sábado, 24 de marzo de 2012

Justicia II


Hay conceptos cuyo significado nos huele a quimera vaga, a vapor huidizo que se desvanece antes de que nuestros ojos consigan dibujar en él una figura, a construcción intangible que sume nuestra voluntad de aprehenderlos en un desasosegante desconcierto. Decimos “martillo” y ahí está el objeto sólido, concreto, infinitamente más pesado y palpable que el sonido que compone su nombre. Decimos “torpeza” y a nuestra mente asoma –el amago de sonrisa en los labios– la reconstrucción cinematográfica de las imágenes del enredo matutino con la toalla que casi termina con nosotros de bruces en el suelo. Pero decimos “justicia” y no es raro que nuestras cabezas acusen un incómodo vacío que nos deje desarmados ante la expectativa de una posible demanda de explicación precisa.

Quizá por eso afirmaba Derrida, con su habitual lucidez para los conceptos, que la justicia pertenece al orden de lo irrepresentable, de lo absolutamente otro frente a la esfera que habitamos los humanos, por más que la responsabilidad del origen y existencia de esta noción no recaiga sino sobre nosotros mismos. Así somos: extrañas criaturas que persiguen y reclaman los objetos de sus invenciones. La palabra justicia, señalaba Derrida, remitiría a una experiencia de lo imposible. De justicia sería, acaso, que a quien ha muerto gratuita y violentamente a manos de otro le fuera devuelta la vida. Pero ni tan siquiera esa devolución milagrosa podría compensar por completo el daño infligido por la muerte a destiempo si no fuera capaz, a la vez, de borrar de la memoria del muerto el dolor de la carne bajo el arma asesina, de restituir los días consumidos al margen de esta vida hasta el momento de la resurrección, o de anular las lágrimas ya derramadas de quienes penaron por su ausencia. Como no podría hacerlo la íntegra reposición del bien sustraído si no lograra a un tiempo eliminar la ira, la impotencia, la sensación de pérdida y el nacimiento de la desconfianza en el prójimo provocadas por el robo. La justicia forma parte de un orden ilusorio y sólo existe, si cabe, como algo siempre por venir y nunca presente, como una promesa incumplible que algunos relegan al más allá trascendente hablando de justicia divina, y otros sitúan en un más acá incontrolable al apelar a la justicia poética. Unos y otros aciertan: la única realización de la justicia que nos es dado imaginar dependería de la omnipotencia de un dios o, a falta de él, del azar enigmático que en nuestra búsqueda de sentido nos empeñamos en llamar destino.

Por eso mismo, insistía Derrida, el derecho no es ni será nunca la justicia, aun cuando, paradójicamente, la propia noción de justicia, tal y como alcanzamos a materializarla desde nuestra humana y limitada condición, exija instalarse en el derecho que se ejerce en su nombre, en las leyes por las que los jueces se rigen con el objetivo y el deber de impartirla. Si la justicia pertenece al orden de lo incalculable –cómo calcular, cómo computar en cifras exactas daños y dolores, agravios y ofensas, así como sus justas compensaciones o reparaciones, incluso de ser éstas factibles-, el derecho es el terreno del cálculo, de la casi obscena indemnización monetaria ante la muerte del hijo irreemplazable, del castigo en años, meses y días al malhechor que nunca nos retornará la salud quebrada o el brazo amputado, todavía en lugares lejanos del ojo por ojo y el diente por diente que tampoco habrá de restituirnos el ojo o el diente extraviados. Si la justicia es extraña a las normas y reglas generales, puesto que la situación que demanda justicia es siempre singular, en última instancia irreductible a cualquier otra, y más irreductibles aún mi daño, mi dolor, mi agravio u ofensa, el derecho no puede más que operar sobre la generalidad de la norma, sobre la universalidad abstracta de la ley, que impera según un principio de igualdad –todos iguales ante la ley– ajeno a las circunstancias particulares, a la idiosincrasia de cada crimen y cada infractor, de cada víctima y cada inocente muerto o dañado.

Tratando en parte de salvar el hiato que instaura la desproporción esencial entre la justicia y el derecho, de acortar distancias en el exceso insuperable que representa la justicia frente al derecho, se halla la figura del juez. Él es quien debe interpretar la regla general según el caso particular. Quien debe hacer valer sobre el acusado leyes formuladas con anterioridad a su delito y a la vez ajustarlas a la concreción de su presente. Quien debe, en definitiva, aplicar la norma abstracta a circunstancias únicas e irrepetibles. Pero ni tan siquiera en esa parte el hiato resulta salvable. Lo muestra el hecho de que el juicio del juez comporta invariablemente una decisión que, en idéntica problemática, excede y desborda toda regla existente y codificada: ninguna regla o ley accesoria puede garantizar la justa interpretación de la ley para el caso particular. De lo contrario, no habría necesidad de jueces. Bastarían máquinas de calcular conforme a tales reglas o leyes. Por tanto, es urgente admitir que los jueces no deciden en función de leyes, sino de su concreta, singular y subjetiva interpretación de las leyes en atención al caso singular. Una interpretación que emerge de algo tan intangible, tan inobjetivable, tan renuente al examen y posterior enjuiciamiento como la conciencia del juez. Y de esa conciencia invisible nunca sabremos si, en el filo de la decisión, se ha decantado por la imparcialidad o por la parcialidad. Por la suspensión de todo interés privado o por la sombra de la incapacidad de suspenderlos. Por el imperativo de honestidad que presuponemos en su conciencia o por su deshonesto apartamiento.

En otro lugar, Derrida reflexionaba sobre el significado del verso final de un poema que Paul Celan escribió en 1967, “Gloria cineraria”: “Nadie/ atestigua por/ el testigo”. También el testimonio del testigo es subjetivo y, en su subjetividad, inverificable. Sujeto a las veleidades de su memoria igualmente invisible. Ante todo, al imperativo de sinceridad cuyo cumplimiento nadie tiene el poder de garantizar. Débil y endeble incluso bajo juramento –¿acaso excluye el juramento la mentira?– frente a las pruebas fácticas con las que debe ser contrastado y que corroborarán o no su verosimilitud. En el verso de Celan se desvela el absurdo de la pretensión de postular un presunto testigo del testigo capaz de garantizar la verdad de su testimonio. Y no sólo porque la memoria de este segundo testigo se hallaría por principio sujeta a las mismas veleidades de su memoria, su testimonio a un imperativo de sinceridad cuyo cumplimiento quedaría idénticamente fuera de toda garantía: ese testigo del testigo lo sería igualmente de los hechos testimoniados y, pese al rodeo efectuado, nos toparíamos de nuevo con el interrogante, con la incertidumbre que anida en el punto de partida. Celan estaba en lo cierto, en su poema se decía verdad: nadie puede atestiguar por el testigo, nadie puede legitimar lo dicho en su testimonio. La misma verdad que muestra un rostro inquietante al proyectarse sobre la figura del juez: ¿puede alguien enjuiciarlo? Cabría recurrir –esta vez sí– a un segundo juez que enjuiciara su decisión. Pero, ¿cómo saber con certeza que la decisión de su enjuiciamiento se ha decantado por lo correcto? ¿Acaso requiriendo el juicio de un tercer juez que la enjuiciara, y la de un cuarto que enjuiciara la de éste, y la de un quinto que enjuiciara la de éste, y la de un sexto que…? La consecuente regresión al infinito estaría servida. Ni todo el tiempo del mundo bastaría para ponerle fin. No nos queda sino aceptar que la justicia a la que como humanos podemos aspirar jamás dejará de depender de la conciencia inescrutable de un juez. Y por causa de esa dependencia correremos siempre el riesgo de que su decisión se encuentre tan lejos de esa quimera irrealizable que es la justicia como una ley abolida por injusta.

No obstante, Derrida advirtió con contundencia de la ilegitimidad de refugiarse en el pretexto de la inevitable desproporción entre la justicia y el derecho para eludir la lucha por establecer leyes más justas o por denunciar decisiones judiciales injustas. Ya se ha dicho, pero quizá sea necesario repetirlo: en su quimérica irrealidad, es la propia noción de justicia la que reclama asentarse sobre esa maquinaria abstracta y exenta de garantías que representa el derecho. Y como nos recordaba François Truffaut casi al término de la maravillosa película “El niño salvaje”, el deseo de justicia es un deseo tan inalienable como constitutivo de la construcción histórica, social y cultural que llamamos naturaleza humana. En ella, los denodados esfuerzos del profesor Itard por hacer transitar a Víctor desde el estado de animalidad hasta la adquisición de los caracteres que nos permiten reconocernos como humanos se ven confrontados con un grave momento de duda que decide resolver poniendo a su discípulo a prueba: someter a Víctor, tras haber resuelto correctamente un ejercicio, a un castigo injusto. Cuando le reprende y trata de encerrarlo en un cuarto oscuro, Víctor se revuelve contra él y le muerde la mano. Se rebela contra el comportamiento que percibe como injusto. Ésta era la reacción que Itard esperaba de Víctor como prueba de su adquirida humanidad: “El sentimiento de lo justo y lo injusto”, afirma Itard, “ya no era extraño al corazón de Víctor. Al provocar en él ese sentimiento, acababa de elevar al hombre salvaje a la altura del hombre moral por su mejor característica y más noble atributo”.



domingo, 11 de marzo de 2012

Tiempos de guerra, que son tiempos difíciles



Quién me hubiera dicho que esta ausencia y este silencio, acotados en la anticipación tantas veces fallida –qué mejor prueba que ésta al tiempo veraniego, se prolongarían hasta alcanzar esta bendición de primavera temprana que intenta dejar atrás antes de hora el invierno más crudo que recuerdo.

La realidad, sin embargo, ésa que siempre nos desborda, no conoce de previsiones. Tiende a plegarse mal a la planificación y el cálculo, a los deseos y las expectativas. Jamás queremos contar con la posibilidad de que ciertos hechos inesperados tengan el poder de desencajar las piezas que configuran el artificioso entramado de nuestras rutinas presentes, tan a menudo proyectadas con confiada seguridad sobre el futuro inmediato. Aunque desde largo sepamos de la fragilidad del ensamblaje que el número excesivo de piezas impone en nuestros limitados relojes. Pero a veces ocurre.

El asalto, el ataque frontal, la ofensiva a traición –no es fácil dar con el nombre que describa lo sucedido sin demorarse en detalles inoportunos, me encontró ultimando los adjetivos y los verbos, los puntos y las comas de mis desvelos estivales. Aún pude refugiarme en ellos durante unos días mientras era presa de la momentánea parálisis que suele suceder a los golpes. Poco tardé en descubrir que no caben refugios cuando lo que se precisa es hacer oídos sordos a las voces crispadas de la contradicción, abandonar con un sonoro portazo la torre de marfil, y lanzarse escaleras abajo hacia la arena para empezar a llenar sacos y levantar trincheras. Para procurarse el uniforme y cargar las armas que uno tenga a mano. Lo que se precisa cuando se siente que, de permitir el atropello sin tan siquiera patalear y por inútiles que sospeche que van a resultar los pataleos, he aquí una parte nada trivial de la contradicción, la propia dignidad no se atrevería ya a volver a mirarse al espejo.

Estos últimos meses han sido tiempos de guerra. Aún lo siguen siendo. Y ya se sabe que las guerras exigen dedicación, entrega, empeño. Consumen, desgastan, amenazan con dejarlo a uno desnutrido y exhausto, si no malherido o mutilado. Más aún cuando no existen jerarquías al mando y cada soldado es parte esencial de la organización comprometida de la contienda. Más aún cuando deben convivir con un remedo de normalidad que exige mantener a salvo de la fuerza sigilosa de la costumbre, de la tentación de la resignación y el desaliento, el espíritu combativo que las sostiene. Todo esfuerzo debe concentrarse en un único propósito: que la acción no decaiga. Porque en las guerras –cualquiera lo sabe igualmente es la acción lo que importa. Cuando no son ellas mismas ya propiamente acción, las palabras tienen que convertirse en sus sumisas aliadas y ponerse por entero a su servicio. Para comprender la naturaleza del enemigo y definir sus intenciones. Para delinear la estrategia a seguir en la próxima escaramuza. Para convencer a quienes vacilan de la necesidad de proseguir en la batalla. En tiempos de guerra, el cauce de las palabras se angosta y afila en pos de su meta, y es difícil que de nuestras bocas o plumas broten otras palabras que no sean las destinadas a la movilización y la ofensiva. Y si lo hacen, brotan sólo a ráfagas, a retazos ante el volante o sobre la almohada, y allí se evaporan sin cobrar consistencia articulada a falta de suelo sereno y calmado que abone su crecimiento. Hubo uno que en tiempos de guerra logró garabatear crípticas sentencias en el refugio inhóspito de las trincheras. Pero, si no me falla la memoria, la esquematización apodíctica, enfermizamente aritmética que posteriormente les conferiría la luz de su pleno sentido sólo pudo fraguarse lejos de las bombas y las balas.

Estos últimos meses han sido tiempos difíciles. Aún lo siguen siendo. Y no sólo por los golpes, cada vez más hirientes, que continúan lloviendo desde el frente principal. Otros golpes han sobrevenido mientras tanto desde otros flancos. También dolorosos. Quizá incluso más hirientes, por invisibles a los ojos superficiales del mundo, por más hondos en el orden de las expectativas y deseos, acariciados no sin idénticamente honda vacilación pero al fin y al cabo acariciados. Aún vivo bajo el peso de todos ellos, y de la abigarrada realidad que componen, entreverada por tantas sombras. Sin victorias a la vista en esta guerra que no cesa. Tratando día a día de alcanzar ese todo que, según decía Rilke con sabia razón, es sobreponerse a los golpes y las sombras en la imposibilidad de la victoria. Tampoco los tiempos difíciles son propicios para las palabras. No mientras el pensamiento no logre sobrevolar con un mínimo de altura la tierra pedregosa que lo ata. En tiempos difíciles, el cauce de las palabras se angosta y empobrece, obstinado en dar vueltas en círculo, como el borrico alrededor de la noria, en torno a las aristas que nos arañan. Cuando no enmudecen en el vaivén del desconcierto, las lenguas tienden obsesivamente al rebuzno, al exabrupto agrio, al quejido lastimero e impúdico. Nada que uno desee exhibir o compartir más que con quienes, por fortuna, gozan todavía sobre nosotros del poder del abrazo y el consuelo.

Decidí esperar a sobreponerme para volver a escribir sobre esta página en blanco. Esperar, también, a haber forjado nuevas rutinas, qué duda cabe que más apretadas –las horas son las que son, el reloj más limitado y obtuso que nunca, que me permitieran emborronarla con cuadros y letras con un cierto ritmo armónico. En contra de lo que puedan estar pensando, ese momento todavía no ha llegado. Pero no puedo seguir por más tiempo acallando esta necesidad que desde hace mucho me acucia de recobrar este espacio mío y suyo, y así recobrar con él todo lo que lo alimentaba. La necesidad de encontrar la manera de hacerlo sobrevivir a estos tiempos difíciles que son también tiempos de guerra. Pese a los demasiados meses transcurridos, o precisamente a causa de ellos, nunca he dejado de experimentar su abandono como una pérdida.

Para serles sincera, a día de hoy desconozco cuál será esa manera. Sin embargo, cuando los momentos esperados se resisten a llegar por sí solos, quizá no nos quede más remedio que tratar de forzar con cierta violencia su venida. A la espera, esta vez, de que ese acto impositivo, ese gesto de rebeldía contra el devenir de los acontecimientos internos y externos, sea capaz de impulsar un nuevo ensamblaje entre las piezas desencajadas que no logramos vislumbrar en la distancia. Que no logramos imaginar en esa voluntad nuestra de anticipación que tantas veces nos falla.