos. Todos sus deseos se concentran sobre el presente y su anhelada pervivencia: de que no se altere o quiebre, de que cada cosa permanezca en su lugar acostumbrado, depende, se dice, toda su felicidad. Desde su particular punto de mira, el mundo deviene un lugar inhabitable sin la cercanía del otro. Más allá de su pérdida, tan sólo se abren el llanto y el horror, así como la incapacidad de imaginar cualquier posible alivio y futura alegría. Aquello que, para quien abandona, equivale al primer paso hacia la recuperación de su singular desgarro, significa para el abandonado el insoportable ahondamiento del suyo, y con él la evaporación de la fuente esencial de su bienestar. Por ello, mientras el primero pugna por la ruptura de las cuerdas que permita el alejamiento, el segundo combate angustiado por su mantenimiento e indefinida prolongación. 

Poco importa, sin embargo, con cuál de los dos personajes, en función de sus vivencias pretéritas o incluso presentes, llegue a identificarse el espectador. Si no consigue identificarse con ninguno de ellos o si termina haciéndolo con los dos. Bastará con que se deje envolver mínimamente por la situación que narra "Blue Valentine" para que su contemplación le resulte dolorosa: siempre lo es observar la pérdida de los sentimientos amorosos entre dos personas. En esencia, porque ser testigos de esa vivencia suele remover y hacer tambalearse nuestra ansiosa confianza en la tantas veces desmentida perdurabilidad del amor. En su posibilidad se alberga una incógnita que sólo el paso del tiempo podrá, si acaso, resolver. Una incógnita entre cuyos ingredientes quizá se amalgamen la decisión y cierta sabiduría vital, pero en la que invariablemente entra también en juego la sin duda impredecible y nunca domeñable continuidad o falta de ella del sentimiento. La experiencia ajena, probablemente también la propia, informa de que esa incógnita, en la mayoría de las ocasiones, se resuelve en su negación. Y, no obstante, pocos son quienes se resisten a apostar, al menos en el orden de lo ideal, por la ausencia de determinación de ese lugar vacío que significaría la pervivencia del vínculo amoroso hasta el límite mismo de la muerte.