domingo, 31 de julio de 2011

Verano


En armonía con lo que viene sucediendo desde hace un par de semanas –no sé si se habrán ustedes percatado- no voy a tener más remedio que ausentarme durante algunas semanas más de esta casa y probablemente también de las suyas. Lamentablemente, me temo que debo de pertenecer a esa clase de seres que no son capaces de hacer dos cosas al mismo tiempo, o, en mi caso, de dedicar mi atención a dos cosas al mismo tiempo, más cuando una de ellas me absorbe hasta el punto de desdibujar del horizonte casi cualquier acontecimiento en el mundo.

Mientras el resto de la humanidad celebra la llegada del calor y dedica sus jornadas veraniegas a solearse en la playa, nadar en la piscina o dar paseos campestres, las mías transcurren conmigo enclaustrada entre las cuatro paredes de mi particular “oficina”, inmersa en la caótica pila de apuntes y libros que se agolpan sobre mi mesa de trabajo, y pegada en la pantalla del portátil a un documento de Word al que sólo muy lentamente y con ímprobo esfuerzo le van creciendo las palabras. Lo importante, sin embargo, es que después de varios años de lecturas por fuerza mil veces interrumpidas, de intensos centrifugados seguidos de bruscos y prolongados parones, de recorrer laboriosos caminos para verme después condenada, cual vulgar Penélope atrapada en el red de los hilos del olvido, a andarlos de nuevo como si por primera vez los pisaran mis pies, por fin, por fin, le van creciendo las palabras. Aunque es cierto que nunca más que en estos días he tenido tan presente esa frase que leí hace tiempo y que jamás –no, en este caso no– creo que olvide: “escribir es suicidarse”. Escribir según qué cosas, habría que matizarla desde mi propia perspectiva, es suicidarse.

Ahora, supongo que nada de lo que nos lleva a sentirnos vivos deja de acelerar en cierta medida la llegada de la muerte. Y yo, qué quieren que les diga, me siento a ratos exhausta, a ratos angustiada frente a los obstáculos y las dudas, a ratos enfadada con esta naturaleza obsesiva mía que apenas me permite pensar en otra cosa que no sea esto que tengo ahora entre manos –estás como ausente, me reprochan los amigos, como en aquel poema de Neruda- y mucho menos concentrarme mínimamente en cualquier otra actividad. Pero también me siento viva. Así que, por más que haya decidido emplear mi verano en suicidarme un poco, no hace falta que se preocupen por mí.

Ingrediente clave en esta espiral obsesiva, en absoluto desconocida para mí pero tal vez más acusada en estos momentos que en otras etapas de mi vida, es que el tiempo me apremia. Lo cual significa que si todo va bien, calculo que allá por septiembre esta suerte de castigo autoinfligido que me privará del moreno estival, esta a veces pesadilla voluntariamente escogida, habrá concluido o habrá concluido al menos en su parte más difícil y podré volver a tomar las riendas de esta casa y a pasearme y demorarme tranquilamente por las suyas.

Disfruten mientras tanto, cada cual como mejor le parezca -ya ven a partir de mi ejemplo que cualquier rareza vale- del calor veraniego y de las vacaciones, y nos vemos en unas cuantas semanas.


Besos para todos!

lunes, 11 de julio de 2011

Neurociencia versus CEOE

Hace un par de décadas se comprobó empíricamente que la corteza cerebral de una rata –el lugar de su cerebro donde se encuentran sus neuronas– aumenta de tamaño cuando se la sitúa en un ambiente de estimulación, como pudiera ser una jaula con objetos que la rata pueda explorar, o cuando aprende a orientarse dentro de un laberinto. Sin embargo, sólo recientemente se ha averiguado el por qué de este aumento en el tamaño de su corteza cerebral: en un importante estudio de neurobiología, el científico William Greenough, de la Universidad de Illionis constató que si bien el número de neuronas que la componen permanece estable, lo que aumenta significativamente es el número de dendritas o ramificaciones arborescentes en sus neuronas que conectan con otras neuronas. Así pues, la corteza cerebral de la rata se desarrolla porque crece el número de conexiones que sus neuronas generan entre sí. Algo que no sucede cuando se mantiene a la rata aislada y sin estimulación.

Nada distinto sucede por lo visto con el cerebro humano. Es cierto que se trata de un órgano rígido en lo que respecta al número total de neuronas que lo forman, no susceptibles de multiplicación o regeneración desde pocos meses después del nacimiento, momento en que se alcanza el cómputo global y fijo de neuronas que persistirán a lo largo de la vida de un individuo hasta que comiencen a destruirse. Pero el cerebro, según vienen demostrando en los últimos tiempos las investigaciones científicas en el terreno de la neurociencia, es un órgano tremendamente plástico y moldeable en lo relativo al número y tipo de conexiones que esas mismas neuronas pueden crear. La propia morfología de las neuronas, como consecuencia del desarrollo de sus dendritas y de los contactos que tales ramificaciones establecen con otras neuronas, está sujeta a cambios y éstas, al parecer, nunca pierden su capacidad de modificarse. En este sentido, puede decirse que el cerebro humano es un órgano en constante transformación no sólo funcional, sino también estructural o morfológica en virtud del número y clase de conexiones que se producen entre las neuronas, dado que ambos factores no dejan de alterarse con el transcurrir del tiempo.

¿Y de qué son resultado las nuevas y diferentes conexiones que se crean entre las neuronas? Sencillamente, de la experiencia y de los aprendizajes a los que ésta da lugar. Nuevos estímulos perceptivos y ambientales, suficientemente reiterados, implican nuevas conexiones. Distintas prácticas, operaciones o ejercicios mentales conducen al desarrollo de distintas ramificaciones de las dendritas neuronales y a distintas conexiones con otras neuronas. Y, al parecer, esta plasticidad o capacidad de las neuronas de generar conexiones entre ellas no depende de la información hereditaria. O, lo que es lo mismo, los genes no determinan el número de conexiones sinápticas que las neuronas pueden generar, sino que éste varía exclusivamente en función de la actividad y estimulación cerebral. Por ello no existen dos cerebros iguales, ni tan siquiera en gemelos idénticos. Si sólo uno de estos gemelos de idéntica carga genética se dedica, pongamos por caso, a tocar el piano, se observará que en las áreas de la corteza cerebral destinadas al control del movimiento de cada una de las dos manos se ha generado un gran cúmulo de conexiones neuronales y, por tanto, un desarrollo de la corteza cerebral en estas zonas notoriamente mayor en relación con el cerebro del otro gemelo.

Lo que se deduce de todo esto es que el cerebro humano es una suerte de masa plástica que se modela en función de la experiencia. De ahí que, incluso en su configuración puramente física, dispar en cada ser humano, este órgano constituya el fiel reflejo de nuestras vivencias y de las habilidades y competencias que hemos adquirido en virtud de la práctica y el aprendizaje. Un reflejo, por otra parte, siempre cambiante y dispuesto al cambio según las actividades que llevemos a cabo y la estimulación a la que sometamos a nuestras neuronas. Hasta el punto de que se cree que si los niños procedentes de ambientes depauperados con deficiente estimulación intelectual y psico-afectiva tienden a mostrar una menor capacidad o desarrollo intelectual es porque, al igual que en el caso de las ratas, sus neuronas poseen una arborización menor que la de los niños criados en ambientes óptimos. Pero si esos mismos niños son sometidos a un programa de estimulación cognitiva, su desarrollo cerebral y el correlativo rendimiento intelectual no tardan en aumentar para equipararse al de la media al aumentar el número de conexiones sinápticas de sus neuronas.


Esto es, a día de hoy, lo que dice la Ciencia en lo referente a la plasticidad del cerebro, la capacidad de aprendizaje y el rendimiento intelectual de los seres humanos. Sin embargo, hace unas semanas, saltaba la noticia de la presentación de un estudio por parte de la CEOE (Confederación Española de Organizaciones Empresariales) sobre las “Reformas necesarias para potenciar el crecimiento de la economía española” –un estudio, por cierto, al que no se puede acceder gratuitamente y cuyo precio en el mercado es de más de 80 euros– en el que, en el capítulo sobre reformas educativas, se defiende que la herencia genética “tiene una importancia sustantiva en el rendimiento escolar de los hijos equivalente o algo superior a la del origen socioeconómico”. Y es que, según uno de los coautores del mismo, profesor de Sociología de la Educación en la Universidad Complutense, “cada vez estamos más convencidos de que no todo es condicionamiento social”. A la par, este mismo estudio señala que “el gasto en educación no es lo más importante en la obtención de resultados”.

No puedo saber –dado que, como ya he dicho, no se puede consultar de manera gratuita y no tengo intención alguna de gastarme más de 80 euros en adquirir este texto para enriquecer aún más el bolsillo de los empresarios– si el estudio de la CEOE pone en relación ambas afirmaciones. Pero creo que cualquier persona con sus neuronas mínimamente estimuladas y, consecuentemente, con un grado estándar de conexiones sinápticas entre ellas, podrá deducir la conclusión que se deriva de su contemplación conjunta: si el rendimiento escolar depende “sustantivamente” de la herencia genética y, por tanto, los listos de nacimiento siempre obtendrán mejores resultados que los tontos de nacimiento, ¿qué sentido tiene invertir más en una mejor educación? No, la inversión en educación no tiene sentido, parece decir la CEOE a partir de las investigaciones presuntamente científicas en las que se apoyan. De manera natural, los listos de nacimiento obtendrán buenos resultados y los tontos de nacimiento malos. No despilfarremos el dinero público en gastos inútiles.

Pero lo que no contaba esta noticia es que en este capítulo sobre reformas educativas del estudio de la CEOE, titulado “Diagnóstico y reforma de la educación general en España” se sostiene –al menos según el resumen ejecutivo que sí circula por la red– que “los centros privados suelen obtener mejores resultados que los públicos, aunque ello se debe en gran medida a que seleccionan alumnos de familias con mejor nivel social o educativo”. Parece, pues, que sus autores, incurriendo en una clara contradicción, sí reconocen que, a mayor nivel socioeconómico, mejores resultados. Refrendan con ello, quizá sin pretenderlo, los datos estadísticos que –por supuesto desde otros frentes– señalan que las tasas de fracaso escolar son entre tres y cuatro veces superiores en las comunidades pobres en comparación con las ricas, o que los niños pertenecientes a familias con renta media y alta tienen hasta veinte veces menos probabilidades de abandono escolar que los pertenecientes a familias de renta baja.


Y tampoco contaba que a continuación de este punto sus autores se permiten afirmar que “una mayor proporción de enseñanza privada mejora el rendimiento conjunto del sistema, a través de las presiones competitivas en las escuelas públicas, a condición de que gran parte de la enseñanza privada esté financiada públicamente y la financiación por alumno sea similar a la de los centros públicos”. Cabría aquí preguntarse cómo hacer compatible la idea de que el gasto en educación no es lo más importante en la obtención de resultados –o, tal y como reza en el resumen ejecutivo, “llegado un cierto nivel de gasto por alumno, los incrementos superiores tienden a tener efectos nulos en el rendimiento escolar” – con la de que la financiación por alumno en los centros privados sea similar a la de los centros públicos. Porque mientras no se incremente el gasto en educación –y el estudio sugiere claramente la inutilidad de tal incremento–, la financiación pública de los centros privados sólo podría tener lugar a costa de disminuir el gasto en educación en los centros públicos. Y mientras los centros concertados y privados sigan seleccionando a los alumnos de mejor nivel socioeconómico, ello supondrá destinar el dinero público a favorecer a los más favorecidos quitándoselo para ello a los más desfavorecidos.

Quizá estos profesores piensen que en los niveles socioeconómicos más elevados se aglutinan los más listos, mientras que en los inferiores se aborregan los más tontos. Y a lo mejor hasta tienen razón, si se atiende al rendimiento escolar observado entre una y otra esfera de la población. Ahora, lo que me parece el colmo de la obscenidad y la perversión es que intenten convencernos de la inutilidad de cualquier política de redistribución de la riqueza y justicia social encaminada a mitigar diferencias entre los más ricos y los más pobres desde la premisa de que si los pobres son pobres ello se debe, sencillamente, a que son tontos de nacimiento y no hay forma de alterar esta cruel determinación natural. Porque es aquí donde se demuestra la obscenidad y la perversión que anidan en la defensa de ciertas ideologías innatistas sobre la condición humana en general y su inteligencia en particular: que sistemáticamente se postulan al servicio del más recalcitrante inmovilismo y para aún mayor beneficio de quienes ya han salido injustamente beneficiados en esta injusta lotería social, que no natural.