sábado, 26 de junio de 2010

Babel


Tenía entonces toda la tierra una sola lengua y unas mismas palabras. Y aconteció que cuando salieron de oriente hallaron una llanura en la tierra de Sinaí, y se establecieron allí. Un día se dijeron unos a otros: «Vamos, hagamos ladrillo y cozámoslo con fuego». Así el ladrillo les sirvió en lugar de piedra, y el asfalto en lugar de mezcla. Después dijeron: «Vamos, edifiquémonos una ciudad y una torre cuya cúspide llegue al cielo; y hagámonos un nombre, por si fuéramos esparcidos sobre la faz de toda la tierra». Jehová descendió para ver la ciudad y la torre que edificaban los hijos de los hombres. Y dijo Jehová: «El pueblo es uno, y todos estos tienen un solo lenguaje; han comenzado la obra y nada los hará desistir ahora de lo que han pensado hacer. Ahora, pues, descendamos y confundamos allí su lengua, para que ninguno entienda el habla de su compañero». Así los esparció Jehová desde allí sobre la faz de toda la tierra, y dejaron de edificar la ciudad. Por eso se la llamó Babel, porque allí confundió Jehová el lenguaje de toda la tierra, y desde allí los esparció sobre la faz de toda la tierra.
Génesis, 11:1-9

Temían los hombres su diseminación sobre la amplitud incalculable de la superficie terrestre. Y con ella la ruptura de los lazos, la lejanía, la soledad y el aislamiento que emanan de la ausencia de comunidad. Pero es consustancial a la tragedia humana que toda estrategia encaminada a rehuir su destino –recordemos a Edipo, abrazando a cada paso, con sus ojos todavía intactos pero ciegos, el fatal cumplimiento de la profecía- se transforme en el certero instrumento de su realización. Comenzaron la construcción de la torre y dejaron de entenderse. Se hablaron y se sintieron solos, aislados. Incapaces de soportar sus mutuas miradas de extrañeza, la opacidad de las lenguas que antes les unían, el balbuceo ininteligible interpuesto como un muro infranqueable allí donde sólo conocían inmediatez, transparencia y comprensión ajena a la brecha y el equívoco, se alejaron unos de otros y así se desperdigaron sobre la faz de la tierra.
Se asentaron los hombres sobre lugares remotos y enseñaron a sus descendientes las nuevas palabras que moldeaban sus pensamientos y bocas. Pero tal vez porque sus voces no fluían libres sobre los sonidos nacidos del castigo divino; o quizá porque la maldición agujereaba sus lenguas inmaduras y acusaban en ellas la falta de nombres que les dijeran y expresaran en lo más íntimo, en lo más terrible, en lo más alto; o acaso porque la memoria del antiguo pecado les robó el discernimiento entre el habla urgente por precisa y la serena elocuencia del silencio, nunca recobraron la capacidad de entenderse, de exponer y solapar sus mentes y corazones, en ausencia de hiatos de sentido ni resquicios de oscuridad, sin restos de vacilación e incertidumbre intérprete.
Y aunque otra vez hablaban entre ellos, tuvieron que aprender a convivir con la presencia de otros muros insalvables entre sus ojos y gargantas, con la caprichosa resistencia de las palabras a sus lenguas y ánimos, y a sobrellevar la ambigüedad que lastra los conceptos y llega a convertirlos en cajas vacías, en armas dañinas, cuando más se los desea bálsamo y caricia curativa. Sabedores del penoso esfuerzo que de ahí en adelante requeriría su recíproca comprensión, de su fragilidad una vez conquistada, tan proclive a la quiebra como los brotes tiernos ante los más livianos azotes del viento de la vida.

Ya no alcanzan desde entonces los padres a entender a sus vástagos, pese a haber domesticado ellos mismos sus lenguas lloronas y menesterosas. En su afán por cultivar tallos rectos y robustos, mezclan inconscientes sus amorosos cuidados con palabras que siembran el recelo, la envidia, la frustración en sus pechos inexpertos. Y los hermanos, rivalizando por su afecto y su admiración, pueden desencadenar la catástrofe con un simple disparo cargado de prepotente inocencia y mala fortuna.


Callan los amantes la muerte de sus hijos y mascan en silencio la sombra de la culpa, oscilando entre su vergonzante asunción y la avidez por descargar su peso sobre los hombros del amado. Encerrados en la estupefacción ante el golpe imprevisto. Rotas sus voces para comulgar en la identidad de su dolor intraducible. Paradójicamente inhabilitados por ese dolor para abrir sus brazos y compartir el duelo y el llanto. Perdida la unidad originaria, no es raro que la adversidad separe y aísle tornando agrias y torpes las lenguas, ahogadas en su decir más cercano, en sus palabras más cómplices, por el sufrimiento que enjaula el espacio interior aniquilando el significado, la fuerza vinculante de cada signo pronunciable.


Tampoco es la misma después de Babel la lengua de los pobres y la lengua de los ricos. Quienes nacieron en la miseria y huyeron de su lengua natal para aprender tardíamente el idioma del privilegio y la abundancia, nadan en la indefensión del conocimiento incompleto, de la comprensión precaria, tan sólo aproximada, del universo de palabras foráneas que ahora habitan. Y por ello cometen, imprudentes, errores de amargas consecuencias. Incomprendidos en su mostrenca ignorancia. Ignorados en sus legítimos deseos de pobres, de calidad inferior a los de los pudientes bajo el sucio manto de su indigencia.


Y a algunos ni tan siquiera les concedió el dios temeroso de la audacia de los hombres el oído y el habla. Con desesperación batallan día a día con sus manos contra la soledad, el silencio y la incomprensión de un mundo sonoro. Y con desesperación pretenden en ocasiones suplir los sonidos ausentes de sus bocas ofreciendo la saliva de sus lenguas mudas, la desnudez virgen de sus cuerpos, expuestos con temeridad como un lienzo que propicie el contacto y la comunicación de las almas. También ellos yerran, ofuscados por su sordera, obviando que las conversaciones ocurren en el cruce de dos miradas sinceras, en el roce cálido de unos dedos que se buscan y entrelazan.


De nuevo hablan los hombres palabras comunes y aún así persisten en ellos la soledad y el aislamiento. De nuevo se enfrentan a la diseminación de las lenguas y todavía se alejan unos de otros, incapaces de soportar sus mutuas miradas de extrañeza, la opacidad, el balbuceo ininteligible interpuesto como un muro infranqueable. Y en cada signo estéril o hiriente, en cada silencio tenso, en cada vocablo bárbaro, experimentan la dureza del castigo del dios cobarde, asustado por su pretensión de tocar las alturas celestes.

Sin embargo, no por ello cesan un solo día de esforzarse por hallar alivio a su soledad, por conquistar la comprensión recíproca que a intervalos les libere del asfixiante aislamiento de sus pieles vueltas hacia adentro. A menudo fracasan, y el fracaso les depara la pérdida, la soledad aún mayor, en el extremo la muerte irreparable. Pero a veces se yerguen victoriosos cuando, encontrándose al borde del precipicio, aúnan sus soledades y así logran vencer el miedo, superar el abismo y regresar juntos a la tierra incierta para seguir resistiendo los azotes del viento de la vida bajo ese cielo inalcanzable.


Hace unos días volví a ver la película Babel, dirigida por Alejandro González Iñárritu. Valga este texto como una reflexión sobre lo que, a mi particular entender, en ella se cuenta.

lunes, 14 de junio de 2010

Hermenéutica IV: Falacias


En el siglo XI, momento perteneciente a esa época de la historia marcada por el notorio desperdicio de todos los talentos intelectuales de Occidente en peregrinas y estériles disputas sobre la existencia y atributos del Dios cristiano, los llamados antidialécticos defendieron que el uso de la lógica era perjudicial para la fe. Y no puede negarse que estaban en lo cierto: no hay forma de admitir que Dios es a la vez uno y trino, o que la Virgen María, siendo virgen, fuera igualmente madre, sin suspender toda exigencia lógica.

Pero así como el rechazo de la lógica es beneficioso para la fe, resulta tremendamente nocivo allí donde se trata de valorar la credibilidad de los argumentos de los políticos. Desde antiguo se sabe que una práctica habitual del discurso político es la utilización de falacias o sofismas, esto es, razonamientos que, si bien son lógicamente incorrectos, aparentan ser correctos y se aplican con fines persuasivos para convencer de alguna presunta verdad.


Hace unos días, la señora Ministra de Igualdad condenaba las 32 muertes de mujeres a manos de sus parejas que se han producido ya este año y, al preguntársele por las causas de este aumento con respecto al año pasado, señalaba la necesidad de atender al denominador común de todas ellas, a saber, que la mayoría de las fallecidas no había presentado denuncias por agresiones previas. Ni ellas ni su entorno. Por ello, sus declaraciones terminaban alentando a la sociedad en su conjunto a denunciar.


Entiendo que lo que la señora Ministra quiere decir es que la ausencia de denuncias por agresiones previas es una causa determinante de las muertes de esas 32 mujeres. De lo cual se sigue que, si esas mujeres hubieran denunciado tales agresiones previas, podrían haber salvado sus vidas. De ahí su mensaje: si queremos evitar más muertes, presentemos denuncias ante cualquier caso de agresión que conozcamos.

Sin embargo, a mi entender la señora Ministra ha incurrido con sus declaraciones en varias flagrantes falacias que intentaré analizar a continuación:


a) La falacia formal o razonamiento no válido conocida como falacia de negación del antecedente se da en razonamientos de este tipo: aceptada la premisa de que si llueve, las calles se mojan, se concluye que, en el caso de que no llueva, las calles no se mojan. ¿Y por qué se trata de un razonamiento falaz o incorrecto? Pues porque las calles podrían mojarse por otros motivos: que pase el camión de limpieza del ayuntamiento, que un maremoto arrase la ciudad, o que todos los ciudadanos de un determinado barrio se pongan de acuerdo para arrojar desde sus balcones cubos de agua. Exactamente lo mismo sucede con el razonamiento de la señora Ministra: aceptada la premisa de que en ausencia de denuncias de agresiones previas se producen asesinatos, se concluye que, en el caso de que tales denuncias sí se den, no se producirán asesinatos. Lo cual es falso porque las mujeres podrían resultar asesinadas por sus parejas por otros motivos.

b) La falacia informal de la falsa causa consiste en atribuir a dos sucesos o hechos correlativos una relación de causa-efecto sin evidencias que la soporten. Ejemplos un poco burdos de esta falacia serían afirmaciones tales como: el sol ha salido porque el gallo ha cantado; el arcoíris ha parado la lluvia. Un poco –aunque sólo un poco- menos burdo: aprobé el examen porque llevaba mi amuleto de la suerte, ya que esta falacia es el tipo de razonamiento incorrecto que suele primar en las creencias supersticiosas. Tales falacias se refutan demostrando que no existe una relación significativa entre los dos hechos que se pretenden causa y efecto: bien probando que el efecto tiene lugar aunque no intervenga la causa –el sol saldrá aunque todos los gallos sobre la faz de la tierra se proclamen en huelga y dejen de cantar-, bien probando que el efecto está producido por otra causa distinta de la presumida. Pues bien, que la señora Ministra incurre en este tipo de falacia se pone de manifiesto atendiendo a sus propias declaraciones: el hecho de que la mayoría de las mujeres no hubiera presentado denuncias significa que algunas mujeres sí las habían presentado, en concreto cinco de ellas. No obstante, la presentación de tales denuncias por agresiones previas no las libró de la muerte. Luego es falso el establecimiento de una relación causal entre la ausencia de presentación de denuncias y la muerte, porque el efecto –la muerte- pudo ocurrir sin intervención de la causa –es decir, habiéndose presentado denuncias-. Que ambos hechos –no presentar denuncias por agresiones previas y acabar muerta- sean correlativos no permite entonces concluir legítimamente que el primero sea causa del segundo.

c) Vamos a conceder a la señora Ministra que sus declaraciones se sustentan sobre el dato fehaciente y constatado de que algunas de las mujeres que han acabado muertas a manos de sus parejas habían sufrido previamente agresiones por parte de ellas. Ahora bien, otra falacia informal es la que recibe el nombre de generalización precipitada, por la cual se otorga de manera injustificada la propiedad que presentan varios individuos de un conjunto a todos y cada uno de los elementos de ese conjunto. Un ejemplo de esta falacia podría ser la afirmación de que el alcohol es dañino porque genera alcohólicos, pues el hecho de que para algunos individuos el alcohol resulte dañino no permite concluir que lo sea para todos. Idéntico caso de generalización precipitada es el de la señora Ministra: del hecho de que algunas mujeres muertas a manos de sus parejas hayan sufrido agresiones previas no es legítimo concluir que todas las mujeres muertas a manos de sus parejas las han sufrido.


Pero la señora Ministra no es la única política que incurre en razonamientos falaces. Al día siguiente de sus declaraciones, también el Delegado del Gobierno para la Violencia de Género hacía un uso tácito de esta última falacia al plantear la hipótesis de una posible vinculación entre las muertes de mujeres a manos de sus parejas y el modo en que éstas son reportadas en los medios de comunicación. Para justificar el aumento de mujeres muertas a manos de sus maridos de los últimos meses, apelaba a un presunto “efecto imitación”, “aquel en el que el agresor asesina a la mujer tomando como referencia un caso anterior" y un presunto “efecto paso a la acción”, “cuando el agresor se decide a cometer el asesinato al ver otro”. Puesto que los medios de comunicación podrían entonces, involuntariamente, estar incitando a nuevos asesinatos, el Delegado señalaba que la clave para evitar este efecto indeseado estribaría en el tratamiento de la información por parte de los medios. E indirectamente, condenaba la emisión de testimonios de los vecinos como “era un hombre trabajador” o “era un buen padre”, porque, según él, “provocan que la agresión sea inexplicable”. ¿Y por qué inexplicable? Sencillamente porque, como se desprende de sus propias palabras, el Delegado asume que todos los hombres que han matado a sus mujeres las habían agredido previamente, es decir, que son agresores habituales y por ello, según su propio juicio, personas que no pueden merecer ninguna valoración positiva por parte de nadie. Por esta razón, al igual que la señora Ministra de Igualdad, el señor Delegado terminaba sus declaraciones instando a las mujeres y a sus entornos a denunciar.


Quizá parezca difícil entender que a la señora Ministra no se le haya ocurrido que la ausencia de denuncias previas a las muertes de mujeres a manos de sus parejas podría obedecer a la ausencia de motivos para realizar tales denuncias, es decir, a la ausencia de agresiones previas. O que al Delegado no se le haya ocurrido pensar que los testimonios de los vecinos nada tienen de descabellado porque no es inexplicable que alguien que no ha agredido previamente a su pareja pueda llegar a matarla bajo ciertas circunstancias específicas.


Pero, en el fondo, me temo que la falta de tales ocurrencias no es tan difícil de entender. Porque si el Ministerio de Igualdad y la Delegación del Gobierno para la Violencia de Género aceptaran la hipótesis de que gran parte de las muertes de mujeres a manos de sus parejas no responde a una situación de maltrato y constituye un suceso imprevisible en tanto desconectado de cualquier acto violento previo, ¿podrían al mismo tiempo afirmar que la evitación o disminución del número de muertes de mujeres a manos de sus parejas depende de sus propias acciones? ¿Podrían justificar sus respectivos trabajos en lo que respecta a esta cuestión concreta? ¿Podrían arrogarse los méritos aquellos años en que el número de muertes disminuye, como suelen hacerlo habitualmente? Desde luego, yo creo que lo tendrían mucho, pero que mucho más complicado.

Por ello prefieren sostener como única causa válida del asesinato el maltrato previo y animan repetidamente a la denuncia, ya que según sus encuestas –y ya analizamos aquí una vez de qué forma tan surrealista tales encuestas detectan las situaciones de maltrato- existen 400.000 maltratadores en España, 300.000 de los cuales aún no han sido denunciados.

Mientras tanto, debería dar que pensar el hecho de que en noviembre del año pasado el número de presos por violencia de género creciera un 50% con respecto al año anterior. Como debería dar que pensar que en el 2009 se produjeran 135.540 denuncias, de las cuales tan sólo 32.550 recibieron una sentencia condenatoria, cifra que incluye aproximadamente un 50% de sentencias que únicamente enjuician faltas y no delitos –y aquí es preciso tener en cuenta que, a partir de la aprobación de la Ley Integral de Violencia de Género, se tipifica como falta la injuria o vejación injusta de carácter leve, mientras que cualquier otra injuria o agresión pasa a ser considerada delito-. E igualmente debería dar que pensar por qué ninguna institución se preocupa por tratar de explicar ni valora como un problema social que junto a las 55 mujeres que en 2009 murieron a manos de sus parejas, también murieran 10 hombres a manos de sus parejas.


No sé vosotros, pero yo no tengo ninguna intención de dejar de hacer uso del razonamiento lógico para dejarme convencer por argumentos erróneos encaminados a fomentar creencias cada vez más alejadas de la realidad. Y es que el conocimiento de la realidad no pasa por la fe, sino, entre otras cosas, por ser capaz de anteponer la mera lógica a ella.