lunes, 29 de junio de 2009

El sueño imposible de ser


Tal vez la pregunta que todo ser humano se ha planteado de manera más recurrente desde que tiene uso de razón es la pregunta por su propio ser, la pregunta que reza ¿quién soy?, y así se interroga sobre los atributos, sobre los predicados que se dejan ligar o separar de aquello que, señalándonos a nosotros mismos con el dedo, identificamos con nuestro propio yo. Con ése que, cada vez que habla, se aparece al mundo y a sus semejantes portando como un estandarte la palabra yo. Porque, ¿quién es ese yo que digo ser yo?

Dar respuesta a este incisivo y en ocasiones impertinente interrogante entraña una complejísima y no siempre visible problemática que, a mi juicio, nunca en el cine se ha descrito con tal grado de lucidez y verdad como en cierto monólogo de la película "Persona", de Ingmar Bergman.

Elisabet Vogler es una actriz que, mientras representa a Electra sobre el escenario, se sume de repente en el silencio, mira con sorpresa a su público, y no es capaz de proseguir la función. Al día siguiente no acude al ensayo y su ama de llaves la encuentra tumbada en la cama, inmóvil, muda ante sus preguntas. Lleva así tres meses, internada en un hospital. Pero la psiquiatra que la atiende sabe que está perfectamente sana, tanto física como psíquicamente. Su mutismo y su inmovibilidad tan sólo son una estrategia, el resultado de una decisión, plenamente consciente y comprensible para su inteligente psiquiatra. Elisabet calla porque cree que así podrá eludir las máscaras que encubren su verdadero yo y el presunto falseamiento de sí que todas ellas perpetran cuando se enfrenta desnuda a la pregunta ¿quién soy? En este preciso monólogo, su psiquiatra le revelará la imposibilidad de tal operación:

"¿Crees que no lo entiendo? El sueño imposible de ser. No de parecer, sino de ser. Consciente en cada momento. Vigilante. Al mismo tiempo, el abismo entre lo que eres para otros y para ti misma, el sentimiento de vértigo y el deseo constante de, al menos, estar expuesta, de ser analizada, diseccionada, quizás incluso aniquilada. Cada palabra una mentira, cada gesto una falsedad, cada sonrisa una mueca.

¿Suicidarse? ¡Oh, no! Eso es horrible. Tú no harías eso. Pero puedes quedarte inmóvil y en silencio. Por lo menos así no mientes. Puedes encerrarte en ti misma, aislarte. Así no tendrás que desempeñar roles, ni poner caras ni falsos gestos. Piensas. Pero, ¿ves? La realidad es atravesada, tu escondite no es hermético. La vida se cuela por todas partes. Estás obligada a reaccionar.

Nadie pregunta si es real o irreal, si tú eres verdadera o falsa. La pregunta sólo importa en el teatro. Y casi ni siquiera allí. Te entiendo, Elisabet. Entiendo que estés en silencio, que estés inmóvil. Que hayas situado esta falta de voluntad en un sistema fantástico. Te entiendo y te admiro. Creo que deberías mantener ese papel hasta que se agote, hasta que deje de ser interesante. Entonces podrás dejarlo. Igual que poco a poco fuiste dejando los demás papeles".



Elisabet ha entrado en crisis al devenir consciente de que ser persona -tal y como indica el significado de este vocablo latino- significa disponer de un conjunto, de una multiplicidad de máscaras que nos exponen al mundo a la vez que nos ocultan a él. Sabe, como le señala la psiquiatra, de la existencia de un abismo, de un profundo hiato entre aquello que de sí misma percibe en la interioridad de su conciencia, en la intimidad de su sentir, y el modo en que esa conciencia y ese sentir ocultos, tal vez en parte inasibles, se dejan exteriorizar ante sus semejantes. Elisabet querría ser más allá de esas máscaras. Desea exhibirse sin máscara alguna, despojada de lo que experimenta como un disfraz, como un velo que encubriría su yo auténtico, aquél que realmente definiera el quién que ella es. Pretende no sólo parecer ante los demás aquello que sus máscaras dibujan, sino ser al margen de ellas.

Sin embargo, las palabras de la psiquiatra la arrojan a una paradójica verdad que ella misma, desde su mutismo, está empezando a intuir: ser es un sueño imposible. En el momento en que ese yo auténtico, ese espacio íntimo de su ser aspirara a salir a la luz, su mera mostración lo convertiría de inmediato en otra máscara. Una máscara por fuerza falseadora en cuanto fragmentaria, parcial, incompleta, pero al tiempo verdadera dado que sin ella no es posible la manifestación de ese yo. Se derrumba así, revelándose como una ilusión, la imagen ideal de un yo desenmascarado, de un yo puro e inmaculado tras la impureza mentirosa de las máscaras. Detrás de cada máscara no hay sino una nueva máscara. Detrás de cada velo, nada más que un nuevo velo. Pues el yo no existe sin la variedad de máscaras que lo tornan real, si real quiere decir no sólo accesible para otros, sino también para nosotros mismos. Máscaras y velos nos constituyen entonces en lo que verdadera o falsamente somos, porque es en ese juego de máscaras donde habitamos de continuo sin posibilidad de sustraernos a él. De ahí que, como le indica la psiquiatra, también el silencio de Elisabet se haya transformado automáticamente en otra máscara, en otro papel que ha decidido representar creyendo erróneamente no representar papel ninguno.

Asumida la inexistencia de un yo con independencia de sus máscaras, la cuestión que tanto a Elisabet como a todos nosotros nos toca dirimir día a día se reduce a la de cuál de esas posibles máscaras nos representa con mayor grado de verdad. Pregunta que podría quizás traducirse a la de con cuál de ellas nos sentimos más cómodos, más libres o menos sujetos a ataduras innecesarias. A la de qué máscara se ajusta o ciñe mejor a los contornos invisibles de ese yo que palpita en cada una de ellas. Pero eso sí: teniendo siempre en cuenta que ninguna de nuestras máscaras preexiste antes de que ese yo nuestro sea capaz de esculpirla en un proceso creativo que durará lo que el tiempo de nuestra vida.




Este mismo monólogo de "Persona" fue ya recogido en un post muy al inicio de la andadura de este blog. Por aquel entonces aún pensaba que los post debían ser escritos breves y es por ello por lo que sencillamente me limité a transcribirlo sin aventurarme a un análisis como el que, sin embargo, siempre pensé que merecía. Hoy por hoy sigo pensado que los post deberían ser escritos breves. Pero es obvio que algunas reglas no escritas de la bloggosfera no se compadecen bien con la máscara que quiere o puede ser Antígona. Qué le vamos a hacer...

domingo, 21 de junio de 2009

Infierno II


Las manecillas de las cinco y cuarto de la tarde del domingo me encuentran en un ascensor en el que, contra el dinamismo vertical de mi cuerpo, yo me columpio entre la desazón y el alivio. Toco suelo y apresuro mis pasos hacia el sol vespertino y el aire anónimo que empezarán a desatar lentamente mis alas. Un objetivo me apremia: alcanzar el coche, llegar a casa, olvidar las horas gastadas en cíclico vacío y apurar las que quedan del día pese al intrínseco vacío que horada las tardes de domingo.

Al girar la esquina, adorna la perspectiva de la calle desierta e inerte un único objeto semianimado que aparece de soslayo en mi campo de visión como un elemento más del escenario: la identifico sin apenas verla como una mujer que fuma junto a la farola más próxima. Me encamino con decisión hacia el final de la larga hilera de coches aparcados en batería, tratando ya de distinguir en la distancia el verde pálido del mío. Al pasar junto a la farola, la mujer avanza hacia mí con un movimiento rápido, brusco por inesperado. "Mira bonita...". Siento su cuerpo demasiado próximo del mío. Mi corazón se acelera. Además, no puedo perder más tiempo. Quiero llegar a casa. Sin mirar siquiera su rostro sigo caminando mientras digo: "Perdona, pero tengo prisa". Sobre mi espalda su voz se eleva y se convierte en un grito en el que se entremezclan la ira y el llanto: "¿Que tienes prisa? Lo que pasa es que eres una hija de puta. ¡Hija de puta! ¡Eso es lo que eres! ¡Hija de putaaaaaaaaa!". Apresuro aún más mis pasos y me descubro observada por dos viandantes en la acera opuesta. Los fuertes golpes en mi pecho bien podrían ocultarme el sonido de los pasos de la mujer persiguiendo los míos. Sin embargo, no me atrevo a volver la cabeza. Por suerte, las llaves están entre mis dedos desde que salí del portal. Entro en el coche con fingida naturalidad y cierro precipitadamente el seguro. Mi mano tiembla al introducirlas en el contacto. Pero no. Ningún movimiento en la acera frente a mi parabrisas. La mujer no me ha seguido. Respiro hondo, tratando de tranquilizarme. Arranco.

Las ruedas deben ahora desandar por la calzada el camino de mis pies sobre la acera. Giro en sentido inverso la misma esquina, mirando al frente con fijeza. Cuando me detengo en el semáforo, me percato con renovado temor de que la mujer que acaba de insultarme se encuentra ante él, a mi derecha, sin decidirse a cruzar. Bajo la cabeza. La calle es estrecha y apenas la separan unos metros de mí. Tengo miedo de que me reconozca. Simulo buscar algo en el bolso. Con el rabillo del ojo creo percibir que finalmente cruza. Me inclino aún más sobre el asiento de al lado. Cuando finalmente levanto la cabeza ya se encuentra en la acera opuesta y sigue caminando. Me siento fuera de peligro. Hacia ella avanza un chica joven, bastante más alta que yo, también más alta que la mujer, cuya estatura tampoco es mucho más elevada que la mía. Veo cómo la mujer se dirige a ella. La chica, a diferencia de mí, se detiene y la escucha. El semáforo sigue en rojo para los vehículos y observo con atención la escena. También por primera vez a la mujer, su figura un tanto desgarbada, sus ropas de colores mal combinados, el maquillaje un tanto estridente para los años que le calculo. Nada hay de amenazante en su aspecto. La chica se echa las manos a los bolsillos, saca un paquete de tabaco y vuelve a guardarlo, como indicando que no lleva nada más encima. Imagino que la mujer le ha pedido dinero, pero las ventanillas cerradas de mi coche me impiden escuchar sus palabras. La chica sigue su camino con tranquilidad y la mujer se aleja en dirección contraria.

La vergüenza ha sustituido en mí al temor. Ahora sé que los insultos no han constituido más que el precio de mi gesto de despreciativa indiferencia, de la premura ofensiva de mi reacción de animal asustado. Cuando el semáforo se pone en verde y reemprendo la marcha, me invade la sensación de que esta vez he sido yo la que, a los ojos de esta mujer, ha contribuido a hacer de este mundo un infierno de dureza y agresividad. Que uno de los demonios de ese infierno, en contra de lo que he pensado hace apenas unos minutos, no ha sido ella sino yo. Enciendo el radiocasette y suenan en la canción interrumpida esta mañana, en la voz de Paco Ibáñez, los versos de Machado que tanto me gustan: "No extrañéis, dulces amigos, que esté mi frente arrugada; yo vivo en paz con los hombres y en guerra con mis entrañas". Y aunque sé que no termino de ser justa conmigo misma, no puedo evitar avergonzarme aún más por lo sucedido.


viernes, 12 de junio de 2009

Enfermar


- ¿Y qué puede hacer usted, el médico, cuando en medio de la noche entra en una vivienda desconocida donde en forma de cálculo biliar grita la mentira de toda una vida? ¿O un talento amargado por la monotonía y el hastío de la existencia?...
Asintió con gesto recatado.

- Le palpo el abdomen. Le receto medicamentos.


El saber y la práctica de la medicina occidental se sustentan sobre una precisa representación del cuerpo: aquélla según la cual éste constituye una complicada maquinaria cuyos engranajes pueden fallar con independencia de la mente que la guía. Pero tal representación no es universal ni mucho menos comprensible de suyo. Por el contrario, su nacimiento puede datarse en una fecha concreta y relativamente reciente: la del inicio de la Modernidad, marcado por el surgimiento de la Nueva Ciencia y su representación mecanicista del universo, por la física galileana y la filosofía de Descartes. Si como éste escribiera, "el universo es una gran máquina en la que no hay otra cosa para considerar que las figuras y movimientos de sus partes", también la sustancia material que es el cuerpo, irreductible y radicalmente heterogénea con respecto al pensamiento, será concebida como una "máquina de carne y hueso", separada a la vez que gobernada por el alma o parte espiritual del ser humano.

Contra esta imagen del cuerpo-máquina que fundamenta el saber biomédico contemporáneo arremete Sándor Márai en una de las estupendas novelas de este escritor que he leído en los últimos tiempos: "La hermana". Hablando por boca de los médicos poco convencionales que recorren sus páginas, Márai defiende en ella que el dolor corporal, el fallo orgánico, el desorden de los órganos, no son sino la expresión de una mentira: la mentira de una vida que, sostenida en el tiempo, acaba traduciéndose en enfermedad. No hay, por tanto, para Marai, cuerpo que falle con independencia del alma. Antes bien, es el alma que se duele, el alma cansada del dolor de esa mentira, la que hace fallar al cuerpo.


En la tercera Navidad desde el comienzo de la Segunda Guerra mundial, el mal tiempo retiene en un hotel de montaña al narrador de esta historia. La velada del día antes de Nochebuena tiene noticia de que entre sus huéspedes se encuentra Z., un célebre pianista y compositor que lleva ya años desaparecido de las salas nacionales e internacionales de conciertos. La tragedia que tiene lugar en el hotel durante esa noche -una pareja allí alojada se suicida por amor- propicia una conversación entre ambos después de la cena de Nochebuena en la que Z. le revela los verdaderos motivos de su retirada: como consecuencia de una larga enfermedad, los dedos anular y meñique de su mano derecha han quedado definitivamente paralizados. Sin embargo, Z. no parece herido ni resentido por su desgracia. Antes bien, el narrador detecta en él una extraña calma, una serenidad y lucidez que no dejan de sorprenderle. Finalmente el tiempo mejora y abandona el hotel sin conseguir despedirse de Z. Pero al cabo de unos meses se entera por los periódicos del fallecimiento del músico, y poco después recibe un grueso sobre que contiene un manuscrito que éste le ha legado.

En él Z. narra tanto la experiencia de su enfermedad como el proceso por el que, a través de las conversaciones mantenidas con los médicos que le atienden en el hospital florentino en el que ha sido ingresado tras un concierto, llega a descubrir la mentira que late tras ella. Una mentira que anida tanto en su propia condición de músico como en el falso amor que siente por una mujer casada. Según le revela el médico más veterano, la enfermedad no proviene más que de la pérdida del Eros causada por la mentira, de la pérdida de la fuerza que nos impulsa a establecer un vínculo real y esencial con la vida, venciendo así la flojera latente, la tendencia hacia la nada, hacia el vacío, que siempre subyace al fondo de esa misma vida y del universo entero. Cuando Eros no se manifiesta, la gente se vuelve sorda, inerte. O enferma. Porque "la vida es veneno si no creemos en ella, si ya no es más que un instrumento para colmar la vanidad, la ambición y la envidia", dice el médico. Z. ha recibido ya todos los tratamientos que la medicina puede proporcionarle y, sin embargo, no mejora. Más allá de tales tratamientos, el principio de su curación sólo reside en él mismo. "Busque la vida", es lo último que puede recetarle el médico para que su enfermedad no acabe con él.

Pero la mentira de Z. no es una Gran Mentira. Es más bien una de tantas mentiras comunes por las que, creyendo vivir, terminamos sin saberlo perdiendo toda pasión e interés por la vida. Por ello, a través de la historia de su enfermedad, Márai quiere advertirnos de que la pérdida del Eros, el agotamiento de la fuerza vital que nos empuja a comprometernos decididamente con la vida, constituye una amenaza que de continuo pende sobre nuestras cabezas. Vivir significa luchar constantemente por mantenerse con vida. Por dotar de sentido a nuestra vida. La enfermedad no es otra cosa que el síntoma del cansancio que acarrea esa lucha. El resultado de aquellos estados de debilidad en los que nos dejamos arrastrar por la flojera y el vacío que anidan en las profundidades de la vida. Como proclama el médico más joven que lo cuida, hay "sanos que prefieren enfermar porque no soportan la responsabilidad de la salud y de la vida... Vivir exige mucha responsabilidad. Muchos no lo soportan. ¡Cuántos intereses! El tedio, la vanidad, la ambición, los sentidos; y detrás de todo, la muerte... ¿Quién puede soportarlo sano siempre, durante toda una vida? Pocos, muy pocos". Probablemente nadie, me atrevería yo a corregirle.

Contemplada bajo este prisma, la enfermedad nunca dejará de acompañar a la vida en su lucha contra el vacío. Pero, en su novela, Sándor Márai también nos ofrece una respuesta a la pregunta acerca de aquello que nos permitirá no sucumbir en esa lucha y abandonarnos a la derrota de la enfermedad y la muerte: la ayuda de otros seres humanos. "Sólo hay que buscar a la persona adecuada cuando estamos solos y no queremos vivir". Estoy segura de que ésta no es la única respuesta. Pero no por ello deja de parecerme igualmente válida.

jueves, 4 de junio de 2009

Náuseas


A ver si aún voy a tener que pedirle al médico que me recete otra vez aquellas pastillas, murmura crispada cerrando los ojos y tragando saliva mientras se recuesta sobre el mueble del recibidor.

Durante todo el día se ha sentido presa del mal humor. Desde que esta mañana saliera a hacer la compra y, al tratar de sortear con paso vacilante a unos niños que pedaleaban con torpeza por la acera con sus pequeños triciclos, la mujer que debía de ser su madre les ha dicho: "Dejad pasar a la señora, niños". A la señora. Al girar la esquina se ha detenido ante un comercio para mirarse sin disimulo en la luna del escaparate. Es cierto que la esbeltez que lucía su silueta hace no tanto tiempo se ha esfumado bajo los kilos acumulados en los últimos años. Y no sólo a causa del embarazo de Juanjo. Pero si casi no ha podido maquillarse por culpa del crío, que pataleaba como un condenado al que las ropas le quemaran como brasas, y a punto han estado de llegar tarde a la guardería, ha recordado al acercarse un poco más al cristal. En su rostro ojeroso, el reflejo inequívoco de la pésima noche que le ha dado. Mierda de crío. Que si quiere agua, que si tiene miedo... ¿pero miedo de qué? Ya podía Juan levantarse alguna vez, joder, que también ella necesita descansar aunque no madrugue tanto como él.

Sí, está cansada. Hasta sus amigas se lo han notado cuando se han encontrado poco después en el café de la avenida. Muy cansada. De lo contrario no hubiera experimentado esa vaga irritación durante el habitual repaso a los pormenores de la crianza de sus respectivos retoños, a los nuevos chismorreos sobre los conocidos del pueblo, al programa de la noche anterior en la televisión, que todas siguen y comentan con interés. Ella, que suele disfrutar de estas tertulias diarias, estaba como ausente y apenas ha intervenido mientras sus amigas charlaban ruidosamente. Y de no haberse sentido tan cansada no se habría enfadado con el niño al recogerlo en la guardería hasta temblar de ira por una nadería de la que ya ni se acuerda. Ni habría discutido con su madre durante la comida, mientras su padre callaba taciturno, al anunciarle ésta que el viernes noche no podrían quedarse con el niño. Como tampoco hubiera montado en cólera al comenzar Juanjo su serenata de berridos histéricos tras su siesta mientras veían la telenovela, que hoy, quizás por ese mismo cansancio que arrastra, le ha aburrido hasta el hartazgo. Por la tarde ha vuelto a reunirse en el parque con sus amigas, ya adheridas a sus niños y sus carritos, y ha sido raro: el acostumbrado intercambio de revistas del corazón, las críticas jocosas a los personajes de moda, la conversación sobre recetas de cocina o sobre sus últimas adquisiciones en materia de productos infantiles que diariamente animan sus tardes, no conseguían distraerla ni mejorar su humor. Y es probable que, si no se hubiera sentida tan cansada y no hubiera dormido tan poco, no le hubiera dado a Juanjo ese sonoro cachete por mancharle los pantalones con sus manitas llenas de barro. Pese a que el crío se lo tenía sobradamente merecido, de eso no hay duda. Que es su hijo y ella lo quiere como la que más, pero hay que reconocer que Juanjo le está saliendo al padre, tan bruto, tan testarudo e impertinente.

Levantada la sesión, sólo le apetecía llegar a casa cuanto antes para dar con sus huesos -y sus carnes florecientes- un rato en el sofá antes del ritual vespertino del baño y cena de Juanjo. Pero no, justamente hoy tenía que cruzarse con Marta, después de tanto tiempo sin verse. Por un momento se ha visto tentada a bajar la cabeza y fingir que no se había percatado de su presencia. Demasiado tarde. Marta caminaba directa hacia ella con resolución y una gran sonrisa iluminando su mirada. Que qué alegría. Que qué mayor y qué guapo está el niño. Que sí, que acabó la carrera el año pasado y se ha puesto a trabajar en un bufete de abogados. No, aún no gana mucho, lo suficiente para pagar el alquiler del piso en la capital y poco más, pero está muy contenta. Marta nunca fue muy agraciada. Menos a su lado, desde adolescente rodeada por un enjambre de chavales que revoloteaban en torno a sus labios carnosos, sus curvas perfectas y su abundante cabello rizado. Pero hoy la ha encontrado muy favorecida con su corte de pelo y su atuendo juvenil, más delgada. Y que no, que no tiene novio formal, le ha respondido. Pero que está bien así, aún no tiene ganas de atarse a nadie y tiene buenos amigos en la capital, ha afirmado con un gesto franco en sus ojos brillantes. Bueno, si sigue así se le acabará llenando el útero de telarañas, se ha dicho para sus adentros. Los niños hay que tenerlos cuanto antes. Pero si no hay nada más bonito en este mundo que ser madre. Ella siempre lo tuvo claro, muy claro. Y además nunca le gustó estudiar. Ni en el instituto ni en aquella aburrida academia en la que su padre se empeñó en matricularla cuando lo abandonó. Que forma más estúpida de perder el tiempo. Pero si ella nunca pensó en trabajar. Menos mal que no tardaron en hacer fijo a Juan en el taller y pudieron casarse, y enseguida quedó embarazada de Juanjo, tal y como siempre había deseado. Marta y ella también fueron buenas amigas. Pero demasiado diferentes como para que su amistad perdurara una vez Marta se trasladó a la capital para ir a la universidad. En fin, cada cual escoge su propio camino y es natural que las personas acaben distanciándose. No entiende qué placer encontrará Marta en trabajar en ese bufete y luego regresar a su piso, para estar allí sola, sin marido ni niños que cuidar. Qué vida tan vacía, se ha dicho mientras se despedían con los formulismos de rigor. Y, sin embargo, tras unos pasos, no ha podido evitar girarse, Juanjo tirando impaciente de su mano, para verla caminar de espaldas y volver a contemplar su favorecedor corte de pelo, su atuendo juvenil.

Al empujar la puerta de entrada ya podía oírse el televisor bramando fútbol en el comedor. Juanjo, que no ha parado de incordiar durante todo el trayecto, ha salido disparado por el pasillo. Mientras dejaba maquinalmente las llaves en el lugar de costumbre, sus ojos se han clavado en la fotografía que reposa sobre el mueble del recibidor. Ella, preciosa, blanca y vaporosa como una princesa, con un Juan risueño a su lado. La novia más joven y guapa de todo el pueblo, habían repetido incesantemente los invitados. Veinte años. Sólo hace cuatro desde aquel día. Y es entonces cuando ha sentido las náuseas inundando su estómago y subiendo por su garganta. Y ha cerrado los ojos al recostarse sobre el mueble.

Se lleva la mano al vientre. Es extraño. Las náuseas habían remitido un par de semanas atrás. Y a estas horas. Pero ya van cediendo. Debe de ser este cansancio. Abre los ojos y sus facciones crispadas comienzan a relajarse cuando trata de imaginar por enésima vez la carita que tendrá su niña. Seguro que le sale más buena y guapa que Juanjo. Qué mala suerte ha tenido con ese bruto que cada día se parece más a su padre.