martes, 31 de julio de 2012

Lo privado y lo público



“Uno de los principios fundamentales de la doctrina Gradgrind era que todas las cosas debían pagarse. Nadie debía jamás dar algo a alguien sin compensación. La gratitud debía abolirse y los beneficios que de ella se derivaban no tenían razón de ser. Cada mínima parte de la existencia de los seres humanos, del nacimiento hasta la muerte, debía ser un negocio al contado. Y si era imposible ganarse el cielo de esta forma, significaba que el cielo no era un lugar regido por la economía política, y que no era un lugar para el hombre.”

Tiempos difíciles, Charles Dickens.

Ahora que estamos parcialmente rescatados y pudiera ser que a punto del rescate total, ése que dará a las fuerzas del Mal neoliberal –¡viva el Mal, viva el Capital!– su dominio absoluto sobre los sufridos y ampliamente recortados –casi valdría decir mutilados– españolitos de a pie, hay razones más que sobradas para sospechar que –al igual que sucediera en los países del Este tras la caída del Muro, o en el Chile de Pinochet bajo los experimentos de los Chicago boys– sus próximas exigencias recaerán sobre la privatización de los servicios públicos. Propondrán, pues, que empresas que son propiedad del Estado y que se encargan de ofrecer tales servicios a los ciudadanos sean vendidas a inversores privados. Inversores que, a partir de ese momento, dispondrán de la propiedad y gestión de dichas empresas.

Repite como un mantra el dogma neoliberal que la gestión privada es siempre mejor que la pública. Mejor significa en este caso más eficiente: según el dogma, con iguales o menores recursos, la gestión privada es capaz de ofrecer a los ciudadanos servicios de mayor calidad. ¿Lo dicen porque los gestores públicos son, en comparación con los gestores privados, unos ineptos de tres al cuarto que contratan a los proveedores más caros, elevan desmesuradamente el salario de los trabajadores públicos y se echan al bolsillo lo que no deberían, de tal forma que, a la postre, los servicios públicos tienen un coste mucho más elevado del que podrían tener de ser gestionados de forma privada? No exactamente, aunque a veces, cuando algún gestor público defiende denodadamente la privatización de los servicios públicos arguyendo la mayor eficacia de la gestión privada, da que pensar si no se estará llamando incompetente a sí mismo o si, en realidad, es tan inepto que no se percata de que con dicha defensa los ciudadanos podrían llegar a concluir que, en efecto, se trata de un completo incompetente para el cargo que ocupa.

Pero hemos dicho que no exactamente: lo que defienden los neoliberales es que un mercado libre, en el que cada agente persiga su propio beneficio egoísta, tenderá a ser un mercado autorregulado, es decir, un mercado que generará una perfecta distribución y reparto de los recursos a todos los agentes que concurran en él –cualquiera de nosotros– y en el que toda mercancía alcanzará el precio más justo –ni demasiado escaso, ni demasiado abusivo–. En la medida en que cualquier intervención del Estado en el mercado sea bajo la forma de fijación de salarios mínimos, que impiden la libre negociación entre el trabajador y el empresario que procuraría el justo precio del salario del primero, sea bajo la forma de la gestión de servicios como la sanidad y la educación, que impiden la libre competencia entre agentes económicos que fijaría el precio más justo de tales servicios, sea bajo cualquier otra forma imaginable obstaculiza la consecución de ese paraíso terrenal que es el mercado autorregulado, es preciso eliminarla a toda costa. Porque, además, la única vía para que cualquier servicio requerido por los ciudadanos goce de los beneficios del mercado autorregulado radica en su conversión en mercancía. O, lo que es lo mismo, en libre objeto de intercambio y compra-venta. Y esto sólo se logra cuando pasa a ser propiedad privada. En puras y simples mercancías deben transformarse entonces la educación, la sanidad, la atención a dependientes, los transportes públicos… y toda suerte de servicio social que se les ocurra con el fin de que los ciudadanos podamos ver satisfechas nuestras necesidades con la calidad y eficiencia que merecemos.

Antes que argumentar en contra de esta perversa utopía, algunos ejemplos paradigmáticos sirven a la perfección para su desmontaje. ¿Han oído alguna vez hablar de la extrema puntualidad de los trenes británicos, orgullo nacional de los habitantes del Reino Unido? Seguro que sí. Lástima que la privatización la convirtiera en una leyenda que los pasajeros británicos recuerdan con compungida nostalgia.


En 1996, British Rail, la empresa pública que gestionaba el transporte en ferrocarril en el Reino Unido, fue privatizada en partes y desmembrada en más de cien empresas privadas. En su centro se situó Rail Track, empresa responsable del mantenimiento de las vías y estaciones. Curiosamente, y pese a que la operación se efectuó bajo la promesa de una mayor eficiencia en un servicio hasta entonces adecuado pero deficitario, al poco tiempo los usuarios comenzaron a quejarse de la significativa subida de las tarifas, la impuntualidad y lentitud de los trenes y, en general, del mal funcionamiento de la red de ferrocarriles. Hasta ahí, soportable. El problema es que, apenas un año después de la privatización, en 1997, se produjo un accidente ferroviario que se saldó con la vida de 7 personas. En 1999, dos trenes chocaban en la estación londinense de Paddington: el aún más grave accidente segaba la vida de 31 personas y dejaba más de 250 heridos. Y en 2000, 4 personas más perdían la vida a causa de un descarrilamiento. Ya es mala suerte, ¿no? Porque mientras los usuarios británicos sufrían el deterioro de los servicios y morían en accidentes ferroviarios, la empresa Rail Track había empezado a cotizar en bolsa y reportaba pingües beneficios tanto a sus directivos –algunos de sus consejeros delegados tenían asignado un salario anual de 400.000 libras– como a sus accionistas. Tanto es así que si en 1996 –el año de la privatización– una acción de esta empresa valía unas 2 libras, en 1998 superaba las 17 libras. En ese mismo año, la empresa llegó a generar unos beneficios de 1,2 millones de libras al día. Ahí es nada.


¿Cómo es posible entonces que una empresa con tales beneficios ofreciera tan mal servicio a sus usuarios e incluso les hiciera perder la vida en numerosos accidentes? La pregunta, obviamente, está mal formulada. Pues lo que investigaciones posteriores sacaron a la luz fue que la vida de los pasajeros había sido, precisamente, el alto precio que la sociedad británica tuvo que pagar a cambio de las cuantiosas ganancias de los directivos y accionistas de Rail Track: en su búsqueda del beneficio empresarial, Rail Track no sólo no había destinado dinero alguno a la expansión de la red ferroviaria, sino que ni tan siquiera había invertido –tal y como había pactado con el gobierno– en la conservación del estado de los raíles. Los accidentes ferroviarios no fueron, por tanto, fruto de la casualidad. Sólo del deterioro de los raíles, consecuencia de la falta de inversión que llenó las cuentas corrientes de unos cuantos avariciosos. Y como ningún país civilizado puede permitirse el lujo de carecer de red ferroviaria, en 2002, cuando ya las acciones de Rail Track habían caído en picado, el gobierno británico no tuvo más remedio que proceder a su renacionalización. La operación costó miles de millones de libras a los contribuyentes británicos que aún quedaban con vida tras la desastrosa experiencia de la privatización: los que hubieron de dedicarse tanto a la reparación de las maltrechas vías como al pago de la tremenda deuda –unos 2.000 millones de libras– generada por la empresa privada.

Así que cuando algún iluso venga a contarles que la gestión privada es más eficiente que la pública, les recomiendo que le contesten con una carcajada y una sonora pedorreta. O si lo prefieren, replíquenles apelando a las palabras de Dickens: convertir cada mínima parte de la existencia de los seres humanos, del nacimiento hasta la muerte, en un negocio al contado, es, en sí mismo, un negocio que puede saldarse con la liquidación de la propia existencia. La tuya, por supuesto, recálquenle al iluso. Los buitres que se alimentan de la muerte ajena suelen tener las espaldas bien cubiertas.

sábado, 14 de julio de 2012

Hopper y la decisión


No es ésta la primera ocasión en que escojo un cuadro de Edward Hopper para ilustrar los textos de este blog. Pero, aunque siempre que elijo una determinada imagen que creo relacionada con el espíritu del texto suelo hacer un breve recorrido por otras obras del autor al que pertenece, nunca me había percatado –o quizá sí, y el pensamiento fugaz se evaporó sin dejar huella- de lo que alguien me comentó hace poco: las escenas que retratan algunos cuadros de Hopper parecen situarnos en el interior de una historia cuya narración quiere aflorar en nuestra mente a través de su contemplación. Es obvio que toda imagen representativa, sea pictórica, sea fotográfica, supone la fijación artificiosa de un instante en el flujo imparable del tiempo. Pero también es evidente que no toda imagen es capaz de expandir con ella el presente que retrata para remitirnos al pasado invisible que la sustenta y al futuro no menos invisible al que podría abocar. Esto es, sin embargo, lo que sucede en determinadas pinturas de Hopper: en el instante fijo que representan se abre un relato que no nos es dado observar –como si contempláramos el fotograma detenido de una película cuya procedencia y destino desconocemos–, pero que invariablemente se construye en nuestra imaginación apenas nos preguntamos por el sentido de la posición de los personajes en el cuadro, por sus gestos, por la expresión de sus rostros, por los objetos que los acompañan.

En el cuadro “Habitación de hotel”, vemos a una mujer sentada sobre la cama de una habitación escueta pero ampliamente iluminada. Parecería que la mujer hace poco que se ha instalado en ella: las dos maletas que presuponemos suyas aún permanecen cerradas junto a la cama, como si las hubiera depositado allí apenas unos minutos antes. Quizá es un día caluroso y por eso, además de quitarse los zapatos, se ha desprendido del vestido cuidadosamente colocado sobre el reposabrazos del sillón verde situado a los pies de la cama. Sus manos sujetan, caídas sobre sus rodillas, lo que se deja interpretar como una carta. No obstante, los pliegues del papel –las cartas suelen doblarse desde la cabecera, y no por los lados– nos indican que, si bien la mirada de la mujer se proyecta en dirección a él, no puede estar leyéndolo. Probablemente ha terminado de hacerlo y sus ojos descansan sobre el papel –o sobre los pulgares que lo sostienen–, sin ver propiamente lo que a ellos se ofrece, vueltos hacia pensamientos inaccesibles al espectador. Su rostro, oscurecido por la sombra, tiene una expresión grave que revela su ensimismamiento. Los hombros ligeramente vencidos hacia adelante, el arco de su espalda inclinada, transmiten una cierta sensación de abatimiento. Ningún sobre del que hubiera extraído la carta aparece sobre la cama o en algún otro lugar de la habitación. Hopper parece señalar, así, que no se trata de una carta que la mujer acabe de recibir – además, las cartas recién recibidas, si son importantes, suelen leerse al momento de llegar a nosotros, antes de que se nos ocurra desvestirnos para mayor comodidad–, sino de una carta ya leída que portaba consigo y que ahora, por algún motivo, ha vuelto a leer en esa habitación de hotel.

Advertir todos estos detalles es descubrir en el cuadro una suerte de enigma que no dejará de traducirse en preguntas. Qué hace esta mujer en esa habitación de hotel. Por qué motivo ha ido a parar allí. Cuál será el contenido de esa carta de la que, en función de lo presentado y omitido en la pintura, concluimos que ha leído al menos por segunda vez. En la historia que a mí, en respuesta a ellas, se me impone, la habitación de hotel –siempre son estancias de paso– escenifica un momento de tránsito en su vida. Le precede el abandono del hogar conyugal, de un matrimonio fallido que ha desembocado en la insatisfacción, en la convicción de la imposibilidad de alcanzar la felicidad imaginada, en la decepción fruto de expectativas frustradas. Lo que le sucederá es el encuentro –bien en esa misma habitación, bien en otro lugar distinto al que se dirige con las escasas posesiones que ha cargado en sus maletas–, con el hombre por cuya causa ha conseguido reunir el valor suficiente para el abandono. Quién sabe si subrepticio –una huida precipitada en plena mañana mientras el marido trabaja, las explicaciones precisas escritas esta vez por su mano en otra carta que ha dejado sobre la cómoda o el mueble de la entrada–, o antecedido por una abierta declaración de intenciones seguida de una fuerte disputa, de un mar de lágrimas y sollozos, de desgarrones en el alma o, por qué no, de miradas impasibles e indiferentes. O acaso de una secuencia compuesta por la totalidad de tales sucesos. De ese hombre hacia el que huye proviene la carta que reposa sobre sus rodillas. Tal vez la última carta que éste le enviara y en la que le comunica aquello que la ha impulsado a dejar atrás su vida anterior. Tal vez una de las muchas que se han intercambiado, pero que a ella le resulta especialmente querida por la vehemencia con la que en sus líneas hablan el amor y el deseo.

Sin embargo, ya hemos comentado que la figura de la mujer trasluce abatimiento, y su rostro una gravedad que aleja cualquier impresión de alegría, de ilusión por el próximo encuentro con su amante, ni tan siquiera de relajación interna ante la decisión tomada. Antes bien, son la duda, la vacilación, el temor al error y sus consecuencias futuras lo que refleja su gesto reconcentrado. Como si en esa habitación de hotel, ya protegida por sus cuatro paredes del bullicio de la calle y de la presencia de sus semejantes, pudiera por fin dejarse aplastar sin testigos molestos por los interrogantes que llevan asaltándola desde que iniciara el trayecto que la ha conducido hasta ella. Si el camino escogido es el correcto. Si merecía su marido este golpe propiciado por su propia mano. Si es legítimo que el precio de su felicidad se cifre en el dolor del hombre al que, en definitiva, una vez quiso. Ya sin necesidad de sofocarlos, vencen sus hombros los recuerdos de los últimos acontecimientos que han vivido juntos. El remordimiento y el sabor amargo de la traición. La incertidumbre que tensa nuestros estómagos tras la decisión que imprimirá en nuestras vidas un giro hacia lo desconocido que cierra toda posibilidad de retroceso. Por eso ha sentido la urgencia de leer una vez más la carta de él. Ha buscado en los trazos de tinta ya familiares un refugio de seguridad que mitigue su desasosiego. Una cuerda firme a la que asir manos y vértigo mientras los pies cuelgan al borde del precipicio en las palabras tiernas que dibujan. En la memoria inventada de su voz pronunciando esas letras silenciosas, una confirmación del acierto, del blanco razonablemente cercano a la diana en la perspectiva anticipada. Algo semejante a una prueba del porvenir más dichoso que la aguarda, en la reciprocidad de la pasión y el amor compartido, en justa recompensa por el riesgo asumido al apartar de sí un presente plagado de tedio y desafecto que apenas estrena su condición pretérita.

Finalizada la lectura, la mujer juguetea con el papel, recorriendo sus márgenes con la punta de los dedos, hasta que lo deja caer blandamente sobre sus rodillas. Lejos de calmar su angustia, las palabras de él la han sumido en un mayor desconcierto. Se siente incapaz de discernir si es su propio temor el que ahora las desfigura, tornándolas quebradizas, carentes de la consistencia necesaria para soportar el peso de su salto, o si es éste y su trascendencia lo que ha conseguido sacar a la luz la verdad de su endeble naturaleza, antes no percibida. Por primera vez cobra conciencia de hallarse, en esa escueta habitación de hotel, en tierra de nadie. En el espacio vacío y solitario que, tras la decisión, se expande entre la sombra rota del pasado y el espejismo imaginado del futuro. Sólo le cabe esperar con paciencia su siempre progresiva y lenta llegada. Sólo ella podrá disipar la confusión consternada que oprime su nuca abriendo en su centro un círculo de claridad. Debe estar preparada para afrontar lo que en su interior acabe por mostrarse. Y quién no debe estarlo, se dice mientras se recuesta sobre la almohada, hurtándonos finalmente la visión de su rostro.