jueves, 24 de diciembre de 2009

Cuento de Navidad


"...defender la alegría como un derecho
defenderla de dios y del invierno
de las mayúsculas y de la muerte
de los apellidos y las lástimas del azar

y también de la alegría"

Mario Benedetti

Corre el año 1843. Bajo la luz de una vela y al calor de una estufa de carbón que mitiga el helor de la noche invernal, la pluma de Charles corre rauda sobre el papel: “-No estéis enfadado, tío -dijo el sobrino. -¿Cómo no voy a estarlo -replicó el tío- viviendo en un mundo de locos como éste? ¡Felices Pascuas! ¡Buenas Pascuas te dé Dios! ¿Qué es la Pascua de Navidad sino la época en que hay que pagar cuentas no teniendo dinero; en que te ves un año más viejo y ni una hora más rico; la época en que, hecho el balance de los libros, ves que los artículos mencionados en ellos no te han dejado la menor ganancia después de una docena de meses desaparecidos? Si estuviera en mi mano -dijo Scrooge con indignación-, a todos los idiotas que van con el ¡Felices Pascuas! en los labios los cocería en su propia substancia y los enterraría con una vara de acebo atravesándoles el corazón. ¡Eso es!” La pluma se detiene. La boca de Charles se abre en un sonoro bostezo. Mira el reloj. Ya es tarde, muy tarde. Mañana continuará.


Aún le quedan algunos detalles por concretar, pero la historia ya está completamente esbozada en su cabeza, se dice mientras se mete silenciosamente entre las sábanas para no despertar a su mujer. El viejo Scrooge recibirá la visita de tres espíritus, que previamente le habrá anunciado el desgraciado espectro de Marley, su antiguo socio: el Espíritu de las Navidades Pasadas, el de las Navidades Presentes, y el de las Navidades Futuras. Gracias a estas visitas, Scrooge, un banquero avaro y cruel, falto de toda humanidad, se transformará en un buen hombre. Un hombre que de ahí en adelante celebrará respetuosamente la fiesta de Navidad como una “agradable época de amor, perdón y caridad”, puesto que es en Navidad cuando hombres y mujeres “abren libremente sus corazones”. Le gusta cómo le ha quedado esa caracterización de la Navidad que el sobrino de Scrooge propone a su amargado tío, piensa antes de sumirse en un profundo sueño.


Un ruido metálico lo trae de vuelta a la realidad de su habitación. Una luz suave ilumina su cama, el dormir tranquilo de su esposa. Gira la cabeza y, tras las cortinas del lecho descorridas –ése debe de haber sido el ruido que lo ha despertado-, contempla una figura vestida con extraños ropajes que lo mira con fijeza y gravedad.


- ¿Qué es esto? ¿Qué pasa aquí?

- Charles –susurra la figura- soy el Espíritu de las Navidades del siglo XXI.
- ¿Siglo XXI? Dios mío, otra vez tengo una pesadilla, debe de ser la coliflor que he cenado, mira que le tengo dicho a Cathy que no me sienta bien por la noche…

- Déjate de explicaciones bobas, Charles, y sal de la cama, que te he dicho que soy el Espíritu de las Navidades del siglo XXI. Debo enseñarte algo.

- Está claro que es mi imaginación, que hasta en sueños se desboca… demasiadas vueltas le he dado a mi último cuento y a los espíritus navideños.
- Charles, ¡que salgas de la cama te digo, hostias!

Charles se frota los ojos con insistencia pero obedece. El presunto Espíritu se dirige hacia la ventana, la abre, toma su mano, y, ambos aparecen súbitamente en la esquina de una amplia calle intensamente iluminada. Sobre la calzada se alinea una multitud de armazones metálicos con ruedas, a través de cuyas ventanas se vislumbra a sus ocupantes. ¡Qué carruajes tan raros!, exclama Charles para sí. Como si se tratara de una manada encabritada de elefantes, de ellos emerge un clamoroso y desagradable estruendo de algo semejante a bocinas. Las aceras están repletas de gente que camina deprisa, ataviados con indumentarias tan singulares para él como las del Espíritu. Llevan en sus manos numerosos hatillos brillantes y coloridos.

- ¿Dónde estamos? ¿Y cuándo?
- ¿Dónde? Importa poco. Pongamos que es Londres, pero podría ser cualquier ciudad europea, y también de otros lugares del mundo. ¿Y cuándo? El año nos da también más o menos igual. Basta con que te diga que estamos a comienzos del siglo XXI, y es el día de Nochebuena, aunque aún falta un rato para que anochezca.

- ¡Nochebuena! ¡Como en mi cuento!
- Sí, Charles, como en tu cuento. Pero nada es en realidad como en tu cuento, aunque toda esta gente se disponga, tal y como tú pretendes inculcar al señor Scrooge, a celebrar la Navidad.
- Pero, ¿es que no es maravilloso celebrar la Navidad? ¿No crees, Espíritu, que Scrooge está equivocado a causa de su avaricia capitalista?
- Mira, Charles, ¿me creerías si te dijera que los Scrooge del Capital de hoy en día son los que más interés tienen en que se celebre la Navidad? ¿Que nunca más volverán a permitir que no se celebre por los cuantiosos beneficios que de ella obtienen? Porque, ¿sabes cómo se celebran estos días en el siglo XXI? Comprando, comprando, comprando, y es de comprar de donde vienen o a lo que van todas estas personas que nos rodean. Y luego, regalando lo que han comprado, comiendo y bebiendo hasta hartarse lo que han comprado, luciendo las galas o aplicándose los perfumes que han comprado o recibido de regalo. La Navidad, Charles, se ha convertido en la orgía del consumo, en el desenfreno del gasto y la ganancia material. ¿Y el amor, el perdón, la caridad, me preguntarás? ¿Y el libre abrirse de los corazones? Ja! Todo mera y obscena apariencia, mi querido Charles. Todo mera obligación de impostura de felicidad y buenos sentimientos. Cáscaras vacías envueltas con brillantes lazos de colores y dibujos navideños. Muy pocas son las personas que realmente sienten lo que expresan estos días. La gran mayoría, sencillamente, acepta con resignación que deben esforzarse por representar la Gran Mascarada de la felicidad, la concordia y la alegría. Con resignación y también con tristeza, porque nada hay más triste, más deprimente, que experimentar la coerción de sentir amor, o perdón, o alegría, cuando no hay verdaderas razones para amar, para perdonar o para estar alegres. ¿O es que puede ser fuente de alegría tener la obligación de regalar a quien nada deseas regalar, o sentarse a la mesa junto a personas a las que no soportas, o incluso a las que detestas, pero ante las que debes fingir amor o cariño sólo porque la traidición y los lazos familiares lo dictan, o lo exigen los imperativos sociales? Te parece importante que se celebre la Navidad, ¿no, Charles? Pues bien, lo has conseguido. Ahora, ricos y pobres, jóvenes y viejos, se suman sin remedio estos días a la celebración de la Navidad. Pero si crees que esa celebración inspira sus corazones y les mueve a ser mejores, estás muy equivocado. Muy al contrario, muchos de esos corazones se sienten torturados, atormentados en esta época del año. Y si uno les preguntara, o si se atrevieran ellos mismos a examinar sus propios corazones, menos libres que nunca en estas fechas señaladas para abrirse y mostrar lo que en el fondo albergan, reconocerían que también a ellos les gustaría enterrar a todos los idiotas que van exclamando “¡Felices Fiestas!” con una vara de acebo atravesándoles el corazón. Así que me temo, mi querido Charles, que en el siglo XXI la postura más sensata frente a la Navidad es la que tú esta noche has puesto en boca de tu cruel y avaricioso Scrooge: ¡Patrañas! La Navidad es una enorme, una gigantesca Patraña. Y es su sobrino Fred quien está en un error. O quien, a ojos de muchos, pasaría por un auténtico hipócrita… Mira, Charles, vamos a ser prácticos. El protocolo me exige que te lleve primero a un centro comercial y luego a que contemples cómo se desarrolla la cena de Nochebuena y la comida de Navidad en algunos hogares para que, por ti mismo, puedas percatarte de esta vil Mentira. Pero es que resulta que se me ha echado el tiempo encima y aún tengo que visitar a Frank Capra, a ver si consigo disuadirle de que no ruede “¡Qué bello es vivir!”. Nada, el cine, un invento moderno que tú no conoces pero más pernicioso a veces que los propios libros por su capacidad para propagar masivamente ideas nocivas. Quién sabe, igual también tú, de haber podido, te hubieras hecho cineasta. De todos modos, confío en que con lo que te he dicho tengas ya suficiente motivo de reflexión para plantearte si debes o no escribir ese dichoso “Cuento de Navidad” que has empezado a escribir…


Charles mira a su alrededor confundido. De repente, un hombre gordo vestido con un chillón traje rojo con ribetes blancos que camina distraído tropieza con él y Charles se precipita hacia el suelo. Antes de que pueda sentir el golpe, se descubre de nuevo en la oscuridad de su habitación, tumbado sobre la cama. Su mujer sigue respirando acompasadamente a su lado. Charles suspira aliviado. Ahora sabe que sólo ha sido un mal sueño. Esa indigesta coliflor. ¿Cómo va a ser la Navidad una patraña? No, Scrooge tiene que estar equivocado. Mañana, en cuanto se levante, proseguirá con el cuento.

Queridos y queridas, me disculparéis una vez más por este vómito navideño. Es que a algunos se nos atragantan estos días de qué manera y no me resisto a soltar un poco de bilis, confiando en que tenga algún efecto paliativo. Que ustedes lo pasen bien. Si pueden :P

Y para todos aquellos a los que les gustaría pasar estas "fiestas" bajo el efecto de potentes estupefacientes, aquí les dejo como regalito navideño una canción para animarles :)


viernes, 11 de diciembre de 2009

Las brumas de Rusia


"Yo he vivido cada día como si fuera una parodia... una mala imitación. (...) No me acuerdo de nada. Si muriese en este momento y el padre eterno me dijera: "Romano, ¿qué recuerdas de tu vida?"
La nana que me cantaba mi madre cuando era pequeño, el rostro de Elisa la primera noche, y las brumas de Rusia".

¿Cómo es posible que los recuerdos de una vida se reduzcan a tan poco? ¿Que los largos años que componen el trayecto de una vida desaparezcan en el desierto sin nombres del olvido como si jamás hubieran existido? Quizá todo dependa del modo en que se ha vivido esa vida. O mejor: del modo en que no se ha vivido. Porque en la condena a la ausencia de memoria adivinamos el vacío de una vida carente de verdadera vida. Una vida transcurrida sobre los cauces invisibles de la rutina apática, de la tranquila indiferencia, incluso de la alegría hueca y banal, buscada y sentida con agitación en el presente pero incapaz de dejar poso alguno. Una vida sin emociones auténticas, sin desafíos ni decisiones propias. Tantas y tan variopintas pueden ser las máscaras del vacío. Pero el elemento común a sus diferentes contornos reside tal vez en esa falta de de peso y profundidad que les impide dejar una huella indeleble, una impronta resistente a la erosión y el desgaste naturales del imparable tic tac del reloj, en la tierra movediza de nuestra frágil memoria.

Romano salva tan sólo tres momentos de ese vacío. La música que, cantada por su madre, meció los sueños de su niñez, la etapa en que nuestra memoria virgen y aún inocente resulta más impresionable. El rostro joven y fresco de su mujer, que intuimos iluminado por el iniciático descubrimiento del misterio del amor en esa primera noche, una noche en la que Romano aún podía acariciar la imagen de una vida cargada de promesas. Y las brumas de Rusia. Mientras Romano va extrayéndolos como tesoros del pozo seco de su memoria, sus ojos han ido llenándose de lágrimas. Pero con este último recuerdo las lágrimas se desbordan en un llanto que parece el llanto inconsolable de un niño. De un niño que, como Romano, llevara las manos a sus ojos y los frotara y así se cegara al mundo en su dolor. De un niño que, como Romano, aún no hubiera vivido. Sólo que a diferencia de ese niño, el llanto de Romano brota de la sinceridad con la que se enfrenta, a través de esos tres recuerdos arrancados al olvido, al erial en que esas mismas manos han convertido su vida.


Sin embargo, el momento de franco desgarro, de inapelable reconocimiento del fracaso y del vacío por él mismo labrado, apenas dura unos pocos segundos. Tal y como ha sido habitual en él durante toda esa vida, Romano arroja con premura sobre su dolor un velo de fatua e inconsciente alegría que le impele a cantar y a bailar al ritmo de la música gitana surgida de su cabeza al recuerdo de las brumas de Rusia. Éste es Romano. Eternamente frívolo. Eternamente despreocupado y alegre en danza sobre el vacío.

Las brumas de Rusia representan, para Romano, el último momento de su vida en que tomó la decisión de trocar la alegría frívola y ligera en proyecto de felicidad. El último momento en que se resolvió a abandonar su tranquilo y plácido letargo para dar un paso hacia la vigilia, difícil, en ocasiones dolorosa, pero también más plena e intensa, de la verdadera vida. Unas horas antes se ha declarado a la mujer que ama. La mujer por la que ha recorrido miles de kilómetros desde Italia, donde goza de una vida fácil y cómoda junto a su esposa, Elisa, una rica heredera a quien ya no ama. Romano conoció a Ana, la mujer del perrito, en un balneario en el que también había conocido y después olvidado a muchas otras mujeres. Pero con Ana le ha sucedido algo distinto, algo sorprendente: de vuelta en el hermoso palacio de su esposa, no consigue olvidar su rostro. Por eso, la noche anterior, cuando finalmente la casualidad le lleva hasta ella, le ha dicho con voz clara y firme: "No puedo vivir sin ti". Y Ana, con voz trémula, le ha confesado que tampoco ella puede vivir sin él. Bajo las brumas de Rusia, Romano viaja a bordo de un carro hacia Italia empuñando la idea de poner fin a su matrimonio y posteriormente regresar a Rusia para emprender una nueva vida con Ana. Una vida muy diferente de la que ha vivido hasta entonces. Romano palpa ya la felicidad. Está pletórico, exultante, pero sobre todo, reconciliado consigo mismo. Por primera vez, confesará mucho tiempo después a un hombre ruso en el restaurante de un barco, después de largos y largos años, no siente el peso de su conciencia. Porque por primera vez ha tomado las riendas de su vida y se aleja del vacío para embarcar rumbo hacia la posibilidad de la plenitud.


Pero Romano, pobre Romano, no logrará estar a la altura de esa decisión. De vuelta en Italia, y llegado el momento de comunicarla a su esposa, basta que ella le pregunte inquieta, temerosa, si hay otra mujer en su vida para que Romano niegue, ante ella y ante sí mismo, la felicidad serena, grave, resuelta, proyectada hacia adelante, que ha vivido bajo las brumas de Rusia. ¿Por cobardía? ¿Por miedo? Sin duda si, como alguien dijo, el miedo es, al igual que la mentira, una tentación de la facilidad. En ese instante crucial, es más fácil para Romano mentir a su mujer que afrontar el sufrimiento de ella ante la ruptura, los reproches, su mirada decepcionada o iracunda. Lejos de las brumas de Rusia, es más fácil tratar de aniquilar el recuerdo y dejarse vencer, traicionando la verdad sobre sí allí descubierta, por la fuerza de la costumbre, por la inercia de su vida cómoda y regalada. De regreso en casa, es más fácil elegir la seguridad de lo ya conocido frente a la incertidumbre y el riesgo que supondría mantenerse fiel a esa verdad. A fin de cuentas, ése ha sido siempre Romano. Alegre, frívolo, inconsciente. Habituado a rehuir lo difícil sucumbiendo cada vez a la tentación de la facilidad.

Y, sin embargo, ocho años después, Romano llora amargamente. Ni tan siquiera su natural despreocupación, su pertinaz ligereza, su carácter jocoso, han conseguido borrar, en el desierto de su memoria vacía, el recuerdo de las brumas de Rusia y lo que para él significan. Porque por más que Romano sea un maestro de la facilidad y el olvido, y acabe ahogando sus lágrimas en canto y baile, su llanto es el síntoma de una conciencia que nunca logrará apagar definitivamente: la de que, de haber optado por lo difícil, su vida podría quizá haber sido una verdadera vida en lugar de una parodia, de una mala imitación suya.

Que algo nos sea difícil, le escribió una vez Rilke a un joven poeta, debe ser un motivo más para llevarlo a cabo.


Romano es, como muchos ya sabréis, el protagonista de la bella película de
Nikita Mijalkov "Ojos negros", inspirada, entre otros, en el cuento de Anton Chejov "La señora del perrito". No he conseguido averiguar cuáles son esos otros cuentos. Si alguien lo sabe, que haga el favor de saciar mi curiosidad :)