viernes, 26 de octubre de 2007

Confianza


Apenas levantarme ayer por la mañana, oí en la radio que la agresión ocurrida en el metro por parte de un energúmeno -dudo que pueda calificársele de otra manera- contra una adolescente ecuatoriana se enmarcaría dentro de los llamados delitos contra la integridad moral de las personas, y que por ello su pena podría cifrarse entre seis meses y dos años de cárcel. El comentarista que daba la noticia recalcaba que a ese grupo de delitos pertenece, entre otros, el de tortura. Por lo visto, la tipificación de tales delitos contra la integridad moral constituye una de las nuevas aportaciones del código penal de 1995 precisamente porque recoge, junto a la tortura y otros delitos de malos tratos, una figura antes no contemplada en nuestro ordenamiento jurídico: el delito de grave trato degradante cometido por un particular contra otra persona.

Al oír la palabra "tortura" no pude evitar acordarme de Jean Amery, un intelectual austríaco que, por su militancia en la Resistencia belga frente a los nazis, fue capturado en 1943 por la GESTAPO y torturado antes de ser conducido al campo de concentración de Auschwitz. Muchos años después Amery escribiría un libro titulado Más allá de la culpa y la expiación. Tentativas de superación de una víctima de la violencia, donde reflexiona sobre esta terrible época de su vida y sobre su propia experiencia como torturado. Amery no sufrió una tortura atroz. Como él mismo señala, su tormento fue relativamente benigno y no dejó llamativas cicatrices sobre su cuerpo. Sin embargo, su suicidio en 1978 demuestra claramente el fracaso de ese intento de superación de su condición de víctima que animó este texto. Porque para Amery lo más grave del suplicio de la tortura no es tanto el dolor sufrido ni el atentado contra la dignidad que representa, como cierta transformación en la visión del mundo que acaece con ella difícilmente reversible y que trastoca radicalmente nuestra manera más básica de encontrarnos en él.

Dice Amery que ya desde el primer golpe recibido se pierde un vínculo esencial por lo general no cuestionado: la confianza en el mundo. Para él uno de los supuestos más importantes de esta confianza es la certeza de que los otros respetarán mi ser físico, de que si las fronteras de mi yo son las fronteras de mi cuerpo, nadie violará ese límite de mi epidermis imponiéndome por la fuerza su propia corporalidad. Cuando además no cabe esperar la ayuda del otro, el atropello corporal se convierte en una aniquilación de mi existencia. Ese primer golpe que ninguna mano frena ni quiere frenar, afirma Amery, "acaba con una parte de nuestra vida que jamás vuelve a despertar", pues la experiencia del dolor sólo nos es soportable y admisible si va unida a la perspectiva, más o menos inmediata, de su auxilio. Algo fundamental muere en nosotros cuando somos víctimas de la violencia ante la mirada indiferente e impertérrita del torturador.

Desde ese momento el torturado ya no podrá volver a sentir el mundo como su hogar. Su confianza en él ya no alcanzará a reestablecerse. La experiencia del otro como un enemigo, como un soberano cuyo dominio reside en el poder de infligir dolor y destruir, derrumba toda posible imagen de un mundo donde impere el principio de la esperanza. Por ello, proclama Amery, "la víctima del martirio queda inerme a merced de la angustia. Será ella quien de aquí en adelante reine sobre él". La angustia, y también el resentimiento, sólo insuficientemente catalizado por el afán de venganza, habrán de corroerle hasta el fin de sus días. Es posible que en estas líneas Amery estuviera ya justificando, anticipada e inconscientemente, ese "levantar la mano sobre uno mismo" del suicidio con que pondría término, no mucho después, a su existencia. Es posible. ¿Quién puede vivir eternamente atenazado por la angustia y el resentimiento?

A diferencia de Amery, siempre he creído que es condición intrínseca al ser humano el nunca poder sentirse en este mundo como en casa. Elementos consustanciales a nuestra existencia, como la inevitabilidad del dolor o la certeza de la muerte, nos lo impiden. Pero creo comprender lo que dice: dentro de este haber sido arrojados al mundo en ausencia de toda elección de ese hecho y de las circunstancias que esencialmente lo constituyen, este mundo, sin llegar a ser nuestro hogar, puede ser un lugar más o menos habitable en función de cómo seamos tratados en él por nuestros semejantes.

Si nos acogemos a la ley y a la clasificación del delito cometido que se ha llevado a cabo, cabe pensar que la escena de violencia en el metro a la que hemos asistido reiteradamente estos días en los medios de comunicación será juzgada no sólo por violencia física sufrida por la víctima, sino también, y fundamentalmente, por el grave trato degradante que esa forma de violencia implica. De lo cual se deduce que, si bien nadie duda de la existencia de formas de trato degradante exentas de violencia física, la ley reconoce que la violencia física, ejercida bajo ciertas condiciones, siempre comporta una grave degradación moral.

Vuelvo a pensar en Amery y no puedo dejar de preguntarme por el fundamento conceptual que subyace a esa agrupación de delitos como éste junto con el de tortura. Y sólo se me ocurre que el ingrediente común a ambos radicaría quizás en esa incomprensible transformación del otro, un otro anónimo y fortuito, en el momento en que se atreve a alzar su mano sobre nosotros y nos propina el primer golpe, en circunstancial soberano que gratuitamente se cree con derecho a infligir dolor y sufrimiento. De manera que si ese delito puede ser penado como atentado contra la integridad moral de la víctima es tal vez porque con él, ya desde el primer golpe, se ha quebrado esa confianza en el mundo a la que Amery aludía: la confianza elemental en que ningún otro violará las fronteras de nuestra epidermis, sobre cuya base queremos caminar tranquilamente por el mundo.

jueves, 18 de octubre de 2007

Elija usted


Hay verdades sepultadas por el polvo de los siglos que deberíamos rescatar más a menudo. Verdades pronunciadas por hombres sabios frente a las que hemos alzado no sólo la barrera del tiempo, sino también la del prejuicio de lo difícilmente alcanzable, de lo sólo accesible para unos pocos. Y basta, sin embargo, con atreverse a profanar esos santuarios, celosamente custodiados por el sacerdocio de la academia, para descubrir palabras e ideas cuyo sentido nos es tan cercano como necesario de recordar.

Decía Spinoza en su Ética demostrada según el orden geométrico algo tan sencillo como que la alegría nos potencia y la tristeza nos debilita. Que el amor y el odio no son sino la alegría o la tristeza asociadas a la idea de aquello que las genera. Y que por eso quien ama se esfuerza por tener presente y conservar la cosa que ama, mientras que quien odia lo hace por apartar y destruir aquello que odia. Pues cada cosa tiende a perseverar en su ser, y no hay forma de perseverar en el ser sin aumentar la propia potencia, sin ganar en fuerza para seguir perseverando.

O sea, que o crecemos o menguamos, o nos engrandecemos o empequeñecemos, pero no hay quietud posible en este río imparable de la vida en el que nunca nos bañaremos dos veces. Y sólo la alegría y el amor que la provoca habrán de potenciar a cada paso lo que somos y seremos, mientras que, por el contrario, la tristeza y el odio acabarán por disminuirnos.

La fórmula de la vida buena se hallaría, por tanto, en el esfuerzo por rodearnos de aquellos objetos que suscitan nuestra alegría, y que por ello amamos, así como en apartar de nosotros aquellos otros que nos entristecen, y por ello odiamos. Parece simple, ¿verdad? Sin embargo, no fue Spinoza tan ingenuo como para no saber que un mismo objeto puede ser a la vez causa de alegría y de tristeza. No cabe duda de que ahí reside la complicación de todo el asunto. Nos debatimos entonces entre el deseo de poseerlo y a la vez de alejarlo, de conservarlo a nuestro lado y al mismo tiempo de destruirlo. Y en medio de ese desgarro, diría Spinoza, tal vez la única solución sea rechazar definitivamente ese objeto de afectos contradictorios y buscar otros objetos dignos de amar que nuevamente despierten nuestra alegría y sólo nuestra alegría.

Ahora bien, lo que cabría preguntarle a Spinoza es por qué si la fórmula se deja expresar de manera teórica con tal simplicidad, por lo general nos resulta tan difícil seguirla. Es obvio que nadie puede desear aquello que le entristece. No obstante, no creo que a ninguno nos resulte ajena la experiencia de haber luchado por mantener a nuestro lado eso que nos entristecía con la inevitable consecuencia de habernos con ello procurado aún más dolor y sufrimiento. Del mismo modo, todos deseamos rodearnos de aquello que nos alegra. Pero, contradictoriamente, en ocasiones somos capaces de apartarlo, de combatirlo, de dañarlo e incluso de llegar a aniquilarlo.

Pero Spinoza, que era en el fondo un gran optimista, posiblemente nos espetaría ante tal pregunta: "¿Qué quiere usted, crecer o decrecer? ¿Potenciarse o debilitarse? Entonces elija. Porque ya le he demostrado, y además según un orden geométrico irrebatible, que la alegría nos potencia y la tristeza nos debilita.
Y si alguna vez se ha planteado la idea de que sólo se vive una vez, la elección estará tan clara como el agua".

Hoy tengo la sensación de que este caballero de mirada amable y cabellos alborotados tenía, por más complicados que nos empeñemos en ser, por muchas vueltas que le demos a las cosas, más razón que un santo. Aun cuando toda su demostración geométrica le sobrara para tenerla.


viernes, 12 de octubre de 2007

Exclusivamente hacia adelante


"No se podía hacer otra cosa que abandonarse a la marcha, adaptarse mecánicamente a la velocidad de los autos que lo rodeaban, no pensar.

Un hecho trivial: atasco de domingo por la tarde en la autopista del sur dirección París. Miles de personas detenidas en sus coches bajo un sol ardiente. Impaciencia, impotencia, aburrimiento. Han comenzado ya los primeros acercamientos. Es necesario matar el tiempo de alguna manera, compartir el desasosiego. La chica del Dauphine se empeña en hacer partícipe al ingeniero del Peugeot 404 situado a su lado de sus inútiles cálculos temporales, espaciales: cuántas horas han pasado ya, qué ridícula cantidad de metros se ha avanzado en ellas. Los tripulantes se observan desde sus respectivos vehículos. Sus señas identificatorias se reducen a las del modelo del automóvil que ocupan.

Pasan las horas. Circulan de coche en coche hipótesis acerca de las posibles causas de tan monumental atasco. Ninguna cierta. Ninguna creíble. Todos tienen prisa. Citas particulares o motivos difusos para llegar cuanto antes a París. La situación es absurda. Para desesperación de los personajes, para desesperación del lector, cae la noche. Con ella, surgen las primeras muestras de solidaridad. Un sandwich a medias, un trozo de una tableta de chocolate, un poco de agua.

En el Volkswagen del soldado debía de estar su chaqueta de cuero. Taunnus tenía la novela que él había leído en los primeros días. Un frasco de lavanda casi vacío en el 2HP de las monjas. Y él tenía ahí, tocándolo a veces con la mano derecha, el osito de felpa que Dauphine le había regalado como mascota.

Se hace de día y urge organizarse. Los niños y los ancianos necesitan más atenciones. Hay quienes poseen provisiones y no dudan en repartirlas. Primeras muestras, también, del egoísta afán de supervivencia ante la incertidumbre. Pero la solidaridad acaba primando. La desolación afecta a todos por igual, y de la angustia brota una hermandad tal vez impensable en la seguridad garantizada de la ciudad.

Perdidos en los pormenores de esa peculiar administración de víveres en medio de ninguna parte, pasa otro día, otro más. LLega un punto en que el propio Cortázar desiste de llevar la cuenta. En un tiempo ahora indefinido, asistimos a la primera deserción -un hombre ha abandonado su Floride en plena noche-, al primer suicidio -el del extraño tripulante del Caravelle, voluntariamente aislado en su coche desde el principio, víctima del desgarro, según la nota garabateada en su agenda, por el abandono de su amada-, al enfermar de la anciana del ID, finalmente a su muerte. El Peugeot 404 se convierte en ambulancia para los posibles enfermos. Expediciones a las granjas vecinas en busca de alimento topan sólo con una hostilidad valientemente superada en la unión. Porsche es el empresario sin escrúpulos que no duda en enriquecerse a costa de la indigencia reinante, la llegada de las leyes del mercado a esa pequeña comunidad surgida de la casualidad y el accidente. Pero incluso entonces sigue imperando la generosidad y la cooperación frente al tirano económico.

Recrudecimiento de las circunstancias: el capricho nevado del frío, compartir mantas, colchones, chaquetas. Al calor de esos abrigos precarios en el interior de los vehículos, el encuentro de los labios, de los sentimientos, de los sexos. En ese tiempo fuera del tiempo que ya no sabemos cuánto dura, Dauphine anunciará que espera un hijo de Peugeot 404, el hijo fruto de un mundo fortuitamente construido donde el nacimiento por venir, el amor y la muerte atestiguan, como no puede ser de otra manera, el prosperar de la vida aún en medio del caos domesticado. De una vida improvisada sobre cuatro palillos, sí, pero tan real que, subrepticiamente, acabará haciéndose más fuerte en el deseo que la que cada aguarda a cada uno de sus nuevos miembros. Tal vez porque en ella sólo les espere la soledad de sus viviendas parisinas, el aislamiento en la muchedumbre, el anonimato de la gran urbe.

Absurdamente se aferró a la idea de que a las nueve y media se distribuirían los alimentos, habría que visitar a los enfermos, examinar la situación con Taunus y el campesino del Ariane; después sería la noche, sería Dauphine subiendo sigilosamente a su auto, las estrellas o las nubes, la vida. Sí, tenía que ser así, no era posible que eso hubiera terminado para siempre. Tal vez el soldado consiguiera una ración de agua, que había escaseado en las últimas horas; de todos modos se podía contar con Porsche, siempre que se le pagara el precio que quería.

Porque también es ley de vida que nada dure eternamente. De manera inesperada el atasco se disuelve y los coches comienzan a rodar. Imposible preever las consecuencias que de ello se derivarán en los próximos minutos. La imprevisibilidad es en el cuento la clave del infortunio, de la separación, de la pérdida abrupta de unos lazos que no por breves han sido menos verdaderos, menos intensos. Sin embargo, ¿no es siempre así? Todo nos pilla siempre por sorpresa. Por primera o por última vez. Los acontecimientos nos sobrevienen sin previo aviso y no nos cabe sino mirar hacia adelante. Siempre adelante.

Y en la antena de la radio flotaba locamente la bandera con la cruz roja y se corría a ochenta kilómetros por hora hacia las luces que crecían poco a poco, sin que ya se supiera bien por qué tanto apuro, por qué esa carrera en la noche entre autos desconocidos donde nadie sabía nada de los otros, donde todo el mundo miraba fijamente hacia adelante, exclusivamente hacia adelante."




Tal vez La autopista del sur no sea uno de los mejores cuentos de mi admirado Cortázar. Pero siempre he querido leer en él una de las grandes metáforas de la provisionalidad de la vida, del carácter transitorio de los encuentros y desencuentros que nos brinda, de lo azaroso y fugaz de las relaciones humanas, invariablemente sujetas a circunstacias, lugares y tiempos, cuyo control se nos escapa sin remedio.

O casi. Porque cuando imagino y sufro con él la desesperación del ingeniero del Peugeot 404 al ver alejarse en la autopista el Dauphine de la muchacha, su angustia ante su ya inevitable desaparición en medio del apresurado avanzar de los coches, nunca puedo dejar de pensar que parte de ella debió traducirse, en ese mundo ficticio creado en nuestras cabezas por la narración capaz de sobrepasar las palabras de Cortázar, en un doloroso lamento por no haberle pedido sus señas en París, su número de teléfono.

Ingeniero, hay que estar más atento. Lo que se quiere no se puede dejar escapar tan fácilmente. Que no se te olvide la próxima vez. Si es que la hay.


viernes, 5 de octubre de 2007

Grietas


Día 1: Hoy, día de la mundanza, comienzo este diario. Algo nuevo empieza con un cambio de casa. Somos, a fin de cuentas, los espacios que habitamos. Ningún yo es lo que es al margen de las cosas que le rodean, de los lugares en que se mueve, de los metros cuadrados en los que busca cobijo. No creo en un yo sustancial. ¿Quién habré de ser yo en esta casa? (...)

Día 3: Poco a poco voy acostumbrándome a mi nuevo entorno. Más allá del cansancio que arrastro, del constante ejercicio físico y mental de estos días para reubicar de la manera más acertada mis muebles, mis libros, mis cacharros en la cocina, siento que éste será un buen lugar, un lugar en el que fijar un nuevo punto de partida. La casa me gusta. Es vieja, pero los antiguos dueños hicieron algunas reformas imprescindibles que la convierten en un espacio agradable. No es muy grande, pero suficiente para mí. Y tiene además mucha luz. Necesito la luz. Lo único que me inquieta es que he encontrado a lo largo del día un par de cucarachas. La primera ha salido corriendo por el pasillo y aunque me he lanzado en su persecución, debe de haberse colado por alguna rendija que no consigo localizar y la he perdido de vista. La segunda ha aparecido muerta en el suelo de la cocina. Que no se me olvide mañana comprar trampas para cucarachas (...)

Día 5: Pese a que he colocado todo un paquete de trampas en lugares estratégicos hoy he vuelto a ver un par de cucarachas. La primera debía de estar parada en el interior de la puerta de uno de los armarios de la cocina, porque cuando lo he abierto ha ido justamente a caer, qué asco, en la taza de café que acababa de preparar. La segunda se paseaba por el plato de la ducha y se ha colado por el sumidero en cuanto ha percibido que la estaba mirando. Estos bichos me repugnan. Sin embargo, son asustadizos. Cuando notan que me acerco salen huyendo. No por ello me resultan más simpáticos, obviamente. Tendré que comprar más trampas y algún tipo de artilugio que impida que salgan de las tuberías. La finca es vieja, claro, y el calor de este verano asfixiante. En el fondo no debería preocuparme (...)

Día 8: He colocado trampas por toda la casa y aún así no dejan de aparecer. Por las tuberías no pueden ya salir, porque los sumideros están perfectamente protegidos. Estos bichos parecen multiplicarse por momentos. Ya no sé cuántas llevo matadas a zapatillazos. Al oír el crujido del reventar de sus cuerpos queratinosos siento verdaderas náuseas. He comprado también un spray bastante efectivo. Un par de pulverizaciones y muertas. Pero me da asco que sigan apareciendo. Hoy abrí el cajón de los cubiertos y había una correteando por el fondo. He tenido que lavarlos todos a conciencia. He leído que pueden transmitir un montón de enfermedades. Lo que faltaba. Como si ellas, en sí mismas, no fueran ya lo suficientemente repugnantes (...)

Día 10: No lo entiendo. Sigo topándome con cucarachas a cada dos por tres. Sobre todo en el baño y en la cocina. Me he fijado en que hay algunas grietas entre las baldosas de uno y otro sitio. Los antiguos propietarios debieron reformar la casa hace ya tiempo. O no lo hicieron con excesivo cuidado. Tendré que comprar algún cemento apropiado para ello y dedicarme a cubrir las grietas que encuentre. Estoy segura de que salen por ellas. Por otra parte no puede ser. Me sentiría bien en esta casa si no fuera por esas malditas cucarachas... (...)

Día 14: Dediqué toda la mañana del domingo a buscar grietas entre los baldosines y a taparlas con cemento. Un trabajo fatigoso, pero espero que dé buenos resultados. Desde entonces no he vuelto a encontrar ninguna cucaracha. ¿Habrá tocado a su fin esta pesadilla? Crucemos los dedos (...)

Día 15: Esto es ya desesperante. Otra cucaracha en el cajón de los cubiertos. Y otra más desafiando las leyes de la gravedad por la pared del baño. Las trampas siguen puestas por toda la casa y he rociado con el spray repelente todos los lugares por los que suelen aparecer. Debe de haber todavía rendijas que no he localizado. Mañana mismo por la tarde, cuando vuelva del trabajo, me pongo a ello. Sigo pensando que son bichos asustadizos, pero cuando me sobreviene la imagen de uno de ellos acercándose a mi cama, o incluso paseándose por ella mientras duermo, casi me entran arcadas. ¿Me habré equivocado con la compra del piso? ¿Debería haber invertido en un piso nuevo? Es estúpido que me lo pregunte. El sueldo no me alcanza para tanto y éste es el mejor de todos los que vi. Salvo por la cucarachas, claro (...)

Día 19: Hoy me he dado cuenta de que lo más seguro es que haya rendijas que me son totalmente inalcanzables: detrás del mueble del baño, que está fijado a la pared; tras la armariada inferior de la cocina, que tampoco puedo desmontar sin desencajar el mármol de los bancos.... Todo apunta a que es de esos lugares de donde brotan. La única solución consistiría, tal vez, en una nueva reforma. Pero no me la puedo permitir ahora mismo. No tengo ni el tiempo ni el dinero (...)

Día 25: Reconozco que este tema me está obsesionando. Aún no he querido invitar a nadie a ver mi nueva casa. Me da pánico que alguna cucaracha se decida justo a salir cuando alguien esté aquí. Estos bichos siempre se interpretan como síntoma de suciedad. Lo he limpiado todo a fondo. Pero el que llegue no tiene por qué saberlo y su sensación de repugnacia será aún mayor que la que yo experimento cuando veo correr a estos pequeños bichos. No obstante, creo que lo que más me obsesionan son las grietas, las rendijas y hendiduras a las que no puedo acceder. Por la noche, ya acostada en la cama, no puedo dejar de imaginar esos pequeños abismos negros, insondables para nosotros, por los que las cucarachas deben de asomar sus antenas y deslizarse tranquilamente en busca de alimento. Incluso una noche llegué a soñar que me introducía por una de esas grietas y me encontraba de frente con una enorme cucaracha que, al verme, en lugar de atacarme, empezaba a retroceder asustada (...)

Día 30: Creo que todo esto me está afectado demasiado. Empiezo a tener miedo no sólo de que sigan apareciendo cucarachas, sino de las propias rendijas y de lo que pueda surgir a través de ellas. Releo el comienzo de este diario y me pregunto si no me estaré convirtiendo en algo que no deseo ser (...)

Día 35: Hoy he tenido que pasar todo el día en cama, aquejada de una fuerte gripe. He estado pensando, pensando mucho. Me pesaba la cabeza y no conseguía hacer nada, así que sólo me cabía pensar, aun cuando tampoco mis propios pensamientos fueran muy nítidos. He pensado en las grietas, en esos agujeritos apenas perceptibles entre las baldosas, al borde de los rodapies, distribuidas por todas partes. Como si fuéramos casas viejas, creo que también nosotros las albergamos desde que vinimos al mundo, cada vez más conforme los años pasan. Intentamos cubrirlas, remendarlas, como haríamos con el costurón de una camisa que aún no queremos desechar. Pero algunas de ellas, como las de esta casa, nos son igualmente inaccesibles. Sabemos que están ahí, aunque desconocemos exactamente dónde. También por ellas emergen bichos inquietantes, bichos que pueden llegar a repelernos. Tal vez revelen facetas de nosotros mismos que desearíamos aniquilar de una vez por todas, fragmentos que no encajan, reacciones o pensamientos incontrolables, extraños de puro incomprensibles, quién sabe si incluso perversos. Sí. Es como si en la oscuridad de esas hendiduras se condensaran parcelas de nuestro ser envueltas por un profundo misterio, y de ellas brotaran a veces siniestros animalitos en los que rechazamos reconocernos. Empiezo a sospechar que quizá esas grietas nunca puedan suturarse. Tendremos entonces que acostumbrarnos a su presencia, y aprender a soportar el pequeño abismo que suponen en la imagen ideal de un yo falsamente proyectado como una superficie lisa y perfecta. Tendremos que habituarnos a lo que a través de ellas pueda brotar, sea lo que sea. Y a la posibilidad de que el transcurrir del tiempo siga abriendo en nosotros más y más hendiduras. Tendremos que aprender a convivir con ellas. Y a intentar librarnos de las cucarachas según vayan apareciendo. No creo que se pueda hacer otra cosa (...)

lunes, 1 de octubre de 2007

Sueño


De las profundidades de un no-lugar emerge, como resucitado de la ausencia por el súbito golpear de las voces metálicas de la radio. Maquinalmente el dedo en el interruptor, la luz de la bombilla que duele en los ojos. Levantarse de un salto, como un títere alzado por los imperativos que anoche anudaron sus miembros y ahora actúan, hilos invisibles, guiándole en el sopor de la semiconsciencia. Los pies desnudos ya sobre la alfombra. Cuando da el primer paso cae sobre cada uno de sus huesos el peso de la hora tempranísima, de la noche aún cerrada, del boceto emborronado en su cabeza -tan amenazador, tan invivible en medio de tanta bruma- de la jornada que ahora empieza. Un peso que le aplasta y hace rezumar por cada articulación el deseo primitivo, elemental, incuestionable, sentido desde el interior de cada arteria y vertido de repente sobre la naciente conciencia con un poder animal, de desmadejarse de nuevo sobre la cama y sumirse en el vacío inerte del sueño. Comienza la batalla, el desdoblamiento confuso, entremezclado con el parloteo aún indiscernible de la radio. Ser a un tiempo, además, el vínculo que entrelaza al corredor de fondo exhausto con los gritos animosos de su público.

Poco a poco. Piensa sólo en el siguiente paso. Café. Amargo, dulce, caliente. El sopor cederá. Vamos. Siéntate. No es tan terrible. En unas horas estás de vuelta. Sábanas blancas. Ante sus ojos nublados el número marcado por el reloj al cerrarlos. Lógico. Te lo dije. El líquido humeante se desliza por su garganta. Nada es tan terrible. Pero algo en todo su cuerpo sigue quejándose, doliendo. Las imágenes probables de las horas venideras se funden con el malestar y erigen un muro infranqueable entre el animal somnoliento que sostiene la taza y su próximo cumplimiento. Las bloquea. Excesivo es ya el bordillo a salvar por su cabeza entre cada segundo y el siguiente. No pienses. Piensa sólo en el siguiente paso. Prepárate simplemente para el siguiente movimiento. Sólo el siguiente. Tres escalones de piedra en diez segundos. Uno. Dos. Tres. Camina hacia el baño. Duda de sus fuerzas. Esto es ridículo. Bajo el agua le asaltan nuevamente las imágenes, con mayor nitidez y precisión, ordenadas según la cronología esperada. Trata de dominar la perspectiva de lo insuperable. De convencerse de que una vez más, un día más, lo irrebasable se irá desmintiendo conforme corran los minutos. El día de ayer, tantos otros días, lo demuestran. Es la distancia la que distorsiona. La perspectiva aturdida del sueño. Te acercarás y lo imposible se hará real. Así de fácil. No hay aquí magia alguna. Sólo la voluntad de dar un paso hacia adelante.

Frente al espejo un rostro apagado. Hay un punto en que el cansancio degenera en tristeza. En que la contravención de las leyes físicas cubre el ánimo de pesadumbre. Ahí está él. Pero obligado a recorrer la dirección inversa. La gravedad antes sentida en la piel se ha trasladado a su coronilla. Se impone mientras se arregla los consabidos pensamientos-refugio: muchos atraviesan a esta misma hora esta misma bruma; otros la han atravesado ya, así lo confirma el despertar de un motor rompiendo suavemente el silencio; hay los que se enfrentan a una jornada aún más larga y tediosa. Pero el columpio se balancea bajo su cráneo y ahora la indiferencia maldice a esos cuyo cansancio y sopor no le pertenecen, a aquellos cuyo tiempo no es el suyo. Una amargura vieja se recrea en el engaño del despertar alegre del trapecista de circo, del actor de teatro, del novelista o el rentista. La realidad envidiada pero esencialmente desconocida de aquellos a quienes su fisiología o biografía -poco importa- regala un despertar jalonado de canturreos se desliza fría por sus piernas con los camales del pantalón y comprime aún más el arco de sus cejas.

El despuntar de las primeras luces se adivina dentro del coche. Ya está rodando. Los faros se multiplican. Ahí van los muchos. Los iguales. Los que siguen la misma ruta. En media hora empezará todo. Lentamente, la música y el movimiento de los pedales comienzan a rasgar las sombras. Cuando a mitad camino, ante un horizonte despejado, le sorprende el amanecer temprano, la claridad azul de una mañana que se anuncia soleada, su frente se relaja y algo parecido a una sonrisa asoma en su boca. Y por primera vez en el presente continuo de este hoy, irrepetible pero repetido hasta la saciedad, piensa que cada sonrisa arrancada al día de trabajo será un instante ganado a la muerte.