miércoles, 27 de enero de 2010

Fronteras


Siempre sentí una cierta inquietud por el sueño de Laura. Su carácter nervioso solía poner trabas al asalto nocturno de Morfeo, y no pocas noches abandonaba nuestra cama para fumar un cigarrillo y sentarse a leer en el sofá al acecho de algún indicio de su llegada. Cuando regresaba y el cansancio lograba al fin rendir sus miembros y sus párpados, su sueño era profundo como el de los muertos, demasiado a menudo poblado de monstruos cotidianos, de espectros del pasado, de criaturas malintencionadas que la sacudían con fuerza mientras ella, mi dulce niña, les hacía frente con voz ronca, casi al borde del grito, tenso el arco de las cejas sobre los ojos cerrados. No era raro que yo, tras la superficie ligera de mi propio sueño, percibiera su agitación y retornara a la oscuridad de su lado. Le hablaba entonces despacio, envolviéndola con mi abrazo, tratando de arrancarla con suavidad de los entornos inhóspitos que pisaba. Laura apenas volvía en sí unos instantes, sin tan siquiera alzar los párpados, para hundirse de nuevo con presteza en el mar de su inconsciencia. Pero ese brevísimo emerger al sonido de mi voz, al contacto cálido de mi piel, bastaba por lo general para ahuyentar a los monstruos, a los espectros, a las criaturas malévolas, y trasladarla a un renovado y más apacible escenario onírico. Por la mañana casi nunca recordaba la trama de sus pesadillas, a quién se dirigían sus palabras, con qué o quién se había enfurecido en sueños. Yo acariciaba sus cabellos, besaba sus labios sonrientes, y la sabía a mi lado a salvo de sus demonios.

Aún guardo memoria de aquella noche, ya distante en el tiempo, en que por primera vez fue su risa la que quebró mi sueño. Una risa ligeramente distinta de la que tan bien conozco, que tanto adoro, manantial del que bebían mis días, y que ahora sólo se me ofrece en oscuras gotas. Esa risa un poco más aguda, y como amortiguada por una sordina, se entremezclaba en su boca con palabras ininteligibles, palabras también risueñas, cantarinas pese a su confusión, delatoras en el tono que las arropaba de una inusual alegría, de un conmovedor bienestar en el sueño de Laura. Inclinado por la costumbre, la rodeé con mi brazo y ella, aún profundamente dormida, lo apartó de sí rodando hacia un lado, alejándose de mí, como molesta por esa indeseable interferencia de mi cuerpo en su sueño. La risa cesó y con ella el diálogo a cuya mitad entrecortada e incomprensible había asistido en silencio. Pero la respiración honda y serena de Laura hacía surgir en torno a su espalda un extraño halo de felicidad que casi podía palpar. Al levantarse, le pregunté qué había soñado. Tampoco esa vez podía Laura recordarlo. En su memoria únicamente persistía la imagen aislada, huérfana, de unas hermosas flores blancas. La abracé buscando resarcirme de su inconsciente rechazo y ella me acogió tiernamente en su pecho.

Sólo meses más tarde, quizás ya demasiado tarde, fui capaz de intuir el mal presagio que anidaba en aquella primera risa, en aquel primer rechazo. Todavía hoy me tortura la sospecha de que quizá podría haber evitado la catástrofe que se avecinaba de haberla forzado a despertar, saboteando cruelmente esos momentos de felicidad onírica y así arrastrándola hacia mí. Pero, ¿cómo anticipar que a esa risa, a ese rechazo, por justicia sustraído al reproche sensato, les sucederían muchos más? ¿Cómo adivinar que habrían de dar inicio a la transformación, al principio casi imperceptible, luego dolorosamente evidente, de los hábitos nocturnos de Laura, y con ellos del tesoro que más preciábamos en cofre vacío y estéril?

Poco a poco, sus dificultades para conciliar el sueño fueron mitigándose hasta derivar en su extremo opuesto: como guiada por una oculta avidez por sumergirse en las tinieblas, un rayo parecía fulminarla casi al momento de posar su cabeza sobre la almohada, abandonándome en medio de una frase, ausentándose repentinamente de mis incipientes besos y caricias. Después, el sueño comenzó a apoderarse de ella cada vez más temprano, sobre el sofá en el que veíamos la televisión o leíamos. Conocía las tensiones que venía sufriendo desde hacía tiempo en la oficina, su exceso de trabajo, y creí que su cuerpo sucumbía tras tanto insomnio, doblegado por tanto cansancio acumulado. Yo mismo la incité al principio a dejarse conducir por él, a no oponerle resistencia, a acostarse en cuanto reclamara su merecido descanso. En lugar de saciarse, su necesidad de dormir aumentaba gradualmente. El sueño de Laura me la hurtaba cada noche unos minutos antes.

Por las mañanas, dejó de oír el despertador y debía hacer esfuerzos casi titánicos para que abriera los ojos y se preparara para su jornada. Los fines de semana no se levantaba hasta el mediodía, perturbado su sueño por el rugir de su estómago ocioso. Con frecuencia la observaba, mi niña dormida. Seguía riendo y hablando la lengua de Babel. Pero incluso cuando su rostro se cubría de la gravedad impenetrable de los durmientes, todo su cuerpo irradiaba ese extraño halo de felicidad que descubrí aquella primera noche. Una felicidad cada vez más tangible, cada vez más impúdica. Al despertar, Laura amanecía como iluminada por un sol infinito, sus labios curvados en una hermosa sonrisa. Todas las mañanas, aún en la cama, le preguntaba. Ella nunca recordaba más que los mismos nimios, sorprendentes detalles: las flores blancas, un paisaje nevado, el canto de un pájaro sobre la rama de un árbol. Nada que me aproximara siquiera a la llave del misterio de sus diálogos y risas nocturnas. Los evocaba con una mirada bañada de enigmas, una mirada que, atravesando mis ojos, parecía traspasar los límites de este mundo para penetrar en otro. Otro mundo absoluta, radicalmente ajeno a éste. Luego, conforme iban diluyéndose las brumas del sueño, conforme se iba instalando en el día, la luz en Laura comenzaba a evaporarse, su semblante a ensombrecerse. Sus tiempos de vigilia fueron progresivamente invadidos por la tristeza, por el tedio, por el aburrimiento. Alternaban con una persistente irritación que la inducía al enfado infantil, a alzar su voz contra mí, a desbaratados accesos de furia, derramados sin motivo sobre mis hombros, que la obligaban a huir de casa con un portazo. Laura no dejaba de ser consciente de mi preocupación, de mis temores por su salud, de la creciente angustia que en mí provocaban su apatía, su irascibilidad infundada. También de la infección que, inoculada por ellas, se extendía mortífera por la sangre antes sagrada de nuestra relación. Tras cada disputa, leía en todos sus gestos una suerte de súplica: en silencio imploraba mi perdón por una falta paradójicamente nacida de la inocencia, por una culpa carente del suelo legítimo de la voluntad y la premeditación. Ya sólo lograba verla sonreír asomándome al espejo frío e inaccesible de su sueño.

Hace días que Laura se estremece y gime a mi lado mientras duerme, poseída por un cuerpo invisible que no es el mío. Ahora sé que, cada noche, Laura vive en sueños una vida que no es la nuestra, habitada por una presencia a todas luces más poderosa que la mía. Más atenta, más solícita, más amorosa. Una presencia que la ha elevado a cumbres de felicidad que jamás consiguió conquistar de mi mano. Que se esconde con su despertar sin dejar más rastro en ella que una intensa añoranza desconocedora de su objeto. Por cuya ausencia se duele Laura en su vigilia sin ser capaz de vislumbrar la fuente de su dolor. Cuya desaparición diurna apaga su rostro, retuerce su ánimo y me arrebata su afecto y su alegría.

Ahora sé que me he convertido para Laura en uno de esos monstruos cotidianos, de espectros del pasado, de criaturas malintencionadas que pueblan sus sueños y a los que ella, mi dulce niña, hace frente con voz ronca, casi al borde del grito, tenso el arco de las cejas sobre los ojos, rabiosamente abiertos para mí, cerrados para esa presencia. Como sé que es esa misma presencia quien, ocupando mi antiguo lugar, suplantando la realidad cada vez más difusa de mi ser en Laura, le habla entonces despacio, la envuelve en su abrazo, y la arranca de este mal sueño que juntos habitamos para apartarla de mí y así calmar su agitación. La presencia que acaricia su pelo, besa sus labios sonrientes, y la sabe a salvo de sus demonios cuando Laura, cruzando al otro lado de la frontera insuperable que nos separa, despierta y se entrega dichosa a esa otra vida. La vida que me ha relegado al terreno borroso y quebradizo del sueño, de un sueño de Laura. La vida donde mi propia presencia, pálida y etérea, apenas tiene ya la triste, pobre cabida de lo irreal.

sábado, 16 de enero de 2010

Libertad II: Rebotar


Quizá nunca terminarás de discernir qué acontecimiento de rostro banal pero oculta trascendencia, qué rastro difuso de un mal sueño borrado al sobrevenir de la vigilia, qué recuerdo fugazmente rescatado y apenas entrevisto antes de regresar al laberinto caprichoso de tu memoria, madurados en ti por el consumirse de las horas, alcanzan a propiciar mi aparición en una esquina del rumor de tu conciencia solitaria adherida al mundo. Una vez más, me anuncio con el suave repiqueteo del rebotar languideciente de una pelota. Una vez más, me descubres como con el rabillo de un ojo interior. Ahí estoy, tímida, callada. No es mi intención molestar, parezco decir. La fealdad de mi figura, mis contornos deformes, vestidos de sombras oscuras, impiden -lo sé a ciencia cierta- que sea bienvenida. No obstante, como quien saluda a un viejo amigo, a un viejo enemigo, me dedicas un leve gesto de reconocimiento y rápidamente me abandonas para retornar a la exterioridad que te ocupa y eres en esos momentos.

Percibo tu inquietud cuando al poco me elevo en arco sobre el reverso de tu frente, desmantelando el orden de las palabras reflejadas en tus pupilas frente al libro, interrumpiendo el fluir de la corriente que transita entre tus neuronas y tus dedos al teclado, para descender después en perfecta parábola y acabar aterrizando con un más vivo rebotar. Detecto tu incomodidad ante esta impertinente, por reiterada, llamada de atención, y en ella puedo anticipar sin posibilidad de error tu próxima reacción: fingir no haberte percatado de mis movimientos, hacer oídos sordos al sonido hueco del choque de mi cuerpo contra el suelo de tu cráneo, apresurarte a continuación a sumergirte en los signos ante ti en busca del significado extraviado, del cabo suelto en la frase incompleta sobre la pantalla. Como si nada hubiera sucedido, logras retomar el hilo. Y, en efecto, por unos instantes, he desaparecido para ti. Hasta que, haciendo gala de mi usual tenacidad, me disparo en un nuevo salto, ahora con más fuerza, y vuelvo a atravesar de un lado a otro el habitáculo invisible de tu cabeza, aprovechando el más intenso rebote para recorrerlo en toda su extensión en parábolas de decreciente tamaño. Siento florecer en ti la irritación. Nunca deja de sorprenderme tu extraordinaria habilidad para olvidar mi natural e inevitable insistencia. Las férreas leyes que rigen mi conducta. Somos viejos amigos. Viejos enemigos, ¿recuerdas?

Comienza entonces la pugna habitual, de antemano perdida para ti. Por fin te avienes a voltear los ojos hacia adentro, a mirarme a la cara. Detienes con un seco manotazo mis movimientos y giras sobre tu eje para volcarte hacia afuera con redoblada concentración. Como si me nutriera de esa misma energía, de ese mismo esfuerzo invertido en rehuirme, reanudo mis saltos con un ritmo aún más frenético. Repites la operación. La frecuencia de mis movimientos aumenta. Vuelves a repetirla. Otra vez más. Y otra. Y otra. Y otra. Pero mis sucesivas subidas y bajadas son ya tan vertiginosas, tan alienante el ruido de mis constantes rebotes, que tus ojos apenas consiguen iluminar lo que te empeñas en poner ante ellos, casi cegados desde tu interior. Como en cada ocasión, aprietas los párpados y acabas capitulando sin remedio. Mientras tu cuerpo se levanta maquinalmente de la silla y se acerca quizás a la ventana, o se tumba sobre el sofá, o acaso se lanza al aire callejero, firmas con un ronco suspiro la rendición de tu mente. Ante mí: el parásito que, según una cadencia imprevisible, cada cierto tiempo la conquista triunfante, colonizando cada uno de sus recovecos, sellando todas las vías de escape hacia el exterior. Ante mí: la idea obsesiva, idea fija, corrosiva, recurrente, idea devoradora que, sorteando diques de contención, rebrota del desgarrón mal zurcido, del conflicto palpitante, de la herida oscura que aún supura en algún doblez oculto o visible de tu ser.

A partir de ese momento, nada podrá ocuparte más que yo misma. Nada serás más que el rebotar incesante, enloquecedor, de esa pelota contra las paredes aturdidas de tu cráneo. En vano tratarás de domesticarme, de analizarme y diseccionarme. De aniquilar mi absorbente poder desarticulando a golpe de razonamiento mi armazón interno. Atraídas por un secreto imán, cada pieza que aísles tornará a acoplarse a su lugar originario, recomponiendo mis contornos deformes, y te hallarás de nuevo en el punto de partida, caminando en círculos. Inútilmente intentarás, a intervalos irregulares, aligerar la presión de los grilletes tendiendo una mano hacia afuera, hacia la realidad que te rodea. Hacia dentro, hacia algún paraje apacible grabado en tu cerebro. Y ya exhausto, te dejarás finalmente arrastrar como un títere por el curso delirante de mis movimientos. Asumiendo con hastío, triste, rabioso, tu impotencia frente a mí. Aceptando, al sentirte rodar de mi brazo por la ladera más siniestra de tus estados de ánimo, el evidente grosor de las ligaduras que todavía nos atan.

Sólo el fundido en negro del sueño sobre tu conciencia, con toda probabilidad forzado por la gracia de la química, logrará que me evapore para entregarte a un amanecer resacoso pero milagrosamente presidido por mi ausencia. A la luz del nuevo día, ya a salvo de mi influjo, lanzarás con cuidado la vista atrás y me contemplarás como se contempla a un extraño. Te costará creer que apenas unas horas antes, una noche antes, todo tu espacio mental era yo, sin resquicios, sin rincones vacíos. También la totalidad sin fisuras del mundo frente a ti, anulado por mi presencia. Pero el cansancio en apariencia injustificado y la sequedad en tu lengua no cesarán de recordarte -por encima del creciente velo de lejanía, de incomprensibilidad, arrojado sobre ella por el transcurrir luminoso de la mañana- que el sentido profundo de la experiencia vivida reside en la pérdida de tu más íntima libertad: la que por costumbre te otorgas en el gobierno de tus propios pensamientos, la que deseas adjudicarte en el dominio de tu propia interioridad. Y de cargar sobre tus cejas el peso de la posibilidad, siempre real, para ti más que tangible, de volver a perderla por mi causa.


lunes, 4 de enero de 2010

Violencia III


Si es cierto que en el mundo de hoy el conocimiento de determinados ámbitos de la realidad viene indefectiblemente ligado a la estadística, no es menos cierto que quienes ostentan el poder, los medios y los dispositivos para llevar a cabo tales estadísticas tienen en su mano el poder de definir esos ámbitos de la realidad. De producir e imponer la imagen que revelaría en qué consisten o cómo se constituyen. Como tampoco es menos cierto que el conocimiento, lejos de ser una actividad fundada exclusivamente sobre sí misma, siempre se nutre de algún tipo de interés, más o menos expreso, más o menos legítimo, que lo impulsa y dirige. La imagen de la realidad que de él pueda desprenderse –ya es hora de asumirlo- nunca dejará de ser entonces una representación igualmente interesada.

La última
macroencuesta realizada por el Instituto Nacional de la Mujer sobre la violencia contra las mujeres arrojaba en abril de 2006 el resultado de que el 3.6 por ciento de las mujeres residentes en España mayores de 18 años se habrían “autocalificado” como maltratadas durante el último año. Sin embargo, el Instituto decide sumar a este porcentaje un 9.6 por ciento de mujeres que, pese a no haberse “autocalificado” de maltratadas, considera “técnicamente” como mujeres maltratadas. En ambos casos, la encuesta señala que el maltrato sería causado, al margen del perpetrado por hijos, progenitores, hermanos o cuñados, mayoritariamente por los maridos, ex-maridos y novios de dichas mujeres. Razón por la cual la encuesta analiza más detenidamente el perfil y características de tales maltratadores e incluye un apartado en el que se estudia en qué medida la violencia sufrida por las mujeres podría ser motivo de separación de sus parejas sentimentales varones.


Centrémonos de entrada en la diferenciación entre estos dos tipos de mujeres, introducida por la propia encuesta. Las mujeres “autocalificadas” de maltratadas son para el Instituto de la Mujer todas aquellas que han respondido afirmativamente a la pregunta: “Durante el último año, ¿en alguna ocasión ha sufrido alguna situación por la que Ud. se haya considerado maltratada por algún familiar, por su novio o por alguna persona de las que conviven con Ud.?”, con independencia de las respuestas dadas a cualquier otra pregunta del cuestionario. Por otro lado, al colectivo de las mujeres consideradas “técnicamente” como mujeres maltratadas pertenecen aquellas que, no habiendo respondido afirmativamente a esta cuestión -es decir, habiendo negado haber sufrido a lo largo del último año alguna situación de maltrato-, han marcado la casilla de “frecuentemente” o “a veces” en sus contestaciones a al menos una de entre trece preguntas, escogidas a su vez de un listado más amplio, formuladas en la encuesta. Lo diré de otro modo para que no haya posibilidad de confusión al respecto: para el Instituto de la Mujer, basta con que se conteste “frecuentemente” o “a veces” a uno de tales interrogantes para que una mujer entre a computar en las filas de mujeres “técnicamente” maltratadas.


Supongo que a estas alturas, y si habéis tenido la paciencia de leer hasta aquí, ya os estaréis preguntando cuáles serían esas preguntas. Pues bien, ahí va el listado, teniendo en cuenta que todas ellas vienen introducidas por el siguiente pie: “En la actualidad, ¿con qué frecuencia diría Ud. que alguna persona de su hogar (o su novio/pareja que no convive con Ud.)...”:

1…le impide ver a la familia o tener relaciones con amigos, vecinos?
2…le quita el dinero que usted gana o no le da lo suficiente que necesita para mantenerse?

3… le insulta o amenaza?

4… decide las cosas que usted puede o no hacer?

5… insiste en tener relaciones sexuales aunque sepa que usted no tiene ganas?

6… no tiene en cuenta las necesidades de usted (le deja el peor sitio de la casa, lo peor de la comida...)?

7… en ciertas ocasiones le produce miedo?
8… cuando se enfada llega a empujar o golpear?
9… le dice que a dónde va a ir sin él / ella?

10… le dice que todas las cosas que hace están mal, que es torpe?

11… ironiza o no valora sus creencias (ir a la Iglesia, votar a algún partido, pertenecer a alguna organización)?

12… no valora el trabajo que realiza?

13… delante de sus hijos dice cosas para no dejarle a usted en buen lugar?


¿Y por qué estas trece preguntas? Porque, para el Instituto de la Mujer, responder “frecuentemente” o “a veces” a alguna de estas preguntas sería indicativo de estar sufriendo algún tipo de violencia: psicológica (1, 3, 7, 9, 10, 12 y 13), física (8), económica (2), sexual (5), estructural (4 y 6) y espiritual (11).



Yo no sé a vosotros, pero a mí la lectura de estos datos me ha producido auténtica perplejidad y estupefacción. Por numerosos motivos. En primer lugar, me cuesta conceder que el mero reconocimiento por parte de una mujer de haber vivido “alguna situación” en la que se ha considerado maltratada –una situación que podría ser única, puntual, aislada y debida a circunstancias muy concretas- justifique la extrapolación de que dicha mujer se “autocalifica” (sic) de maltratada, como si eso fuera una situación constante y estable en su vida. Pero aún me cuesta más entender con qué legitimidad un organismo público sentencia que una mujer que, recordémoslo, niega sentirse víctima de maltrato, está siendo “técnicamente” maltratada por decir que “a veces” su marido o algún otro familiar, por ejemplo, no valora el trabajo que realiza. Como tampoco comprendo qué psicólogo titulado puede haber determinado que no valorar el trabajo del otro es un indicativo significativo, relevante, preclaro, de una situación de maltrato psicológico de género.

Pero, yendo aún más lejos, para la mayor parte de estas trece preguntas, e incluso para todas ellas si me apuran, podría imaginar más de una situación en la que responder “a veces” o hasta “frecuentemente” a ellas, habiendo rechazado previamente sentirse víctima de maltrato, no sea un indicativo objetivo ni mucho menos evidente de estar sufriendo maltrato. Porque las relaciones familiares, y todavía más las de pareja, son un hervidero de sentimientos y emociones no siempre gestionados de la manera más inteligente ni tampoco más pacífica. Y aunque los insultos o las amenazas frecuentes, o los empujones y los golpes, o los celos que llevan a limitar las relaciones con personas fuera de la pareja, sean síntomas de una relación quizá enrarecida y por ello no deseable para muchos, no necesariamente lo son de una relación de poder en la que cupiera identificar a un verdugo y a una víctima. Entre otras razones, porque esa “violencia” naturalmente asumida por muchas parejas -en determinadas circunstancias o en su dinámica cotidiana- puede ser ejercida y de hecho se ejerce, como indican
otros estudios elaborados sin atender a la perspectiva de género, por cualquiera de sus miembros con independencia de su sexo.



Ahora bien, lo que menos entiendo de los resultados de esta macroencuesta del Instituto de la Mujer es cómo a partir de tales criterios de medición de la violencia el resultado arrojado no ha implicado al cien por cien de la población femenina. O al cien por cien de la población masculina, si alguien se hubiera molestado en hacerles partícipes de dicha macroencuesta.