viernes, 30 de julio de 2010

Verdad II


"La verdad, en su nombre maldito nos perdimos, en su nombre solamente, no por la verdad misma, si acaso existiera, sino por el deseo de verdad que nos arrancó las "confesiones" más aterradoras, tras las cuales quedamos más alejados que nunca de nosotros mismos, sin acercarnos ni un paso a verdad alguna"
Jacques Derrida

- Necesito saberla. Necesito saber la verdad. Sólo así, tal vez, podría perdonarte.

Quebrada por fin la eternidad de su silencio se atreve ella a alzar su rostro ojeroso, antes hundido entre sus manos, fija la mirada en los húmedos rodales que las lágrimas, en caída libre, han ido formando sobre el pantalón de su pijama en la zona de los muslos. Sus pupilas reptan en ascenso, despacio, por la figura erguida frente a ella para constatar que también el pijama de él está mojado a la altura del pecho. Al alcanzar, temerosa, sus ojos enrojecidos, la golpea con redoblada intensidad la humillación de su reciente derrota. La vergüenza que sobre sus hombros arroja su forzada capitulación. Tan sólo en una ínfirma parte por la mentira puesta al descubierto, si se la compara con la que mana de lo desvelado por su causa. Es obvio que sobreestimó su capacidad de resistencia. Quizá porque no exista mayor fuerza inquisitorial que la voluntad desesperada de verdad. La verdad que, frente a toda previsión, ha acabado emergiendo de su propia lengua tras el largo y torturante interrogatorio. Esa verdad que con tanta decisión se había propuesto ocultar. El reloj de la mesilla de noche marcaba las tres y cuarto cuando, al pronunciarla, ha girado la cabeza para rehuir su mirada.

- No te entiendo. Ahora ya sabes lo que querías saber - El perfecto retrato del dolor en esos ojos suplicantes, en la barbilla temblorosa oscurecida por la barba incipiente, comprime su abdomen y amenaza con cortar su respiración, obligándola a inclinar de nuevo el rostro, a atarlo esta vez al suelo. Un leve escalofrío recorre su espalda. Se sabe tan desnuda. Tan enteramente desnudada y expuesta sin el abrigo protector de la mentira.

- Quiero saber por qué. Por qué - El tono desgarrado de su voz grave reposa sobre un fondo de firme serenidad, de segura calma. Por el rumor en los roces de la tela de su pijama al moverse, intuye que se ha sentado de nuevo sobre la cama, posiblemente cruzando los brazos sobre el pecho, en patente actitud de espera.

Por qué. Se siente exhausta, aturdida. Hace un esfuerzo por poner en marcha las ruedas dentadas dentro de su cráneo, paralizadas bajo el peso sofocante de las emociones. Por recordar. Por hallar, en algún punto de ese bloque compacto e impenetrable de cemento en que se ha transformado su cabeza, el cabo inicial que le permita hilar un discurso mínimamente coherente. Mínimamente convincente. Hay demasiado en juego. Necesita su perdón. Le aterra la idea de perderle, siempre le ha aterrado. Su memoria semeja una mancha emborronada y confusa. No hace tanto tiempo de aquello, pero en ese momento le parecen siglos. ¿Cómo pudo cometer tal error? ¿Cómo ha podido traicionarle de esa manera? No consigue explicárselo. Nunca ha dejado de quererlo, nunca. A menudo manifiesta ante sus amigas, complacida, seguir enamorada de él, pese a los altibajos que su relación ha ido atravesando. ¿Y qué pareja no los ha sufrido? Insoportable la sensación de suciedad que la invade, el encogerse de su corazón ante el asedio del remordimiento. Vuelve a apoyar los codos sobre las rodillas, sujetándose la frente con las manos, incapaz de enfrentar su mirada doliente, vencida.

- No lo sé. Creo que me sentía sola. Tú estabas en esa época muy ausente, absorto en los problemas de la empresa, todavía abatido por la muerte de tu madre. Me parece que yo pasaba también por una mala racha... Sí, así es. Fue cuando la directiva rechazó mi proyecto y al poco me cambiaron de puesto... Sabes que no lo viví nada bien. Supongo que necesitaba más cariño del que tú podías darme en ese momento. Y bueno, entonces apareció él, cubriéndome de atenciones, de mimos, y... me dejé llevar.

Javier. Probablamente el hombre más guapo de cuantos haya conocido. No era extraño que de joven hubiera trabajado esporádicamente como modelo. Recuerda su penetrante mirada azul, su seductora sonrisa. El modo en que su interés por ella, que se tiene por una mujer atractiva pero no una belleza, halagó su vanidad. El color crema de las sábanas que arroparon sus encuentros amorosos en su apartamento.

- Apenas duró un par de semanas, ya te lo he dicho antes. Enseguida me di cuenta de que estaba haciendo una tontería. De que es a ti a quien quiero y a quien siempre he querido. No lo interpretes como un reproche, sé que fui débil y que actué mal... pero me sentía un tanto abandonada. Lo dejamos porque yo quise. Él aún insistió durante un tiempo, pero por suerte no tardaron en ofrecerle un traslado. No he vuelto a saber nada de él, ni quiero tampoco. Nunca pensé en dejarte, nunca me enamoré de él. No llegaste a sospechar nada porque nada de lo que pasó alteró mis sentimientos hacia ti. Pero necesitaba sentirme querida, deseada. Que alguien me cuidara. Ojalá pudieras creerme.

Levanta un poco la cabeza y busca sus ojos. Ahora es él quien, tras unos segundos, los aparta de los suyos para dejarlos reposar sobre la colcha, mientras frota en ella con el dedo índice una mancha inexistente. Resopla. Guarda silencio durante un intervalo que se dilata sin piedad, como un denso vacío que hubiera detenido el metrónomo de la línea pautada del tiempo. Hasta que la mira de nuevo y su voz brota de su garganta aún más rota y desgarrada.

- Esto ha sido tu venganza por lo de Helena, ¿no es cierto? Siempre supe que, tarde o temprano, aquel error me pasaría factura.

Helena. Hace mucho que no piensa en ella, pero la simple mención de su nombre arde en sus mejillas y pone a palpitar la sangre en sus sienes. Aún estaban los dos en la facultad. Apenas la conocía. Pero acabó por enterarse -siempre la maldita casualidad- de que él se había liado con Helena mientras ella hacía sus prácticas en Londres. Estuvieron a punto de romper. También él le dijo entonces que se había sentido solo y abandonado. Cuánto daño le había hecho aquello. Cuánto le costó superarlo. ¿O quizá aún, después de los años transcurridos, no lo había superado? Las circunstancias eran ahora muy distintas pero... ¿es posible que se sintiera legitimada a tener una aventura con Javier a causa de aquella infidelidad suya? ¿Había querido, después de tanto tiempo, devolver daño por daño, golpe por golpe, pagándole por su falta con la misma moneda? ¿Había pretendido, guiada por una cierta inconsciencia, la igualación de los marcadores, la revancha, el empate? Sólo eso explicaría esta súbita y contundente resurrección de su antigua rabia. Este violento, sorpresivo reabrirse de la herida en apariencia cerrada. ¿Es ésa la verdad que él busca? ¿Es ésa su propia verdad? El puño que retuerce sus entrañas parece aflojarse. Su ceño se frunce mientras proyecta con resolución la barbilla hacia adelante.

- Es posible... Sí, puede ser. Me hiciste tanto daño. Tanto daño...

El reloj marca las cuatro y media. Subrayando el silencio de la noche, el rítmico tic-tac del reloj se solapa a tramos regulares con la respiración acompasada de él. Recostada sobre la almohada, lo observa dormir mientras le acaricia el pelo con delicadeza. Finalmente, se acomoda a su lado y apoya una mano en su pecho velludo. Javier apenas tenía vello. En su conciencia se abre paso el recuerdo de la suavidad de su torso musculoso, la imagen de sus hombros robustos, perfectamente torneados, y su mano se despega en una suerte de automatismo de ese pecho velludo. Escruta el rostro dormido de él. Sus labios se curvan en una mueca de desagrado al comprobar que le está saliendo un feo granito en la nariz. Una inquietante aunque ya familiar sensación de hastío se apodera por unos instantes de su estómago. Tratando de ahuyentarla, deposita un leve beso sobre su frente, se da la vuelta y apaga la luz. En la oscuridad baila ante ella el rostro sonriente de Javier. Al cerrar los párpados, percibe de nuevo la cálida humedad de las lágrimas, desbordándolos.


Disculpen ustedes la
reiteración. Pero es que la frase de Derrida da tanto de sí...

jueves, 15 de julio de 2010

La caja tonta


Cualquiera sabe que si algo necesita una argumentación para poder tener lugar, ese algo es tiempo. Lo sabe el empleado que se reúne con su jefe para discutir sus condiciones de trabajo. Lo sabe el jefe que se reúne con su empleado para justificar esas mismas condiciones de trabajo. Lo sabe el padre que trata de explicar a su hijo por qué le disgusta su conducta. Lo sabe el hijo que trata de explicar a su padre el porqué de esa conducta. Sin embargo, resulta que el medio de comunicación que -no lo olvidemos- para una gran masa de la población constituye la única y exclusiva vía de acceso al conocimiento de lo que sucede en el mundo más allá del limitado perímetro de sus casas y barrios, un conocimiento, además, del que se desprenden no pocas decisiones, actitudes y tomas de posición frente a ese mundo, tiene como premisa elemental e indiscutible el control y la severa restricción del tiempo. La argumentación no tiene entonces cabida en la televisión. Así, ha señalado Pierre Bourdieu, en Estados Unidos la regla dice que las intervenciones en los debates políticos televisados no deberían superar los siete segundos.

En 1996, este prestigioso sociólogo francés aceptó ofrecer por televisión dos conferencias dadas en el Collège de France que posteriormente fueron transcritas y publicadas bajo la forma de un libro titulado "Sobre la televisión". No es de extrañar que este texto provocara virulentas reacciones entre los periodistas franceses más destacados del momento. Bourdieu ataca en él con dureza la por él llamada "corrupción estructural" imperante en la televisión, una corrupción por la cual este medio de comunicación pone en peligro, sin necesidad de pretenderlo intencionadamente, no sólo las diferentes esferas de producción cultural sino también la vida política e incluso la materialización efectiva de la democracia.


El hecho de que Bourdieu apostara por la retransmisión televisiva de estas dos conferencias formaba parte de su misma voluntad de crítica. Pues si bien Bourdieu afirma que en el mundo de hoy no es inteligente ni por tanto deseable prescindir del potencial expresivo de la televisión, defiende a su vez que la actualización y canalización adecuada de ese potencial expresivo exige ciertas condiciones que son estructuralmente negadas por los mecanismos rectores de la realización de programas televisivos. Condiciones que, sin embargo, a él le habían sido garantizadas de manera excepcional en su situación privilegiada de conferenciante puntualmente mediático: frente a las cámaras, Bourdieu emitió sus conferencias sin ninguna limitación de tiempo, sin que el tema le hubiera sido impuesto y sin ningún tipo de cortapisa o restricción que apelara a razones técnicas, de audiencia, o relativas a cualquier clase de convencionalismos morales o sociales. Así, Bourdieu tuvo la oportunidad de protagonizar un evento por completo insólito en televisión desde hace ya décadas: la emisión de un discurso articulado, de un discurso argumentativo y demostrativo, que pretendía ejercer una labor crítica desde y sobre el medio que ha desterrado paulatinamente la posibilidad formal de la crítica al desterrar precisamente la posibilidad de la argumentación que ésta necesariamente requiere.

Según Bourdieu, los mecanismos que imposibilitan la concurrencia de aquellas condiciones con las que la televisión podría llegar a ser un verdadero medio de información, formación, debate y crítica -requisitos todos ellos imprescindibles para el auténtico ejercicio de la democracia-, pivotan fundamentalmente sobre la sumisión de la programación televisiva al criterio mercantil de los índices de audiencia. Como en casi cualquier otra esfera de nuestras sociedades contemporáneas, también la televisión busca un éxito comercial que en su caso depende estrictamente del número de telespectadores que sintonizan cada cadena. Pero es esa misma aspiración a contar con el número más elevado posible de telespectadores la que ha introducido toda una serie de dinámicas perversas -sin que sea preciso suponer tras ellas la existencia de mentes maquiavélicas igualmente perversas- que, a juicio de Bourdieu, han convertido la televisión en una maquinaria peligrosa. Estar a expensas de los índices de audiencia lleva aparejados el temor a ser aburrido y el afán de divertir a cualquier precio. Aumentar al máximo la cuota de telespectadores pasa por banalizar y trivializar la realidad para así ponerla al alcance de todos. De ahí que los telediarios, en aras del objetivo de captar el interés del público mayoritario, se hayan ido transformado progresivamente en espacios cada vez más sensacionalistas donde las crónicas de sucesos, las catástrofes naturales, las noticias deportivas o las anécdotas políticas se ofrecen como sucedáneo de la información. Que en los debates o pseudodebates políticos televisados se priorice el combate frente a la discusión y se privilegie el enfrentamiento entre las personas en lugar de la confrontación de sus ideas y argumentos. O la proliferación desmedida de programas televisivos exclusivamente dedicados a alimentar las retinas y las mentes de los telespectadores con la exhibición y exaltación de pasiones netamente primarias. Si la televisión de los años cincuenta, comenta Bourdieu, pretendía ser cultural e imponía desde su monopolio productos culturales para así formar los gustos del gran público, la televisión de los noventa, al competir por la audiencia, explota, halaga e incluso rebaja esos gustos ofreciendo productos sin refinar con la sola meta de atraer la atención de las masas.

Han pasado casi quince años desde las críticas de Bourdieu, y el imparable proceso de degradación que sufre el medio televisivo -y me atrevería a decir de putrefacción a la vista de ciertos programas especialmente bochornosos de algunas cadenas- no hace sino confirmar día a día sus análisis. Tal vez sea entonces hora de asumir con resignación -si es que no lo hicimos ya hace tiempo- que bajo el mandato del criterio capitalista de los índices de audiencia la televisión seguirá creando productos de entretenimiento y desinformación cada vez más groseros y banales. Sin embargo, pienso que lo que no deberíamos asumir ni con resignación ni sin ella es que este modelo televisivo reinante en la actualidad acapare el espectro de toda forma de televisión posible. Porque, al menos en teoría, aún existe una televisión que cuenta con la posibilidad, y quizá incluso la exigencia, de sustraerse a la lógica mercantil de los índices de audiencia por no tener la estricta necesidad de estar sujeta a ella. Me refiero, como es obvio, a la televisión pública, financiada en parte con los impuestos de los ciudadanos y en parte, desde hace unos meses en nuestro país, por las cadenas televisivas privadas y de este modo liberada de la tiranía del patrocinio publicitario.

Exonerada con ello de la urgencia por captar el mayor número de telespectadores posible, la televisión pública podría permitirse el lujo de ofrecer "aburridas" conferencias de dos horas como las de Bourdieu o cualquier otro intelectual que tuviera algo realmente valioso que decir. Podría producir "aburridos" programas de análisis de la actualidad y debate como lo fue "La clave" desde mediados de los setenta a mediados de los ochenta, donde, después de proyectarse películas que no tenían por qué plegarse al gusto mayoritario, los participantes podían exponer sus puntos de vista durante diez minutos seguidos si así lo consideraban oportuno y sin que nadie les interrumpiera, así como prolongar sus discusiones por espacio de dos horas sin pretender entretener ni montar un espectáculo a fuerza de gritos, insultos o majaderías. Podría financiar "aburridos" programas infantiles como "La bola de cristal" donde la bruja avería enseñaba a los niños que el mal es el capital. Podría retransmitir "aburridas" obras de teatro que muchas personas jamás tendrán ocasión de ver ante un escenario. E incluso recuerdo una para mí mítica y probablemente también "aburrida" emisión del programa "El mundo por montera", moderado por Sánchez Dragó, donde "aburridos" intelectuales y profesores universitarios debatían sobre el complejo pensamiento de un importante filósofo alemán, fórmula que la televisión pública también podría volver a realizar. Y a este "podría" os invito a vosotros, mis pacientes lectores, a añadir cualquier cosa de vuestro interés que se os ocurra.

La televisión pública, en sus actuales circunstancias, podría ofrecer a sus telespectadores todas estas cosas y muchas otras más, y así devolver a la tan denostada "caja tonta" el carácter de "caja lista" -pese a haber renunciado hace ya años a verla, creo con Bourdieu en el enorme potencial de una televisión bien utilizada- que ocasionalmente tuvo en el pasado. Podría, porque dispone de los medios económicos y técnicos para hacerlo. Podría, porque, sencillamente, nada le impide hacerlo. La cuestión, a mi juicio preocupante, es, por qué pudiendo, sin embargo no lo hace.