sábado, 25 de julio de 2009

Velar el sueño del otro


"Es aterrador cómo las personas son abandonadas, con toda naturalidad y la conciencia absolutamente tranquila de los demás, a unas larguísimas y azarosas horas en las que se da por supuesto que no necesitan nada porque duermen, como si el dormir fuera en efecto lo que han gustado decir tantos literatos: una suspensión de las necesidades vitales, la analogía más próxima de la muerte. Las personas se afanan a veces por comprenderse entre sí, aunque nadie en realidad esté posibilitado para comprender nada -es decir, para ver la totalidad- de lo que existe ni de lo que no existe. Pero al menos hacen como que se afanan, durante el día. En cambio nadie se preocupa, nadie se toma la menor fatiga por comprender nuestro sueño".

Cabe sospechar que el amor de Aquiles por Patroclo no habría pervivido en nuestra memoria a través de los siglos si aquél, además de llorar lastimosamente su muerte, no hubiera osado enfrentarse a Héctor en busca de la venganza que le depararía su propio final. Como cabe igualmente sospechar que la magnitud ejemplar y arquetípica del amor de Penélope hacia Odiseo no hubiera sido ensalzada por la tradición de no haber ella esperado pacientemente su retorno durante veinte largos años, esquivando con inteligente astucia el asedio de sus múltiples pretendientes. Desde tiempos inmemoriales, el discurso oficial sobre el amor proclama que los signos de la verdadera presencia de este sentimiento, los síntomas de su realidad no adulterada, deben encontrarse antes en las acciones que en las palabras, antes en los hechos palpables que en las intenciones. Con él hemos aprendido que el amor no puede sólo ser dicho ni manifestado en el mero propósito de amar. Tiene que ser probado en el terreno del obrar, del acto constatable. Del sacrificio, de la renuncia, de la entrega efectiva. De la hazaña heroica o del simple gesto diario. Y sin embargo, no deja de ser cierto que el sentimiento amoroso también se revela y deja reconocer -ante uno mismo cuando aparece, ante el amado con su declaración- en otro elemento en esencia incompatible con el alcance real de nuestras acciones: el de las intenciones imposibles, el de los deseos hacia el otro de impracticable cumplimiento que experimenta quien ama.

Del protagonista de la novela de Javier Marías "El hombre sentimental", un tenor de nombre desconocido apodado el León de Nápoles y ficticio autor de la reflexión que encabeza este post, apenas si recuerdo más que la conmovedora idea a la que conducen esas palabras que he transcrito: su intención, su deseo, fruto de su sentimiento amoroso, de velar el sueño de la mujer que ama. Quien duerme, piensa el tenor, se halla en su inconsciencia en un estado de desamparo y fragilidad que exige tantas atenciones y cuidados como su vigilia. Por ello se rebela contra la representación, trivialmente asumida, de que la persona que es el otro se interrumpe o termina, deja de existir o se anula, en el momento en que es vencida por el sueño. Una rebeldía de la que emerge el deseo de acompañar a su amada en su sueño, de no abandonarla en ese solitario viaje nocturno que diariamente la traslada a territorios para él inaccesibles. Cada noche, durante dos o tres horas, se esfuerza, vigilante, por comprender su sueño, por comprender a su amada dormida. Animado por la ilusión de que de esta manera también alcanzará a comprenderla, y así a cuidarla y velar por que nada malo le suceda, desde su propio pensamiento dormido, desde su propio sueño. Pero su amada deja con el tiempo de serlo y se casa con otro hombre junto al cual, una noche, morirá mientras duerme. Y al recibir noticia de ello, el tenor se entrega a la idea de que "esa muerte sigilosa, acaecida sin testigos y sin aviso", jamás habría tenido lugar de haber estado él a su lado para velar su sueño.

Me gusta imaginar a este personaje acostado junto a su amada mientras ella duerme. Observándola en silencio. Pendiente de su respiración lenta y acompasada. Atento al posible movimiento de sus pupilas bajo sus párpados cerrados, al más leve espasmo de sus miembros, quizás a las palabras ininteligibles proferidas de cuando en cuando por ella. Tratando de comprender en qué momentos su sueño revela placidez y bienestar, para entonces tan sólo apoyar levemente una mano en su cadera, o rozar su pierna con la suya, con la voluntad de contribuir así a prolongar, a sostener con su ayuda, ese reposo calmo y benéfico. Esforzándose por discernir en qué otros momentos su amada se agita tal vez presa de una pesadilla, y entonces acariciar suavemente su pelo, su espalda si ella duerme de costado, acercar tiernamente su rostro al de ella, rodearla con su abrazo en la oscuridad, o incluso despertarla con la máxima suavidad y dulzura en un intento de protegerla de los miedos, de los fantasmas que se han apoderado de su inconsciencia.

Pero al hilo de esa fantasía se me impone a su vez la imagen del instante en que él mismo comienza a sentir el cansancio, la pesadez en sus párpados, la progresiva blandura de sus miembros. El instante en que sus fuerzas y su empeño lo abandonan, abandonándola a ella al desamparo y la fragilidad de su sueño, al reposo plácido o al espanto de sus fantasmas. El instante en que se rinde por fin al asalto de Morfeo e inicia su propio viaje solitario en la penumbra del que habrá de regresar con su despertar a la mañana siguiente. E imagino que con ese mismo despertar le invade una terrible sensación de fracaso, de impotencia, por no haber sido capaz de velar la totalidad de su sueño, por haberla olvidado durante las horas en que él dormía. Y quizá, junto a esa sensación, la horrible certeza, más tarde encubierta en su recuerdo por el autoengaño que propicia el transcurrir del tiempo, de que su amada podría haber muerto en el margen de esas horas y él no habría podido cuidarla, atenderla, protegerla, en esos últimos minutos de su vida.

Velar el sueño de quien amamos, noche tras noche, hora tras hora, es una quimera imposible para nuestras humanas limitaciones. Un deseo impracticable en el orden de nuestra naturaleza finita. Lo son también otros muchos deseos, otras muchas intenciones: apartar al otro del dolor y el sufrimiento; sustentarlo como una base de tierra firme hasta en sus más abisales pensamientos; resguardarlo de las agresiones a las nos expone el mundo; incluso librarlo del íntimo reducto de soledad inquebrantable, inagotable, con el que todos cargamos en lo más profundo de nuestros corazones. Y no obstante, estoy convencida de que, más allá de nuestros actos, es también en esas intenciones imposibles, así como en la inevitable asunción del fracaso que la mera perspectiva de su realización comporta, donde con más intensidad se hace patente la especificidad del sentimiento amoroso y de la voluntad de amar que lo acompaña. Porque lo característico de esa voluntad de amar es pretender, con auténtica desesperación, saltar por encima de sus mismos límites. Anhelar ferozmente trascenderlos y exasperarse ante su finitud y sus múltiples impotencias.

Desear velar el sueño del otro no es, por tanto, tan sólo una absurda declaración de intenciones imposibles. Es más bien una de tantas absurdas declaraciones de intenciones imposibles a través de las cuales brilla con toda su pureza y gravedad ese sentimiento que, cuando la vida tiene a bien regalárnoslo, nos tiende y nos inclina absolutamente hacia el otro.

viernes, 17 de julio de 2009

Fuera de aquí


"Ordené que trajeran mi caballo del establo. El sirviente no entendió mis órdenes. Así que fui yo mismo al establo, le puse silla a mi caballo y lo monté. A la distancia escuché el sonido de una trompeta y le pregunté al sirviente qué significaba. Él no sabía nada ni escuchó nada. En el portal me detuvo y me preguntó:
-¿A dónde va el patrón?

- No lo sé -le dije- simplemente fuera de aquí, simplemente fuera de aquí. Fuera de aquí, nada más, es la única manera en que puedo alcanzar mi meta.

- ¿Así que conoce usted su meta? -preguntó.

- Sí -repliqué- te lo acabo de decir. Fuera de aquí, esa es mi meta"


La partida, de Franz Kafka

Me encuentro en lo que parece ser un anticuado salón de té, sentada junto a los que, extrañamente, identifico como Boris Vian, Eugène Ionesco y René Clair. Extrañamente, porque no sé en función de qué criterios soy capaz de reconocerlos como tales. No recuerdo si alguna vez en mi vida he visto antes sus caras.

Pese a compartir su misma mesa, sus rostros, sus manos, sus voces, me resultan sorprendentemente lejanos, distantes. Tengo que hacer esfuerzos para eschucharlos, para seguir su conversación. También la mesa misma, las tazas, los platillos, todos los enseres preparados reposan frente a mí en una rara lejanía. Tal vez por ello, por miedo a no calcular bien la medida de mis movimientos en el caso de que me decida a alcanzarlos, mis manos permanecen tímidas sobre mi regazo. Por algún motivo no las veo, aunque siento su pesadez. Mi cuello parece atenazado por una inusual rigidez. Pero no me importa. Mi limito a mirar al frente.

- Como presidente de la Subcomisión de las Soluciones imaginarias -dice Boris Vian- deseo celebrar que nuestra primera actividad de este incipiente Período de Desocultación del Colegio de Patafísica, el que definitivamente cierra nuestro largo Período de Ocultación, haya sido todo un éxito.

- En efecto, señor Presidente -corrobora Ionesco-. La exposición "Agujeros, Nadas y Espejismos" ha sido un verdadero triunfo. Lástima que la comisión no llegara a un acuerdo con respecto a mi propuesta de incluir en ella a la cantante calva. A fin de cuentas, como ya defendí en su día, ¿no es la calvicie una sublime forma de nada, de agujero negro, de espejismo cuando las calvas son lo suficientemente brillantes como para que uno pueda verse reflejado en ellas?

- Ah, mi querido Eugene, creo que eso ya lo discutimos bastante -comenta conciliador Clair-. Y convinimos que los agujeros, las nadas, los espejismos de la exposición debían ser más auténticos, más radicales... Verdaderas ausencias de realidad, auténticos reductos de abisal vacuidad y etérea inmaterialidad.

- Pues a eso mismo me remito, mi querido René. ¿Es que alguien vió alguna vez a la cantante calva? ¿Alguien la oyó cantar? ¿Alguna vez apareció en escena más que en forma de "nada"? Pero bueno, la exposición ya está hecha y no tengo intención de seguir insistiendo. Simplemente pienso que hubiera sido una buena aportación a nuestra artística creación.

- Pero nadie la ha encontrado. La exposición, quiero decir -me atrevo entonces a protestar-. ¿Cómo puede haber sido un éxito? -Mi propia voz retumba en mi cabeza y reverbera contra mis mejillas, como si algo le impidiera salir de mi garganta. Siento una molesta sensación de ahogo. Tengo la impresión de que mis pulmones inspiran y expiran en todo momento el mismo aire viciado. El aire, ahora me percato, retenido tras el cristal que, ante mis ojos, filtra todas las imágenes que llegan a mis retinas. Tal vez sea ese cristal el que produce el efecto de lejanía, de inaccesibilidad, que experimento con respecto a todo aquello que me rodea.

- Mi querida Sylvia, mi querida Sylvia -me replica Boris-, tú siempre tan ausente tras tu campana de cristal. De eso se trataba, nuestra pequeña poetisa, de que nadie la encontrara como tal. Pero te aseguro que, en realidad, e independientemente de lo que haya dicho la prensa, muchos sí la han encontrado. Es más, la exposición se halla eternamente al alcance de todos, de todos los que realmente quieran dar con ella. Lo fascinante, lo maravilloso de nuestra exposición es que no hay límite alguno que la contenga, que no hacía falta encerrarla en ningún recinto al uso, y que, además, durará para siempre. Los agujeros, las nadas, los espejismos, están por todas partes, dentro y fuera, arriba y abajo, a la derecha y a la izquierda. Pero sobre todo dentro. ¿O me negarás que tú misma no estás viviendo ahora rodeada de esa nada? Por cierto, querida, que sepas que esa nueva modalidad de campana te sienta muy bien. Aunque es posible que te resulte un poco incómoda para tomar el té. ¿No quieres una taza?

Boris Vian sirve un poco de te en mi taza y la toma con delicadeza para ofrecérmela. Sigo sin poder medir con precisión a qué distancia se encuentra de mí y no quiero cometer una torpeza. Pero tampoco quiero parecer grosera. Alzo con cierta fatiga mi mano y cuando aparece en mi campo de visión descubro que se halla recubierta por un grueso guante de cristal. Aun así la tiendo con cuidado hacia la suya, que ya está depositando la taza sobre mi palma. No puedo percibir el tacto satinado de la porcelana, el calor del líquido vertido en su interior.

- Bebe, querida -me conmina Ionesco con amabilidad-, te sentará bien.

Trato de acercar la taza a mis labios, pero su borde choca con un ruido metálico contra el cristal que se interpone entre mi rostro y ella. Sólo entonces me doy cuenta de que frente a mí, al fondo de la sala, hay un enorme espejo que reviste toda la extensión de la pared. Pero el espejo no refleja ni a los demás comensales, ni la mesa, ni las sillas, ni el resto de objetos de la sala. Únicamente me muestra a mí, embutida en un aparatoso traje de buzo de cristal cuya escafandra aprisiona mi cabeza.

- No puedo beber. Necesito primero quitarme este traje. Salir de esa campana. ¡Necesito salir de aquí! ¡Fuera de aquí! ¡Que alguien me ayude a salir de aquí! -casi grito con repentina desesperación.

- Querida, no seas boba, sabes que eso es imposible. Nadie puede salirse de su propia piel, por más que lo desee -me reconviene René con una sonrisa condescendiente- Y cuando ésta se convierte en una campana de cristal, sólo uno mismo puede encontrar el mecanismo que le devuelva la antigua permeabilidad que le permita tocar el mundo. Como miembros del Colegio de Patafísica y expertos en esta maravillosa ciencia de las soluciones imaginarias, podemos aconsejarte que busques tu propia solución imaginaria. Pero para eso tendrás que dejar de tomarte tan en serio, en lo que eres o dejas de ser, en lo que puedes o dejas de poder. Y empezar a abrazar sin amargura el absurdo que subyace a tu propia existencia. El absurdo que subyace a la existencia de cada uno de nosotros y a todos nuestros afanes por darnos en ella una forma consistente y sólida. Nada de lo que somos o lleguemos a ser importa tanto, Sylvia. Tendrás que aprender a echarte unas risas mientras bailas un vals con ese absurdo. Así podrás sentirte fuera de nuevo. Anda, trata de beber un poco de té. Quizás eso te ayude.

Intento acercar otra vez la taza a mi boca, con decisión. Pero esta vez la frágil porcelana se quiebra contra el cristal y el líquido se derrama sobre mi pecho, sobre mis rodillas. Ni tan siquiera noto su fluir sobre mi cuerpo, tan sólo las dos lágrimas que se deslizan por mis mejillas. Los tres patafísicos han estallado en carcajadas.

- Pero Sylvia, Sylvia, ¿cómo vas a poder entrar así en nuestro Ilustre Colegio? ¿Pero no te has dado cuenta de lo gracioso que ha sido? -ríe divertido Boris Vian- Anda, ríete, Sylvia, ¡ríete!, ¡ríete!

Cuando despierto las lágrimas han humedecido la almohada. Sigo queriendo estar fuera de aquí. Fuera de mí y de mi propia piel. Pero las comisuras de mis labios ya se esfuerzan por ensayar una sonrisa.

viernes, 10 de julio de 2009

La memoria perdida de las cosas


Sólo en apariencia habitamos nosotras, esas que llamas propiamente tus cosas, como seres callados e inertes en el espacio finito que arropa tus movimientos. Seres inanimados que adhieres a voluntad a tus manos, a tu piel; a tus ojos o a tu nuca si decoramos el escenario del transcurrir doméstico de tus días. Semejantes en nuestro silencio a animales dormidos en la quietud de un bosque nocturno. Confundidas en nuestro letargo con los arbustos de los variopintos objetos de paso, con el follaje de los anodinos útiles reemplazables, con la hojarasca de los enseres que nunca merecerán calificarse de tuyos. Pues de ellos nos distingue, lo sabes bien, la voz que en cada una de nosotras se oculta. Una voz dotada en cada caso de un timbre característico, de un tono y ritmo singulares, por donde fluyen palabras que sólo a ti te interpelan.

Nada más evidente que nuestra natural tendencia a permanecer mudas, o a hablar con apenas un ligero murmullo mientras te deslizas cotidianamente por entre nosotras sin reparar siquiera en nuestra discreta presencia, cuando el hábito te lleva a cogernos y soltarnos en ademanes rutinarios, a mirarnos sin vernos sobre las paredes que te envuelven. Pero la experiencia te ha enseñado que hay ocasiones propicias para que nuestra voz se torne perfectamente audible. Basta quizás una mañana lluviosa de domingo, el indolente vagar por las habitaciones sin más rumbo que el regido por la maraña de tus pensamientos, y el abrir como al descuido un cajón sin propósito definido. Entre tus dedos aparece aquella antigua libreta llena de garabatos, aquel llavero ajado por el uso. Y entonces escuchas, tus pupilas detenidas sobre nosotras, nuestro suave parloteo.

Sin embargo, nuestras voces se hacen oír con plena intensidad allí donde las reglas fijas de la geometría te obligan al recuento y al descarte, a la toma de conciencia de lo que somos, valemos o representamos, a la inevitable disyuntiva entre la ley de la conservación y el abandono. La intensidad se verá además redoblada y llegará a convertirse en un sinfónico clamor de voces, entreverado de exigencias y demandas, si quieren los avatares del destino que debas someternos a un escrupuloso proceso de criba: determinar quiénes de entre nosotras serán las afortunadas, las elegidas, que habrán de desplazarse de sus acostumbrados lugares de reposo para emprender contigo la andadura definitiva hacia otros parajes.

Porque, pese a las distintas figuras y virtualidades de nuestra colorida multiplicidad, una sustancia común nos alía: ser los pozos rocosos de las aguas de tu memoria, los depósitos tangibles para el abrigo de tus recuerdos. Al tiempo, la prueba material de tu existencia pretérita, el cuerpo físico donde se alberga, más allá del poder evocador de la vigilia y el sueño, la impronta incuestionable de la realidad del camino recorrido, del tiempo transcurrido sobre tu coronilla. Sobre nuestra superficie se ha ido escribiendo el texto de caracteres invisibles que nuestras palabras descifran y recitan. La historia que nuestras voces narran, e incluso a veces cantan. Se trata del texto, la historia, la narración de tu propia vida. Palpa nuestra forma y te hablaremos de aquellos largos meses de congoja y desesperación. Sopésanos sobre tu palma y escucharás las risas alegres de una tarde otoñal. Fija en nosotras tus ojos y te admirarás de nuevo ante aquella noche juvenil rasgada por los dedos luminosos de la aurora boreal. Nuestras palabras-tijera recortarán en el aire una ventana por la que asistirás, como en un teatrillo, a la representación de un fragmento, de una escena, de una etapa o un simple instante de tu biografía. Por ella percibirás otra vez el aroma del hogar infantil, o respirarás el distante verdor de aquellas montañas que tanto amaste. Por haberte acompañado durante un tramo de tu trayectoria, por haber formado parte de los acontecimientos que año a año moldearon tus huesos, gozamos del raro privilegio de poder entonar al menos un segmento del canto que define eso que ahora eres.

¿Entiendes entonces por qué nos resistimos con tozudez a ser abandonadas? ¿Por qué nuestros lamentos se confunden con los tuyos ante la mera idea del desprendimiento? Con cada una de nosotras te desharás del anzuelo de ese pedazo de ti mismo que quedó atrapado entre nuestros pliegues. En el momento en que nos deseches, desnudarás el recuerdo que abrigamos dejándolo a la intemperie, inerme, sometido a los caprichos azarosos del misterio de tu mente. Ya proclive a hundirse, en el naufragio de su soporte, en la nada del olvido. Por eso, en tus espacios nunca cesaremos de reclamar nuestro lugar, idéntico a la posible pervivencia, a la salvación en tu memoria de aquellos pocos hilos del tapiz que te dibuja que una vez contribuimos a tejer. Por eso mismo, la perspectiva de nuestro abandono te llevará sin remedio a imaginarnos tristes, huérfanas, desamparadas. A compartir con nosotras esa tristeza, si del vínculo de la memoria nace la ligadura del amor, del afecto que en virtud de esa memoria salvífica nos profesas.

No creas que somos incapaces de comprender qué gravoso lastre suponemos. Que desconocemos la imposibilidad de cabalgar todas juntas sobre tu lomo mientras te esfuerzas por lanzar un pie hacia adelante. No sería difícil en ese caso augurar el tropiezo, la caída que te hiciera morder el polvo bajo nuestro peso. Y sin embargo, nuestra sustancia material, corpórea, palpable, se compadece mal con la necesidad del vacío. De ese vacío de la desmemoria imprescindible para el aparecer de nuevas cosas sobre las que ir germinando nuevos recuerdos. Lo intuimos de lejos y nos asusta. Quién sabe si tanto como te asusta a ti mismo.

El título de este post es un descarado robo del que encabezaba un libro publicado hace mil años por Eugenio Trías. Del contenido del libro poco se ha salvado en mi memoria. Del título, nunca he conseguido olvidarme.