lunes, 20 de diciembre de 2010

Hospitalidad


Ese mundo no es el mío:
es el tuyo: el que en tus pupilas
hundido está desde siempre
y no lo alcanza mi vista.
A ese mundo quisiera entrar
antes que suene la hora
-ay- de mi vida.

El mundo que yo no viva - Agustín García Calvo


Llama a mi puerta tu voz de eslabones engarzados, el silencio espejeando mi contorno en tu mirada, la límpida humanidad de tu figura. Otra es, sin embargo, la tonalidad que fragua el metal de la cadena descifrable, la luz de mi reflejo extinguiéndose en el reverso de tus ojos callados. Y por más que muevan tus manos cinco dedos y cinco dedos las mías, nunca sabré, si alcanzo a tocarte, cómo se encienden y crepitan sobre tu piel esos dedos míos tan parecidos, tan diferentes a los tuyos.


Por eso llamas a mi puerta. Llaman tu voz, tu mirada, tu figura. Porque incluso si caminas a mi lado cada noche con sus días, vienes siempre de lejos, vienes siempre de fuera. Calados tus huesos bajo la tormenta por gotas de lluvia que a mí jamás me rozaron. Poblados tus ojos de bosques oscuros y pájaros petrificados en pleno vuelo. Los pies curtidos por piedras de aristas desconocidas, acariciados por vientos ajenos a los míos. Como si llegaras de un país remoto cuyo cielo ignoro, cuya tierra se me oculta. Donde otro fuera el mapa de las estrellas que en el firmamento ampara tu frente alzada, y otras las hojas caídas que arropan en murmullo tus pasos. Otras en el túnel de tus pupilas, en el pozo insondable de la memoria escapando al relato, en tu lengua paladeando palabras legibles, a la vez cerradas como cofres si sólo tú percibes el sabor de esas palabras en tu boca, el aroma que las envuelve, el laberinto de imágenes, de sentires, de melodías que en ellas resuenan al tú pronunciarlas. Ante todo, otras dentro del lugar sin coordenadas desde donde te abres en ventana a ese cielo y a esa tierra, a cada una de las pequeñas y grandes cosas que entre ellos se esponjan, a mí al llamar a mi puerta. Como un extranjero arribado a suelo extraño. Como un extraño buscando cobijo en mi casa.

Llamas a mi puerta para descubrir que no hay puerta que te impida la entrada. Traspasas el umbral y estás dentro. Lo quiera o no, eres ya mi huésped, eres ya mi invitado. Lo quieras o no, soy ya tu rehén en mi propia casa: me ata tu mera presencia forzando la necesaria respuesta, condenándome a cargar con ella hasta en la pretensión de eludirla. Pero serán la voluntad que alienta tu llegada y su expresión en tu rostro, mi consecuente o recelosa acogida, el azar o el destino aliados al tranquilo transcurrir del tiempo o al tijeretazo brusco que lo niegue, también la intensidad con que la naturaleza de tus demandas y mi aceptación o rechazo perpetren el secuestro, los jueces que sentenciarán en cuál de las múltiples habitaciones de esta casa que digo mía te será dado instalarte. Entre quiénes de los incontables huéspedes que la habitan se halla tu sitio.

Reconocer tu condición de invitado implica saber que llegas demasiado tarde para tener cabida en la habitación de sus primeros huéspedes. Ésos cuya alteridad entonces ignota sembró los cimientos de esta casa. Ésos que con sus signos y gestos, con sus leyes y reglas, penetraron la masa informe, la semilla tierna, el barro húmedo, diseñando su más primigenio esbozo. Porque nada era antes de su venida, porque sólo su extranjería permitió el nacimiento de mi identidad quebrada, carecen mis dinteles de puertas que los sellen y así permanezco expuesta a la llegada de otros huéspedes.

Se agolpan los más numerosos en diversas estancias de dimensiones indefinidas, de trazado y muebles neutros, las más distantes de las habitaciones que ocupo. Allí reposan en calma, innominados o con nombres huidizos, apenas provistos de peticiones. Rara vez se asoman al pasillo para solicitar cualquier nimiedad de fácil satisfacción, y a cambio aportan sus cuerpos cierto calor animal a la casa. Se trata de huéspedes fortuitos, de rápido reemplazo, que no dejan mancha pero tampoco huella reseñable alguna, y desaparecen un buen día acaso con menos que un breve adiós.

Reservo igualmente varias salas para los huéspedes indeseados. Sin más preámbulo los destinan a ellas sus malos modos, sus lenguas aburridas o en exceso afiladas, los galones con que aspiran a imponer su dominio al poco de cruzar la puerta. Otros llegan trasladados desde las estancias donde me despliego y demoro: lentamente acabó por desvelarse su inconveniencia entre sus paredes amorosamente decoradas, sobre las alfombras que resguardan mis plantas desnudas. En algunos casos, porque la entrada de otros huéspedes en más armónica sintonía con mis placeres y quebrantos los mudó en estorbo dentro de sus limitados espacios. Y unos pocos propiciaron con contundencia el cambio a fuerza de errores dañinos, de golpes malintencionados, de inocentes pero nocivas torpezas. Son huéspedes molestos, irritantes, cubiertos de más exigencias, de más súplicas de las que el buen ánimo desearía concederles. Se les soporta con la resignación del penitente si resulta ineludible atenderlos, de ser posible se les ignora y sortea al transitar de habitación en habitación con la esperanza de su marcha pronta, de que finalmente abandonen sus camas en préstamo arrastrando consigo el espectro enervante de su recuerdo. Estos últimos tienden a aullar al alba como lobos a la luna, perturbando mi sueño con el despertar de la culpa.

Pero si logran tus manos amables y la calidez templando tu voz, la sabiduría de tus palabras y tu risa sincera, que tu nombre se consolide y torne gozosa costumbre en mis labios, te alojaré en unas de las habitaciones más próximas a las mías. Y junto a mis más queridos huéspedes, te sentaré a mi mesa para compartir contigo mis mejores viandas, para hacerte partícipe de mis más bellos juegos, para dedicarte mi tiempo valioso en conversación frente el fuego. Esforzándome, solícita, por agasajar tu paladar con vinos añejos, por escuchar al atardecer tus cuentos, por reservarte mis horas más soleadas, por ayudarte a airear tu habitación cuando las sombras la invadan, y no cese en ti el deseo de ser mi invitado. Te unirás así al círculo de aquellos huéspedes con quienes aprendí a valorar el secuestro como un regalo, como una gracia que invita a tender las muñecas a las cuerdas, consciente de que su ausencia enfriaría mortalmente esta casa e inocularía en mí la duda de si merece ser habitada.

Quizá, quién sabe, se fortalezca tan poderosamente tu presencia entre sus tabiques que empiece a creerla irremplazable. Quizá comience a conquistarme la idea de que es tu precisa luz, y sólo la tuya, la que arranca a cada uno de sus rincones el más hermoso brillo, disolviendo sus humedades, esclareciendo sus tinieblas. La idea temblorosa de que la desaparición de los lazos que en torno a sus cimientos has ido tejiendo los heriría con grietas irreparables. Y termine entonces por instalarte en mi propio cuarto, por abrir mis armarios y cajones a los objetos que te acompañan, por cobijarte bajo la suavidad de mis mantas. Para que te conviertas en mi más precioso huésped y yo en tu más cómplice rehén. Para que a mi lado camines cada noche con sus días. Y junto a ti sea capaz de olvidar, durante largos instantes o largas horas, que también tú, como el resto de mis huéspedes, vienes siempre de lejos, vienes siempre de fuera. Portando a cada paso en tu mirada, en tu figura, en tu voz, un mundo extraño que sin remedio se me hurta.


miércoles, 8 de diciembre de 2010

Mentiras


"Todo empezó con una pequeña mentira", confiesa Emilio Barrero, economista y ejecutivo del Banco de España para todos sus familiares y conocidos. Una pequeña mentira que, sin embargo, ha acabado dando paso a la monstruosa impostura que es el pleno entramado de cartón piedra de su vida. Porque, aunque así lo crean su mujer y su hijo, sus padres, sus suegros, sus más íntimos amigos y las personas que trata habitualmente, Emilio Barrero no es economista ni trabaja en el Banco de España. Sólo finge serlo desde hace veinte años. Una ficción que comienza cada mañana cuando, con su traje caro y su maletín, lleva a su hijo al colegio para después dirigirse a un parque donde pasea o lee, esperando pacientemente la hora de regresar a casa tras su inexistente jornada laboral. Que apuntala pretendiendo frecuentes viajes al extranjero que nunca lleva a cabo. Que se sostiene a fuerza de reiteradas estafas a sus padres, a sus amigos, a sus conocidos, prometiéndoles inversiones de alta rentabilidad dada su posición en el Banco de España, con las que paga su lujoso chalet en las afueras, el colegio privado de su hijo, su imagen de hombre de éxito. Hasta que, bajo el peso de nuevas y cada vez más inverosímiles mentiras, el frágil edificio de cartón piedra se derrumba y Emilio Barrero se ve forzado a confesar que toda la farsa que es su vida empezó con una pequeña mentira.

Esta es la historia que nos cuenta Eduard Cortés en su película "La vida de nadie". Una película cuya visión provocará la inmediata aparición de un nudo en el estómago de sus espectadores porque éstos, sabedores prácticamente desde el comienzo de la impostura de Emilio Barrero, no dejarán de preguntarse cómo es posible soportar durante veinte largos años una mentira de tales dimensiones y todo lo que ésta conlleva: la tremenda soledad, el diario vagar por el parque en pugna con el tiempo y el vacío, el esfuerzo por narrar y recordar de continuo lo que sólo posee realidad en las propias palabras, el pánico al posible desvelamiento del engaño a causa de un error trivial... De tratar de imaginar cómo cabe respirar cuando se ha adherido al propio rostro una máscara asfixiante que debe mantenerse y reforzarse día a día en ausencia de toda perspectiva de desprenderse de ella que no implique la pérdida más absoluta, incluso de la libertad en el seguro destino de la cárcel. Y asistirán, encogidos por una angustia que el propio Emilio Barrero no parece sentir, a un progresivo desbordamiento de su capacidad de invención y mentira que se convertirá en la previsible antesala de la tragedia.

Pero es sólo la ficción de una ficción imposible, pensé al terminar de ver la película. Quizá, interpreté, la inquietante historia de Eduard Cortés no pretende ser más que una gran metáfora de cómo la mentira puede llegar a actuar como un cancer capaz de malograr las vidas de quienes se dejan arrastrar por ella. Y por mi cabeza cruzaron también imágenes de hombres y mujeres casados con mujeres y hombres a los que nunca amaron, padres y madres de hijos que nunca desearon, desempeñando trabajos que nunca quisieron para sí, mintiéndose a sí mismos cada día para ocultarse el fracaso de sus existencias y su incompetencia o cobardía para enmendarlas. Hasta que, pocos días después, la casualidad quiso que averiguara que la historia llevada al cine por Eduard Cortés, lejos de ser ficción, aspira a relatar la mentira en la que se sumergió durante dieciocho años un hombre real, condenado hoy día a cadena perpetua. Inspiradas en él se han realizado, además de la de Eduard Cortés, dos películas más, El empleo del tiempo y El adversario. Esta última basada en el texto del mismo título del periodista francés Emmanuele Carrère, que intenta presentar y analizar al protagonista de esta increíble historia, Jean-Claude Romand, a partir de las declaraciones que efectuó durante el juicio por asesinar a su mujer, a sus hijos, a sus padres y a su perro, cuando en 1993 se creyó a punto de ser descubierto en su existencia engañosa. Un libro y tres películas: tal vez la cifra demuestre que la singularidad del caso de Jean-Claude Romand suscita toda suerte de emociones excepto la indiferencia y merece ser objeto de reflexión.

La espiral de mentiras de Jean-Claude Romand comenzó también, según cuenta en el juicio, con una pequeña mentira motivada por un desafortunado accidente: días antes de los exámenes finales de su segundo año de Medicina, sufre un percance en el que se rompe la muñeca derecha. No puede presentarse a los exámenes, pero tampoco se atreve a revelar a sus padres lo sucedido. Semanas más tarde les comunica que ha superado con éxito los exámenes y que va a matricularse en el tercer curso. Durante varios años más, Jean-Claude asiste regularmente a las clases e incluso se reúne en su habitación a estudiar con la que más tarde se convertirá en su mujer, matriculada en la Facultad de Farmacia. Sin embargo, ya no volverá a presentarse a ningún examen. Jacques perpetra el engaño con tal habilidad que ninguno de sus conocidos dudará de que ha obtenido su título de doctor en Medicina. Tampoco de que poco después ha conseguido un prestigioso puesto en Ginebra como investigador de la Organización Mundial de la Salud, a donde se desplaza desde su lugar de residencia en una zona de Francia cercana a Suiza para codearse con importantes científicos y políticos. Pero Jean-Claude no trabaja en ningún sitio: sus días transcurren en diferentes cafeterías, parkings, isletas de autopistas, donde lee prensa y revistas científicas o sencillamente dormita. A veces, se dedica a vagar sin rumbo por los bosques de Jura. Y al igual que el protagonista de la película de Eduard Cortés, financia sus gastos solicitando dinero a sus familiares y conocidos que, presuntamente, deposita en cuentas bancarias en Suiza. Sin embargo, llega un punto en que sus estrategias para obtener dinero se agotan. Algunos de los estafados comienzan además a desconfiar de él. Ante la posibilidad de que su verdad salga a la luz y, desde la creencia de que su familia no podrá aceptarla, Jean-Claude decide asesinarla y suicidarse posteriormente. Los mata, se cita con una amiga íntima con idéntica intención de asesinarla aunque ésta logra escapar, regresa a casa, ingiere barbitúricos y prende fuego al hogar familiar. Se salva milagrosamente. Tan milagrosamente que las pruebas médicas apuntan a que tomó los barbitúricos cuando los bomberos estaban ya en camino hacia la casa y que su suicidio, por tanto, no fue sino una impostura más antes de ser encarcelado.

Y, no obstante, no la última. Porque una de las conclusiones que se desprenden del libro de Emmanuele Carrère es que para Jean-Claude Romand, habituado a simular ser quien no era durante casi veinte años, a inventar para quienes le rodeaban una vida inexistente, la impostura se ha convertido en una segunda naturaleza que coarta todo acceso a la verdad de su persona, de sus recuerdos, de sus sentimientos. Todos sus gestos, sus palabras, sus acciones, siguen teniendo como único objetivo el mismo que le guiaba antes de asesinar a su familia: ofrecer una imagen favorable de sí mismo a los demás, con independencia de que esa imagen se corresponda con los hechos que fraguaron su vida en el pasado o con sus juicios y valoraciones presentes. Los psiquiatras que le han tratado sospechan que ni tan siquiera se da ya en él esa doblez que se presupone en la conciencia de la mentira, la que consiste en conservar una idea de la realidad que se altera o deforma mediante el discurso: Jean-Claude dice lo que cree y cree lo que dice, y sus creencias se reconstruyen día a día en función de las interpretaciones que le brindan los propios psiquiatras que lo visitan en la prisión sin admitir contraste alguno con una verdad que ni él mismo parece poseer. No es posible, pues, descubrir quién fue y quién es Jean-Claude Romand más allá de la máscara cambiante e incoherente a lo largo del tiempo que expone ante sus semejantes tratando de ajustarla a su preocupación por presentar una imagen positiva de sí mismo. Ni llegará nunca a saberse en qué ocupaba las horas, ni qué pensaba y sentía durante su transcurso, de todos aquellos días en que salía de su casa para enfrentarse a la nada y al vacío ocultos tras su título y trabajo ficticios.

Termino de escribir esto y pienso que todos hemos mentido en numerosas ocasiones para ofrecer a los demás una imagen más favorable de nosotros mismos. Que es probable que nos mintamos sin saberlo para componer ante nuestros propios ojos un retrato de aquello que somos más acorde con nuestros deseos y juicios morales. Que, entonces, también en nuestro caso se halla vedada, para los otros y desde la intimidad de nuestra propia conciencia, la conquista de un conocimiento último, indiscutible, preclaro, acerca de quiénes fuimos y quiénes somos. Pero tal vez lo que nos separa de Jean-Claude Romand resida en nuestra capacidad para anticipar las consecuencias de nuestras posibles mentiras y en la decisión de optar por la verdad, por dolorosa o incómoda que ésta sea, cuando las percibimos en la distancia como aún más dolorosas e incómodas que la propia verdad.

Sólo que esa línea fronteriza entre Jean-Claude Romand y nosotros no resulta tan nítida si tenemos en cuenta que toda una vida de monstruosa impostura puede comenzar con una pequeña mentira. Y que muchas son las veces en que erramos en la previsión de las consecuencias de nuestros actos, o las circunstancias que podrían conducirnos a un fatal error de cálculo.

martes, 23 de noviembre de 2010

Ser visible


El tiempo se detuvo hace ya tanto para ti que sólo a duras penas alcanzas a recordar, cuando del capricho de tu memoria deshilachada afloran imágenes viejas como fotografías cuarteadas, que hubo un día en que renunciaste a ser a cambio de poco más que una cama y comida segura en el plato. La cama estrecha que desquicia las reducidas dimensiones del cuartucho donde despiertas cada mañana bajo la luz macilenta del angosto patio interior. La comida que engulles a solas en la cocina, a grandes bocados, en danza entre el taburete y las suelas de tus zapatillas al sonar de la campanilla reclamando el segundo plato, el postre, el café de los señores.

Su detención fue tan lenta como el renqueante diluirse de las esperanzas de volver a ser que, entreveradas con la huella indeleble del olor a escasez y miseria del pueblo, hicieron soportables los difíciles inicios de la renuncia. Tan pausada como la resignada asunción de tu juventud en fuga, cuyo demorado pero tenaz escaparse iba aniquilando año tras año toda mirada ilusionada en perspectiva. Nunca se te ocultó la tacañería con que en ti se había prodigado la naturaleza. A la edad en que hasta la carne menos garbosa relumbra, tú parecías ya una niña vieja, la barbilla puntiaguda bajo las mejillas hundidas, el talle y las piernas de alambre que la voracidad de tu estómago y la barra de pan diaria desde que entraste a servir -envidia secreta de la señora en eterno litigio con su gordura- jamás consiguieron redondear. A la edad en que hasta el patito más feo semeja aletear como un cisne, desmadejaban tus andares, te entumecían la lengua, enturbiaban tu risa la cortedad y la torpeza, quién sabe si fruto de tus humildes orígenes. No por ello dejaste de confiar en la diosa fortuna que a tantas otras, no más hermosas ni agraciadas que tú, había otorgado un marido y una casa propia. Pero todos los hombres que, arropada por el grupo de criaditas en tertulia, se acercaron a ti en las tardes del jueves o del domingo, pasaron de largo como los viandantes que se atusan el pelo ante el reflejo de un escaparate y reanudan indiferentes la marcha.

Las manecillas del reloj emitieron imperceptibles su último tic-tac cuando algo en ti aceptó que no llegarías a poseer más hogar que la cama estrecha y la cocina testigo de la soledad de tus comidas. Que tu vida seguiría discurriendo en eterna parálisis por el circular sucederse siempre idéntido de los días iguales. Segmentados por las mismas tediosas rutinas, finalizados con las mismas fatigas. Días vacíos, muertos antes ya de haber nacido. Y que nunca recobrarías el ser perdido ni la visibilidad que le corresponde si es tarea de los sirvientes aprender a habitar en el no-ser y devenir invisibles como fantasmas. Fantasmas que penetran sigilosos en las habitaciones desiertas para devolverles cada mañana el orden quebrado. Sombras que nadie ve cuando recorren la galería cargadas con los enseres de limpieza aunque el sol las ilumine. Figuras etéreas que sólo se encarnan ante otras pupilas para recibir órdenes secas y agrias regañinas. Que no merecen palabras salvo para lo estrictamente necesario. A quienes nadie pregunta excepto para pedir explicaciones y cuentas. Así permanecerías tú mientras el trajín de cada jornada, el cansancio, el hastío, arrugaban tu esqueleto y encanecían tus cabellos ralos: convertida en una estatua de cristal transparente, de cuencas huecas, oídos encerados y labios sellados. Tal es el inexcusable requisito, la cláusula sagrada que firman los criados para acceder a compartir con sus legítimos poseedores los espacios donde transcurre una vida que no les pertenece. La vida a la que se asoman desde su propio centro, público indeseado de sus más oscuros recovecos, al precio de la invisibilidad y la ceguera, de la condena al doble silencio, de la irrevocable exclusión. La vida que exige desplegarse ajena a su presencia, blindada frente a ella, y por eso niega en sus formas la existencia del intruso en el coto cerrado, y se convence hipócrita de la ausencia bajo su piel de la madeja cálida y enredada que producen los corazones, las cabezas humanas.

Eres ya casi una anciana y nadie te conoce. Ni siquiera tú misma. Los pensamientos perpetuamente encerrados en tu cabeza, carentes de puertas y ventanas, fueron enmoheciendo dentro de su cárcel y se pudrieron poco a poco, dejándote huérfana de palabras para el diálogo solitario con tu propia conciencia, palabras calladas que te explicaran explicándolos a ellos, que te arrullaran desde dentro repoblando el desierto de tus días, más allá de las melodías que tarareas con tu voz de niña vieja mientras tiendes la ropa. Maniatada por las cadenas del arbitrio de los señores, tu voluntad adelgazó tanto como tus piernas de alambre y acabó olvidando, famélica, dónde reside la palanca que activa el mecanismo de la decisión, cómo se siente al vibrar el deseo, que de la garganta también puede emerger el reclamo. Quizá por ello, cuando por las noches los señores consienten que, semiescondida en tu sillita de enea tras el marco de la puerta de la salita, separada por el tabique del mullido sofá donde ellos reposan para no perturbar su intimidad, participes un rato de la pantalla del televisor, obediente después a la retirada cuando el sueño vence aunque a ti no, aunque a ti no, se instala en tu boca, por encima de la barbilla cada vez más puntiaguda, una sonrisa bobalicona, de infante dócil y manso a la espera del siguiente mandato, que la señora espía y comenta más tarde con el señor, burlona y a la vez preocupada por el presunto flaquear de tu sesera, por el evidente menguarse de tus fuerzas, por tu galopante sordera.

Hace días que vuelves a escuchar el tic-tac del reloj. El intenso dolor en las articulaciones de tus rodillas, que apenas te permite arrastrarte de estancia en estancia, ha reanudado el flujo del tiempo abriéndolo al futuro. Un futuro ya sin resto de la ilusión evaporada en la juventud y que ahora luce el rostro siniestro del destino inexorable de los sirvientes: la expulsión dictada por la inutilidad, la destitución en la vejez inhábil. Con angustia intuyes el aproximarse inminente del momento en que deberás abandonar los muebles, los suelos, los rincones a los que regalaste, a cambio de poco más que una cama y comida segura en el plato, un número imposible de las horas ya gastadas que contenía tu vida. La cama estrecha y la cocina. Los ojos que aún te miran pero nunca te vieron. El momento en que tendrás que mudarte al pequeño piso en el pueblo, comprado con la paciente acumulación de tu mísera paga y un favor a destiempo, clamoroso destiempo, de la diosa fortuna. En que serás despojada para siempre de tus rutinas y tareas, de las voces arrogantes, irritadas, a veces condescendientes de los señores, de la invisibilidad que en tu servidumbre te impusieron. Lo único que posees al margen de ese pequeño piso que nunca será tan tuyo como esta casa que nunca ha sido tuya. Y tienes miedo. Porque sabes con certeza que entre sus habitaciones todavía extrañas se construye listón a listón, clavo a clavo, el ataud de tu última y más terrible invisibilidad.

sábado, 6 de noviembre de 2010

Intimidad en venta



Quizá sea ya una trivialidad decir que, en nuestras actuales sociedades de la información, el poder social queda en manos de quienes son capaces de acumular información e invertirla convenientemente para obtener de ella el máximo rendimiento, bien sea político o económico. Pero todos sabemos que no toda información posee el mismo valor en el mercado, y es esto lo que permite distinguir entre ricos y pobres, entre poderosos y desposeídos, desde el punto de vista de la posesión de capital informativo. Los ricos y poderosos son los que disponen de información privada de acceso restringido, de información privilegiada que todo el mundo desearía para sí. Frente a ellos, los pobres y desposeídos son los que carecen de información de interés por no disponer más que de información pública, esto es, información accesible a cualquiera, que es la que les suministran los medios de comunicación de masas. Así, en las modernas sociedades de la información, los pobres son pobres porque no tienen información alguna que utilizar como moneda de cambio, porque no han acumulado información reservada que pueda convertirse en objeto de compra o intercambio.

¿Qué pueden hacer entonces los pobres para salir de su condición de pobres? Dado que carecen de información privada con la que negociar públicamente, siempre les cabe la opción de intentar hacer pasar su intimidad por una especie de propiedad privada de la que sacar un beneficio. El problema, sin embargo, es que semejante operación siempre resulta doblemente ruinosa: en primer lugar, porque la intimidad se arruina sin remedio, se echa a perder, una vez se la concibe como capital de carácter privado a utilizar como mercancía; y en segundo lugar, porque la intimidad como mercancía apenas vale nada -nada más que lo que puntualmente se decida pagar por ella a cambio de un beneficio infinitamente más elevado que el obtenido por quien comercia con ella- y su venta jamás sacará a los pobres de su condición de pobres.


El análisis que acabo de exponer está extraído de un magnífico y denso tratado sobre la intimidad al que retorno cada cierto tiempo y en el que no pude evitar pensar cuando me enteré de la existencia de un programa de televisión que, a mi juicio, encaja a la perfección con lo que en él se sostiene e incluso podría representar un caso extremo de esa venta de la intimidad. Se trata del programa-concurso "El juego de tu vida", cuya dinámica describiré brevemente para quienes no la recuerden o nunca hayan tenido la oportunidad de verlo. Ante la presencia de un polígrafo, quienes en él concursan deben someterse a veintiuna preguntas sobre ellos mismos y sus vidas. Si, según el polígrafo, dicen la verdad, van ganando sumas progresivamente mayores de dinero, hasta alcanzar un total de 100.000 euros en el caso de que no mientan en ninguna de las veintiuna preguntas. Cada cierto número de preguntas pueden renunciar a seguir y embolsarse así la cifra -ridícula hasta las últimas tres preguntas- conseguida hasta entonces. Pero si a lo largo del programa el polígrafo dictamina que mienten, pierden todo el dinero acumulado y se vuelven a sus casas con las manos vacías. Además, varios allegados de los concursantes se encuentran entre el público y pueden, si así lo deciden, impedir que el concursante responda a una de la preguntas formuladas por la conductora del programa.

Las preguntas que se formulan a los concursantes conciernen a aspectos tan íntimos de sus vidas, de sus emociones, de sus relaciones de pareja o familiares, de sus deseos o actividades sexuales, que al verlo no es extraño que uno ponga en cuestión la veracidad del programa y piense que todo ese despliegue mediático no es más que una farsa interpretada por actores. Por lo visto no es así. La producción del programa cuenta, a través de un complejo proceso de entrevistas previas, con esa información que, en principio, sólo deberían conocer algunos de los allegados y, en lo que respecta a ciertas cuestiones, ni siquiera ellos sino sólo el propio afectado. Pero lo que, a mi manera de ver, con más motivo puede suscitar la incredulidad -y también el estupor- de cualquier espectador no es tanto la naturaleza de las preguntas a las que los concursantes deben responder, como la idea de que alguien consienta en prestarse, a cambio de dinero, a semejante interrogatorio público. Porque hablamos de un interrogatorio que, invariablemente en cada programa, acaba comprometiendo gravemente la relación del concursante con su pareja, familiares o amigos presentes en el plató. Y es que pocos matrimonios, amistades o afectos familiares lograrían sobrevivir a algunas de las verdades sobre sus sentimientos hacia esas personas, sobre sus infidelidades, sobre sus creencias y deseos, que el concursante hace públicas ante la audiencia. Verdades cuya manifestación frente a las cámaras, en ciertos casos, no puede dejar de ser tremendamente humillante para esos allegados que, sin embargo, aplauden ante su revelación por el dinero que proporcionan al concursante. Se tiene así la impresión de estar asistiendo a un espectáculo consistente en que un individuo se demuestre capaz de arruinar las relaciones afectivas en principio más relevantes de su vida y exponerse a ser juzgado, en las esferas de mayor intimidad de su persona, por todos los conocidos que contemplen el programa desde sus casas, con el fin de ganar unos miles de euros. Un espéctaculo suicida en el que alguien ha decidido exponerse a perder lo que muchos estimarían como tesoros de valor incalculable utilizándolo como moneda de cambio para salir de su condición de pobre.

Personalmente, no me escandalizan los "trapos sucios" que los concursantes airean en este programa. Asumida la complejidad del ser humano, hace ya tiempo que comprendí que no es raro, sino más bien todo lo contrario, que las relaciones de pareja se conviertan con el tiempo en un vertedero de expectativas rotas, traiciones, rencores ocultos y deseos insatisfechos. Que las relaciones familiares son el perfecto terreno abonado para los sentimientos encontrados y los odios subterráneos. Que incluso las relaciones de amistad albergan más mugre, más desprecio o más engaño de lo que en su superficie se muestra. No, no es la miseria que con frecuencia habita en secreto el subsuelo de las relaciones con nuestros más íntimos allegados lo que me escandaliza. Me escandaliza el hecho de que determinados sujetos estimen que sacar a la luz pública esa miseria secreta, aquella cuya ocultación permite la pervivencia de unos afectos quizá imperfectos pero afectos al fin y al cabo, aquella cuya revelación, por tanto, difícilmente podrá convivir con la continuidad de tales afectos -y no sólo por la naturaleza de lo revelado, sino por la humillación que supone para quienes participan de esos afectos la manifestación pública de un secreto que sólo a ellos y al concursante concierne-, bien vale la posibilidad de ganar unos miles de euros. Y aún me escandaliza más que existan programas que ganan muchos más miles de euros invitando a la gente a arruinar su intimidad a cambio de la promesa, por lo general frustrada, de un poco de calderilla en comparación con lo que de ellos obtienen.

Me diréis que todo el mundo es libre de hacer con su intimidad lo que le venga en gana. Y os daré plenamente la razón. Por supuesto que sí. Pero no por ello dejará de apenarme el éxito de ese espectáculo suicida, pornográfico y bochornoso -había decidido ahorrarme los juicios de valor, pero ya véis que al final no he podido contenerme- organizado por unos y consentido por otros en torno a la pila del vil metal. En el tratado sobre la intimidad al que me he referido se dice que la venta de la intimidad es normalmente hija de la necesidad, puesto que nadie la vendería de poseer capital privado con el que negociar en el mercado de la información. Y aunque es probable que así sea, me cuesta comprender cuál es el grado de necesidad que justifica semejante venta y la ruina que ésta entraña. A no ser que lo que suceda es que estemos empezando a perder la percepción de en qué consiste en realidad la ruina, la vida en ruinas, la existencia arruinada, en un mundo que amenaza con extender sin límites sus mecanismos de mercantilización y conversión de cualquier cosa en valor de cambio.

sábado, 23 de octubre de 2010

Infierno III


En el andén se agolpa la multitud que acude puntual a su cita con el metro de la hora punta vespertina. Forman una masa homogéneamente desordenada de miradas ausentes, de rostros cansados que con toda probabilidad atraviesan ya en su imaginación el umbral de sus hogares, huérfanos de su presencia durante la jornada de trabajo. Tan cerca unos de otros, a la vez tan distantes. Nos adherimos a la multitud para el último transbordo. Apenas queda un minuto para la llegada del tren, donde nos fundiremos definitivamente con ella apretando quizá nuestros cuerpos contra otros cuerpos anónimos, quebrantando la ley muda que rechaza su roce, ésa que, tácitamente asumida, delimita un perímetro de espacio vacío en torno a cada cuerpo para la adecuada y no intimidatoria interacción de los semejantes. Poco importa, tan sólo serán dos paradas hasta nuestro destino.

Las puertas se abren y la multitud se apresura en busca del hueco que los acoja y resguarde de la presión excesiva de otros cuerpos, del contacto casualmente impúdico. El hueco desde el cual tratarán de compensar la proximidad abusiva evitando discretamente el choque indeseado de los ojos, disciplinándolos a fijarse durante el trayecto, si no logran posarlos sobre las páginas de un libro o la pantalla del móvil, sobre alguna superficie neutra, anodina, libre de conflicto. A nosotros nos protege, en medio de la masa anónima, la familiaridad del roce mutuo, la certeza de poseer en los ojos del otro un lugar de reposo seguro. Nos acomodamos con dificultad entre los demás viajeros y, aunque la estrechez que une los cuerpos frenaría cualquier posible caída, prefiero forzar el brazo hacia la barra que pende sobre mi cabeza y hallar un punto de sujeción, necesariamente endeble dada mi corta estatura, entre las manos asidas a ella. Nuestra conversación, animada hasta el momento, se interrumpe cómplice. Demasiados testigos cuando el estruendo del vagón en movimiento nos obligaría a alzar la voz. Demasiada exposición de nuestra charla que se quiere privada entre el cerco de orejas que nos rodea. En nuestro silencio, los demonios que desde hace horas serpentean bajo la alfombra de mi conciencia amenazan de repente con tomarla al asalto. Junto a ellos, la pesadumbre por el cuerpo quejoso que ha parido a las insidiosas criaturas. Ante todo, la desazón por la cabeza enfermizamente presa de los demonios nacidos de ese cuerpo que se queja, imponiendo su presencia frente al bienestar que procura su saludable desaparición. Hastiada del renovado despertar de esta agotadora batalla interior, recuesto la mejilla sobre el brazo estirado.

Se me ofrece entonces, por entre los demás brazos alzados, una imagen que me golpea con fiereza: el perfil de un hombre de mediana edad, con aspecto extranjero, desencajado por la desesperación, la impotencia, el llanto. Sus labios se mueven mientras las lágrimas se deslizan por las comisuras, pero el ruido de la maquinaria y la relativa distancia me impiden oír sus palabras. La inclinación que en nuestros cuerpos erguidos imprime un giro del vagón me permite ver durante un par de segundos el carrito de bebé que aferran sus manos, los puños raídos de su suéter. Devueltos a la verticalidad, de nuevo su perfil, los labios que se mueven ininteligibles. Intuyo que no hace falta mucho más para adivinar el sentido de su discurso: cuenta a sus semejantes, nosotros, quién sabe qué desgraciada situación y solicita ayuda, la ayuda que traduce el dinero. La desesperación de su rostro me resulta tan franca, tan nítida en su sinceridad, que algo en mí se angustia instintiva, empáticamente y humedece mis ojos. Siento el impulso repentino de sacar de la cartera un billete y dárselo. Pero el impulso se detiene en seco. Lo paraliza un estúpido sentimiento de vergüenza que emerge al imaginar las miradas de los otros viajeros sobre mí, el juicio callado -¿tal vez reprobatorio?- que emitirían ante mi acción. Lo paraliza la insignificante idea de haber de molestarles -otra vez sus miradas, ahora de fastidio, de contenida irritación- deslizándome trabajosamente entre sus cuerpos comprimidos para alcanzar al hombre que pide y llora. Y lo paraliza, ya de manera irreversible, el pensamiento del engaño, de la ficción, del teatro fraudulento, que apuntala y explica el anticipado sentimiento de vergüenza bajo esas miradas. Miradas que, a la luz de ese pensamiento, preveo ya claramente reprobatorias, incluso burlonas. Miradas que acusarían mi ingenua credulidad, porque yo, la crédula ingenua, lejos de comprender la pantomima, sólo percibo en ese perfil descompuesto a un hombre pobre desgarrado por la desesperación.

Desesperación tras un largo e infructuoso día de mendicidad también avergonzada de sí misma. De desplazarse de vagón en vagón, de andén en andén, de esquina en esquina, entre rostros que se vuelven impenetrables hacia un lado, entre pupilas que se desvían y pierden con tesón en el vacío, entre oídos sordos al relato de la indigencia y la penuria, a la petición sin violencia y no obstante recibida como una afrenta. Máscaras petrificadas en un gesto de impasible indiferencia destinado a ocultar un enjambre de sentimientos de naturaleza dispar: incomodidad, inquietud, miedo, compasión, lástima; indignación censuradora por la desfachatez del pedigüeño, por la elección de la vía fácil y enojosa para el resto frente a su miseria; autojustificación vacilante entre quienes, tal vez conmovidos, apelarán sin embargo a la necesidad del rechazo desde la convicción de que erradicar la mendicidad exige no alimentarla; incluso cruel desprecio, motivado por la creencia en la desgracia merecida, en la suerte justa del perdedor, si para algunos no existe la miseria silvestre, sino tan sólo la sembrada y regada por las propias manos. Y, por un momento, no puedo evitar pensar que, para el hombre que llora su desesperación, que clama impotente tan cerca de sus semejantes para descubrirlos entonces tan lejos, tan decidida e intencionadamente lejos, el conjunto indefinido de máscaras petrificadas dentro de este vagón de metro, tal vez las últimas de las innumerables que habrán desfilado ante sus ojos a lo largo de su jornada, las que asisten impertérritas, esquivas, ausentes, al desmoronarse de sus ánimos, de sus esperanzas, de su confianza en el prójimo, deben de componer el más puro retrato del infierno.

El tren empieza a detenerse y nosotros a abrirnos paso hacia la puerta. Mi rostro, como el del hombre, amenaza también con desencajarse y estallar en lágrimas. No entiendo por qué esta intensa, sorpresiva congoja. No entiendo por qué, con tal brusquedad, esta exacerbada sensibilidad después de tantos mendigos, después de tantas escenas similares con el paso de los años. Cuando me preguntas si me pasa algo, sólo consigo responder, pretendiendo una falsa serenidad, que me ha impresionado un hombre que estaba pidiendo en el metro y que, situado a tus espaldas, tú no has podido ver. Pero no se me escapa que la vergüenza ha abandonado su anterior condición de proyección imaginaria para convertirse en la realidad que acaso sustenta esta tristeza que aún desea arrastrarme al borde del llanto. Vergüenza por mi estúpido sentimiento de vergüenza ante el posible juicio ajeno, por mi parálisis, por mis pensamientos encontrados. Vergüenza por mi debilidad, por la insensata magnitud de mis demonios interiores frente a la nimiedad de los males que los nutren, ridículamente diminutos en la escala de las desgracias, de las miserias, de los sufrimientos que puede albergar una vida humana. Por las lágrimas que, con soberano esfuerzo, al fin logro contener. Y vergüenza, una vez más, por haber formado parte, aunque él no haya visto mi rostro, del conjunto indefinido de máscaras petrificadas que, dentro del vagón de metro que acabamos de dejar atrás, han encarnado a mis ojos ocupando los suyos el particular infierno del hombre que lloraba.

miércoles, 6 de octubre de 2010

Soledad


Revivir bajo la fuerza inesperada de este sol invernal de mediodía, al calor que el movimiento ligero de las piernas en paseo enciende en las costillas junto al deseo infantil de abandonar el abrigo en cualquier esquina. Es el efecto benéfico, ya previsto por repetido, de esta adquirida rutina de las mañanas de domingo, después del amanecer temprano y la obligación cumplida sobre el escritorio, después del lento instalarse de las familiares brumas en torno a la frente tras algunas horas de forzar a los ojos a viajar del libro a la pantalla, del libro al diccionario y de nuevo a la pantalla, mientras los dedos teclean obedientes las palabras claras arrancadas a la lengua extraña. El sonido envolvente de las campanas de la torre del casco viejo que acaba de dejar atrás la apremia. Si quiere ajustarse al horario de costumbre, no debe demorarse ya en buscar una terraza donde culminar el rito dominical ante un café y su cuaderno rayado, ese otro espacio más íntimo que siempre preferirá a la pantalla para la reflexiva, también ociosa retención del río desordenado de pensamientos que invariablemente fluye de sus pies en marcha libre. Los locales que frecuenta al término de la caminata aún se encuentran unas calles más allá. Se desabrocha el abrigo y apresura el paso.

El correr de las aguas se remansa y estanca ahora sobre un único interrogante. Todavía no ha decidido si lo llamará para regalarse una tarde de asueto. De nuevo, el mordisco de la ambivalencia. El péndulo oscila entre la pereza y la conciencia de su, tal vez -sólo tal vez-, excesivo aislamiento. Ni un leve resquicio, bajo el sol radiante y la pintoresca amabilidad de las calles empedradas, de las dudas que al anochecer, a veces -sólo a veces-, le asaltan sobre la naturaleza de los sentimientos que suscita en ella esta nueva presencia en su vida. La cuestión es ésta: después de tanto tiempo, demasiado tiempo, vuelve a sentirse bien sola. Orientada dentro de sí misma, dentro del acogedor refugio en que se han transformado las paredes pintadas de verde pálido de su pequeño piso. Y comienza a darse cuenta de que echaba infinitamente de menos -más que el aire en los pulmones tras un buceo prolongado- esa sensación. Paradójico que sea ahora, en su paulatina recuperación, cuando puede percatarse de su anterior ausencia y del brutal, desesperado desasosiego que hizo crecer en ella. Paradójico también que, pese a lo poco que se relaciona, a los días dedicada exclusivamente a sí misma, a la traducción, a su cuaderno rayado, el agujero en medio del pecho y los alfileres punzantes de la soledad, desplegados dolorosamente por la entera superficie de su piel ya antes de su separación y largos meses después -ahí se le reveló que la soledad puede llegar a doler en el cuerpo-, apenas pervivan ya en ella como un borroso recuerdo. Incluso como un recuerdo de otro que le hubieran relatado y no lograra percibir como suyo. Sólo algunas tardes, a la caída del sol, la invade un turbio sentimiento de pesadez, de opresión en la coronilla y el cuello, que atribuye a la falta de contacto humano, a esa acentuada reconcentración sobre sí que tiende a alejarla de sus semejantes. Quizá no sea bueno que persista en esa posición huraña con la que, por otra parte, tan cómoda se encuentra, de la que tanta tranquilidad extrae. Quizá sea hora de esforzarse un poco por rehabilitar las antiguas vías de acceso al mundo, por cálido que le resulte el centro recobrado de su propio yo y reconfortante la certeza de saberse por él acompañada.

Bajo la lana tupida de su abrigo el calor comienza a ser sofocante. Se detiene, y al girar el torso para desprenderse de él y volver a pasar el bolso por su cabeza, cree intuir una figura en la distancia que la observa. No le apetece hablar con nadie. Tomar su café y sentarse frente a su cuaderno: eso es lo único que desea. Si es alguien que la conoce, mejor adoptar una actitud ausente y seguir su camino. Reanuda la marcha. Sobre el suelo empedrado de la calle estrecha y casi desierta le parece oír el repiqueteo de unos pasos tras ella que caminan a su ritmo. Lo acelera e igualmente parecen hacerlo los pasos. Malhumorada, se detiene de nuevo y finge rebuscar algo dentro del bolso. Si un amigo o un conocido quiere saludarla, mejor propiciar el encuentro cuanto antes y pretextar cualquier excusa para librarse de él. Aguza sus sentidos, esperando que los pasos se precipiten hacia ella. Pero no percibe nada más que el lento y renqueante deslizarse por el empedrado de las suelas de los zapatos de una pareja de ancianos que pasan junto a ella. Quizá todo haya sido fruto de su imaginación, se dice aliviada, echando de nuevo andar. Casi al instante vuelve a percibir a sus espaldas -esta vez ya no puede equivocarse- los pasos en rítmico contrapunto con los suyos. Nota en las marcadas pulsaciones en sus sienes cómo su corazón salta asustado. Como una máquina al apretar un botón, sus manos se aferran con fuerza al bolso, al abrigo. Pero, ¿no es estúpida esta reacción? ¿Qué le puede ocurrir a plena luz del día, un domingo por la mañana, en esta pequeña ciudad donde nunca pasa nada? Relaja los dedos y deja caer las manos a ambos lados de sus caderas, balanceando los brazos con suavidad al compás más pausado de sus piernas. Escoltada por los pasos, prosigue su camino a lo largo de varios bloques de edificios. Otro más. Y otro más. Y continúa oyéndolos, siempre con la misma intensidad indicadora del prudente mantener las distancias, cuando gira por una calle lateral que debe conducirla a su lugar de destino. La calle está algo más concurrida. Sin embargo, los pasos, casi acoplándose ahora con los suyos, se perfilan en sus oídos con nitidez frente al mayor rumor de fondo. El temor inicial ha ido hallando su perfecto reemplazo en una curiosidad creciente. ¿Quién puede querer seguirla? ¿Por qué? Por su mente cruza la fantasía, tan explotada en su opinión por el más cursi y baboso cine romántico, de que un desconocido se hubiera sentido atraído por ella. Y aunque la sabe absoluta, ridículamente descabellada, no puede evitar esbozar una sonrisa. Si fuera así -no puede serlo, claro que no, pero... ¿y si fuera así?- quizá lo descubra cuando llegue al café. Si fuera eso lo que está sucediendo -¿pero qué tontería es ésa?-, a lo mejor quien la sigue trataría de acercarse a ella e iniciar una conversación. Pese al embarazo que le produce el disparatado rumbo que están tomando sus pensamientos, la escena empieza a dibujarse ya frente a sus ojos: mientras saca su cuaderno y su bolígrafo, nota el aproximarse y sentarse de alguien a la mesa junto a la suya. Se siente observada. Comienza a escribir con gesto concentrado y al poco alza el rostro y apoya la barbilla en una mano, perdiendo la mirada en el horizonte, como si nada más que sus pensamientos alcanzaran a captar su atención. Tal vez se ruborice al intuir, en la imagen vaga que entonces aparecerá por uno de los extremos de su campo de visión, los ojos del desconocido posados sobre ella, sobre su perfil, sobre su pelo. Tal vez se atreva a cruzar brevemente con esos ojos los suyos cuando la camarera se aleje con su pedido.

Al girar de nuevo hacia la derecha -aún le quedan un par de calles por recorrer- algo la arranca de su ensoñación. Es el silencio. El silencio que emana de la ausencia, de la privación del sonido que ha ocupado sus oídos durante el último tramo de su paseo dominical. Ese sonido que la ha acompañado por las calles empedradas desde que dejara atrás la torre y decidiera ir a tomar su café. Aunque otros viandantes caminan hacia ella, el claqueteo de sus propios pasos sobre la piedra retumba en su cabeza como si la calle estuviera desierta, como si sólo ella, tan sólo sus pies, caminaran apoyándose pesadamente sobre el suelo. Porque sobre su coronilla, sobre el cuello, el peso opresivo, redoblado en intensidad, de algunas tardes, a la caída del sol, después de una jornada de trabajo en soledad. Y, como renacidos del reino de los muertos, el agujero en medio del pecho y los alfileres punzantes desplegándose dolorosamente por la entera superficie de su piel entresudada.

martes, 28 de septiembre de 2010

Huelga


Emulando a mi admirado Manuel Delgado, un profesor de antropología que cada miércoles a las cinco de la tarde, en compañía del filósofo Manuel Cruz, nos invita desde la radio a pensar por pensar, y traicionando, a falta de tiempo y urgida por la fecha, el estilo de los post que últimamente aparecen en esta casa, hoy seré extremadamente breve y me limitaré -o casi- a dejaros este tubo:






El vídeo no está producido ni patrocinado por ningún sindicato, y quienes en él hablan no son precisamente unos iletrados. Son Vicenç Navarro, Juan Torres y Miren Etxezarreta, todos ellos catedráticos o antiguos catedráticos de Economía Aplicada en diferentes universidades.

No soy economista y ni tan siquiera entiendo mucho de economía. Pero las opiniones de estas personas me merecen un respeto. Y confío en la autoridad de su saber.

Perdonadme este impulso panfletario de última hora, pero no he podido reprimirlo. Y puesto que no es un afán polémico lo que me mueve, sino meramente expresivo, por esta única vez no dejaré abierta la opción de comentarios. Si alguien quiere decir algo, siempre puede hacerlo, por supuesto, en los post anteriores.

viernes, 17 de septiembre de 2010

¿Hay que vivir?


En una divertida escena hacia el final de la película de Woody Allen "Annie Hall", en la que Annie (Diane Keaton), tras la ruptura de su relación con Alvy (Woody Allen), acude al apartamento de éste a recoger sus pertenencias, Annie tiene muy claro cuáles son sus libros y cuáles los de Alvy: los de ella son los de poesía; los de él, un tipo en extremo neurótico y depresivo, los que hablan sobre la muerte y la agonía.

Más de una vez, quienes mejor me conocen, se han referido a esta escena para burlarse cariñosamente de mi afición -totalmente cierta, por otra parte- a los libros o películas que, de una manera u otra, tematizan la cuestión de la muerte. No hay en esta particular querencia mía tendencia morbosa alguna ni, por supuesto, necrofílica. Si me interesa teóricamente el tema de la muerte es porque siempre he creído que cualquier reflexión sobre ella es, en esencia, una reflexión sobre la vida. Sobre la muerte, en sí misma, poco hay que pensar. Pero me resulta bastante evidente que ningún pensamiento sobre la vida puede eludir la cuestión de la muerte, e incluso estoy convencida de la imposibilidad de alcanzar una visión lúcida y completa de la forma existencia que nos ha tocado en suerte a los humanos -esos que tan gráficamente los antiguos griegos denominaban "los mortales" frente a los dioses inmortales- sin contemplarla a la luz de su reverso.

Contando con tales supuestos, siempre supe, desde que tuve conocimiento de su publicación, que tarde o temprano acabaría leyendo el libro que he terminado estos días. Se trata de "Levantar la mano sobre uno mismo", sugerente expresión con la que Jean Améry abordó en 1976 el tema del suicidio o, como el prefirió llamarlo, de la "muerte voluntaria", dos años antes de levantar su propia mano sobre sí mismo y poner fin a su vida ingiriendo barbitúricos en un hotel de Salzburgo.

Como ya se comentó una vez en este blog, la vida de Jean Améry no fue precisamente una vida feliz: estuvo marcada por la experiencia de la tortura durante la ocupación nazi de Bélgica y por su encierro en varios campos de concentración, Auschwitz entre ellos. No es raro, entonces, que haya quienes interpreten ese suicidio como la consecuencia más obvia de su incapacidad -sin duda para nada reprochable- de sobreponerse a tan terribles vivencias. Yo misma, debo admitirlo, he apelado a esta circunstancia cada vez que he hablado sobre el suicidio de Améry. Y probablemente ni ellos ni yo nos equivoquemos: de esa incapacidad da cuenta el hecho de que Améry hiciera grabar en su lápida el número que, tatuado en su brazo, le recordaría cada día de su existencia la atrocidad cometida por los nazis contra millones de judíos, él incluido. Sin embargo, leer su libro sobre la muerte voluntaria me ha llevado a dudar sobre la legitimidad de justificar su suicidio a partir de unos sucesos cuyo horror y difícil superación todos podemos comprender sin discusión.

Porque, para Améry, poco importan los motivos que induzcan a un individuo a alzar su mano sobre sí mismo y mucho menos cabe exigir que tales motivos sean comprensibles o admisibles para sus semejantes. La cuestión crucial es que todo individuo, según él, se pertenece esencialmente por encima de cualquier instancia o consideración ajena a él, y debe ser reconocido, con independencia de sus circunstancias o vivencias particulares, absoluto soberano a la hora de afrontar la decisión de si desea seguir viviendo o prefiere arrojarse a la nada de la muerte, anticipándose así a su acaecimiento natural. En este sentido, Améry se rebela no sólo contra la condena religiosa y social del suicidio, a su juicio hipócrita en una sociedad que apenas se preocupa por la existencia de sus individuos y no vacila en llamarlos a filas cuando se hace estallar una guerra. También arremete con dureza contra la valoración de la psicología y la psiquiatría del suicidario -así designa Améry a quien lleva dentro de sí el proyecto de la muerte voluntaria- como un enfermo al que hay que proteger de sí mismo y rehabilitar para el adecuado cumplimiento de sus funciones sociales. Y se pregunta si el hastío de la existencia que a menudo embarga al suicidario es una enfermedad que se pueda o deba curar en lugar de una legítima posibilidad que, desde dentro de la vida, reclama el fin de la vida.

Para el suicidario, dice Améry, el mundo se ha convertido en un lugar de demencia y tortura. Pero nadie al margen de él mismo tiene derecho a juzgar bajo qué condiciones el mundo se convierte en un lugar de demencia y tortura, ni tampoco a acudir a un criterio objetivo y comúnmente compartido capaz de determinar qué conjunto de condiciones acaban transformando el mundo en un infierno. El criterio es, desde la innegable soledad existencial característica del ser humano, estrictamente subjetivo e individual. Y desde esta perspectiva, nada excluye que la vida misma en cuanto tal, que de continuo alberga la amenaza de la desgracia, el sufrimiento y el fracaso -el fracaso en la vida-, destinada de antemano al fracaso último de la muerte -el fracaso de la vida-, sea concebida y sentida como una carga, como un pesado y angustioso fardo, a la que el suicidario opta por replicar para liberarse definitivamente de ella. Pues, según Améry, y desde su expresa intención de rehabilitar la muerte voluntaria, ésta no es sino un acto que afirma la libertad, la dignidad y el derecho a la felicidad, aun cuando lo haga por la absurda vía de la negación de toda libertad, dignidad y felicidad ulterior a su puesta en práctica. Y es que, frente a la muerte natural que nos asalta en la pasividad y sin mediación de nuestra voluntad, en la muerte voluntaria radica, sostiene Améry, la única muerte libre. Una opción vital, la de querer levantar la mano sobre sí antes de que lo haga el cáncer, una desafortunada teja caída del cielo o la decrepitud de la vejez, ante la que el ser humano se encuentra solo consigo mismo y ante la cual la sociedad debe callar.

Améry no rehuye el absurdo que supone rechazar la lógica de la vida: así como todo acto de libertad implica una liberación de algo -un estado de opresión efectivo- que se traduce en libertad para algo -escoger las posibilidades negadas por el estado de opresión-, la liberación del ser transformado en un pesado fardo que implica la muerte voluntaria da lugar a una libertad para nada, es decir, para la nada a la que la propia muerte voluntaria conduce. Pero esa vía de liberación no por absurda es también demente: por el contrario, a juicio de Améry, el absurdo de la muerte voluntaria reduce el de la vida misma, más absurda aún en tanto constituida como vida-para-la-muerte -a menudo para la muerte accidental, temprana, atroz, dolorosa- desde el comienzo de nuestra existencia.

Que nadie dude de que Améry respetaba a esa enorme, abrumadora mayoría que decide, que decidimos, consciente o tácitamente, permanecer en este juego absurdo que es la vida al que un día amanecimos sin solicitarlo. Tan sólo se enfrentó a todos aquellos que aceptan la vida como una obligación y ante el hastío, el fracaso o la desgracia, propia o ajena, responden con un resignado: "A fin de cuentas, hay que vivir". ¿Por qué?, les replicaría Améry. No hay que vivir. Sencillamente, porque a todos nos llegará ese otro día en el que ya no tendremos que vivir y que será, además, el día en que ya no podremos vivir.


Aunque no he encontrado la escena de "Annie Hall" a la que me refería al comienzo del post, os dejo con esta otra, que guarda relación con ella. Que digo yo que os sentará bien reiros un poco después de un post como éste, ¿no? :)


miércoles, 1 de septiembre de 2010

Anticipar


Cárcel tengo por fuera,
cárcel por dentro.

Voy vagando y vagando,
puerta no encuentro.

Tener no me importara
cárcel por fuera,
si de la de aquí adentro
salir pudiera.

Romance del prisionero, Chicho Sánchez Ferlosio


Como el reo que abandona el cuerpo inmóvil al lóbrego escenario de la celda, mientras recorre y explora una y otra vez el más siniestro en su mente agitada del patio de ejecución, la tarima de madera recién ensamblada, la pecera aséptica donde olerá a fármaco y desinfectante. Y durante largas, amargas horas cada día, allí se instala y vive, y entrecorta la angustia su respiración cuando camina con paso endeble por las baldosas de piedra para situarse frente al pelotón y dejarse vendar los ojos. Al aferrarse sus oídos al silencio benévolo, ya el líquido vergonzante deslizándose por su entrepierna, pronto desgarrado por las voces de mando. Al estallido de cada impacto sobre la carne siempre tierna para el metal. Mientras aguarda el definitivo fundido en negro que lo libere del dolor inimaginable. El silbido de la hoja rasgando el aire antes de cercenar la cabeza ya casi rodante. El colapso del corazón alcanzado por las sustancias letales trepando por sus arterias. Extraño debe ser sentir un corazón detenido en el pecho, y palpa su mano el corazón aún palpitante, tembloroso en su congoja, olvidado en esas horas junto a su cuerpo entre las paredes grises de la celda. Las que cada amanecer baña un rayo cálido de luz, invisible para el espíritu ausente y los ojos enredados en tinieblas.

Así, idénticos a ese reo que sufre una y otra vez el sufrimiento próximo de una única agonía, así somos nosotros avanzando sobre el penoso puente que acerca al porvenir no querido, al mañana que repele, al presente por llegar que con indescriptible alivio, de sernos concedida tal gracia, borraríamos sin vacilación de nuestra ruta. Prendidos en la anticipación de las fotografías inexistentes que lo retratan. De antemano sumergidos en una realidad aún no real según las leyes de Cronos, más que efectiva para el sentir capaz de anular toda perspectiva y lejanía. Multiplicando por cada pensamiento adherido a ese mañana, a ese después, las horas de desazón para él pronosticada. Doliéndonos por adelantado, en quejosa letanía interior, por el tiempo de miseria, de aburrimiento, de vacío, alzado frente a nosotros en la imagen íntima como un singular espectro en su inmaterialidad dotado de la solidez pétrea, ruda, tangible de las estatuas. Inclinados como nos hallamos, ya desde los primeros años escolares, a la mustia dilapidación de cada tarde de domingo ante el lunes inminente, en la maduración al abatimiento por el fin de la fiesta cuando todavía danzan nuestros pies al son de la música. Sabedores, además, de que el imparable caer sin otoño ni estaciones de las hojas del calendario, el giro en apareciencia enfebrecido de las agujas del reloj acortando la distancia que nos resguarda del ahora temido, no cesarán de acrecentar el temor, la tristeza, la ansiedad que induce a rabiar por el pinchazo antes de que la aguja penetre la encía, a la arcada en el estómago cuando el purgante todavía no ha inundado la lengua.

No deja de ocultarse aquí una verdad: difícilmente sobreviviríamos sin el anticipar, sin el movimiento de avanzadilla que, junto a la memoria en leve retroceso, ensancha de continuo e inventa los límites de cada ahora fugaz e inaprehensible. En su carencia, el accidente habitaría probable en cada curva tomada al volante, en cada esquina la ocasión para el tropiezo, el fracaso y el hambre en cada flecha lanzada contra el vuelo de las aves del cielo. Quizá en deriva ulterior del mecanismo que protege ahuecando el presente inmediato, sobre ese adelantarse tiende su estera el guerrero la noche previa a la batalla, en concentrada invocación del valor preciso para abrazar la idea de la muerte posible, en tenaz afán por dominar el terror de su negrura. Y, semejantes a ese guerrero, a menudo nos entregamos también nosotros a la fantasía minuciosa, truculenta, del mal trago futuro, en la creencia de que, llegado el momento de su cumplimiento, el ejercicio de la imaginación habrá agotado y por fin exorcizado los temores ya sufridos en la antelación, permitiéndonos afrontarlo con la requerida fortaleza. Como si la preparación del ánimo y el cuerpo pasara por la vivencia previa de la cabeza replegada sobre sí. Como si del torturante juego de inmersión en el dolor anticipado fuera a emerger la justa tensión de los músculos, la tranquilizadora sensación de un porvenir domesticado, amansado en su naturaleza ingrata.

Olvidamos entonces que la imaginación se desborda delirante en la anticipación del suelo aún virgen de experiencia, por apoyarse precaria sobre la dudosa muleta del relato de otros, de la palabra ajena, tal vez inútil por en exceso extraña a la sensibilidad de nuestro espíritu y nuestra carne. Y que el error anida análogo en la recreación proyectante del terreno vital conocido, del pasado que cíclico retorna, si nada hay en el multiforme fluir de los acontecimientos del mundo, en el propio mundo, que se repita idéntico a sí mismo, que regrese con rostro imperturbable. Si la constante metamorfosis impuesta por ese imparable fluir en nuestras pieles nos convierte cada día en neonatos e inexpertos aprendices. Si, en alianza con ello, la mirada en perspectiva contaminada por el temor, el rechazo o la desgana, falsea magnificando el recuerdo de lo terrible para determinar su aparición ante nuestros ojos como doble, triplemente terrible. No es raro que más tétrica y repelente se moldee la figura del fantasma del futuro que florezca más tarde su realidad constatable.


Pero ante todo olvidamos, perdidos en ese mar de espectros anunciados, buceando con la respiración entrecortada por la angustia por sus aguas solitarias, que la vida se despliega aquí y ahora, en este mismo instante, en este mismo lugar, donde nuestros dedos inconscientes no rozan fanstasmas, sino tan sólo estos otros dedos amables, esta superficie mullida, este viento suave y fresco soplando sobre ellos, este tierno brote de hierba. Y en flagrante desperdicio del presente precioso, único espacio para el reposar sentido, vibrante de nuestras plantas y manos, único pentagrama para la inscripción de la melodía que nos canta, permanecemos ciegos al rayo cálido de luz que cada amanecer baña las paredes a ratos grises de nuestras celdas.

viernes, 30 de julio de 2010

Verdad II


"La verdad, en su nombre maldito nos perdimos, en su nombre solamente, no por la verdad misma, si acaso existiera, sino por el deseo de verdad que nos arrancó las "confesiones" más aterradoras, tras las cuales quedamos más alejados que nunca de nosotros mismos, sin acercarnos ni un paso a verdad alguna"
Jacques Derrida

- Necesito saberla. Necesito saber la verdad. Sólo así, tal vez, podría perdonarte.

Quebrada por fin la eternidad de su silencio se atreve ella a alzar su rostro ojeroso, antes hundido entre sus manos, fija la mirada en los húmedos rodales que las lágrimas, en caída libre, han ido formando sobre el pantalón de su pijama en la zona de los muslos. Sus pupilas reptan en ascenso, despacio, por la figura erguida frente a ella para constatar que también el pijama de él está mojado a la altura del pecho. Al alcanzar, temerosa, sus ojos enrojecidos, la golpea con redoblada intensidad la humillación de su reciente derrota. La vergüenza que sobre sus hombros arroja su forzada capitulación. Tan sólo en una ínfirma parte por la mentira puesta al descubierto, si se la compara con la que mana de lo desvelado por su causa. Es obvio que sobreestimó su capacidad de resistencia. Quizá porque no exista mayor fuerza inquisitorial que la voluntad desesperada de verdad. La verdad que, frente a toda previsión, ha acabado emergiendo de su propia lengua tras el largo y torturante interrogatorio. Esa verdad que con tanta decisión se había propuesto ocultar. El reloj de la mesilla de noche marcaba las tres y cuarto cuando, al pronunciarla, ha girado la cabeza para rehuir su mirada.

- No te entiendo. Ahora ya sabes lo que querías saber - El perfecto retrato del dolor en esos ojos suplicantes, en la barbilla temblorosa oscurecida por la barba incipiente, comprime su abdomen y amenaza con cortar su respiración, obligándola a inclinar de nuevo el rostro, a atarlo esta vez al suelo. Un leve escalofrío recorre su espalda. Se sabe tan desnuda. Tan enteramente desnudada y expuesta sin el abrigo protector de la mentira.

- Quiero saber por qué. Por qué - El tono desgarrado de su voz grave reposa sobre un fondo de firme serenidad, de segura calma. Por el rumor en los roces de la tela de su pijama al moverse, intuye que se ha sentado de nuevo sobre la cama, posiblemente cruzando los brazos sobre el pecho, en patente actitud de espera.

Por qué. Se siente exhausta, aturdida. Hace un esfuerzo por poner en marcha las ruedas dentadas dentro de su cráneo, paralizadas bajo el peso sofocante de las emociones. Por recordar. Por hallar, en algún punto de ese bloque compacto e impenetrable de cemento en que se ha transformado su cabeza, el cabo inicial que le permita hilar un discurso mínimamente coherente. Mínimamente convincente. Hay demasiado en juego. Necesita su perdón. Le aterra la idea de perderle, siempre le ha aterrado. Su memoria semeja una mancha emborronada y confusa. No hace tanto tiempo de aquello, pero en ese momento le parecen siglos. ¿Cómo pudo cometer tal error? ¿Cómo ha podido traicionarle de esa manera? No consigue explicárselo. Nunca ha dejado de quererlo, nunca. A menudo manifiesta ante sus amigas, complacida, seguir enamorada de él, pese a los altibajos que su relación ha ido atravesando. ¿Y qué pareja no los ha sufrido? Insoportable la sensación de suciedad que la invade, el encogerse de su corazón ante el asedio del remordimiento. Vuelve a apoyar los codos sobre las rodillas, sujetándose la frente con las manos, incapaz de enfrentar su mirada doliente, vencida.

- No lo sé. Creo que me sentía sola. Tú estabas en esa época muy ausente, absorto en los problemas de la empresa, todavía abatido por la muerte de tu madre. Me parece que yo pasaba también por una mala racha... Sí, así es. Fue cuando la directiva rechazó mi proyecto y al poco me cambiaron de puesto... Sabes que no lo viví nada bien. Supongo que necesitaba más cariño del que tú podías darme en ese momento. Y bueno, entonces apareció él, cubriéndome de atenciones, de mimos, y... me dejé llevar.

Javier. Probablamente el hombre más guapo de cuantos haya conocido. No era extraño que de joven hubiera trabajado esporádicamente como modelo. Recuerda su penetrante mirada azul, su seductora sonrisa. El modo en que su interés por ella, que se tiene por una mujer atractiva pero no una belleza, halagó su vanidad. El color crema de las sábanas que arroparon sus encuentros amorosos en su apartamento.

- Apenas duró un par de semanas, ya te lo he dicho antes. Enseguida me di cuenta de que estaba haciendo una tontería. De que es a ti a quien quiero y a quien siempre he querido. No lo interpretes como un reproche, sé que fui débil y que actué mal... pero me sentía un tanto abandonada. Lo dejamos porque yo quise. Él aún insistió durante un tiempo, pero por suerte no tardaron en ofrecerle un traslado. No he vuelto a saber nada de él, ni quiero tampoco. Nunca pensé en dejarte, nunca me enamoré de él. No llegaste a sospechar nada porque nada de lo que pasó alteró mis sentimientos hacia ti. Pero necesitaba sentirme querida, deseada. Que alguien me cuidara. Ojalá pudieras creerme.

Levanta un poco la cabeza y busca sus ojos. Ahora es él quien, tras unos segundos, los aparta de los suyos para dejarlos reposar sobre la colcha, mientras frota en ella con el dedo índice una mancha inexistente. Resopla. Guarda silencio durante un intervalo que se dilata sin piedad, como un denso vacío que hubiera detenido el metrónomo de la línea pautada del tiempo. Hasta que la mira de nuevo y su voz brota de su garganta aún más rota y desgarrada.

- Esto ha sido tu venganza por lo de Helena, ¿no es cierto? Siempre supe que, tarde o temprano, aquel error me pasaría factura.

Helena. Hace mucho que no piensa en ella, pero la simple mención de su nombre arde en sus mejillas y pone a palpitar la sangre en sus sienes. Aún estaban los dos en la facultad. Apenas la conocía. Pero acabó por enterarse -siempre la maldita casualidad- de que él se había liado con Helena mientras ella hacía sus prácticas en Londres. Estuvieron a punto de romper. También él le dijo entonces que se había sentido solo y abandonado. Cuánto daño le había hecho aquello. Cuánto le costó superarlo. ¿O quizá aún, después de los años transcurridos, no lo había superado? Las circunstancias eran ahora muy distintas pero... ¿es posible que se sintiera legitimada a tener una aventura con Javier a causa de aquella infidelidad suya? ¿Había querido, después de tanto tiempo, devolver daño por daño, golpe por golpe, pagándole por su falta con la misma moneda? ¿Había pretendido, guiada por una cierta inconsciencia, la igualación de los marcadores, la revancha, el empate? Sólo eso explicaría esta súbita y contundente resurrección de su antigua rabia. Este violento, sorpresivo reabrirse de la herida en apariencia cerrada. ¿Es ésa la verdad que él busca? ¿Es ésa su propia verdad? El puño que retuerce sus entrañas parece aflojarse. Su ceño se frunce mientras proyecta con resolución la barbilla hacia adelante.

- Es posible... Sí, puede ser. Me hiciste tanto daño. Tanto daño...

El reloj marca las cuatro y media. Subrayando el silencio de la noche, el rítmico tic-tac del reloj se solapa a tramos regulares con la respiración acompasada de él. Recostada sobre la almohada, lo observa dormir mientras le acaricia el pelo con delicadeza. Finalmente, se acomoda a su lado y apoya una mano en su pecho velludo. Javier apenas tenía vello. En su conciencia se abre paso el recuerdo de la suavidad de su torso musculoso, la imagen de sus hombros robustos, perfectamente torneados, y su mano se despega en una suerte de automatismo de ese pecho velludo. Escruta el rostro dormido de él. Sus labios se curvan en una mueca de desagrado al comprobar que le está saliendo un feo granito en la nariz. Una inquietante aunque ya familiar sensación de hastío se apodera por unos instantes de su estómago. Tratando de ahuyentarla, deposita un leve beso sobre su frente, se da la vuelta y apaga la luz. En la oscuridad baila ante ella el rostro sonriente de Javier. Al cerrar los párpados, percibe de nuevo la cálida humedad de las lágrimas, desbordándolos.


Disculpen ustedes la
reiteración. Pero es que la frase de Derrida da tanto de sí...

jueves, 15 de julio de 2010

La caja tonta


Cualquiera sabe que si algo necesita una argumentación para poder tener lugar, ese algo es tiempo. Lo sabe el empleado que se reúne con su jefe para discutir sus condiciones de trabajo. Lo sabe el jefe que se reúne con su empleado para justificar esas mismas condiciones de trabajo. Lo sabe el padre que trata de explicar a su hijo por qué le disgusta su conducta. Lo sabe el hijo que trata de explicar a su padre el porqué de esa conducta. Sin embargo, resulta que el medio de comunicación que -no lo olvidemos- para una gran masa de la población constituye la única y exclusiva vía de acceso al conocimiento de lo que sucede en el mundo más allá del limitado perímetro de sus casas y barrios, un conocimiento, además, del que se desprenden no pocas decisiones, actitudes y tomas de posición frente a ese mundo, tiene como premisa elemental e indiscutible el control y la severa restricción del tiempo. La argumentación no tiene entonces cabida en la televisión. Así, ha señalado Pierre Bourdieu, en Estados Unidos la regla dice que las intervenciones en los debates políticos televisados no deberían superar los siete segundos.

En 1996, este prestigioso sociólogo francés aceptó ofrecer por televisión dos conferencias dadas en el Collège de France que posteriormente fueron transcritas y publicadas bajo la forma de un libro titulado "Sobre la televisión". No es de extrañar que este texto provocara virulentas reacciones entre los periodistas franceses más destacados del momento. Bourdieu ataca en él con dureza la por él llamada "corrupción estructural" imperante en la televisión, una corrupción por la cual este medio de comunicación pone en peligro, sin necesidad de pretenderlo intencionadamente, no sólo las diferentes esferas de producción cultural sino también la vida política e incluso la materialización efectiva de la democracia.


El hecho de que Bourdieu apostara por la retransmisión televisiva de estas dos conferencias formaba parte de su misma voluntad de crítica. Pues si bien Bourdieu afirma que en el mundo de hoy no es inteligente ni por tanto deseable prescindir del potencial expresivo de la televisión, defiende a su vez que la actualización y canalización adecuada de ese potencial expresivo exige ciertas condiciones que son estructuralmente negadas por los mecanismos rectores de la realización de programas televisivos. Condiciones que, sin embargo, a él le habían sido garantizadas de manera excepcional en su situación privilegiada de conferenciante puntualmente mediático: frente a las cámaras, Bourdieu emitió sus conferencias sin ninguna limitación de tiempo, sin que el tema le hubiera sido impuesto y sin ningún tipo de cortapisa o restricción que apelara a razones técnicas, de audiencia, o relativas a cualquier clase de convencionalismos morales o sociales. Así, Bourdieu tuvo la oportunidad de protagonizar un evento por completo insólito en televisión desde hace ya décadas: la emisión de un discurso articulado, de un discurso argumentativo y demostrativo, que pretendía ejercer una labor crítica desde y sobre el medio que ha desterrado paulatinamente la posibilidad formal de la crítica al desterrar precisamente la posibilidad de la argumentación que ésta necesariamente requiere.

Según Bourdieu, los mecanismos que imposibilitan la concurrencia de aquellas condiciones con las que la televisión podría llegar a ser un verdadero medio de información, formación, debate y crítica -requisitos todos ellos imprescindibles para el auténtico ejercicio de la democracia-, pivotan fundamentalmente sobre la sumisión de la programación televisiva al criterio mercantil de los índices de audiencia. Como en casi cualquier otra esfera de nuestras sociedades contemporáneas, también la televisión busca un éxito comercial que en su caso depende estrictamente del número de telespectadores que sintonizan cada cadena. Pero es esa misma aspiración a contar con el número más elevado posible de telespectadores la que ha introducido toda una serie de dinámicas perversas -sin que sea preciso suponer tras ellas la existencia de mentes maquiavélicas igualmente perversas- que, a juicio de Bourdieu, han convertido la televisión en una maquinaria peligrosa. Estar a expensas de los índices de audiencia lleva aparejados el temor a ser aburrido y el afán de divertir a cualquier precio. Aumentar al máximo la cuota de telespectadores pasa por banalizar y trivializar la realidad para así ponerla al alcance de todos. De ahí que los telediarios, en aras del objetivo de captar el interés del público mayoritario, se hayan ido transformado progresivamente en espacios cada vez más sensacionalistas donde las crónicas de sucesos, las catástrofes naturales, las noticias deportivas o las anécdotas políticas se ofrecen como sucedáneo de la información. Que en los debates o pseudodebates políticos televisados se priorice el combate frente a la discusión y se privilegie el enfrentamiento entre las personas en lugar de la confrontación de sus ideas y argumentos. O la proliferación desmedida de programas televisivos exclusivamente dedicados a alimentar las retinas y las mentes de los telespectadores con la exhibición y exaltación de pasiones netamente primarias. Si la televisión de los años cincuenta, comenta Bourdieu, pretendía ser cultural e imponía desde su monopolio productos culturales para así formar los gustos del gran público, la televisión de los noventa, al competir por la audiencia, explota, halaga e incluso rebaja esos gustos ofreciendo productos sin refinar con la sola meta de atraer la atención de las masas.

Han pasado casi quince años desde las críticas de Bourdieu, y el imparable proceso de degradación que sufre el medio televisivo -y me atrevería a decir de putrefacción a la vista de ciertos programas especialmente bochornosos de algunas cadenas- no hace sino confirmar día a día sus análisis. Tal vez sea entonces hora de asumir con resignación -si es que no lo hicimos ya hace tiempo- que bajo el mandato del criterio capitalista de los índices de audiencia la televisión seguirá creando productos de entretenimiento y desinformación cada vez más groseros y banales. Sin embargo, pienso que lo que no deberíamos asumir ni con resignación ni sin ella es que este modelo televisivo reinante en la actualidad acapare el espectro de toda forma de televisión posible. Porque, al menos en teoría, aún existe una televisión que cuenta con la posibilidad, y quizá incluso la exigencia, de sustraerse a la lógica mercantil de los índices de audiencia por no tener la estricta necesidad de estar sujeta a ella. Me refiero, como es obvio, a la televisión pública, financiada en parte con los impuestos de los ciudadanos y en parte, desde hace unos meses en nuestro país, por las cadenas televisivas privadas y de este modo liberada de la tiranía del patrocinio publicitario.

Exonerada con ello de la urgencia por captar el mayor número de telespectadores posible, la televisión pública podría permitirse el lujo de ofrecer "aburridas" conferencias de dos horas como las de Bourdieu o cualquier otro intelectual que tuviera algo realmente valioso que decir. Podría producir "aburridos" programas de análisis de la actualidad y debate como lo fue "La clave" desde mediados de los setenta a mediados de los ochenta, donde, después de proyectarse películas que no tenían por qué plegarse al gusto mayoritario, los participantes podían exponer sus puntos de vista durante diez minutos seguidos si así lo consideraban oportuno y sin que nadie les interrumpiera, así como prolongar sus discusiones por espacio de dos horas sin pretender entretener ni montar un espectáculo a fuerza de gritos, insultos o majaderías. Podría financiar "aburridos" programas infantiles como "La bola de cristal" donde la bruja avería enseñaba a los niños que el mal es el capital. Podría retransmitir "aburridas" obras de teatro que muchas personas jamás tendrán ocasión de ver ante un escenario. E incluso recuerdo una para mí mítica y probablemente también "aburrida" emisión del programa "El mundo por montera", moderado por Sánchez Dragó, donde "aburridos" intelectuales y profesores universitarios debatían sobre el complejo pensamiento de un importante filósofo alemán, fórmula que la televisión pública también podría volver a realizar. Y a este "podría" os invito a vosotros, mis pacientes lectores, a añadir cualquier cosa de vuestro interés que se os ocurra.

La televisión pública, en sus actuales circunstancias, podría ofrecer a sus telespectadores todas estas cosas y muchas otras más, y así devolver a la tan denostada "caja tonta" el carácter de "caja lista" -pese a haber renunciado hace ya años a verla, creo con Bourdieu en el enorme potencial de una televisión bien utilizada- que ocasionalmente tuvo en el pasado. Podría, porque dispone de los medios económicos y técnicos para hacerlo. Podría, porque, sencillamente, nada le impide hacerlo. La cuestión, a mi juicio preocupante, es, por qué pudiendo, sin embargo no lo hace.