viernes, 25 de septiembre de 2009

Los escritores del No


En estos días aún de desasosiego y excesivo trabajo porque hasta la más insignificante de las tareas se revela doblemente trabajosa, días aún de desubicación y desorientación más que palpable en la chaqueta que pierdo caminando por la calle, en la bolsa de la compra olvidada en el supermercado, en las llaves mil veces extraviadas y mil veces reencontradas al retroceder sobre mis pasos, releo en escasos ratos perdidos, de la mano de Vila-matas y a la espera del regreso de la calma necesaria para otras lecturas que aguardan desde hace tiempo, el que en mi memoria siempre se me aparece como el libro de los escritores del No.

Entiendo que lo natural, lo más sensato, lo más lógico, es lanzar el interrogante sobre por qué los escritores escriben. No preguntarse por qué no escriben. Hasta la propia formulación de la cuestión resulta un tanto paradójica: se da por sentado que un escritor es alguien que escribe, y no alguien que dice no al escribir. Pero este singular libro está enteramente dedicado a los escritores que no escribieron y a la indagación sobre las razones que podrían sustentar su decir no a la literatura. Escritores a los que su autor, en homenaje al inconfundible protagonista de la novela de Melville y su irritante "Preferiría no hacerlo", bautiza como los bartlebys, seres en los que, a su juicio, habita una turbadora tendencia a la negación del mundo, algo así como una fatal atracción por la nada.


Entre los numerosos bartlebys que desfilan a lo largo de las páginas de este libro, Vila-matas hace figurar a diferentes especies de negadores: los que, tras publicar una o dos grandes obras que les valieron la fama y la admiración del mundo literario, nunca más volvieron a escribir; los que comenzaron a escribir algo y un buen día quedaron paralizados para continuar su proyecto; pero también aquellos que, pese a tener una reconocida conciencia literaria, una notoria mentalidad artística evidente para quienes los conocieron, nunca llegaron a escribir nada. Supongo que cualquier lector se preguntará sorprendido si se puede ser escritor sin haber escrito nunca nada. Pero Vila-matas se adelanta al interrogante citando a un autor que escribió un libro titulado, precisamente, "Por qué no he escrito ninguno de mis libros", y en el que defiende que los libros que no ha escrito, lejos de ser pura nada, se hallarían "como en suspensión en la literatura universal". Sin duda, un extraño e inquietante estado éste de la suspensión literaria, en el que además, contradictoriamente, no podía entrar lo que acabó tomando la forma de un libro cuya mera existencia desmiente que su autor no hubiera escrito ningún libro. Sólo que para Vila-matas esto no entraña contradicción alguna: víctimas de ese raro Síndrome de Bartleby habrían sido igualmente quienes escribieron sobre la imposibilidad esencial de la escritura. Pese a ser conscientes de que
escribir que no se puede escribir, también es escribir, como dijera una vez Robert Walser.

En el itinerario trazado por los motivos de los que podría emerger ese no se hace patente que éstos poseen múltiples y variopintas apariencias. Así, cuenta Vila-matas que Juan Rulfo no escribió nada durante treinta años alegando que había muerto su tío Celerino, que era el que le contaba las historias. Otro escritor confesó haber dejado de escribir por culpa del trastorno de haber aprendido inglés y las complicaciones que esto le producía. Otro, por haber estado esperando durante diez años la llegada de la inspiración. Algunos renunciaron a escribir negándose de paso a sí mismos y proclamando no ser nadie o desear que el mundo se olvidara de ellos. E incluso se dio el caso de un aspirante a escritor que, tras verse imposibilitado para escribir al conocer a otro famoso escritor, dijo sentirse como un mueble y que, es obvio, los muebles no escriben. Pero también hubo los que incluyeron en su negatividad la negación a justificar por qué habían dejado de escribir y, sencillamente, desaparecieron de la noche a la mañana sin dejar rastro seguible. Y los hubo asimismo que se negaron radicalmente tanto en su escritura como en su existencia y acabaron suicidándose.

Sin embargo, y aunque aún no he terminado de releer el libro, sospecho que, por debajo de tantas razones y pretextos que en realidad no logran explicar el por qué del rechazo a la escritura ni quizá pretendan hacerlo, late una suerte de motivo común que podría rastrearse en muchos de ellos: la percepción de la escritura como una actividad de alto riesgo, como un ejercicio que en cada uno de sus trazos se ve enfrentado a la nada y al vacío porque sabe que su sentido estriba en abrir nuevos caminos e intentar decir lo que todavía no se ha dicho.

En ninguna otra parte he encontrado una mejor definición de esta idea, la idea del desafío casi sobrehumano y su posible fracaso que representa la literatura, que en las siguientes palabras de Roberto Bolaño: "¿Entonces qué es una escritura de calidad? Pues lo que siempre ha sido: saber meter la cabeza en lo oscuro, saber saltar al vacío, saber que la literatura básicamente es un oficio peligroso. Correr por el borde del precipicio: a un lado el abismo sin fondo y al otro lado las caras que uno quiere, las sonrientes caras que uno quiere, y los libros, y los amigos, y la comida". Tal vez haya que no estar muy cuerdo para optar por el lado de ese abismo sin fondo y ese precipicio, pudiendo elegir en su lugar el lado de las caras sonrientes que uno quiere, los libros, los amigos y la comida. Tal vez esa falta de cordura deba tener, necesariamente, una duración limitada si no quiere convertirse en fatal e irreversible locura. Pero sea como sea, puedo comprender que sólo algunos se sientan capaces de convivir con esa dialéctica entre la elección del abismo sin fondo y lo que, según Bolaño, debe dejarse de lado al adentrarse en él. Como puedo comprender que la manera de aventurarse en las profundidades tenebrosas de ese abismo de algunos otros pasara por su negación, por pronunciar ante él un decidido no. Bien desde su mismo interior, escribiendo sobre la imposibilidad de escribir, bien contemplándolo horrorizados desde fuera para, como Bartleby, preferir no hacerlo y sumirse en el silencio.

sábado, 12 de septiembre de 2009

Saltar


En contra de las leyes que rigen para la materia física, saltar es, para nosotros, esos extraños seres hundidos en su reino pero a la vez capaces de abarcarlo con el halo intangible del pensamiento, un acto que se inicia en el momento mismo de su decisión. Puede que todo en nuestro cuerpo permanezca en reposo. Que nada en nuestros miembros acuse el menor signo de movimiento. Y sin embargo, bastará con que el salto se haya decidido para que comencemos a percibir, y con tanta más notoriedad cuanto mayor sea su envergadura, que nuestros pies han dejado de pisar el suelo con su habitual firmeza. Resolverse a saltar es empezar a saberse suspendido en el aire. De ahí la sensación de vértigo experimentada, vértigo que no se nutre más que de la distancia que aún nos separa del destino del salto, de la mirada en perspectiva hacia un porvenir cuya intrínseca incertidumbre rehúsa de repente los trillados mecanismos de domesticación que sostienen el espejismo de nuestra segura cotidianidad.

Lanzamos los ojos hacia adelante y topamos con la imposibilidad de vislumbrar, desechado ya en la anticipación el mapa de las rutinas y geografías conocidas, interrumpida en nuestras cabezas la continuidad del trayecto previsible por los cauces sabidos, la textura del territorio sobre el que habrán de posarse nuestros pies tras el salto. El modo en que se verán impelidos a hollarlo según sus todavía ignotos accidentes e irregularidades. Si las suelas de nuestros zapatos alcanzarán a amoldarse al espesor de sus arenas o asfaltos, nuestros párpados a la intensidad de la luz que los inunde, nuestros corazones a los contornos de los rostros que poblarán sus paisajes. La imaginación se afana y se siente fallar. Ahora carece de los habituales bastones sobre los que componer las figuras probables del futuro. El lugar de los esquemas y contornos predichos que guían nuestro caminar por los espacios de la costumbre ha sido ocupado por el vacío. El temor impone su presencia.

Detenemos las pupilas sobre el presente y detectamos el sabor a despedida que de súbito destila al masticarlo en nuestra boca. El arrancar del proceso que paulatinamente irá minando en su consistencia la solidez de los objetos, de las paredes, de los cuerpos que nos rodean, hasta desterrarlos al orden espectral y agujereado por la inconstancia de la memoria de lo pretérito. El borbotear de la incipiente tristeza ante el dibujo aún difuso del próximo abandono del territorio-hogar y la familiaridad múltiple de sus múltiples facetas. Más allá de que la decisión de saltar posea la convicción, la contundencia, e incluso la fría y a un tiempo cálida alegría de los actos conscientemente libres y elegidos. En avanzadilla se adelanta la nostalgia.

Pero ese vértigo que aflora del futuro incierto y de un presente condenado sin remedio a mudar en pasado acaba por evaporarse, una vez los imparables rieles del tiempo ahogan esa mirada en perspectiva y truecan lo antes lejano en inmediatez. Al acercarse a los límites de su extensión el intervalo que, en el ascenso del salto, nos desvincula del suelo, se agudizan la incomodidad y el desasosiego, propios de seres sin alas y ajenos a la lógica del ave migratoria, que nos provoca la sensación de flotar sobre ninguna parte. El inicial temor es reemplazado por una impaciencia ciega, quizás atolondrada, que reniega traicionera de cualquier asomo de la añoranza antes vivida por lo perdido. Lo que entonces añoran con fuerza nuestras plantas no es más que el contacto seguro con la tierra pisable, sea cual sea el marco donde ésta se ubique. La desazón aérea incordia impertinente a las agujas del reloj para que aceleren su rítmica traslación en pos del momento de la ruptura, del tránsito. El cuello ya rígido para la posibilidad y el deseo de volverse hacia lo dejado atrás. Hasta el instante en que, invalidando nuestros propios augurios, cerremos con determinación y hastiado alivio los cercados de nuestros dominios en fuga, anhelando conquistar los que algún día llegarán a serlo, musitando apenas un adios rápidamente olvidadizo de sí.

Salvada la distancia prevista para el salto, comienza por fin del descenso. A nuestro alrededor, la primera faz de los parajes que acogerán nuestros pasos venideros. La imagen aún plana de sus dimensiones y medidas. Pero el ansiado aterrizar de nuestros pies sobre la tierra firme se demora. Descubrimos que el salto todavía no ha terminado, que continuamos suspendidos en el aire. El antiguo vértigo semeja despertar de su letargo. Sin embargo, no existe ya vértigo alguno. Tan sólo inquietud por la extrañeza y el no saber. Tan sólo una cierta angustia ante la evidencia de que cada uno de nuestros más nimios gestos acontece sobre el vacío, sobre la ausencia de repetición que fragua la tranquila costumbre y protege de la desorientación y el error. Ante la percepción de tanto como aún se nos oculta en este nuevo territorio, en su arquitectura y sus moradores, en sus brillos y sus sombras, y así nos impide descargar sobre él la gravedad de nuestro peso con la confianza de quien conoce cómo soslayar el posible extravío y el tropiezo. Porque sus espacios nos envuelven como un traje recién estrenado cuyas costuras rozan nuestras articulaciones, el desasosiego se prolonga.

Pero acaso también se resista a cesar porque, conscientes de nuestra condición de habitantes de la exterioridad, cuya carne se moldea con la arcilla del mundo, nos acose de pronto la inesperada pregunta sobre la hipotética metamorfosis que anidará en el centro mismo de ese salto. Por la eventual transformación que operará en nosotros el influjo de esa tierra aún rebosante de incógnitas sobre la que, tarde o temprano, habrán de reposar sólidos nuestros pies. Y pensemos en Dafne y su conversión en hermoso, sagrado laurel. O en Narciso, transmutado en flor y con ello salvado del hechizo paralizante de su reflejo. O en Gregor Samsa y el caparazón queratinoso que hubo de arrastrar en hiriente soledad hasta el día de su muerte. Y sigamos lanzando inquietos nuestros ojos expectantes hacia adelante, aguardando una respuesta que sólo el tiempo tendrá a bien concedernos. Aunque siempre en la escasa medida de nuestro entendimiento.

Me perdonáreis la relativa ausencia de los últimos tiempos, esta vez no premeditada, tanto de esta casa como de las vuestras. Es que aún estoy saltando :)