domingo, 31 de julio de 2011

Verano


En armonía con lo que viene sucediendo desde hace un par de semanas –no sé si se habrán ustedes percatado- no voy a tener más remedio que ausentarme durante algunas semanas más de esta casa y probablemente también de las suyas. Lamentablemente, me temo que debo de pertenecer a esa clase de seres que no son capaces de hacer dos cosas al mismo tiempo, o, en mi caso, de dedicar mi atención a dos cosas al mismo tiempo, más cuando una de ellas me absorbe hasta el punto de desdibujar del horizonte casi cualquier acontecimiento en el mundo.

Mientras el resto de la humanidad celebra la llegada del calor y dedica sus jornadas veraniegas a solearse en la playa, nadar en la piscina o dar paseos campestres, las mías transcurren conmigo enclaustrada entre las cuatro paredes de mi particular “oficina”, inmersa en la caótica pila de apuntes y libros que se agolpan sobre mi mesa de trabajo, y pegada en la pantalla del portátil a un documento de Word al que sólo muy lentamente y con ímprobo esfuerzo le van creciendo las palabras. Lo importante, sin embargo, es que después de varios años de lecturas por fuerza mil veces interrumpidas, de intensos centrifugados seguidos de bruscos y prolongados parones, de recorrer laboriosos caminos para verme después condenada, cual vulgar Penélope atrapada en el red de los hilos del olvido, a andarlos de nuevo como si por primera vez los pisaran mis pies, por fin, por fin, le van creciendo las palabras. Aunque es cierto que nunca más que en estos días he tenido tan presente esa frase que leí hace tiempo y que jamás –no, en este caso no– creo que olvide: “escribir es suicidarse”. Escribir según qué cosas, habría que matizarla desde mi propia perspectiva, es suicidarse.

Ahora, supongo que nada de lo que nos lleva a sentirnos vivos deja de acelerar en cierta medida la llegada de la muerte. Y yo, qué quieren que les diga, me siento a ratos exhausta, a ratos angustiada frente a los obstáculos y las dudas, a ratos enfadada con esta naturaleza obsesiva mía que apenas me permite pensar en otra cosa que no sea esto que tengo ahora entre manos –estás como ausente, me reprochan los amigos, como en aquel poema de Neruda- y mucho menos concentrarme mínimamente en cualquier otra actividad. Pero también me siento viva. Así que, por más que haya decidido emplear mi verano en suicidarme un poco, no hace falta que se preocupen por mí.

Ingrediente clave en esta espiral obsesiva, en absoluto desconocida para mí pero tal vez más acusada en estos momentos que en otras etapas de mi vida, es que el tiempo me apremia. Lo cual significa que si todo va bien, calculo que allá por septiembre esta suerte de castigo autoinfligido que me privará del moreno estival, esta a veces pesadilla voluntariamente escogida, habrá concluido o habrá concluido al menos en su parte más difícil y podré volver a tomar las riendas de esta casa y a pasearme y demorarme tranquilamente por las suyas.

Disfruten mientras tanto, cada cual como mejor le parezca -ya ven a partir de mi ejemplo que cualquier rareza vale- del calor veraniego y de las vacaciones, y nos vemos en unas cuantas semanas.


Besos para todos!

lunes, 11 de julio de 2011

Neurociencia versus CEOE

Hace un par de décadas se comprobó empíricamente que la corteza cerebral de una rata –el lugar de su cerebro donde se encuentran sus neuronas– aumenta de tamaño cuando se la sitúa en un ambiente de estimulación, como pudiera ser una jaula con objetos que la rata pueda explorar, o cuando aprende a orientarse dentro de un laberinto. Sin embargo, sólo recientemente se ha averiguado el por qué de este aumento en el tamaño de su corteza cerebral: en un importante estudio de neurobiología, el científico William Greenough, de la Universidad de Illionis constató que si bien el número de neuronas que la componen permanece estable, lo que aumenta significativamente es el número de dendritas o ramificaciones arborescentes en sus neuronas que conectan con otras neuronas. Así pues, la corteza cerebral de la rata se desarrolla porque crece el número de conexiones que sus neuronas generan entre sí. Algo que no sucede cuando se mantiene a la rata aislada y sin estimulación.

Nada distinto sucede por lo visto con el cerebro humano. Es cierto que se trata de un órgano rígido en lo que respecta al número total de neuronas que lo forman, no susceptibles de multiplicación o regeneración desde pocos meses después del nacimiento, momento en que se alcanza el cómputo global y fijo de neuronas que persistirán a lo largo de la vida de un individuo hasta que comiencen a destruirse. Pero el cerebro, según vienen demostrando en los últimos tiempos las investigaciones científicas en el terreno de la neurociencia, es un órgano tremendamente plástico y moldeable en lo relativo al número y tipo de conexiones que esas mismas neuronas pueden crear. La propia morfología de las neuronas, como consecuencia del desarrollo de sus dendritas y de los contactos que tales ramificaciones establecen con otras neuronas, está sujeta a cambios y éstas, al parecer, nunca pierden su capacidad de modificarse. En este sentido, puede decirse que el cerebro humano es un órgano en constante transformación no sólo funcional, sino también estructural o morfológica en virtud del número y clase de conexiones que se producen entre las neuronas, dado que ambos factores no dejan de alterarse con el transcurrir del tiempo.

¿Y de qué son resultado las nuevas y diferentes conexiones que se crean entre las neuronas? Sencillamente, de la experiencia y de los aprendizajes a los que ésta da lugar. Nuevos estímulos perceptivos y ambientales, suficientemente reiterados, implican nuevas conexiones. Distintas prácticas, operaciones o ejercicios mentales conducen al desarrollo de distintas ramificaciones de las dendritas neuronales y a distintas conexiones con otras neuronas. Y, al parecer, esta plasticidad o capacidad de las neuronas de generar conexiones entre ellas no depende de la información hereditaria. O, lo que es lo mismo, los genes no determinan el número de conexiones sinápticas que las neuronas pueden generar, sino que éste varía exclusivamente en función de la actividad y estimulación cerebral. Por ello no existen dos cerebros iguales, ni tan siquiera en gemelos idénticos. Si sólo uno de estos gemelos de idéntica carga genética se dedica, pongamos por caso, a tocar el piano, se observará que en las áreas de la corteza cerebral destinadas al control del movimiento de cada una de las dos manos se ha generado un gran cúmulo de conexiones neuronales y, por tanto, un desarrollo de la corteza cerebral en estas zonas notoriamente mayor en relación con el cerebro del otro gemelo.

Lo que se deduce de todo esto es que el cerebro humano es una suerte de masa plástica que se modela en función de la experiencia. De ahí que, incluso en su configuración puramente física, dispar en cada ser humano, este órgano constituya el fiel reflejo de nuestras vivencias y de las habilidades y competencias que hemos adquirido en virtud de la práctica y el aprendizaje. Un reflejo, por otra parte, siempre cambiante y dispuesto al cambio según las actividades que llevemos a cabo y la estimulación a la que sometamos a nuestras neuronas. Hasta el punto de que se cree que si los niños procedentes de ambientes depauperados con deficiente estimulación intelectual y psico-afectiva tienden a mostrar una menor capacidad o desarrollo intelectual es porque, al igual que en el caso de las ratas, sus neuronas poseen una arborización menor que la de los niños criados en ambientes óptimos. Pero si esos mismos niños son sometidos a un programa de estimulación cognitiva, su desarrollo cerebral y el correlativo rendimiento intelectual no tardan en aumentar para equipararse al de la media al aumentar el número de conexiones sinápticas de sus neuronas.


Esto es, a día de hoy, lo que dice la Ciencia en lo referente a la plasticidad del cerebro, la capacidad de aprendizaje y el rendimiento intelectual de los seres humanos. Sin embargo, hace unas semanas, saltaba la noticia de la presentación de un estudio por parte de la CEOE (Confederación Española de Organizaciones Empresariales) sobre las “Reformas necesarias para potenciar el crecimiento de la economía española” –un estudio, por cierto, al que no se puede acceder gratuitamente y cuyo precio en el mercado es de más de 80 euros– en el que, en el capítulo sobre reformas educativas, se defiende que la herencia genética “tiene una importancia sustantiva en el rendimiento escolar de los hijos equivalente o algo superior a la del origen socioeconómico”. Y es que, según uno de los coautores del mismo, profesor de Sociología de la Educación en la Universidad Complutense, “cada vez estamos más convencidos de que no todo es condicionamiento social”. A la par, este mismo estudio señala que “el gasto en educación no es lo más importante en la obtención de resultados”.

No puedo saber –dado que, como ya he dicho, no se puede consultar de manera gratuita y no tengo intención alguna de gastarme más de 80 euros en adquirir este texto para enriquecer aún más el bolsillo de los empresarios– si el estudio de la CEOE pone en relación ambas afirmaciones. Pero creo que cualquier persona con sus neuronas mínimamente estimuladas y, consecuentemente, con un grado estándar de conexiones sinápticas entre ellas, podrá deducir la conclusión que se deriva de su contemplación conjunta: si el rendimiento escolar depende “sustantivamente” de la herencia genética y, por tanto, los listos de nacimiento siempre obtendrán mejores resultados que los tontos de nacimiento, ¿qué sentido tiene invertir más en una mejor educación? No, la inversión en educación no tiene sentido, parece decir la CEOE a partir de las investigaciones presuntamente científicas en las que se apoyan. De manera natural, los listos de nacimiento obtendrán buenos resultados y los tontos de nacimiento malos. No despilfarremos el dinero público en gastos inútiles.

Pero lo que no contaba esta noticia es que en este capítulo sobre reformas educativas del estudio de la CEOE, titulado “Diagnóstico y reforma de la educación general en España” se sostiene –al menos según el resumen ejecutivo que sí circula por la red– que “los centros privados suelen obtener mejores resultados que los públicos, aunque ello se debe en gran medida a que seleccionan alumnos de familias con mejor nivel social o educativo”. Parece, pues, que sus autores, incurriendo en una clara contradicción, sí reconocen que, a mayor nivel socioeconómico, mejores resultados. Refrendan con ello, quizá sin pretenderlo, los datos estadísticos que –por supuesto desde otros frentes– señalan que las tasas de fracaso escolar son entre tres y cuatro veces superiores en las comunidades pobres en comparación con las ricas, o que los niños pertenecientes a familias con renta media y alta tienen hasta veinte veces menos probabilidades de abandono escolar que los pertenecientes a familias de renta baja.


Y tampoco contaba que a continuación de este punto sus autores se permiten afirmar que “una mayor proporción de enseñanza privada mejora el rendimiento conjunto del sistema, a través de las presiones competitivas en las escuelas públicas, a condición de que gran parte de la enseñanza privada esté financiada públicamente y la financiación por alumno sea similar a la de los centros públicos”. Cabría aquí preguntarse cómo hacer compatible la idea de que el gasto en educación no es lo más importante en la obtención de resultados –o, tal y como reza en el resumen ejecutivo, “llegado un cierto nivel de gasto por alumno, los incrementos superiores tienden a tener efectos nulos en el rendimiento escolar” – con la de que la financiación por alumno en los centros privados sea similar a la de los centros públicos. Porque mientras no se incremente el gasto en educación –y el estudio sugiere claramente la inutilidad de tal incremento–, la financiación pública de los centros privados sólo podría tener lugar a costa de disminuir el gasto en educación en los centros públicos. Y mientras los centros concertados y privados sigan seleccionando a los alumnos de mejor nivel socioeconómico, ello supondrá destinar el dinero público a favorecer a los más favorecidos quitándoselo para ello a los más desfavorecidos.

Quizá estos profesores piensen que en los niveles socioeconómicos más elevados se aglutinan los más listos, mientras que en los inferiores se aborregan los más tontos. Y a lo mejor hasta tienen razón, si se atiende al rendimiento escolar observado entre una y otra esfera de la población. Ahora, lo que me parece el colmo de la obscenidad y la perversión es que intenten convencernos de la inutilidad de cualquier política de redistribución de la riqueza y justicia social encaminada a mitigar diferencias entre los más ricos y los más pobres desde la premisa de que si los pobres son pobres ello se debe, sencillamente, a que son tontos de nacimiento y no hay forma de alterar esta cruel determinación natural. Porque es aquí donde se demuestra la obscenidad y la perversión que anidan en la defensa de ciertas ideologías innatistas sobre la condición humana en general y su inteligencia en particular: que sistemáticamente se postulan al servicio del más recalcitrante inmovilismo y para aún mayor beneficio de quienes ya han salido injustamente beneficiados en esta injusta lotería social, que no natural.

viernes, 24 de junio de 2011

Para qué poetas


Se nos deslucen las palabras en la boca de tanto gastarlas, como monedas que pasando de mano en mano fueran mermando en lustre, perdido entre el sudor y el polvo de dedos incontables su brillo originario, limada por el uso la nitidez primera del cuño de sus relieves, evaporado con el correr del tiempo aquel sabor inédito a tesoro extraño y recién capturado que paladearon una y otra vez nuestras lenguas infantiles al conquistar su poder. Ahora las lanzan al aire, o inmóviles al silencio reflectante de nuestras cabezas, convertidas en útiles, prácticos enseres, instrumentos tendidos hacia otros, hacia nuestra interioridad confusa, como puentes que devienen invisibles para los ojos fijos en la orilla a alcanzar. Y así emergen de nuestras gargantas apenas percibidas en sus contornos, difusamente entrelazadas por el enigmático automatismo tan sólo en una ínfima parte nutrido de la costumbre, ajenos los oídos las más de las ocasiones a la amplitud frondosa que se agazapa tras la superficie repetida y cotidianamente recortada de su significado. Al igual que se oculta la honda riqueza del dar al confinarse su pronunciación a la donación del pan y el martillo.

Pero hay quienes no cesan de abismarse sobre los zurcidos que la experiencia cose en sus entrañas, de abrazarse a los espectros brotados de su fantasía, de aguzar sus sentidos y afinar sus sentires en busca de la sustancia que arma el mundo, y en descenso por las raíces que el lenguaje clavara en sus almas, desde allí se afanan en amasar el barro de las palabras para moldear figuras de líneas delicadamente esculpidas. Como aplicados orfebres engastan las piezas del collar único y precioso escogiendo con cuidado cada trozo de metal irremplazable, meditando reflexivos sobre la justeza de cada ligadura, engarzando primorosamente una palabra tras otra. Y en su esmerada trabazón, insólita o en su sencillez reveladora, logran devolverles el brillo que acaso un día poseyeran. Desnudas sobre el papel, adheridas al son de una melodía en los oídos, refulgen entonces las palabras como piedras recién extraídas de una cantera, recobrada su fuerza bruta, revestidas de su autoridad nominativa primigenia. Dispuestas a resonar de nuevo en nuestras bocas con los ecos vírgenes que acompañaron su nacimiento, solícitas a vibrar en nuestras lenguas como si por vez primera las engendraran fraguando su sentido. Y hasta el silencio que separándolas las alía y uniéndolas las distancia, reverbera en ellas sinuoso como su signo escrito sobre la partitura, tornándose patente en el vacío que lo conforma.

Brillan las palabras en el metal forjado de sus versos, y brillan con ellas las cosas que nombran, en idéntico proceso deslucidas y opacas, desgastadas y sobadas por las manos en el hábito de la ejecución, por la mirada que en su reiteración las baquetea y aplana, aplastando el misterio que soporta su existencia, sepultando la belleza que en su singularidad se alberga. Disuelto por la designación atenta el gris plomizo que enturbia su manifestación rutinaria, se nos aparecen de súbito bajo una nueva luz, una luz distinta, más pura, más salvaje, que irradian perfilando sus límites, fundiéndola en su materia. Por eso descubrimos una y otra vez en el relucir de esas palabras la hermosura de la rosa ignorada durante el paseo, la suavidad fugaz de sus pétalos destinados a caer como párpados somnolientos, el orgullo inocente de sus espinas. Siempre pasmoso, el azul del cielo soleado que sobrevuela nuestras coronillas apresuradas. La frescura del agua manando en surtidor de la fuente o el muro impenetrable en los ojos dulces de la gacela. Y en todo ello, el milagro de que cada pequeña cosa, cada insignificante mota de polvo, haya llegado a estar ahí para arroparnos con su presencia. Pero también aprendemos una y otra vez, al calor de esos nombres y verbos pulcramente encajados, la soledad que ensombrece nuestras conciencias en el rugido negro de una pantera enjaulada. En un cuenco lleno de flores el asombro pintado de verde de la muerte. La potencia quizá aniquiladora, acaso vivificadora del dolor y la tristeza muelle de la melancolía. El desgarro irrenunciable del amor, siempre esposado al sufrimiento enajenado del desamor y la pérdida. La ironía terrible del cáncer como fiesta enloquecida de las células.

Es misión de poetas y trovadores arrastrarnos como flautistas por los senderos sedosos de sus palabras para arrojarnos en pleno rostro, rescatadas del nicho de la costumbre y entretejidas al ritmo de sus silencios, verdades que apartamos tozudos guiados por la pretensión vana de rehuir la angustia. Bastidores de los aconteceres que nos gestan, quizá tan sólo encerrados en el arcón de la desmemoria por el trasiego de los desvelos diarios. Apenas intuidas a veces desde el lenguaje común y la vivencia roma, evidencias que nos atraviesan en unas breves estrofas con la contundencia del rayo. Y no es raro que logren sus versos incrustarse con tal tenacidad en nuestra retinas que ya nunca dejemos de vislumbrar rojos los leones sobre las cálidas praderas, de tierra los cuerpos unidos en la noche, el blanco de su gemido al sobrevenir el alba. Poetas y trovadores trabajan el elemento dúctil del lenguaje para decir aquello que las cosas pueden ser y entonces son. Para fundar lo que en su aparecer las muestra y define al ser dichas y nombradas si aquí es, como uno de ellos cantara, el tiempo de lo decible. Se inventa y construye el mundo, ése que hacia adentro y por fuera nos es dado contemplar, ése que esencialmente habita en nuestras pupilas, en la presteza convulsa de sus dedos y la articulación de sus lenguas. Esponjado por ellas en sus aparentes cercados, ensanchado en su masa mostrenca al desamparo de las palabras. Y así es como de continuo se puebla de ángeles sobrecogedores, de dioses olímpicos, de atlántidas sumergidas, no por invisibles a los ojos del cuerpo menos tangibles para los del alma. De Aquiles encolerizado, Ulises nostálgico y añejos caballeros andantes. De infinitas entidades más concretas, más compactas y veraces en el tránsito del papel a la cabeza que los seres engañosamente cercanos al alcance de nuestras manos. De torsos de Apolo salvados de entre las ruinas capaces de impulsarnos a cambiar nuestra vida.

Y quién sabe si acaso no cantan y celebran, maldicen y lloran en sus elegías poetas y trovadores, como Orfeos regresados del averno, para ofrecernos en préstamo sus voces doradas cada vez que el aire, devenido incógnita densa en la ecuación indescifrable, ataranta y enmudece nuestras lenguas de trapo hurtándonos la palabra. Cada vez que vapuleados por el oleaje agitado que levanta en las vísceras esta realidad siempre extraña, siempre brumosa y desbordante, se nos torna correoso el lenguaje en la boca, reducida el habla a torpe balbuceo o grito ahogado, usurpándonos la posibilidad del justo decir y nombrar. Condenándonos a un desasosegante silencio. Penetramos sus letras y de pronto ahí estamos, retratados en su inaudita composición como en un espejo claro. Escuchamos sus versos y en su fluir ordenado nos hallamos, en pugna con boca y mundo, dichos en el pesar que asfixia la garganta, nombrados atinadamente en el pasmo que nos calla. Pues ellos son quienes, transformando en verbo su carne mortal, desgranan con cuidado la amalgama confusa de la experiencia para brindarla abierta a nuestras lenguas. Y repitiendo sus palabras pulidas, vibrantes, recobramos nosotros la voz. Diciéndonos en su sonido cristalino como nadie mejor nos hubiera dicho.

sábado, 4 de junio de 2011

Obediencia


No me cabe la menor duda: cualquiera que se enfrentara a la pregunta acerca de si estaría dispuesto a suministrar, bajo las órdenes de un científico, una descarga eléctrica de 460 voltios a otra persona, respondería con un escandalizado "¡No!" Y también con toda certeza proferiría una negativa aún más rotunda de planteársele si lo haría a petición del conductor de un concurso o del público de un plató televisivo. Pero, ¿podemos estar tan seguros de lo que haríamos o dejaríamos de hacer bajo la presión de una fuente de autoridad? ¿Sabemos realmente hasta qué punto estaríamos dispuestos a obedecer las órdenes de otro ser humano revestido, constitutiva o coyunturalmente, de alguna forma de poder reconocido por nosotros mismos como legítimo?

Éstos son tan sólo algunos de los interrogantes que suscita la reciente reproducción del experimento Milgram -un famoso experimento de psicología social llevado a cabo en los años 60- presentada en un documental de la televisión francesa llamado “El juego de la muerte”. La única pero más que significativa diferencia entre uno y otro experimento es que Milgram lo realizó en un laboratorio de la Universidad de Yale, mientras que su versión contemporánea tuvo lugar en un estudio de televisión.



Los sujetos experimentales fueron esta vez 80 personas seleccionadas entre 2500 para participar como voluntarios en la presunta puesta a punto de un nuevo concurso televisivo llamado “La zona extrema”. Al igual que en el experimento Milgram, se trataba de personas de entre 20 y 50 años con niveles de estudios variables. Su cometido como “examinadores” consistía en formular una serie de preguntas a otro “concursante” o “candidato” –en realidad, un actor cómplice del experimento- relativas a un listado de palabras que éste debía memorizar previamente y en penalizar sus respuestas erróneas con descargas eléctricas de intensidad creciente. Según la lógica del concurso, “examinador” y “candidato” ganarían un millón de euros a repartir entre ambos sólo por persistir en el juego hasta la formulación de la última pregunta, con independencia de los errores cometidos por el “candidato”. Pero dado que los “examinadores” creían estar participando en un mero programa de prueba, sus beneficios económicos, así como los del ficticio “candidato”, se reducirían a 40 euros en concepto de compensación por su colaboración.

Las descargas que podía recibir el “candidato” iban desde los 20 voltios iniciales ante el primer error hasta los 460 voltios. Durante la ejecución del concurso, el “candidato” permanecía supuestamente encerrado en una cabina. "Examinador" y público en el plató tan sólo podían escuchar primero sus quejas ante las descargas, luego sus alarmantes gritos de dolor y finalmente sus desesperadas súplicas para que se le permitiera abandonar el concurso -simples grabaciones de la voz del actor reproducidas por los productores del programa tras las hipotéticas descargas-. A partir de los 320 voltios el candidato se negaba entre gritos y lloros a responder a más preguntas. A partir de los 360, de su cabina únicamente emergía un preocupante silencio.

Si el “examinador” vacilaba en aplicar la descarga y así continuar con el juego, la conductora del programa debía decir: “Adelante, continúe”. Conforme la vacilación del “examinador” aumentaba ante las reacciones del “candidato”, también lo hacía la presión de la conductora sobre él con consignas del tipo: “Que no te impresione. Hay que continuar” o “Es tu turno. Continúa”. Después: “Tienes que continuar. Son las reglas”, “Es la lógica del juego. Tienes que continuar”, “El juego exige que continúes”. Y ante la primera negativa del “examinador” a proseguir con el juego: “Nosotros asumimos todas las consecuencias”. Seguido de “Ahora mismo el candidato quiere parar, pero en diez minutos te agradecerá que hayas continuado”. Y finalmente, si las consignas fracasaban, la apelación al público: “¿Qué opina el público?”, que aplaudía y alentaba al “examinador” a continuar.

Los resultados del experimento fueron escalofriantes: de los 80 “examinadores”, 64 -el 81 por ciento- llegaron hasta el final del juego, obedeciendo las órdenes de la conductora del programa y consintiendo en aplicar una última descarga eléctrica de 460 voltios al falso “candidato”. Sorprendentemente, se superaban los ya escalofriantes resultados del experimento de Milgram, en el que, desbordando todas las previsiones de los psicólogos, el 62 por ciento de los “examinadores” obedecieron también hasta el final las instrucciones de un científico creyendo participar en un experimento de la Universidad de Yale sobre el efecto del castigo en el aprendizaje.


Estas personas no eran sádicos que disfrutaran infligiendo dolor a otros. Por el contrario, después de la realización del experimento y de haber sido informados sobre su dinámica, todos manifestaron haber sufrido enormemente y experimentado un grave conflicto moral por verse “obligados” a administrar descargas eléctricas al “candidato”. A partir de cierto voltaje, muchos de ellos intentaron hacer trampas indicando al “candidato”, con la entonación de su voz, la respuesta correcta a las preguntas formuladas para no tener que proseguir con la tortura. Durante el concurso, vivieron momentos de tensión insoportable y fuerte angustia. Pero, aún así, no consiguieron dejar de obedecer las órdenes de la conductora del concurso. De no haberse tratado de un experimento psicológico, el 81 por ciento de los sujetos participantes habría matado a otra persona ante las cámaras por no ser capaces de desobedecer y de enfrentarse a la autoridad que concedieron al programa. La cuestión más candente ante estos hechos es, simple y llanamente: ¿Por qué?

Las conclusiones del equipo de psicólogos que dirigieron el experimento resultan, a mi juicio, de todo punto iluminadoras: puesto que convivir como seres sociales exige obediencia al conjunto de normas y leyes que regulan el funcionamiento de la sociedad, desde nuestros primeros años de vida se nos educa en la obediencia y para obedecer. No de otra forma aprendemos a convivir con nuestros semejantes e incluso a sobrevivir como individuos. Eso no significa que obedezcamos a cualquiera. Pero sí que obedecemos por principio a quienes reconocemos como fuentes de legítima autoridad: a nuestros padres de niños, a nuestros profesores, a nuestros jefes, a los agentes del orden público, a los médicos… Desde que tenemos uso de razón, hemos sido moldeados para obedecer sin cuestionamiento a quienes concedemos la legitimidad de un poder instituido socialmente, y en especial a quienes ostentan el poder social que otorga el saber.

En este sentido, dicen los psicólogos, la desobediencia y el enfrentamiento a la autoridad no son fruto de la improvisación: igual que se aprende a obedecer, la capacidad para desobedecer es resultado de un aprendizaje previo, de unas experiencias anteriores, de una educación. La que, como sugiere el documental, demostraron poseer el grupo de 9 “rebeldes” que lograron enfrentarse a la conductora del programa y parar el juego en torno a las descargas de 180 voltios, haciendo valer sus convicciones morales por encima de sus órdenes. Una de ellos relataba con posterioridad que, al pulsar la palanca de las descargas, a su mente venía la imagen de los campos de concentración nazi, de los médicos que experimentaban en ellos con sus prisioneros. Y no creo que sea casual que esta mujer declarara haber crecido en un país comunista, donde la mayor presencia y calado del mandato de obediencia a las reglas sociales tendería a confrontar a sus individuos, al menos reflexiva o virtualmente, con la posibilidad de la desobediencia. Pero si no todo el mundo ha tenido la oportunidad de aprender a desobedecer, ese aprendizaje, afirman los psicólogos, puede adquirirse con cierta rapidez. Prueba de ello sería el segundo grupo de 7 rebeldes que rechazaron continuar con el juego a partir de los 320 voltios, una vez el “candidato” dejó de responder a las preguntas.

Según los psicólogos, el principal obstáculo a la desobediencia que la gran mayoría de los “examinadores” no consiguió vencer radica en lo que Milgram llamó en su día el “estado agéntico”: ante los dictados de una autoridad valorada como legítima y, fundamentalmente, ante el desconocimiento del contexto, de los supuestos, de los factores de realidad que darían sentido o mostrarían con prístina claridad a dónde conducen tales dictados, entramos en un estado por el que nos percibimos como meros instrumentos ejecutores, como meros agentes de las decisiones de otros. Suspendemos el juicio. Dejamos de pensar y delegamos toda nuestra responsabilidad personal en la autoridad que ordena. La autoridad pasa a ser entonces responsable de las consecuencias de nuestros actos, no nosotros. Ellos sabrán lo que se hacen, nos decimos. Yo sólo cumplo órdenes y será la autoridad quien responda de mis actos. Inquietante, ¿verdad?

El experimento psicológico que se expone en el documental “El juego de la muerte” pretendía evaluar el poder en nuestras sociedades de la televisión, convertida para gran parte de la población en fuente legítima de autoridad. Sin embargo, me parece que sus conclusiones a este respecto pueden ponerse parcialmente en entredicho desde el siguiente razonamiento: somos muchos los que de antemano rechazaríamos dedicar unas horas de nuestras vidas a colaborar en la puesta a punto de un programa televisivo a cambio de 40 euros; por tanto, los participantes en el experimento eran personas que ya sentían una particular “veneración” por el universo televisivo y no cabe considerarlos como una muestra representativa del conjunto de la sociedad a la hora de medir el influjo de la televisión sobre ella.

Pero si, a pesar de ello, creo que este documental merece ser visto y analizado con detalle, es porque pienso que sus reflexiones sobre la obediencia son perfectamente válidas y deben ser tenidas en cuenta. En un mundo de creciente complejidad como el nuestro, donde cada vez son más los asuntos cuyo funcionamiento interno desconocemos, y cada vez mayor la necesidad, en función de ello, de confiar en el saber de los “expertos”, nos vemos de continuo alentados, incluso forzados, a suspender el juicio, a dejar de pensar y a limitarnos a obedecer las consignas de otros. A delegar la responsabilidad de nuestras vidas en manos de esos que saben o dicen saber. Y es así como nos volvemos peligrosamente proclives a convertirnos, sin darnos cuenta siquiera, en las manos ejecutoras de sus abusos de poder. Permanezcamos, pues, atentos. Y no olvidemos que siempre nos cabe la opción de la desobediencia y el enfrentamiento a la autoridad.

Descubrí hace unos meses este fascinante documental gracias a Huelladeperro. Ya entonces se desató en su blog un interesante debate sobre él. Pero como, pasado el tiempo, tengo la impresión de que apenas se difundió y de que muy poca gente lo conoce, no he querido dejar de traerlo a esta página. Entre otras cosas, porque si es cierto que la desobediencia se aprende, creo que bien podemos aprender algo, por poco que sea, a partir de la experiencia de otros. Así que, si os sobra hora y media, no dejéis de verlo.


sábado, 21 de mayo de 2011

Ilusión


Y de nuevo los ojos, distraídos de las manos afanosas sobre los últimos cubiertos sucios, chocando contra la presencia impertinente del vaso junto la pila. Fue el primer momento en que el atisbo de extrañeza, dejado caer días atrás con indiferente rapidez, detuvo el hilo errático de sus pensamientos para focalizarlos sobre el interrogante que descartaba el simple despiste. Porque Carmen siempre coloca la vajilla recién fregada en el escurridero empotrado en el armario que pende sobre la pila. Y el vaso, al igual que días atrás, estaba limpio, sin huellas de restos de zumo o del carmín sobre el borde con que aún, como desde bien jovencita, tiñe sus labios tras el aseo matutino aunque no tenga previsto salir de casa. Tal y como hiciera esos días, Carmen lo enjuagó y depositó sobre la rejilla del escurridor junto a sus congéneres, si bien proponiéndose esta vez estar atenta al pequeño misterio del vaso fuera de sitio. Apartando de un manotazo, con una media sonrisa, ridículas ideas sobre duendes domésticos, al mismo tiempo rechazando tozuda la posibilidad del error inconscientemente repetido tras tantos años de idéntico ritual en sus manos entre el fregadero y el escurridor sobre su cabeza. A la mañana siguiente, mientras preparaba la cafetera, todavía demasiado dormida para recordar propósitos fijados antes del sueño, se percató con un ligero respingo del vaso limpio mirándola callado, insolente desde el reluciente banco de mármol junto a la pila. Y así seguiría mirándola de cuando en cuando por más que ella se empeñara en devolverlo a su lugar natural cada vez que lo descubría.

Pronto se sumaron otros objetos cotidianos a la vida en apariencia independiente de su voluntad adquirida por el vaso. Para su desesperación cuando el tiempo la apremiaba, las llaves desaparecían del paño interior de la puerta donde las incrustaba mecánicamente al entrar para reaparecer sobre el taquillón de la entrada, la mesa de la cocina o incluso el sofá. La más pequeña de las toallas, cuidadosamente apilada junto a las demás tras recogerlas del tendedero y guardarlas en el último cajón del armario, la sorprendía a menudo desde su escondite entre el revoltijo de la ropa interior. El cojín rojo del sofá empezaba a acostumbrarse a reposar sobre la cabecera de su cama. Encima de la lavadora, discos que hacía meses no escuchaba. Hasta las teclas del teléfono semejaban activarse al margen de sus dedos: llamaba a alguna de sus hijas, o a Alba, su antigua colega de docencia en la facultad e íntima amiga, y no era raro que le respondiera una voz desconocida al otro lado de la línea. Tras disculparse consultaba por si acaso, irritada, la agenda. Sí, por supuesto que ése era el número que había marcado. Un nuevo intento, pulsando con mayor concentración las teclas, y ya la voz o el contestador familiares.

Después de varias semanas de desconciertos domésticos y creciente inquietud no tuvo más remedio que abrir la puerta a la hipótesis temible, aterradora, que hasta entonces había encerrado entre los muros de la negación: lagunas en su memoria sustrayendo a su conciencia los actos que explicarían la alteración inesperada en el orden habitual de los objetos; fragmentos de ella misma en su acostumbrado trajín por la casa evaporados de su mente como si jamás los hubiera protagonizado en primera persona; pedazos de su propio yo desgajados de su presunta unidad monolítica sin más rastros de su pérdida, de las rupturas por ella operadas en el hilo subjetivamente continuo de sus vivencias, que el vaso y las llaves y la toalla y el cojín y los discos descolocados. Tal vez el inicio del desmoronamiento de las células en su cerebro. Acaso el comienzo de la demencia. Sus padres habían muerto jóvenes, no sabía de otros precedentes en la familia. Aunque, es cierto, últimamente la mortificaban ciertas anécdotas que había oído contar sobre un primo de su madre pocos meses antes de morir. Y a sus muchos años, ¿por qué habría de ser imposible? Sin embargo, salvo el baile caprichoso de los objetos, ninguna otra cosa la inducía a admitir que en su desbarajuste se reflejara el de su vieja cabeza. Si los repasaba cuidadosamente al acostarse, recordaba perfectamente los acontecimientos de cada jornada, por más que éstos se redujeran a la rutina de obligaciones domésticas, paseos, lecturas y reuniones periódicas con amigos y colegas de la universidad, cada vez más achacosos, con que se esforzaba por aliviar la sensación de vacío y soledad que la acosaban desde su jubilación. Recordaba las ideas, el orden argumental de los ensayos, los nombres de los personajes, la trama de las novelas, las noticias que leía en el periódico. Las conversaciones telefónicas con sus hijas, con Alba, a quienes nada había mencionado de lo que le estaba sucediendo. Pese a su antipatía por los médicos, se dijo con angustia que debía valorar firmemente si acudir a ellos.

Una noche despertó sobresaltada. La mente en blanco, sin imágenes tenebrosas o desasosegantes que justificaran su abrupto retorno a la conciencia. Temerosa, aguzó el oído. Sólo el silencio plácido de la noche. Incapaz de conciliar de nuevo el sueño, decidió finalmente propiciar su venida con un rato de lectura. Probablemente la novela a medio leer que reposaba sobre la mesita la espabilaría aún más, así que mejor decantarse por la recopilación de artículos de uno de sus autores favoritos que había comprado hacía poco. Se levantó y se dirigió al comedor en su busca. Sólo al día siguiente se preguntaría por qué no la turbó hallar la puerta entornada en lugar de cerrada, tal y como ella solía dejarla antes de acostarse para que el ruido del tráfico matinal no alcanzara su dormitorio. Al encender la luz, sus ojos se posaron de inmediato sobre el libro que yacía, como abandonado al descuido, sobre el sofá. Se sentó algo ansiosa –una vez más, no recordaba haberlo sacado de la librería– y al cogerlo comprobó que entre sus páginas, a modo de señal marcando la interrupción de la lectura, asomaba el borde de una fotografía. Abrió el libro por esas páginas y así lo depositó sobre su regazo para ponerse las gafas prendidas en la pechera del camisón y examinar la fotografía. Allí estaba ella con Antonio durante el viaje que hicieran a Turquía el verano después de casarse. Ella con un vestido amplio y algo seria. Antonio sonreía a la cámara abrazado a su cintura. Qué jóvenes los dos. Y qué ignorantes de los problemas, de las agrias desavenencias, de las sofocantes discusiones que acabarían por separarlos con los años. Al notar una nube de tristeza ensombreciendo su corazón se dispuso a devolver la fotografía a su lugar entre las páginas del libro. Curiosa, quiso antes echar un vistazo a esas páginas. Su mirada se paralizó sobre el nombre que servía de título al capítulo que allí comenzaba. David. El corazón ya encogido bajo la lluvia. Ella estaba embarazada de cuatro meses -¿cómo no se había acordado al ver la fotografía?- durante aquel viaje, de ahí el vestido amplio y la seriedad de su rostro, no se encontraba ya muy bien. Si era niño, lo iba a llamar David. A los pocos días de volver, el dolor agudo en el vientre, la alarmante hemorragia, la visita a urgencias. Más o menos año y medio después nació Andrea. Luego Julia. Luego empezaron los problemas con Antonio. El nombre de David quedó para siempre sin destinatario.

Y al introducirse de nuevo entre las sábanas ya frías portando bajo el brazo el libro de artículos, la idea descabellada, absurda, inadmisible, abriéndose paso en su cerebro como un tropel de caballos desbocados, derribando con su fuerza los numerosos obstáculos, las tenaces barreras, los poderosos empujones de la mente racional de la antigua profesora de ciencias políticas: ¿y si fuera David el que…? ¿y si David, su niño no nato…? ¿Por qué si no entonces el libro sobre el sofá, la fotografía en la que ella aún lo llevaba en su seno entre esas precisas páginas presididas por su nombre? ¿Por qué si no los objetos cambiados de sitio, como si David, el espíritu de David –le daba vergüenza incluso pronunciar mentalmente esta palabra– quisiera…? Estremecida por sus propios pensamientos, Carmen alzó el embozo sobre sus labios, lo mordió de puro nerviosismo y lo bajó de nuevo hasta su pecho. Casi se asustó de sí misma cuando oyó su voz rompiendo suavemente el silencio: David. Un gato maulló lastimero en el patio interior. Un poco más fuerte: David, hijo, ¿eres tú?

Desde hace unos días, Carmen se levanta más temprano. Prepara la cafetera, corta el pan, mira distraída por la ventana mientras se tuesta, se agita por la cocina de un lado a otro con la mantequilla y la mermelada, y sólo tras este ritual, durante el cual intenta disimular la sonrisa en curva contenida sobre sus labios, se aviene a dirigir la vista hacia la pila, hacia el vaso limpio junto a la pila, y lo coge ya sonriendo abiertamente para depositarlo sobre el escurridor, meneando un poco la cabeza, como si estuviera reprendiendo a alguien. Es la misma sonrisa que ilumina su rostro, el mismo gesto que balancea su coronilla cuando da con las llaves en el sofá, la toalla pequeña cubriendo sus medias, los discos o cualquier otra cosa –ahora son ya tantas cosas– sobre la lavadora o cualquier lugar insospechado. Sus diarios paseos al mediodía se han vuelto más largos y ágiles, al caer la tarde lee con mayor fruición sus novelas y ensayos. Se abandona al sueño con una apacible sensación de bienestar, de plenitud, hace años olvidada. Esta mañana ha quedado con su amiga Alba a tomar un café y de repente ésta la ha abordado por la calle, extrañada, ¿pero qué haces aquí?, si habíamos quedado hace una hora en la plaza, ¿te encuentras bien?, ha preguntado escrutando su rostro, te he esperado durante media hora, te he llamado al móvil pero estaba desconectado, y luego he venido por esta zona a hacer unas compras y aquí te encuentro, no sé, ¿seguro que estás bien?, pareces desorientada. Sí, Carmen se ha desorientado. Iba andando camino de la plaza y de improviso se ha descubierto en esa calle que no conoce, sin saber muy bien cómo llegar a la plaza, tampoco para qué quería ir a la plaza. Alba la toma cariñosamente del brazo, tratando de ocultar el estupor, la preocupación que amenaza con asomar en sus facciones, pergeñando con premura la estrategia, vamos, te acompaño a casa, qué bien haberte encontrado, quería que me dieras el teléfono de tu hija, de Andrea, es que… es que uno de mis nietos quiere irse a estudiar a París, ¿sabes? y me gustaría hablar con ella, como ella vive allí, pero… ¿de verdad estás bien?, ¿no te notas nada raro? Carmen no puede dejar de sonreír mientras deniega con la cabeza. Trata de imaginar la reacción de Alba si le dijera que sí, que claro que está bien, que es sólo que David, con su constante parloteo, con sus juegos por la calle, correteando y escondiéndose detrás de cada esquina, la despista y aturulla, y por eso se ha desorientado. Pero Carmen calla, prudente, y se deja conducir dócilmente a casa.

sábado, 7 de mayo de 2011

Perdonar


De la historia que me conmovió apenas se nos narra un escuálido esqueleto: un hombre es acusado por la mujer que ama de traición al régimen soviético. Ha firmado la declaración falsa que lo condena a veinte años de encierro en un gulag en Siberia. Derramando lágrimas, testifica ante él sobre sus críticas a Stalin y sus actividades de espionaje. Él, petrificado por la incredulidad, sólo alcanza a preguntar, ¿pero qué te han hecho? Y al retirarse ella al comisario, ¿pero qué le han hecho?

Y tú te dices que en el rostro lloroso de ella no hay magulladuras, ni miembros rotos en su figura erguida, aunque él relate más tarde que es la tortura la que ha arrancado de sus labios la mentira. ¿Tal vez otra mentira que se cuenta a sí mismo, inventando una inocencia tan falsa como esa primera mentira? Tal vez. Quién no necesitaría del sustento precario, pero entre los escombros sólido como una roca de la mentira. De cualquier mentira que permita soportar las interminables horas de trabajo a la intemperie en el frío de las nieves de Siberia. Que consuele de los piojos en las ropas raídas cuando los párpados se cierran sobre el catre mugriento, rodeado de hombres convertidos por la indigencia en demonios amenazantes. Que alimente el deseo de seguir rehuyendo la muerte mientras el cuerpo exhausto y desnutrido de sopas aguadas quiere encaminarse lentamente hacia su consunción. Una mentira para aferrarse a la vida allí donde ésta deviene infierno y túnel oscuro sin atisbo de luz que indique la salida.

¿O acaso desconocemos qué terribles formas puede adoptar la tortura? Si las ropas esconden los golpes, también la tensión del miedo puede envarar el cuerpo descompuesto que se desmadejaría en su falta. ¿O acaso creemos que tan nítidamente debe vislumbrarse la huella de los machetazos asestados en el alma? Te arrancaremos los ojos si no firmas la declaración, podría haber escuchado la mujer que él ama. ¿Querrías perderlos? Más terrible aún: le arrancaremos los ojos, lo haremos pedacitos si no firmas. ¿Es eso lo que quieres? Y tú te estremeces pensando en el poder de las palabras según cómo se entrelacen, según quién y dónde, cuándo y cómo se pronuncien. Y en la atrocidad que significa forzar al acto heroico, a la resistencia de consecuencias inciertas, a la fortaleza reservada a los semidioses que han aceptado el destino de su muerte pronta, a seres frágiles y temerosos como nosotros. Tratando de eludir sin conseguirlo la imagen de ti mismo ante esas palabras, el interrogante por tu reacción ante esas mismas palabras. Bendiciendo tu suerte. Demasiado fácil puede resultar quebrarnos por la mitad sin tocar un solo cabello de nuestras cabezas, y luego dejar marchar los trozos desgarrados con la conciencia tranquila de las manos limpias de sangre.

Pero la luz termina por aparecer para él, quién sabe si nunca dejó de brillar débilmente al fondo de su amabilidad temeraria en el medio hostil: la posibilidad de la fuga. Aun desde la certeza de que los muros de la cárcel que lo aprisiona no los forman en realidad las alambradas, tampoco los fusiles de los vigilantes ni los perros entrenados, sino la gigantesca extensión despoblada e inhóspita de los bosques de Siberia. Con sus hielos, sus lobos y sus escasos habitantes alentados a la caza del fugitivo. Naturaleza despiadada y más despiadada aún humanidad en su miseria. ¿Por qué enfrentarse a ellas? ¿Por qué lanzarse en brazos de una muerte pronosticada como segura cuando tal vez la astucia, el egoísmo eficiente que se esfuerza por abandonar todo impulso compasivo, el aprendizaje y la paciente espera pudieran deparar la continuidad mecánica de la vida? ¿Qué le espera en el mundo si la mujer que ama lo ha traicionado, si su delación todo lo ha reducido a añicos? ¿Y por qué seguir avanzando cada pie aterido y plagado de ampollas durante incontables kilómetros, en lucha feroz contra el hambre aún mayor sin las sopas aguadas, contra el frío aún más intenso en ausencia de las paredes endebles del barracón, contra la sed enloquecedora cuando el hielo se transforma en desierto que quema la piel y cuartea los labios? ¿Por qué no ceder al agotamiento extremo, a los músculos enflaquecidos reclamando descanso, a la mente extenuada de sobreponerse cada nuevo día al impulso acuciante de ceder?

Sólo tras contemplar el esbozo de penalidades que intuyes inimaginables más allá de su vivencia real, se descubre que la luz que lo asiste durante ese caminar famélico y desesperado, la luz en el horizonte hacia la que cada pie avanza con insólita determinación, se nutre del deseo que corona la asunción de un poderoso imperativo: encontrarla a ella. Y de nuevo, ¿por qué? ¿No ha sido ella, su debilidad frente al dolor, su cobardía ante la amenaza, su egoísta afán de supervivencia, o sí, incluso su impotente voluntad de protegerlo, pero ella al fin y al cabo la causante de su desgracia? ¿No ha sido ella quien se ha dejado vencer por el enemigo y ha salido indemne mientras él sufre? ¿Indemne? ¿Es que cabe salir indemne de la derrota? Ella, dice él, jamás se perdonará por lo que hizo. Nunca dejará de torturarse por su denuncia. Y sólo él, sólo él puede perdonarla. Por eso tiene que regresar. Por eso debe regresar.

Y entonces sí crees poder imaginarlo a él imaginándola a ella, ella en su incesante paladear en la boca el sabor amargo de la culpa, ella asediada cada noche al posar la cabeza sobre la almohada por el recuerdo de las palabras acusatorias proferidas ante él, por el recuerdo de sus ojos estupefactos, preguntándose una y mil veces si no podría haber actuado de otra manera, si no podría haber resistido un poco más, si no podría haberlo salvado del destierro. Si él todavía estará vivo, si es posible sobrevivir no ya al gulag, sino al daño intolerable infligido por quien nos ama, si no habrá muerto ya, no de hambre o de frío, sino de tristeza y vacío y soledad ante sus propios recuerdos. Si no sería mejor para él haber muerto aunque eso a ella la convierta en asesina. Y junto a la cadena infinita de condicionales engarzados en su martilleo, la vergüenza constante, la vergüenza en la memoria del pasado, en la libertad presente, proyectada en el futuro sobre la angustiosa fantasía de un hipotético reencuentro en el que ella no se atrevería a enfrentar esos ojos estupefactos impresos en sus retinas. A solicitar su perdón por el mal imperdonable. En la solicitud de perdón habita el reconocimiento del daño causado que mitiga el dolor del ofendido. Pero hay daños tan evidentes, tan notorios en su brutalidad, que la mera demanda de perdón afrenta al chocar con el orden de lo irreparable.

Sin embargo, él no sólo ha perdonado. También comprende hasta qué punto el agravio sufrido le otorga milagrosamente el poder de la reparación a través del perdón. Si él perdona, ella queda libre de culpa. Si es él quien reconoce ante ella haber logrado imponerse sobre el sufrimiento padecido y elevarse con un resto todavía intacto sobre su cima, la eleva a ella consigo más allá de su culpa. Por eso debe encontrarla. Porque ha comprendido que ella, cruelmente obligada a devenir instrumento de la maldad de otros, no merece cargar con esa culpa. Que nadie merece ser tachado de culpable por su incapacidad para erigirse en héroe si nadie sabe de antemano de sí mismo, de su propia fortaleza para llevar a cabo la proeza exigida al otro. Y que la máxima perversión pretendida por la iniquidad humana estriba en destruir a los hermanos, a los amigos, a los que se aman, transformando su amor recíproco en odio corrosivo que envenene para siempre sus almas.

Y piensas que la ofensa ciega al reconcentrarnos sobre nuestro propio dolor. A menudo redoblado por proceder de quien únicamente esperamos cura y consuelo para los múltiples dolores que inflige el mundo. Ocultándonos la verdad de que también nuestras debilidades, nuestros miedos, nuestras mezquindades causan dolor incluso sin quererlo a quienes amamos. De que no hay víctima de ofensa que no se conozca en la posición de ofensor. Encubriendo el poder del perdón que se nos regala junto al dolor del agravio, ése que bien podría haber provocado la propia mano. El poder que permite la restauración del equilibrio desquiciado con el alivio del dolor de quien se duele por habernos herido. Quizá sería insensato afirmar que cualquier desmán humano es susceptible de perdón. Pero más insensato aún sería confiar en el aire respirable de la vida sin la existencia de otros dispuestos a perdonarnos. A concedernos el perdón que nos niega la soledad de nuestra conciencia envilecida por la imagen del dolor del otro.





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sábado, 23 de abril de 2011

Revolución


“¿Hay mayor revolución que la de las costumbres?”

Sophie Gottlieb en “El viajero del siglo”.


Quizá deberíamos recordar más a menudo aquello que los antiguos dijeron hace ya más de veinticinco siglos: el ser humano es un animal social por naturaleza. Y no sólo porque el lenguaje, eso que más esencialmente nos define como humanos, sea imposible al margen de la vida comunitaria, ni porque disponer de una interioridad como la que nos caracteriza signifique haber sido previamente colonizado por la exterioridad de las palabras de otros. A través de y junto al hecho del lenguaje, de esos otros, próximos o lejanos, pasados o presentes, recibimos también –además de tantas otras cosas– los valores que defendemos con nuestra conducta, las pautas de actuación que nos guían, los hábitos que nos sostienen, los deseos por cuya satisfacción y cumplimiento luchamos día a día y que más íntimamente sentimos como propios y originarios.


Por eso resulta por lo general tarea tan ardua, y cuestión de décadas o de siglos más que de años, que las ideas que pretenden modificar la estructura y funcionamiento de las sociedades acaben por instaurar los nuevos valores, las nuevas pautas de actuación, los nuevos hábitos y deseos que atestiguarían la realidad efectiva del cambio al que se aspira. Por un lado, los automatismos férreamente consolidados por la tradición de la masa social tienden a ahogar de entrada cualquier principio de cambio. Por otro, y tal vez esto sea lo más decisivo, los individuos que en avanzadilla intentan vivir de acuerdo con el nuevo modelo a implantar forman parte de esa misma masa social que los ha moldeado en función de los antiguos valores, pautas de actuación, hábitos y deseos. No será extraño entonces que su voluntad y determinación se muestren insuficientes para romper con el moldeado recibido. Tampoco que estos pioneros del cambio social se vean a menudo abocados a la contradicción, a la infelicidad e incluso a la tragedia: bien por chocar contra la resistencia de sus contemporáneos, bien por estrellarse contra sí mismos, internamente desgarrados entre sus ideales y los valores, pautas de actuación, hábitos y deseos aprendidos en el seno de la sociedad que quieren alterar.

Ésta es, a mi modo de ver, la problemática que plantea la película “El grupo”, basada en una novela homónima de Mary McCarthy, dirigida en 1966 por el recientemente fallecido Sidney Lumet. Un relato trágico del fracaso del individuo doblemente enfrentado a una época demasiado inmadura para el nuevo modo de vida que se esfuerza por encarnar y a su propia subjetividad, igualmente inmadura para llevarlo a la práctica con la coherencia y resolución necesarias.

El grupo” narra la historia de ocho amigas recién graduadas en Vassar, una de las universidades femeninas más prestigiosas de Estados Unidos. Todas ellas han sido educadas para ser mujeres profesionales y autónomas que contribuyan al nacimiento de una sociedad donde la mujer tenga igual relevancia y poder de decisión que el hombre. Todas ellas son mujeres cultas y preparadas que abandonan las aulas con la ilusión de cambiar el mundo. Corre el año 1933.

Sin embargo, una vez fuera del amparo del marco académico y devueltas a la sociedad, la evolución de sus vidas durante los siete años que tardarán en reunirse de nuevo distará mucho de parecerse a lo que habían imaginado. La razón principal: casi todas estas mujeres sucumbirán a la imposibilidad de conjugar sus aspiraciones profesionales y sus afanes de libertad e independencia con el deseo más poderoso que las domina de llegar a ser fieles esposas y madres en una sociedad que las ha destinado de antemano a esa función y que constantemente les recuerda que ése y no otro debe ser su papel como mujeres. Un deseo que las conducirá a reproducir los roles de pasividad, sometimiento y obediencia al hombre de sus predecesoras que intentan superar. Un deseo que habrán de satisfacer en la mayoría de los casos al precio de la renuncia, la decepción, la desilusión y la frustración en la medida en que ninguna podrá olvidar en el fondo su paso por la universidad y los ideales que allí se les inculcaron.


Las más atrevidas, quienes optan por la liberación sexual que por fin permite el uso de nuevos métodos anticonceptivos antes de contraer matrimonio, harán el amargo descubrimiento de la importancia que aún se concede a la virginidad femenina, así como la doble moral respecto al sexo que sigue impidiendo a las mujeres ejercer sin consecuencias negativas su libertad sexual. Tras perder su virginidad con un artista bohemio que únicamente la desea como amante, y ante el temor de no ser aceptada por ningún otro hombre, Dottie termina por casarse con un rico viudo del que no está enamorada pero que le ofrece la posición, seguridad y tranquilidad que busca. Aunque Libby alcanza cierto éxito profesional como agente literario, sus aventuras con los escritores que conoce harán que se lamente eternamente por sus problemas para encontrar un marido.

Huyendo de los convencionalismos, la más alocada del grupo, Kay, se casa con su novio de la universidad, un dramaturgo sin talento, mujeriego e irresponsable al que mantendrá con su trabajo en unos grandes almacenes mientras éste la engaña, dilapida su dinero y acaba por maltratarla e ingresarla en una institución psiquiátrica en un mundo todavía proclive a creer que las mujeres son seres de mentes frágiles cuyos estallidos de violencia responden a su naturaleza histérica en lugar de a causas legítimas.

Pese a sus ideas liberales, Pokey no puede evitar cifrar el sentido de su existencia en la posibilidad de concebir un hijo y se sentirá realizada al quedarse embarazada después de años de fracasar en el intento. La pudiente Helena no logra ser valorada en su trabajo por los prejuicios aún imperantes sobre la inferioridad de la mujer frente al hombre.

Sin duda el caso más dramático es el de la tímida Priss, brillantemente licenciada en Económicas y demócrata convencida, que emprende con gran entusiasmo su carrera profesional en la Administración de Roosevelt. Sin embargo, poco después la sacrifica para casarse con un pediatra republicano que se burla de sus ideas políticas y la induce a una maternidad que ella teme. La obsesión de su marido por que amamante a su primer hijo pese a sus dificultades para hacerlo llevará a Priss a menospreciarse por no ser capaz de comportarse como una “verdadera” madre. A partir de ese momento, delegará la educación de su hijo en su marido, quien con sus modernas teorías pedagógicas hará de él un pequeño monstruito mientras Priss, siempre pasiva y sumisa a su voluntad, se transforma en una gris, apagada e infeliz ama de casa.

Sólo Polly, quien consigue un cierto equilibrio entre su vida profesional y sentimental, y Lakey, que marcha a Europa para regresar años más tarde con una baronesa alemana como pareja, escaparán parcialmente a las contradicciones que amargan las existencia del resto de sus amigas.

El ritmo por momentos trepidante de la película, en el que las vidas de las ocho protagonistas, mostradas en fragmentos que se suceden e intercalan a gran velocidad, se confunden a menudo en la mente del espectador, parecería querer reflejar tanto la propia confusión que experimentan estas ocho mujeres, arrastradas por sus deseos, por sus fisuras, por sus circunstancias, a lugares en los que jamás quisieron estar, como el hecho de que, en esencia, sus respectivas trayectorias se reducen a una única historia: la de los múltiples y dolorosos obstáculos que hallaron las primeras generaciones de mujeres alentadas a hacer suyos los ideales feministas en una sociedad que difícilmente podía formarlas para estar con integridad a su altura y que se resistía a aceptar los profundos cambios que implicaban.

Sophie Gottlieb tiene razón: la mayor revolución es la revolución de las costumbres, y no hay cuestión más esencialmente política, en lo que respecta a la igualdad entre hombres y mujeres, que la que concierne a la gestión de la vida íntima. Ningún proyecto político sobre este tema se realizará plenamente sin la correspondiente subversión privada. Pero también es cierto, a la vista de las conexiones que todavía cabe trazar entre esta película de Sidney Lumet y la realidad social del siglo XXI, que estas revoluciones íntimas exigen un largo tiempo para darse por concluidas.

sábado, 9 de abril de 2011

Surcos


Ni uno solo de los nacidos al fulgor oscuro de una conciencia mortal que la fortuna salve de una pronta retirada se verá libre de la turbadora experiencia: la sorpresa agria frente al espejo por el pliegue inédito sobre el labio, en línea prolongando el rabillo del ojo, hendiendo entre los ojos la base de la frente; la mueca consternada que en su descubrimiento lo ahonda y acusa; la interrogante incomprensión por el invisible, necesario proceso que en silencio fuera labrándolo más allá del alcance de nuestras pupilas hasta concedernos de pronto la visibilidad de su presencia; en él la epifanía del misterio, salvo para el microscopio inviolable, de la materia en transformación que ahora declina. El dedo frota suavemente el surco y lo alisa, pretendiendo iluso su desaparición con el roce. De la herida que sin doler en la carne abruma el alma.

Relajando los músculos nos alejamos del espejo. El orden previamente quebrado sobre la superficie pulida se restaura. Si nos acercamos de nuevo, valientes, la proyección esperada vuelve a mancillarse. Todavía no es tan evidente, susurra mientras le damos la espalda la voz tranquilizadora. No lo suficiente para emborronar la certeza del primer e incontestable vestigio, el que revela el comienzo de la erosión sobre la estampa antes intacta, de la leve pendiente inclinada marcando el término de la meseta, del rodar por ella de nuestro cuerpo en caída lenta pero inexorable. Ese porvenir tan sabido en el anunciamiento de su observación mundana como tercamente ignorado es por fin pura, rabiosa actualidad, cuya irrupción se acompaña de la anticipación de sus ineludibles secuelas: la profundidad como destino de ese primer pliegue incipiente, de tantos otros aún inexistentes que con toda seguridad llegarán a agrietar junto a él el lienzo de nuestro rostro.

Nos empuja de entrada la frivolidad a lamentar malhumorados la belleza poseída en deterioro, tan amarga la percepción de su ruina si es escueta o generosa; el menoscabo de la frescura que ilumina las caritas infantiles de tez inmaculada, también la nuestra en el recuerdo ayer guardado. Presos del vínculo en los oídos mil veces recorrido que anuda hermosura y juventud, lindeza y lozanía, sentimos abrirse en ese pliegue la brecha creciente de la fealdad, con ella la depreciación progresiva de nuestro valor en el mercado del deseo. Pero si, ya ajeno al juez severo de nuestros ojos, se intensifica el fruncido en el ceño, es porque tras el temor de la preocupación vanidosa a devenir pieza repudiada en la feria de las apariencias acaba siempre por asomar la angustia ancestral, tenazmente ahogada bajo el cotidiano braceo en las aguas de nuestros pensamientos: habla en el pliegue el augurio de la muerte, el brillo de la hoja afilada de la guadaña que, sin rasgar aún el cuello, recorta de repente la imagen engañosa de la extensión indefinida del tiempo en la figura exigua por limitada, idénticamente artificial en su concreción, verdadera en su concepto, del tiempo que nos queda. Entrevisto día a día desde el espejismo de la infinitud que traza el pincel del presente miope, el horizonte de dimensiones nebulosas en su lejanía se ha aproximado abrupto mostrándonos el muro ciego que lo cierra, la perpendicular que lo segmenta y quiebra, el negro último que lo sella. En el surco en la piel, el dibujo de un reloj de arena súbitamente invertido, focalizado con nitidez sobre la ampolla que se vacía. Transmutados nosotros en cenicientas ansiosas que se sofocan con antelación por el irremediable sonar de las campanadas de medianoche.

Pues con el alarmante hallazgo de ese pliegue que alborea se precipita el balance, el recuento de las cifras anotadas en la columna del haber en tenso contraste con las correspondientes al debe. De un rápido vistazo tendente a traicionar su envergadura computamos los logros, las acciones, los movimientos, la suma de las ganancias. Más escrupulosa, la mirada se dispara hacia adelante y ante ella desfila el esbozo de los peces dorados aún no atrapados en las redes: metas en lontananza, objetos anhelados en su falta, obras inconclusas, poemas no escritos, vivencias soñadas punzantes en su quimérica irrealidad. Y confiadamente aferrados al cálculo falaz de probabilidades que quiere descartar el accidente fatal, la enfermedad asesina, el fallo orgánico prematuro y letal, sopesamos a partir del rendimiento de los años pretéritos la posibilidad de embutir en el tramo pronosticado a la duración de los futuros la liquidación a tanta deuda. No será raro que nos embargue entonces una triste desazón. Tanto si la frustración nos desborda en la áspera impresión del fracaso, de la miseria en dividendos, del trayecto estéril y malogrado, como si admitimos ponderados la valía de nuestras conquistas, el balance arrojado resultará por fuerza negativo: no basta la finitud de una vida humana para el cumplimiento de los incontables deseos que engendra, de las innumerables proyectos que baraja, de las vidas infinitas que en su seno imagina.

Antes o después, rehuir el pesar que emerge de la inútil voluntad de retroceso, aplacar el sentimiento de pérdida que como cáncer en metástasis minará poco a poco el brío de nuestros miembros, reinstalarse en el aliento y la alegría por lo venidero, exige la corrección de la metáfora, la alteración de la perspectiva: no delata el pliegue cúspide alguna que condene al descenso; por más que la piel haya empezado a ajarse bajo el sol inclemente del mediodía tardío, nosotros seguimos ascendiendo. Aligerados a cada paso del peso inerte de la inexperiencia, menos vacilantes nuestros pies al pisar la arena incierta, adherida la destreza a sus plantas para la evitación del tropiezo, dotadas nuestras manos de mayor pericia en el manejo de la brújula, aguzado el instinto, asentada la determinación en la elección ante el camino que se bifurca tras múltiples rutas andadas. Tales son las flores que brotan al precio pautado por la ley de la frágil, quebradiza mortalidad del desgaste de la cáscara, de sus muescas y desconchones. Tatuajes que la luz y el polvo graban sobre los semblantes humanos para narrar al mundo y a nuestros ojos en el espejo las risas que gozamos, los lágrimas que lloramos, las batallas libradas en sus gloriosas victorias, las derrotas que libaron las mieles, nunca suficientemente apreciadas, de la supervivencia triunfante y el tesoro del aprendizaje. Huellas palpables de los saberes que por su causa ostentan nuestras lenguas, dirigen nuestros dedos, vibran al fondo de nuestras pupilas. Del ser en perpetuo andamiaje que con sus palabras, sus gestos, sus miradas, se ha ido forjando en el barro de nuestra carne. Cicatrices ausentes de la piel virginal e irreprochable del infante torpe como máscara impoluta cuya pulcritud sólo manifiesta el vacío de la nada.

Sí. No otro es el enfoque a construir capaz de contener el lamento: armados con ese precioso botín, nosotros seguimos ascendiendo. Y que no se nos oculte que en las alturas pueden aguardarnos más amplios y espléndidos paisajes, vientos más densos, azules más límpidos, nunca antes siquiera intuidos.


Deberíamos por eso ejercitarnos a diario en el amor y la celebración de los surcos que año a año se esculpen sobre nuestro rostro como los ama y celebra el labrador sobre la tierra al ararla, a pesar del sudor y los riñones doloridos, en la expectativa del germinar de sus frutos. Por eso, y porque cada nuevo amanecer frente al espejo nos retratan aún saltando por encima de las piedras que en choque brutal detuvieron a tantos otros, expulsándolos de las risas y las lágrimas, de las victorias y las derrotas y sus mieles. A tantos otros que demasiado temprano para los surcos y los pliegues convirtieron en víctimas de la tragedia que nosotros aún, todavía burlamos.

Apenas esas humildes, pequeñas palabras escriben las tablas del puente que, ante la marca del dios devorador en nuestro rostro, cruza de la tristeza a la alegría: del tiempo limitado, cercenado, finito que nos queda, al tiempo limitado, cercenado, finito que aún, todavía nos queda. Desplegando ese tiempo tasado en la misteriosa infinitud de instantes que alberga. Alumbrando el espacio que en su interior se nos ofrece para acoger cálidamente tanto como ahora nos llega. Tanto como esté por llegarnos en cada ahora restante.

jueves, 24 de marzo de 2011

Justicia


Alcalde: La donación de Claire Zachanassian es aceptada. Por unanimidad. No por el dinero -
Comunidad: no por el dinero -
Alcalde: sino por la justicia -

Comunidad: sino por la justicia -
Alcalde: y por una cuestión de deber moral.
Comunidad: y por una cuestión de deber moral.
Alcalde: Pues no podemos vivir tolerando un crimen entre nosotros -
Comunidad: Pues no podemos vivir tolerando un crimen entre nosotros -

Alcalde: que debemos extirpar -

Comunidad: que debemos extirpar -
Alcalde: para que nuestras almas no se pierdan -
Comunidad: para que nuestras almas no se pierdan -

Alcalde: ni nuestros bienes más sagrados.
Comunidad: ni nuestros bienes más sagrados.
Alfred (grita): ¡Dios mío!

La visita de la vieja dama - Friedrich Dürrenmatt.


Pocos libros de los que han caído en mis manos en los últimos tiempos me han proporcionado tanto placer como el recientemente publicado "Enemigos públicos", un intercambio epistolar por momentos agrio, por momentos conmovedor e intimista, en cada una de sus páginas siempre reflexivo e iluminador, entre dos figuras en principio situadas en los extremos más opuestos del horizonte cultural francés: el polémico, nihilista, depresivo novelista Michelle Houellebecq y el intelectual comprometido, mediático, bon vivant Bernard-Henry Lévy. Y una pequeña parte de ese placer proviene del hecho de haberme recordado una inquietante obra de teatro del genial Friedrich Dürrenmatt que leí hace ya demasiados años y que prácticamente se había borrado de mi cabeza.

A propósito del tema de la guerra Houellebecq cita en una de sus cartas una frase de Goethe que en apariencia denotaría un flagrante e incluso perverso conservadurismo: "Más vale una injusticia que un desorden". En su respuesta Lévy se revuelve indignado y advierte a Houellebecq que el sentido original de esa afirmación de Goethe es exactamente el contrario del que por lo general se le atribuye: el escritor alemán la pronunció durante la Revolución Francesa, poco después de haber contribuido a impedir el linchamiento de un soldado francés; la injusticia valorada por Goethe como superior al desorden consistió en salvar la vida de un soldado enemigo que probablemente fuera un gran criminal; el desorden habría sido permitir su asesinato al populacho ávido de sangre. Lévy dice detestar profundamente esa frase tal y como suele ser utilizada: con el fin de justificar el sacrificio del individuo en aras del orden establecido, para legitimar el atropello de inocentes en nombre de la estabilidad de la maquinaria social y política. En definitiva, con el objetivo de validar la injusticia sobre un elemento del sistema por el bien de su estructura global. Y es aquí donde confiesa que, cada vez que escucha esa odiosa, para él mortífera sentencia, en su memoria reaparece, junto a otros personajes reales o ficticios, el tendero Alfred Ill, la víctima sacrificada en pro de la prosperidad de la comunidad en la tragedia de Dürrenmatt "La visita de la vieja dama".

La acción se desarrolla en la pequeña ciudad de Güllen, inexplicablemente arruinada para desesperación de sus habitantes mientras asisten al florecimiento económico de las demás localidades de la región. Han depositado todas sus esperanzas de salir de la miseria en la visita de Claire Zachanassian, que abandonara la ciudad siendo muy joven y ahora regresa convertida en una excéntrica multimillonaria: Claire, antes Klara, ha estado realizando obras benéficas en las ciudades cercanas. ¿Qué no hará entonces por Güllen?

Alfred Ill, un tendero tan apreciado en la ciudad que se prevé como el próximo alcalde, fue novio de Claire antes de su partida. Junto a las personalidades más destacas de Güllen, la recibe en la estación y ambos evocan los tiempos de su noviazgo. La ciudad ha preparado una comida de bienvenida para Claire y aguarda impaciente que ésta explique el motivo de su visita. El alcalde pronuncia un caluroso discurso elogiando a la millonaria, proclamando su alegría por su vuelta a su ciudad natal. Finalmente Claire anuncia que está dispuesta a regalar a Güllen 1000 de sus millones: 500 para la ciudad, y 500 a repartir entre sus habitantes. Pero sólo con una condición: les dará el dinero a cambio de justicia. ¡La justicia no se puede comprar!, exclama escandalizado el alcalde. Todo se puede comprar, replica Claire. Y a continuación les recuerda lo que todos los habitantes de Güllen parecen haber olvidado: Claire quedó embarazada de Alfred, quien se negó a reconocer la paternidad de la criatura en su vientre y sobornó a dos jóvenes para que en el juicio afirmaran haberse acostado con ella. En avanzado estado de gestación, aún adolescente, en una fría noche de invierno y todavía sintiendo las burlonas miradas de desprecio sobre sus espaldas, Claire se vio forzada a abandonar la ciudad. Para sobrevivir hubo de dedicarse a la prostitución y su bebé murió con apenas un año. Pero su suerte cambió y ahora nada en la abundancia. Sin embargo, su deseo de que se haga justicia por lo que le aconteció en Güllen aún sigue vivo. Alfred merece ser castigado por su traición. Por ello, dará 1000 de sus millones a Güllen sólo si se acepta su condición: que alguien lo mate. El alcalde rechaza indignado la oferta en nombre de la ciudad. En nombre de la humanidad. Antes pobres, afirma, que con las manos manchadas de sangre. Bien, esperaré, responde Claire.

Pocos días después Alfred observa que todos los habitantes de Güllen lucen zapatos amarillos nuevos. Los parroquianos compran a crédito en su tienda más y más caros productos. Alfred comienza a sospechar que todos aguardan a que alguien se atreva a asesinarle. Atemorizado, acude al jefe de policía para rogarle que detenga a Claire por amenazar su vida. Éste le rechaza amablemente mientras en su boca brilla un nuevo diente de oro. Alfred se dirige entonces al alcalde, que trata de disuadirle de sus sospechas con una nueva corbata anudada a su cuello, un cigarro de lujo entre sus dedos y una máquina de escribir último modelo sobre su escritorio. Por todas partes se escucha el rumor de radios y televisores nuevos en las casas de Güllen. Por último, Alfred visita al párroco, quien, en medio del repiqueteo de una nueva campana en la torre de la iglesia, insiste en que no debe preocuparse más que por la salvación de su alma y por la vida eterna. Aunque Alfred intenta huir, la ciudad en pleno se lo impide.

Hay que reconocer que se portó como un cerdo, han empezado a murmurar los parroquianos a su paso. También la propia mujer de Alfred, que ha reformado la tienda y estrena elegantes vestidos. Su hijo se pasea por la ciudad en un flamante coche nuevo. Su hija recibe junto a sus amigas clases de tenis. Cuando el maestro de la ciudad le cuenta que ha intentado sin éxito ablandar el corazón de Claire, Alfred, impotente, dice aceptar su culpa: Yo he convertido a Claire en lo que es. Y el maestro le da la razón: En efecto, usted tiene la culpa de todo lo que pasa. Ha sabido por la propia Claire que ésta fue comprando todas las fábricas de Güllen y provocando su ruina. Como en una tragedia griega, únicamente la muerte de Alfred acabará con la maldición caída por su causa sobre la ciudad.


El alcalde prepara una asamblea donde todos los ciudadanos del pueblo votarán si deben aceptar o no la donación de Claire. Pero antes de su celebración visita por última vez a Alfred para instarle al suicidio. Su obligación moral, afirma, sería terminar él mismo con su vida. A fin de cuentas, sería lo justo para la comunidad y la liberaría de cometer un delito del que Alfred es por completo responsable. Por lo demás, ¿qué otra cosa haría un hombre de honor, sino sacrificarse por el bien de su ciudad natal y así poner fin a la miseria, a los niños hambrientos en Güllen? Debe aprovechar la oportunidad que se le ofrece para reparar su falta y recuperar con ello al menos, antes de su muerte, un poco de su dignidad.

Ante la negativa de Alfred, la asamblea se celebra. Aceptar o no la donación de la millonaria Claire no es, proclama el alcalde, una cuestión de dinero, de bienestar, sino de justicia. Porque los ciudadanos de Güllen han vivido ya demasiados años en la injusticia al tolerar el crimen perpetrado contra Claire. ¿Estáis dispuestos ahora a realizar el ideal de la justicia?, pregunta a la asamblea. ¡Sólo si os sentís incapaces de consentir el mal, sólo si os resulta imposible vivir en un mundo viciado por el aire de la injusticia, podéis aceptar con la conciencia tranquila los millones y cumplir la condición que la donación lleva implícita! Todos los ciudadanos, excepto Alfred, alzan sus manos a favor de la donación. La prensa y las mujeres abandonan la sala. Cuando Alfred es conducido al escenario, una muchedumbre silenciosa se abalanza sobre él.

Nada más comprensible ahora que la indignación de Bernard-Henry Lévy en "Enemigos públicos": en la tragedia de Dürrenmatt los habitantes de Güllen representan la plasmación más extrema del sentido degenerado de la frase pronunciada por Goethe, "Más vale una injusticia que un desorden". Pues lo que sucede en Güllen no es solamente que la injusticia de asesinar a Alfred sea preferible al desorden de su comunidad, y por esta razón sus habitantes opten por la injusticia con el fin de restaurar el orden perdido. En Güllen, la perspectiva del orden social impone la siniestra transformación de la injusticia en la verdadera justicia. En Güllen, es ese orden de la comunidad, el de la muchedumbre asesina movida por su afán de prosperidad económica, el que decide lo que es justo y no lo es, haciendo evaporarse en el aire la injusticia del crimen cometido.

Nada más comprensible ahora, también, que la fragilidad del significado de la palabra justicia allí donde ésta se enfrenta al deseo humano de abundancia y riqueza. Lo cual quizá explique que esta obra de Dürrenmatt se haya leído igualmente como la plasmación más extrema de la moral del individuo moderno en las sociedades capitalistas.


Digamos para finalizar, en descarga de mi admirado Michelle Houellebecq, que éste comienza la siguiente carta en respuesta a Lévy declarando entender la frase de Goethe exactamente en el mismo sentido que él. Quién desee saber por qué, que no deje de leer este genial y apasionante duelo epistolar.