lunes, 20 de diciembre de 2010

Hospitalidad


Ese mundo no es el mío:
es el tuyo: el que en tus pupilas
hundido está desde siempre
y no lo alcanza mi vista.
A ese mundo quisiera entrar
antes que suene la hora
-ay- de mi vida.

El mundo que yo no viva - Agustín García Calvo


Llama a mi puerta tu voz de eslabones engarzados, el silencio espejeando mi contorno en tu mirada, la límpida humanidad de tu figura. Otra es, sin embargo, la tonalidad que fragua el metal de la cadena descifrable, la luz de mi reflejo extinguiéndose en el reverso de tus ojos callados. Y por más que muevan tus manos cinco dedos y cinco dedos las mías, nunca sabré, si alcanzo a tocarte, cómo se encienden y crepitan sobre tu piel esos dedos míos tan parecidos, tan diferentes a los tuyos.


Por eso llamas a mi puerta. Llaman tu voz, tu mirada, tu figura. Porque incluso si caminas a mi lado cada noche con sus días, vienes siempre de lejos, vienes siempre de fuera. Calados tus huesos bajo la tormenta por gotas de lluvia que a mí jamás me rozaron. Poblados tus ojos de bosques oscuros y pájaros petrificados en pleno vuelo. Los pies curtidos por piedras de aristas desconocidas, acariciados por vientos ajenos a los míos. Como si llegaras de un país remoto cuyo cielo ignoro, cuya tierra se me oculta. Donde otro fuera el mapa de las estrellas que en el firmamento ampara tu frente alzada, y otras las hojas caídas que arropan en murmullo tus pasos. Otras en el túnel de tus pupilas, en el pozo insondable de la memoria escapando al relato, en tu lengua paladeando palabras legibles, a la vez cerradas como cofres si sólo tú percibes el sabor de esas palabras en tu boca, el aroma que las envuelve, el laberinto de imágenes, de sentires, de melodías que en ellas resuenan al tú pronunciarlas. Ante todo, otras dentro del lugar sin coordenadas desde donde te abres en ventana a ese cielo y a esa tierra, a cada una de las pequeñas y grandes cosas que entre ellos se esponjan, a mí al llamar a mi puerta. Como un extranjero arribado a suelo extraño. Como un extraño buscando cobijo en mi casa.

Llamas a mi puerta para descubrir que no hay puerta que te impida la entrada. Traspasas el umbral y estás dentro. Lo quiera o no, eres ya mi huésped, eres ya mi invitado. Lo quieras o no, soy ya tu rehén en mi propia casa: me ata tu mera presencia forzando la necesaria respuesta, condenándome a cargar con ella hasta en la pretensión de eludirla. Pero serán la voluntad que alienta tu llegada y su expresión en tu rostro, mi consecuente o recelosa acogida, el azar o el destino aliados al tranquilo transcurrir del tiempo o al tijeretazo brusco que lo niegue, también la intensidad con que la naturaleza de tus demandas y mi aceptación o rechazo perpetren el secuestro, los jueces que sentenciarán en cuál de las múltiples habitaciones de esta casa que digo mía te será dado instalarte. Entre quiénes de los incontables huéspedes que la habitan se halla tu sitio.

Reconocer tu condición de invitado implica saber que llegas demasiado tarde para tener cabida en la habitación de sus primeros huéspedes. Ésos cuya alteridad entonces ignota sembró los cimientos de esta casa. Ésos que con sus signos y gestos, con sus leyes y reglas, penetraron la masa informe, la semilla tierna, el barro húmedo, diseñando su más primigenio esbozo. Porque nada era antes de su venida, porque sólo su extranjería permitió el nacimiento de mi identidad quebrada, carecen mis dinteles de puertas que los sellen y así permanezco expuesta a la llegada de otros huéspedes.

Se agolpan los más numerosos en diversas estancias de dimensiones indefinidas, de trazado y muebles neutros, las más distantes de las habitaciones que ocupo. Allí reposan en calma, innominados o con nombres huidizos, apenas provistos de peticiones. Rara vez se asoman al pasillo para solicitar cualquier nimiedad de fácil satisfacción, y a cambio aportan sus cuerpos cierto calor animal a la casa. Se trata de huéspedes fortuitos, de rápido reemplazo, que no dejan mancha pero tampoco huella reseñable alguna, y desaparecen un buen día acaso con menos que un breve adiós.

Reservo igualmente varias salas para los huéspedes indeseados. Sin más preámbulo los destinan a ellas sus malos modos, sus lenguas aburridas o en exceso afiladas, los galones con que aspiran a imponer su dominio al poco de cruzar la puerta. Otros llegan trasladados desde las estancias donde me despliego y demoro: lentamente acabó por desvelarse su inconveniencia entre sus paredes amorosamente decoradas, sobre las alfombras que resguardan mis plantas desnudas. En algunos casos, porque la entrada de otros huéspedes en más armónica sintonía con mis placeres y quebrantos los mudó en estorbo dentro de sus limitados espacios. Y unos pocos propiciaron con contundencia el cambio a fuerza de errores dañinos, de golpes malintencionados, de inocentes pero nocivas torpezas. Son huéspedes molestos, irritantes, cubiertos de más exigencias, de más súplicas de las que el buen ánimo desearía concederles. Se les soporta con la resignación del penitente si resulta ineludible atenderlos, de ser posible se les ignora y sortea al transitar de habitación en habitación con la esperanza de su marcha pronta, de que finalmente abandonen sus camas en préstamo arrastrando consigo el espectro enervante de su recuerdo. Estos últimos tienden a aullar al alba como lobos a la luna, perturbando mi sueño con el despertar de la culpa.

Pero si logran tus manos amables y la calidez templando tu voz, la sabiduría de tus palabras y tu risa sincera, que tu nombre se consolide y torne gozosa costumbre en mis labios, te alojaré en unas de las habitaciones más próximas a las mías. Y junto a mis más queridos huéspedes, te sentaré a mi mesa para compartir contigo mis mejores viandas, para hacerte partícipe de mis más bellos juegos, para dedicarte mi tiempo valioso en conversación frente el fuego. Esforzándome, solícita, por agasajar tu paladar con vinos añejos, por escuchar al atardecer tus cuentos, por reservarte mis horas más soleadas, por ayudarte a airear tu habitación cuando las sombras la invadan, y no cese en ti el deseo de ser mi invitado. Te unirás así al círculo de aquellos huéspedes con quienes aprendí a valorar el secuestro como un regalo, como una gracia que invita a tender las muñecas a las cuerdas, consciente de que su ausencia enfriaría mortalmente esta casa e inocularía en mí la duda de si merece ser habitada.

Quizá, quién sabe, se fortalezca tan poderosamente tu presencia entre sus tabiques que empiece a creerla irremplazable. Quizá comience a conquistarme la idea de que es tu precisa luz, y sólo la tuya, la que arranca a cada uno de sus rincones el más hermoso brillo, disolviendo sus humedades, esclareciendo sus tinieblas. La idea temblorosa de que la desaparición de los lazos que en torno a sus cimientos has ido tejiendo los heriría con grietas irreparables. Y termine entonces por instalarte en mi propio cuarto, por abrir mis armarios y cajones a los objetos que te acompañan, por cobijarte bajo la suavidad de mis mantas. Para que te conviertas en mi más precioso huésped y yo en tu más cómplice rehén. Para que a mi lado camines cada noche con sus días. Y junto a ti sea capaz de olvidar, durante largos instantes o largas horas, que también tú, como el resto de mis huéspedes, vienes siempre de lejos, vienes siempre de fuera. Portando a cada paso en tu mirada, en tu figura, en tu voz, un mundo extraño que sin remedio se me hurta.


miércoles, 8 de diciembre de 2010

Mentiras


"Todo empezó con una pequeña mentira", confiesa Emilio Barrero, economista y ejecutivo del Banco de España para todos sus familiares y conocidos. Una pequeña mentira que, sin embargo, ha acabado dando paso a la monstruosa impostura que es el pleno entramado de cartón piedra de su vida. Porque, aunque así lo crean su mujer y su hijo, sus padres, sus suegros, sus más íntimos amigos y las personas que trata habitualmente, Emilio Barrero no es economista ni trabaja en el Banco de España. Sólo finge serlo desde hace veinte años. Una ficción que comienza cada mañana cuando, con su traje caro y su maletín, lleva a su hijo al colegio para después dirigirse a un parque donde pasea o lee, esperando pacientemente la hora de regresar a casa tras su inexistente jornada laboral. Que apuntala pretendiendo frecuentes viajes al extranjero que nunca lleva a cabo. Que se sostiene a fuerza de reiteradas estafas a sus padres, a sus amigos, a sus conocidos, prometiéndoles inversiones de alta rentabilidad dada su posición en el Banco de España, con las que paga su lujoso chalet en las afueras, el colegio privado de su hijo, su imagen de hombre de éxito. Hasta que, bajo el peso de nuevas y cada vez más inverosímiles mentiras, el frágil edificio de cartón piedra se derrumba y Emilio Barrero se ve forzado a confesar que toda la farsa que es su vida empezó con una pequeña mentira.

Esta es la historia que nos cuenta Eduard Cortés en su película "La vida de nadie". Una película cuya visión provocará la inmediata aparición de un nudo en el estómago de sus espectadores porque éstos, sabedores prácticamente desde el comienzo de la impostura de Emilio Barrero, no dejarán de preguntarse cómo es posible soportar durante veinte largos años una mentira de tales dimensiones y todo lo que ésta conlleva: la tremenda soledad, el diario vagar por el parque en pugna con el tiempo y el vacío, el esfuerzo por narrar y recordar de continuo lo que sólo posee realidad en las propias palabras, el pánico al posible desvelamiento del engaño a causa de un error trivial... De tratar de imaginar cómo cabe respirar cuando se ha adherido al propio rostro una máscara asfixiante que debe mantenerse y reforzarse día a día en ausencia de toda perspectiva de desprenderse de ella que no implique la pérdida más absoluta, incluso de la libertad en el seguro destino de la cárcel. Y asistirán, encogidos por una angustia que el propio Emilio Barrero no parece sentir, a un progresivo desbordamiento de su capacidad de invención y mentira que se convertirá en la previsible antesala de la tragedia.

Pero es sólo la ficción de una ficción imposible, pensé al terminar de ver la película. Quizá, interpreté, la inquietante historia de Eduard Cortés no pretende ser más que una gran metáfora de cómo la mentira puede llegar a actuar como un cancer capaz de malograr las vidas de quienes se dejan arrastrar por ella. Y por mi cabeza cruzaron también imágenes de hombres y mujeres casados con mujeres y hombres a los que nunca amaron, padres y madres de hijos que nunca desearon, desempeñando trabajos que nunca quisieron para sí, mintiéndose a sí mismos cada día para ocultarse el fracaso de sus existencias y su incompetencia o cobardía para enmendarlas. Hasta que, pocos días después, la casualidad quiso que averiguara que la historia llevada al cine por Eduard Cortés, lejos de ser ficción, aspira a relatar la mentira en la que se sumergió durante dieciocho años un hombre real, condenado hoy día a cadena perpetua. Inspiradas en él se han realizado, además de la de Eduard Cortés, dos películas más, El empleo del tiempo y El adversario. Esta última basada en el texto del mismo título del periodista francés Emmanuele Carrère, que intenta presentar y analizar al protagonista de esta increíble historia, Jean-Claude Romand, a partir de las declaraciones que efectuó durante el juicio por asesinar a su mujer, a sus hijos, a sus padres y a su perro, cuando en 1993 se creyó a punto de ser descubierto en su existencia engañosa. Un libro y tres películas: tal vez la cifra demuestre que la singularidad del caso de Jean-Claude Romand suscita toda suerte de emociones excepto la indiferencia y merece ser objeto de reflexión.

La espiral de mentiras de Jean-Claude Romand comenzó también, según cuenta en el juicio, con una pequeña mentira motivada por un desafortunado accidente: días antes de los exámenes finales de su segundo año de Medicina, sufre un percance en el que se rompe la muñeca derecha. No puede presentarse a los exámenes, pero tampoco se atreve a revelar a sus padres lo sucedido. Semanas más tarde les comunica que ha superado con éxito los exámenes y que va a matricularse en el tercer curso. Durante varios años más, Jean-Claude asiste regularmente a las clases e incluso se reúne en su habitación a estudiar con la que más tarde se convertirá en su mujer, matriculada en la Facultad de Farmacia. Sin embargo, ya no volverá a presentarse a ningún examen. Jacques perpetra el engaño con tal habilidad que ninguno de sus conocidos dudará de que ha obtenido su título de doctor en Medicina. Tampoco de que poco después ha conseguido un prestigioso puesto en Ginebra como investigador de la Organización Mundial de la Salud, a donde se desplaza desde su lugar de residencia en una zona de Francia cercana a Suiza para codearse con importantes científicos y políticos. Pero Jean-Claude no trabaja en ningún sitio: sus días transcurren en diferentes cafeterías, parkings, isletas de autopistas, donde lee prensa y revistas científicas o sencillamente dormita. A veces, se dedica a vagar sin rumbo por los bosques de Jura. Y al igual que el protagonista de la película de Eduard Cortés, financia sus gastos solicitando dinero a sus familiares y conocidos que, presuntamente, deposita en cuentas bancarias en Suiza. Sin embargo, llega un punto en que sus estrategias para obtener dinero se agotan. Algunos de los estafados comienzan además a desconfiar de él. Ante la posibilidad de que su verdad salga a la luz y, desde la creencia de que su familia no podrá aceptarla, Jean-Claude decide asesinarla y suicidarse posteriormente. Los mata, se cita con una amiga íntima con idéntica intención de asesinarla aunque ésta logra escapar, regresa a casa, ingiere barbitúricos y prende fuego al hogar familiar. Se salva milagrosamente. Tan milagrosamente que las pruebas médicas apuntan a que tomó los barbitúricos cuando los bomberos estaban ya en camino hacia la casa y que su suicidio, por tanto, no fue sino una impostura más antes de ser encarcelado.

Y, no obstante, no la última. Porque una de las conclusiones que se desprenden del libro de Emmanuele Carrère es que para Jean-Claude Romand, habituado a simular ser quien no era durante casi veinte años, a inventar para quienes le rodeaban una vida inexistente, la impostura se ha convertido en una segunda naturaleza que coarta todo acceso a la verdad de su persona, de sus recuerdos, de sus sentimientos. Todos sus gestos, sus palabras, sus acciones, siguen teniendo como único objetivo el mismo que le guiaba antes de asesinar a su familia: ofrecer una imagen favorable de sí mismo a los demás, con independencia de que esa imagen se corresponda con los hechos que fraguaron su vida en el pasado o con sus juicios y valoraciones presentes. Los psiquiatras que le han tratado sospechan que ni tan siquiera se da ya en él esa doblez que se presupone en la conciencia de la mentira, la que consiste en conservar una idea de la realidad que se altera o deforma mediante el discurso: Jean-Claude dice lo que cree y cree lo que dice, y sus creencias se reconstruyen día a día en función de las interpretaciones que le brindan los propios psiquiatras que lo visitan en la prisión sin admitir contraste alguno con una verdad que ni él mismo parece poseer. No es posible, pues, descubrir quién fue y quién es Jean-Claude Romand más allá de la máscara cambiante e incoherente a lo largo del tiempo que expone ante sus semejantes tratando de ajustarla a su preocupación por presentar una imagen positiva de sí mismo. Ni llegará nunca a saberse en qué ocupaba las horas, ni qué pensaba y sentía durante su transcurso, de todos aquellos días en que salía de su casa para enfrentarse a la nada y al vacío ocultos tras su título y trabajo ficticios.

Termino de escribir esto y pienso que todos hemos mentido en numerosas ocasiones para ofrecer a los demás una imagen más favorable de nosotros mismos. Que es probable que nos mintamos sin saberlo para componer ante nuestros propios ojos un retrato de aquello que somos más acorde con nuestros deseos y juicios morales. Que, entonces, también en nuestro caso se halla vedada, para los otros y desde la intimidad de nuestra propia conciencia, la conquista de un conocimiento último, indiscutible, preclaro, acerca de quiénes fuimos y quiénes somos. Pero tal vez lo que nos separa de Jean-Claude Romand resida en nuestra capacidad para anticipar las consecuencias de nuestras posibles mentiras y en la decisión de optar por la verdad, por dolorosa o incómoda que ésta sea, cuando las percibimos en la distancia como aún más dolorosas e incómodas que la propia verdad.

Sólo que esa línea fronteriza entre Jean-Claude Romand y nosotros no resulta tan nítida si tenemos en cuenta que toda una vida de monstruosa impostura puede comenzar con una pequeña mentira. Y que muchas son las veces en que erramos en la previsión de las consecuencias de nuestros actos, o las circunstancias que podrían conducirnos a un fatal error de cálculo.