lunes, 31 de marzo de 2008

Pura contradicción


Siempre me han gustado los cementerios de esas ciudades donde estos espacios se conciben como un lugar no sólo de rememoración de los muertos, sino también de recreo para el paseante que desea alejarse del bullicio y respirar un poco de calma. Al abrigo de los árboles, abandonándose al silencio únicamente interrumpido por el trinar de los pájaros y el rumor de las propias pisadas sobre la tierra, la contemplación pausada de las lápidas, de los nombres desconocidos y fechas escritos en ellas, resulta un ejercicio que invita no tanto a la memoria como a la imaginación de las vidas y muertes de tantos otros que pasaron por este mundo con esperanzas, anhelos y pesares en esencia idénticos a los nuestros.

Paseaba estos días atrás por uno de esos cementerios cuando recordé el epitafio que preside la tumba de Rainer Maria Rilke. Se trata de un breve poema escrito por él a propósito para su futura lápida y sobre el que, en otra época, pensé muy a menudo. La traducción al castellano diría algo así:

Rosa, oh, pura contradicción.
Deseo
de no ser sueño de nadie
bajo tantos
párpados.

Desde su tumba, Rilke nos habla a los que aún estamos vivos de la caducidad y de nuestra penosa convivencia con ella. Porque bajo los pétalos de la rosa, en el poema simbolizados por los párpados, florece un sueño que no puede ser nuestro: el sueño de una belleza que sólo en el extremo de su condición perecedera puede alcanzar su máximo esplendor. Eso es para nosotros la rosa: la belleza condenada a la fugacidad, la hermosura que únicamente se nos brinda al precio de apenas durar unos días.

Algo semejante le planteaba Tyrell, el creador de los Nexus 6 en "Blade Runner", a Roy, el replicante que acude a él, para consolarle de su muerte inminente: "La luz que brilla con el doble de intensidad dura la mitad de tiempo. Y tú has brillado con muchísima intensidad, Roy. Mírate, eres el hijo pródigo. Eres todo un premio". Pero Roy sólo desea seguir viviendo. Ha aprendido a amar la vida y quiere seguir gozando de ella. Sin embargo, cuando le llegan sus últimos instantes, parece comprender que será por fin la muerte, paradójicamente, la que le libere del suplicio que entraña la mortalidad. "Es toda una experiencia vivir con miedo, ¿verdad?", le dice a Deckard. "Eso es lo que significa ser esclavo". Esclavo del miedo a la muerte que, como a todos, nos acompaña a lo largo de nuestras vidas.

Tal vez Rilke quería enfrentarnos con esa contradicción que para él representaba la rosa y ayudarnos, una vez muerto, a aceptar nuestra propia caducidad. Porque sólo desde esa aceptación cabe liberarse del miedo a morir, y empezar a vivir cada instante presente como si fuera el último.


No era éste el post que tenía pensado escribir tras estos días de ausencia, pero se impone la vuelta al trabajo, junto con todas las obligaciones que ello conlleva, y no tendré más remedio que posponerlo unos días más mientras me reorganizo y me acostumbro de nuevo a la rutina. Hasta entonces, y hasta que encuentre tiempo para pasarme por vuestros blogs, creo que os dejo en buena compañía. Comprobadlo si no vosotros mismos:


sábado, 22 de marzo de 2008

Retomar(se)


Convives desde hace tiempo con una sensación de ligera pero íntima extrañeza, de variable desubicación, de desordenado vacío propiciado por el vaciamiento acelerado que imponen ritmos agrestes y en extremo saturados. No hay enigma alguno en su causa: un nuevo orden sobrevenido con excesiva precipitación, apenas deseado, radicalmente otro del que te gobernaba, alteró la jerarquía de prioridades, las dinámicas trilladas, y fue necesario expulsar y posponer a un horizonte incierto lo que hasta entonces representara el juego central de claroscuros de tus días.

La resignación enseña a asumir la expiración de los plazos, los imponderables de la autonomía irreemplazable. Pero la expulsión sólo quiso ser aceptada bajo la premisa de la provisionalidad, y ahora pruebas a lanzar una mano a tu espalda para recobrar frente a ti lo que, condenado a nunca más ser centro en el cómputo de las horas, sigue reclamando su lugar. Si es cierto que nada interior deja de refractarse en el afuera más inmediato, éste habrá de ser el primer paso: tomar al asalto el caos reinante en cajones, en estanterías, en selvas exhuberantes de papeles, imperceptible para el visitante ocasional pero a tus ojos perfecto reflejo de la brusquedad con que acaeció el tránsito, y comenzar así la búsqueda, dentro de tu propio caos enmarañado, del hilo cortado capaz de anudarse a un nuevo ovillo.


Conforme vas desvistiendo carpetas, derramando papeles por el suelo, violentando cajones, crece la sensación de extrañeza hasta desdoblarse y duplicarse en extrañeza ante la propia extrañeza de que lo no tan lejano en la serie de los días resulte tan desconcertantemente ajeno: todos esos escritos, los nombres y palabras que jalonan el antiguo trayecto, los diversos objetos, te evocan sin evocarte, con un simple remedo de reconocimiento agujereado en la precisa intersección entre la lógica y el corazón. Porque la plena certeza proclama que eres tú mismo quien en ellos reaparece. Porque, a la vez, ese yo que eres tú se ha apartado raudo de un salto y se aleja de ti, oscuro y borroso, como la sombra infantil de aquel niño perpetuo y fantástico. No es fácil admitirlo: sólo de soslayo te encuentras en lo que más íntimamente fue tuyo; sólo desde una insólita distancia alcanzas a contemplarte en los residuos aún calientes de ese pasado cercano.

Conjurando la mano amorosa que conceda en coser a tu pie el fantasma extraviado, fuerzas, sumido en el silencio, el auxilio del recuerdo.
Tus esfuerzos se concentran en arañar de entre los restos sin naufragio alguna esquina aprehensible de ese yo focalizado sobre otras realidades, geógrafo experto de otros territorios, ahora en apariencia evaporado. Retrocediendo por los vericuetos de la memoria, buscas entre la vegetación el sendero abandonado, el punto de anclaje que permita la continuidad. Pero Mnemosyne siempre fue una salvaguarda regida por el capricho y el misterio antes que por la voluntad tenaz, y no duda en revelarlo a quienes el presente apremiante, desbordado de acontecimientos, alimenta como la flor de loto en el olvido y la imposibilidad de retorno de aquella travesía mítica. Entre ese espectro hundido en el pretérito y tú se ha alzado un bosque frondoso que oculta a la luz los posibles cauces del regreso.

Lo sabes bien. Injusto es el drama inventado en la pregunta que asoma entre tus dientes, gritando ¿qué fue de mí? Tan injusto como someterse al balance de pérdidas y ganancias cuando prima la angustia por la desaparición de lo sido. Los actores pertenecen a la obra que les da vida, a las horas que marcan el transcurrir de cada función diaria. Cada escenario exige sus personajes, y la máscara que ahora te cubre sólo ha podido imprimir en ti nuevos diálogos al precio de desplazar los anteriores. Para que Mnemosyne vuelva a mostrarse benévola, todo se reduce a la reubicación de los muebles sobre la tarima tratando de abrir algo más de espacio. A dibujar tal vez una ventana al fondo. A introducir en la escena, en un lento ejercicio de dedicación y paciencia, la vieja máquina de tejer.

La memoria irá brotando paulatinamente. Pero debes desistir de la ilusión que siempre nos atrapa: lo que fuiste es en esencia irrecuperable. Sobre su base únicamente se eleva ese otro que eres tú mismo a cada paso. Un otro engarzado a ti en identidad laboriosamente construida a golpe de decisión y deseo.

jueves, 13 de marzo de 2008

Supervivientes II: Culpa


Hay quien ha dicho que nuestro caminar por el mundo está sostenido por toda una serie de supuestos que, por lo general, en el andar cotidiano, no cuestionamos. Supuestos sobre los que nos apoyamos firmemente, como si de rocas perfectamente sólidas y carentes de grietas se tratara, para trazar día a día las trayectorias sobre las que vamos construyendo nuestra biografía. Pero en ocasiones emergen situaciones límite en las que tales supuestos empiezan a resquebrajarse y amenazan incluso con desaparecer de un plumazo, dejándonos suspendidos ante el abismo y sin posibilidad de dar un nuevo paso al frente.

Para Primo Levi uno de esos supuestos consiste en la propia "humanidad" que damos por obvia en cada uno de nosotros, en nuestra definitoria condición de seres humanos, y en nuestra tendencia a considerarla como una característica inconmovible e independiente de las circunstancias que nos rodean. Sin embargo, Levi comprendió, precisamente a partir de la experiencia de una situación límite, que hay circunstancias extremas bajo las que no es posible seguir siendo humano. Es decir, que hay fronteras más allá de las cuales esa humanidad dada por obvia comienza a diluirse y puede acabar por esfumarse.

Esa situación límite se condensa para Levi en un nombre que se ha convertido en el símbolo de una forma de exterminio en opinión de muchos sin precedentes históricos: Auschwitz. El campo de concentración nazi en que, en comparación con otros campos, las condiciones de vida y muerte se plantearon con mayor brutalidad, y que el propio Levi, uno de sus pocos supervivientes, ha descrito como "una gran máquina para convertirnos en animales". Porque según Levi ha relatado magistralmente en su trilogía autobiográfica, que se inicia justamente con el volumen titulado Si esto es un hombre, en Auschwitz no cabía la posibilidad de seguir siendo humano.

A la deshumanización puramente física que sufrían los prisioneros nada más llegar al campo, transformados en miembros de una masa anónima y despersonalizada sólo identificables por el número tatuado en sus muñecas, se unía otra forma de deshumanización mucho más terrible e inevitable en las condiciones del campo: la deshumanización moral. Así lo ha narrado Levi y lo han refrendado muchos otros supervivientes: cuando la propia supervivencia está en juego del modo en que allí lo estaba, todo principio de solidaridad queda de antemano aniquilado, y cada prisionero acaba siendo para los demás un rival, un enemigo. Dice Levi que sucumbir en Auschwitz era, en el fondo lo más sencillo: bastaba con "cumplir las órdenes que se reciben, no comer más que la ración diaria, atenerse a la disciplina del trabajo y el campo. La experiencia ha demostrado que, de este modo, sólo excepcionalmente se puede durar más de tres meses". La posibilidad de salvarse de una muerte segura tenía por ello una única vía: aguzar al máximo el ingenio y tratar de amortiguar a toda costa el estado de privación constante que se vivía en el campo, aun cuando ello comportara el perjuicio ajeno. Aun cuando ello significara mantener tenazmente en secreto cualquier estrategia para conseguir unos gramos más de pan o robar las botas del prisionero que dormía junto a uno.

Pero quienes alcanzaron el grado máximo de deshumanización moral fueron los prisioneros desaparecidos, la gran mayoría de los que vivieron la experiencia del campo de concentración. Ésos que Levi llamará los "hundidos" frente a los salvados y que en la peculiar jerga del campo recibían el apelativo de "musulmanes" por semejar la postura que adoptaban -la cabeza inclinada, la espalda encorvada- la de un musulmán en actitud de rezo. En ellos la consunción orgánica había eliminado cualquier rastro de voluntad o deseo de supervivencia. Al musulmán, cuenta Levi, todo le era indiferente. Era un cadáver ambulante, un muerto viviente, una ruina andante sin capacidad de reacción ante ningún estímulo, y en sus ojos ya no se podía leer ninguna huella de pensamiento o de emoción. Hasta tal punto habían sobrepasado los límites físicos y espirituales que permiten a un ser humano seguir siendo tal, que Levi llegará a aludir a ellos como "no hombres" y dudará en llamar muerte a su muerte, porque, según él, estaban ya demasiado cansados para comprenderla, demasiado vacíos para ser conscientes de su sufrimiento.



Como tantos otros supervivientes, Levi ha reconocido que en el campo nadie ayudaba al musulmán. Y no sólo porque éste estuviera ya más allá de todo socorro, sino porque ello hubiera ido en detrimento de la propia vida. De ahí que los privilegiados que sobrevivieron hayan pagado el precio de su supervivencia, así como de la degradación moral que la hizo posible, con un sentimiento de vergüenza, de culpa, que los atormentaría durante el resto de su existencia y que conduciría a no pocos de ellos a la locura o al suicidio. Una culpa irremediable ante la suerte extraordinaria de haber sobrevivido cuando millones de personas en similares circunstancias no lograron escapar a la muerte. Vergüenza por imponérseles la sensación de que cada uno de ellos hubiera tal vez podido intervenir para evitar alguna de esas muertes, pese a saber positivamente que esa intervención hubiera significado automáticamente la suya propia. Vergüenza incluso por haberse alegrado cada vez que la muerte no les tocaba a ellos. Pero Primo Levi lo expresa mucho mejor:

"No puedes soslayarlo: te examinas, pasas revista a todos tus recuerdos, esperando encontrarlos todos, y que ninguno se haya enmascarado ni disfrazado; no, no encuentras transgresiones abiertas, no has suplantado a nadie, nunca has golpeado a nadie (pero, ¿habrías tenido fuerzas para hacerlo?), no has aceptado ningún cargo (pero no te los han ofrecido), no has quitado el pan a nadie; y sin embargo, no puedes soslayarlo. Se trata sólo de una suposición, de la sombra de una sospecha: de que todos seamos el Caín de nuestros hermanos, de que cada uno de nosotros haya suplantado a su prójimo y viva en lugar de él"

Los supervivientes de Auschwitz se avergüenzan de estar vivos porque sienten que viven en un lugar que nos les corresponde por derecho: es el lugar de los otros, de los muertos, de los que se hundieron para que ellos se salvaran. Primo Levi intentó redimir su culpa emprendiendo una tarea a su juicio imprescindible para que experiencias como Auschwitz no se repitan: la de dar testimonio de todo aquello que allí sucedió, la de narrar al mundo sin tapujos los horrores de los que fue testigo. Pero Levi sabía que, en el fondo, él no era un verdadero testigo de Auschwitz. Es más: que, en esencia, no hay verdaderos testigos de Auschwitz. Pues los auténticos testigos del horror extremo que Auschwitz supuso, los testigos integrales del sufrimiento a que dio lugar, fueron los musulmanes, los hundidos, los únicos que vivieron en toda su radicalidad esa experiencia y, sin embargo, no pueden dar testimonio de ella porque nadie puede regresar de su propia muerte para contarla. Los supervivientes sólo pueden hablar por ellos. Hablar, como dice Levi, "por delegación". Y convertirse así, paradójicamente, en la memoria de lo que sin remedio quedó destinado a perderse en el olvido, aniquilado con la aniquilación de los hundidos.


jueves, 6 de marzo de 2008

Infierno


He subido al taxi y acabo de darle al taxista, un hombre mayor en el que apenas me he fijado, la dirección de mi destino. En parte aliviada porque gracias a él llegaré puntual a mi cita, en parte angustiada porque al final del trayecto sólo me espera el sillón de mi dentista, me recuesto con un ligero suspiro en el asiento. El taxi arranca con brusquedad y en el breve recorrido de dos semáforos realiza un par de maniobras cuya agresividad me saca del estado de semiletargo -ha sido un día duro y es la hora de la siesta- en el que estaba empezando a entrar. Miro algo inquieta por la ventanilla. El tráfico es denso.

Oigo entonces la voz del taxista, una voz clara y bien modulada: "Para darse cuenta de la necesidad de admitir y plegarse a las leyes de este mundo más allá de la calma interior alcanzada, basta apenas con aventurarse a franquear la puerta de casa y rozarlo". Sorprendida por la complejidad retórica de su frase, miro al retrovisor central y me encuentro con unos ojos que indudablemente esperan alguna reacción por mi parte. Sólo se me ocurre preguntar, aún desconcertada pero curiosa, por qué ha dicho eso.

"Ah, no me has entendido. Pero no será porque yo no me haya expresado correctamente, porque, si te fijas, me he expresado con mucha corrección". Le digo que creo haber comprendido sus palabras pero que lo que no termino de comprender es porqué las ha dicho en ese momento. Él insiste en que se ha expresado con mucha precisión, claramente orgulloso de su dominio del lenguaje, y finalmente concede en aclararme, como quien desciende con desgana a formular de una manera injustamente trivial una idea complicada: acaba de salir de casa, su jornada no ha comenzado por la mañana sino con mi viaje, se ha subido al taxi pensando en sus cosas, venía tranquilo, dice, rezando, pero nada más comenzar la carrera ya otro vehículo le ha puesto en peligro, un autobús se le ha echado encima, sacándolo de un golpe del estado anímico en el que se hallaba; o sea que, en resumidas cuentas, agrega, tal y como él ya había dicho con su primera frase, el infierno que es este mundo no le permite a uno más que convertirse, ajustarse a él, mimetizarse con él y actuar tal y como uno debe actuar en el infierno.

Para ilustrar su explicación me habla de un libro, muy especial, recalca con énfasis de erudito, que ha estado leyendo, escrito por una hermana -y en este punto aclara cuidadosamente, como si estuviera dando una conferencia, que "hermana" no significa en este caso religiosa, pues en el país del que proviene se llama "hermanas" a las enfermeras de la Cruz Roja- que tras un infarto cae en coma durante nueve días. La hermana narra en él cómo en esos días pasó por todos los estadios evolutivos del ser, el último de los cuales correspondía al infierno. Atemorizada por lo que allí veía, la hermana comienza a rezar hasta que el guía espiritual que la acompaña en el proceso la recrimina: ¡Aquí no reces! Porque, sigue explicando el taxista, en el infierno los rezos no valen. En el infierno hay que hacerse respetar mostrándose y actuando tal y como lo hacen los que están allí. "Al volante", sigue el taxista, "sólo puedo convertirme en un hijo de puta. Eso es lo que se aprende estando durante más de cuarenta años al volante. Que tienes que ser un hijo de puta porque estás rodeado de hijos de puta. Al volante y en cualquier parte". Y para dotar de mayor autoridad de sus palabras me remite a varias casas de congregaciones religiosas donde me certificarán que él, ahí donde le veo, es licenciado en teología y ha reflexionado mucho sobre las cosas que dice.

Me quedo pensando y tímidamente le digo que no creo que las cosas tengan que ser necesariamente así. Ahora es él quien me mira con cierta sorpresa y repite de nuevo, "ah, no me has entendido". Replico una vez más que sí, que creo comprender bien lo que dice pero que simplemente no estoy de acuerdo, porque me parece que hay otras maneras de conducirse ante la fiereza y agresividad del mundo y que si todos adoptáramos esa actitud éste sería un infierno mucho peor de lo que ya es. En mi cabeza resuena una conocida frase de Rabindranath Tagore que escuché siendo niña y que me pareció hermosa: "Sé como el sándalo, que perfuma el hacha que lo hiere". Me sobreviene también el recuerdo de una discusión que una vez tuve con una amiga sobre el hecho de que el optimismo y la alegría sean a menudo interpretadas por los demás como ingenuidad o falta de lucidez ante la perversidad y suciedad del mundo, y en la que ella concluyó alegando que, dado que este mundo es, en efecto, un lugar triste, perverso y sucio, tenemos incluso la obligación de hacer de él algo menos triste, sucio y perverso con nuestra propia alegría, con nuestra propia bondad. Pero antes de que pueda plantear nada sobre todo ello -ya nos aproximamos además al lugar en que debo apearme-, el taxista vuelve a insistir: no le entiendo y no puedo entenderle porque no sé de lo que hablo, mientras que su experiencia en el taxi de más de cuarenta años le ha permitido llegar a una verdad irrefutable que mi inexperiencia me impide alcanzar.

Opto entonces por callar -qué otra cosa se puede hacer ante lo supuestamente irrefutable- y al poco también el taxista. Atrincherado tras mi presunta incomprensión, sus ojos en el retrovisor reflejan una mezcla de decepción y desprecio por la lógica ignorancia reinante en este infierno que es el mundo. Cuando finalmente le pago y salgo del taxi, ni siquiera responde a mi despedida.