sábado, 30 de agosto de 2008

Dolor


Imagina: martillea con cronometrada regularidad entre tus dientes, como un punzón tratando de alcanzar el fondo de tu mandíbula; se desparrama sobre tu coronilla con golpes sordos, fraguando un casco de bordes cortantes hincados en tu cráneo a la altura de las sienes; sacude y a un tiempo retuerce, con la fuerza de un puño invisible, la masa sinuosa que se anuda en la profundidad de tu ombligo. Ha entrado en escena el dolor. No es el Gran Dolor, sino el dolor trivial en sus orígenes, el común de causas controladas, desnudado por ello del miedo, y aun así paralizante en el compás de espera requerido por la magia de la química, en su puntual resistencia a sus efectos salvíficos.

Mírate. ¿Qué ves? Nada más que un animal diminuto clavado con alfileres al instante poderoso de su carne doliente. Una lengua que gime, un tronco que se inclina y se abraza, piernas queriendo encogerse o ya encogidas, ojos ciegos bajo los párpados semicerrados. Ves un cuerpo que rompe el silencio apacible de su funcionalidad armoniosa e impone con un rugido inaudible su presencia orgánica descabalada, su realidad física en desorden. Una presencia, de repente siniestra no tanto por su alteración como por su acostumbrado sigilo, que ni la más alta nota entonada por fibras y tejidos en los variados registros del placer consiente en revelar con tal feroz intensidad. Pues no es en el canto efímero del espasmo extasiado, sino en el tiempo dilatado del dolor, en el lamento mudo y sostenido de sus entrañas, donde habla con propiedad el cuerpo acallando de palabras tu boca.

Hundido en ese cuerpo, un remedo de conciencia pugna en vano por desplegarse hacia afuera y superar los límites internos de su piel. Pruebas y descartas la opción ineficaz del estímulo externo. También la más codiciada, la del fundido en negro del sueño, impracticable frente a ese enorme enemigo. Quizá encuentres unas gotas de alivio en tus pensamientos, te dices, de anestesia en la recreación de imágenes familiares, de fantasías hermosas, o simplemente de rostros queridos. Pero el engranaje de tus neuronas apenas consigue forzar un leve movimiento para acabar deteniéndose en seco y verse devuelto una y otra vez al latir implacable de músculos y nervios.

El dolor te ocupa sin resquicios. Como un verdugo espectral mutilado de culpa, ejerce impasible su dominio y doblega tu rechazo, tus inútiles intentos de evasión. Bajo su imperio, el mundo entero, sus objetos y habitantes, se sumen sin remedio en la oscuridad. Y con el mundo, el abanico completo de tus deseos, reducido a una única varilla tendida con desesperación hacia la ansiada desaparición del dolor. Porque sólo entonces serás de nuevo algo más que un animal diminuto encerrado en un cuerpo quejoso. Porque sólo entonces se te brindarán de nuevo los afanes, los proyectos, los anhelos sustraídos tras las rejas de esta cárcel de órganos y miembros parlantes. Pero ahora no eres más que dolor. Dolor capaz de tranformar tales certidumbres de futuro, sólidamente avaladas por tu más íntima experiencia, en meras hipótesis de imprevisible cumplimiento. Dolor que porta de su mano la sensación opaca de impotencia ante la fragilidad de tu carne. El descubrimiento mil veces sobrevenido y mil veces desdibujado de la arquitectura endeble del armazón de tu existencia. La maldición no pronunciada por la vulnerabilidad de la materia corruptible que la apuntala. Por la condena de la expulsión del paraíso. Por la prueba irrefutable, depositada con malicia en el dolor, de que la vida anudada a la materia potencialmente doliente se halla siempre al borde de lo invivible.

Acabará cediendo el dolor y tú dormirás el sueño agradecido de tu imaginaria victoria. Y al despertar, el silencio recobrado de tu cuerpo propiciará su olvido, para que el mundo entero, antes sumido en la oscuridad, renazca brillante ante tus ojos. Un brillo que apenas durará lo que el fugaz recuerdo, de antemano ensombrecido y mentiroso, del dolor sufrido.

viernes, 22 de agosto de 2008

Dioses


Dicen los entendidos que cuando el hombre griego tomaba una decisión, veía, sentía y hablaba en ello de la intervención de un dios. Para él, ese momento crucial por el que, descartando vías alternativas, nos aventuramos en una única dirección tras la necesaria parálisis ante la encrucijada, el momento de la inevitable elección de una sola de las horquillas de la bifurcación, venía marcado por la aparición de lo divino. Y así parece demostrarlo la poesía homérica.

Es Atenea quien, en la Ilíada, emerge ante la tristeza de Odiseo por la inminente partida de los griegos y le ruega que los disuada del propósito del regreso cobarde. La misma diosa que aconseja sabia y digna serenidad al león irritado que es Aquiles ante Agammenón, llevándole a envainar su espada. La que más tarde asiste a Diomedes en la duda sobre si debe arrastrar el carro del rey o seguir matando tracios, y así salva su vida. Pero también Afrodita nubla los ojos de Helena cuando ésta abandona esposo e hija por su amante, trayendo desgracia indecible sobre griegos y troyanos. Y a Zeus, junto a la Moira y la Erinnia que caminan en la oscuridad, culpará Agammenón de haber obcecado con maldad su mente en la asamblea el día en que le arrebató a Aquiles su donación de honor. Los dioses aconsejan, inspiran, aleccionan para bien y para mal. Su intervención porta tanto la victoria como la ruina. Con su más profunda visión de las cosas, iluminan la mirada del héroe o alzan ante ella el velo de bruma que deparará el fracaso.

Sin embargo, dicen a su vez los entendidos que tal manifestación del dios en absoluto menoscaba la percepción del hombre griego de su propia libertad. En una realidad poblada de dioses, en un mundo en el que tras cada cosa se oculta la inquietante presencia de lo divino, no es posible delimitar dónde empieza la voluntad del dios y dónde termina la del humano. La voz divina y la llamada del propio pensamiento son, en el fondo, lo mismo. Por contradictorio que a nosotros, modernos, nos parezca, lo que para el griego proviene del propio hombre tiene igualmente su origen en los dioses. Los mortales quieren y hacen lo que ellos mismos y la divinidad quieren y hacen, sin que la dualidad que aquí a nosotros se nos impone pueda siquiera formularse para ellos. De ahí que la acción errónea inducida por el dios reciba su castigo en carne humana, nunca exenta de culpa en la miseria y la penuria.

Y no obstante, dicen tales entendidos, algo en esencia idéntico se expresa en la comprensión del decidir característica de un mundo habitado por lo sagrado, y la de nuestro mundo desacralizado y secularizado. Ése en el que los dioses, bien desaparecidos, bien desterrados a alturas inalcanzables para la existencia cotidiana, hace ya mucho que huyeron abandonándonos a nuestro propio destino. Pues esa presencia del dios en el querer y la elección del hombre griego sólo vendría a poner de relieve el carácter radicalmente inexplicable de cada decisión tomada. El hecho de que cada decisión, lejos de hallarse determinada por nuestro siempre precario saber acerca de las circunstancias que nos rodean, suponga un salto en el vacío que no se deja dilucidar en función de ese saber. Mediante la figura del dios, el hombre griego refleja y asume la condición indescifrable, el enigma y el misterio que anidan en el instante de la decisión. El enigma sobre el que se funda nuestro ser libres, arrancando nuestras acciones a la cadena causal gobernada por las leyes de la física que rigen para el orden natural. El misterio por el cual aquello que más íntimamente nos constituye representa a un tiempo lo más lejano y opaco, como lejano y opaco es el dios para el mortal griego, plenamente consciente del abismo que los separa.

Aun así, me temo que nunca dejaré de envidiarle a Aquiles el resplandor centelleante de los ojos de Atenea, capaz de propiciar la calma en medio de su cólera leonina. Ni a Odiseo la voz sagaz y prudente de la diosa en su tristeza ante la acción cobarde, para nosotros fruto previsible de esa misma tristeza. Ni tampoco a Helena, si me apuras, la ofuscación de la niebla traída por la fugaz irrupción de Afrodita. Por más que, en ese momento crucial de la decisión, idénticas sean nuestra soledad vacía y la soledad repleta de dioses del hombre griego.

miércoles, 13 de agosto de 2008

Violencia


"Chagnon afirma que las mujeres yanomano esperan ser maltratadas por sus maridos y que miden su estatus como esposas por la frecuencia de las pequeñas palizas que éstos les propinan. Una vez sorprendió a dos mujeres jóvenes discutiendo sobre las cicatrices de su cuero cabelludo. Una de ellas le decía a la otra cuánto la debía querer su marido puesto que la había golpeado en la cabeza con tanta frecuencia. Al referirse a su propia experiencia, la doctora Shapiro cuenta que su condición sin cicatrices y sin magulladuras suscitaba el interés de las mujeres yanomano. Afirma que decidieron "que los hombres a los que había estado vinculada no me querían en realidad bastante". Aunque no podemos concluir que las mujeres yanomano desean que se les pegue, podemos decir que lo esperan. Encuentran difícil imaginar un mundo en el que los maridos sean menos brutales"

"El macho salvaje", Marvin Harris.

Consciente de que estos calores veraniegos no invitan precisamente ni a la reflexión ni al debate, no puedo sin embargo dejar de reflejar aquí algunos de los interrogantes que se me plantean ante un caso que estos días ocupa la atención de los medios de comunicación. Probablemente estaréis todos al tanto del mismo. Hace algo más de una semana un profesor universitario presenció cómo un hombre agredía a una mujer. Al recriminarle su conducta y anunciarle que iba a interponer una denuncia, el agresor se volvió contra él y le propinó una paliza. A consecuencia de ella, el profesor universitario se encuentra actualmente en coma.

Lo que más ha sorprendido de este caso a la opinión pública es que la mujer agredida no ha presentado denuncia alguna contra el agresor, que ha resultado ser su pareja. Por el contrario, ayer mismo declaraba que entre ella y su pareja no hubo más que un forcejeo, que éste no se encontraba en pleno uso de sus facultades cuando llevó a cabo la doble agresión, y que no se siente en absoluto una mujer maltratada. No obstante, dado que la Ley de Violencia de Género permite la actuación penal contra el presunto agresor sin la denuncia de la mujer agredida, la Fiscalía de la localidad en que ésta reside ya interpuso tras el suceso una denuncia por malos tratos contra él. A tal denuncia quiere sumarse ahora la de homicidio en grado de tentativa por parte de la familia del profesor, y también el Ministerio de Igualdad y la Comunidad de Madrid han proclamado que se personarán como acusación en la causa judicial.

No son, obviamente, las denuncias por la agresión al profesor las me generan algún tipo de duda o interrogante, sino el hecho de que la Ley de Violencia de Género obligue a que la violencia contra las mujeres sea denunciada aun cuando sus víctimas nieguen la existencia del maltrato. Así, por ejemplo, los profesionales sanitarios, que se encuentran en la obligación legal de notificar judicialmente de cualquier situación sospechosa de constituir un delito por malos tratos, ya han comenzado a plantearse las paradojas que esta obligatoriedad entraña: son muchas las mujeres que, tras acudir a los centros sanitarios para ser tratadas por lesiones que el facultativo estima fruto de la violencia de sus cónyuges o parejas, o bien niegan sistemáticamente tal origen, o bien lo admiten pero suplican que sus informes médicos no sean presentados ante ningún juzgado. El conflicto que así se produce entre la voluntad del paciente y la obligación del médico provoca que en muchas ocasiones las mujeres se sientan incomprendidas o no respetadas, y dejen de acudir a las consultas o nieguen problemas posteriores con el agresor. De ahí que, desde este mismo ámbito, se haya llegado a la conclusión de que las denuncias efectuadas en contra de la voluntad de la mujer desembocan en numerosos casos en lo contrario del objetivo de protegerla y ayudarla que con ello se persigue.

Ante tal conclusión, y pese a conocer perfectamente los mecanismos psicológicos y sociales por los que las víctimas de la violencia de género se resisten a denunciar a sus agresores, los profesionales sanitarios se han preguntado si no sería más correcto, a la vez que más eficaz, respetar la autodeterminación y autonomía de las mujeres. Pues según el criterio de tales profesionales, podría suceder que, al intervenir en contra de su voluntad, el propio sistema sanitario estuviera proyectando inconscientemente una imagen de amplia tradición histórica que sólo vendría a agravar el problema mismo que se pretende eliminar: la de que las mujeres son seres débiles, incapaces o no suficientemente preparados para tomar las decisiones adecuadas. Por ello, señalan la conveniencia de que el sistema sanitario se ponga al servicio de un proceso integral de formación y apoyo a la mujer que la impulse a cobrar autonomía en la decisión de superar la aceptación de la violencia sin actuar en contra de su libertad.

Lo que yo me pregunto es si resulta coherente que una Ley que, según declara para fundamentar su motivación, aspira a combatir una "violencia que se dirige sobre las mujeres por el hecho mismo de serlo, por ser consideradas, por sus agresores, carentes de los derechos mínimos de libertad, de respeto, y de capacidad de decisión", anule igualmente la capacidad de decisión de la mujer a la hora de denunciar o no la violencia ejercida contra ella. Pues más allá de las valoraciones que pudieran hacerse en torno a la imagen de la mujer que la Ley de Violencia de Género fomenta, este interrogante nos enfrenta a otros de mayor calado que emergen del posible conflicto entre la obligación del Estado de proteger a sus individuos y el de respetar sus libertades. Ni en éste ni en otros muchos asuntos, no creo que sea una cuestión trivial el plantearse hasta qué punto y bajo qué supuestos el Estado tiene derecho a legislar para proteger al individuo de y contra sí mismo. Fundamentalmente si ello implica, por principio, atentar contra su libertad de decisión a fuerza de imponer un tutelaje que le prive de su condición de sujeto de responsabilidad.

jueves, 7 de agosto de 2008

Posesiones


Es ya el cuarto bostezo que se ve forzada a disimular apoyando discretamente sobre los labios las puntas de sus dedos, adornados de largas uñas pulidas pintadas de rojo oscuro, e inclinando un poco la cabeza. Mientras la voz del conferenciante sigue inundando la sala de conceptos abstrusos sobre la diferencia entre el arte moderno y postmoderno, avanza ligeramente los pies y contempla con satisfacción sus caros zapatos de tacón excesivo, las medias oscuras impecablemente ajustadas a sus piernas bien torneadas, el borde de su falda de seda sobre sus finas rodillas, que estira con un suave movimiento. Vuelve entonces a depositar con languidez las manos sobre su regazo y exhala un imperceptible suspiro donde el aburrimiento se amalgama con la irritación al recordar la sesión de limpieza de cutis y la partida de dobles con sus amigas que, en honor a la formalidad académica, ha debido cancelar. Siempre le aburrieron las conferencias. Más aún las de su propio marido. Posiblemente incluso antes de que el profesor universitario que con este acto inaugura públicamente su recién estrenada condición de catedrático llegara a ser su marido. Sólo que en aquellos tiempos, se dice, los motivos que la impulsaban a asistir a ellas no le dejaban darse cuenta del todo.

Alza la cabeza y lo mira hablar sin escucharlo. Casi diez años han pasado desde que lo viera por primera vez al entrar en el aula donde impartía sus clases de Estética de último curso de carrera. Debe reconocer que, pese a que el tiempo transcurrido ha acentuado levemente la notoria diferencia de edad que los separa, aún resulta un hombre atractivo, con sus rasgos varoniles y sus ojos oscuros de mirada seductora. Esos ojos que, lanzados con seguridad hacia los asistentes, no han llegado a cruzarse en ningún momento con los de ella. ¿Cómo iban a hacerlo, si ella lleva dejándolos vagar distraídamente por la sala desde los primeros minutos de la conferencia? Qué distinto era entonces, piensa, cuando aquellos ojos se posaban con insistencia y curiosidad sobre los suyos, tan cuidadosamente maquillados como ahora, tan decididamente proyectados hacia él desde su pupitre, presos de una tenaz fascinación por el profesor de brillante porvenir, por las posibilidades que en su voz grave, en su creciente prestigio, veía abrirse en su imaginación y su deseo.

Sólo por ello la alumna mediocre que siempre fue, infinitamente más preocupada por el juego estético de la combinación de colores en su rostro que por la Estética teórica y sesuda, se aventuró a plantearle a las pocas semanas la futura dirección del doctorado. La lógica agitación del apasionado romance, la entrega y el apoyo incondicional durante los trámites de separación de su anterior mujer, el tiempo invertido en los esmerados preparativos de su boda, en la planificación de la costosa reforma del hogar convertido en común, constituirían los perfectos pretextos para el continuo aplazamiento y posterior abandono de un proyecto cuya entidad puramente estratégica impedía de antemano la voluntad de su cumplimiento. Demasiado tediosa para ella la reflexión sobre el arte y su historia. Tanto, que sus libros de estudiante hace ya mucho que han pasado a ocupar el estante más alto e inaccesible de su preciosa librería de roble. Como hace ya mucho que rehúsa acompañar a su marido a la inauguración de exposiciones, a los actos académicos, a los congresos internacionales a los que con impostada ilusión había acudido durante los primeros meses de su noviazgo. ¿Para qué? Ya no tiene necesidad alguna de simular un interés que nunca existió realmente. Los muebles de firma, el espacioso vestidor repleto de prendas caras, las lecciones de tenis, la vida regalada que siempre había ambicionado, ya son suyos.

El ruido metálico del probable golpear de un bolígrafo contra el suelo, proveniente de la primera fila de butacas, interrumpe el curso de sus pensamientos. El hueco vacío que al agacharse a recogerlo ha dejado su propietario queda cubierto en pocos segundos por el perfil de una joven de bellas facciones que mira con atención a su marido mientras parece tomar nota de sus palabras. Debe de tener, aproximadamente, la misma edad que ella tenía cuando lo conoció. Por un momento cree verse reflejada en un espejo dotado de la virtualidad de resucitar el pasado. El mismo peinado sofisticado en los cabellos lacios y rubios, el mismo maquillaje estudiadamente aplicado sobre la piel tersa, el mismo escote que adivina generoso tras el hombro desnudo y redondeado que queda al alcance de su vista. Incluso diría que los hermosos contornos de su rostro guardan un notable parecido con los del suyo. Pero, sobre todo, se reconoce en el torso graciosamente tendido hacia adelante, como si todo su cuerpo se sintiera atraído por el foco del que emergen las palabras que resuenan en la sala. En el coqueto apoyarse de cuando en cuando de la punta del bolígrafo sobre los rojos labios entreabiertos. En la mirada arrobada posada con fijeza sobre su marido.

Sus ojos giran de nuevo hacia el estrado. Trata de dibujar las líneas de fuerza invisibles que, irradiando desde los de su marido, barren en semicírculo el auditorio, de derecha a izquierda, de izquierda a derecha, deteniéndose en puntos más o menos estables. Apenas al segundo cambio de sentido descubre cómo uno de esos puntos, aquél en que con mayor intensidad se demoran sus ojos oscuros de mirada seductora, coincide con los de la joven de la primera fila, en esos instantes aún más expectantes y extasiados.

Sobre la pendiente inclinada de la recta que se extiende entre esos dos pares de ojos, desconocidos unos, tan conocidos otros, pero en el fondo igualmente familiares, casi puede ver rodar los muebles de firma, el espacioso vestidor repleto de prendas caras, las clases de tenis, su vida regalada. En una dirección tan nítida como inevitable: la del lugar que, en una nueva vuelta de círculo, anuncia su inminente reemplazo.