sábado, 31 de octubre de 2009

Inútil


Otro tiempo vendrá distinto a éste.
Y alguien dirá:
"Hablaste mal. Debiste haber contado
otras historias:

violines estirándose indolentes
en una noche densa de perfumes,
bellas palabras calificativas
para expresar amor ilimitado,
amor al fin sobre las cosas
todas".


Pero hoy,
cuando es la luz del alba

como la espuma sucia
de un día anticipadamente inútil,
estoy aquí,
insomne, fatigado, velando
mis armas derrotadas,
y canto
todo lo que perdí: por lo que muero.

Ángel González

Se entretienen hoy entre tus sienes, como en eco amplificado de estos días, estos días en que ya no sale el sol sino tu rostro, cantaba el trovador, tu rostro lloviendo nubarrones, aquellas otras palabras de aquel otro poeta sembradas por heraldos negros -tantas palabras, siempre palabras-, que dicen, hay golpes en la vida, tan fuertes... Yo no sé! Y se demoran en tu lengua silenciosa pero sólo en el contraste, en la distancia. Porque no. No son esos golpes que parecieran nacidos del odio feroz del dios, golpes que abrieran zanjas de muerte, golpes bárbaros, golpes sangrientos, golpes de heridas profundas que llaman al rayo fulminante de la locura, los que martirizan estos días tus entrañas, los que calambrean estos días en tus tripas.

Son esos otros golpes, golpes tenues, o no tanto, de asumible intensidad, golpes que aterrizan sin grandes aspavientos, sin grandes clamores, uno tras otro, sobre la piel ya curtida, la piel que acusa y se duele pero soporta sin sangrar, y trata de amortiguar la vibración dañina tensando sus fibras, apretando en ascensión hacia la boca las mandíbulas, contrayendo el estómago e impulsando los ojos en busca del remanso del azul en el horizonte, el azul que siempre queda, el limpio azul. Hasta que una mañana, o una noche, o un alba de espuma sucia goteando entre las rendijas de la persiana, los ojos cansados se sienten vencer por el peso de los párpados y ya no encuentran ni fantasean con el azul visible o imaginado. Y durante largas horas, quizás todas las que se desperezan en una jornada, quizás aún más, sucumben bañados por el gris turbio, por el rojo iracundo, por el verdinegro ponzoñoso.

No es preciso que los astros se detengan en sus órbitas imponiendo la catástrofe. Que aparezca abruptamente la desgracia. Basta a veces con que las expectativas sensatamente proyectadas se rompan. Con que una nueva, reiterada dilación en su ansiado cumplimiento magulle las esperanzas. Con que las previsiones se demuestren azarosamente falsas. A veces, basta con algo tan cotidiano, tan comúnmente banal como la acumulación de posibilidades truncadas por inescrutables, ajenos designios. O que la lógica perversa del animal humano exhiba su antigua y constante faz allí donde, ilusamente, no se la aguardaba, para que emerja el deseo, el imperioso deseo, de desertar del mundo, de saltar del barco. En medio de la impotente, de la angustiosa conciencia de que, al menos por ahora, no hay otro mundo. Tampoco otro barco. De que probablemente nunca los habrá. En medio de la implacable certeza de la necesidad de inclinar la cabeza, de aceptar el yugo sobre el cuello y acostumbrarse a sus astillas punzantes. De someterse a los imponderables inalterables con el esfuerzo de la propia mano con el ánimo sereno y tranquilo. En medio de la convicción de que el remedio sensato para apaciguar el corazón furibundo exige aniquilar el deseo de huir hacia ninguna parte y restaurar con paciencia la mirada hacia lo azul. Y olvidar lo que podría ser y no es si es en el ser y no en el poder ser donde sobrevives y braceas por seguir cada día regalando aire a tus pulmones.

Y aun así resistirse a ese olvido. Resistirse estúpidamente a ceder en el lamento y el enfado. A acallar los gritos por eso que podría ser y no es si este mundo no fuera este mundo. Por las posibilidades perdidas a las que, al igual que el poeta, algo en ti se empeña en no dejar de cantar pese al desgarro en la voz por ese mismo canto lacerada. Y persistir en la rebeldía íntima, en el enfrentamiento invisible, que continúa retorciendo el vientre, arrugando el ceño, ensombreciendo las pupilas. Hallando controvertida apoyatura en la ira. Agitándote a la sombra estéril de la creencia, funcionalmente errónea, adaptativamente fallida -no se te escapa-, de que no hay más alta sumisión, ni más alta muerte en vida del alma, que la felicidad narcotizada del esclavo. O los ojos apacibles, empañados en su dócil letargo, del animal de carga ya insensible a los golpes. Y que por ello la alegría merece ser apartada y la ira sufrida.

Inútil el gesto agriado, agotadora la rabia sostenida. Inútil y extenuante el velar insomne de las armas derrotadas cuando los miembros reclaman urgente, salvífico descanso. Como el día anticipadamente inútil del poeta. Porque inútil la batalla que malgasta fuerzas preciosas sabiéndose de antemano vencida. Sin remedio llegará -tampoco se te oculta- el tiempo de la acomodación y la resignación. Tarde o temprano llegará. Es la anestesia propiciada por el cuerpo que lucha tenaz por subsistir mientras la cabeza se revuelve, terca, suicida, contra el enemigo imbatible. Es la anestesia al fin perseguida por la propia cabeza cuando, temerosa, sospecha rozar los límites de la insania tras largas, dolorosas inmersiones en el pozo lóbrego de la tristeza. Maldita, bendita anestesia. Y mientras la frente mantiene su requerida, inevitable inclinación, la nuca tratará de hacer del yugo hábito y costumbre imperceptibles. Para que así los ojos, silenciada como en traición la rabia justa pero nociva, vuelvan a encontrar el modo de inventar el azul de su refugio. Y allí se remansen y apacigüen, y aleteando sonrían, lejos, lejos de la hostilidad del mundo. Lejos, pero aún, todavía, dentro de este mundo.


martes, 20 de octubre de 2009

Del público y las cosas de su querer


"Al público hay que darle lo que quiere ver", decía en "Tesis", la primera película de Alejandro Amenábar, el profesor universitario que se hallaba detrás del negocio de producción y venta de snuff movies. Una frase que, posiblemente, nunca ha dejado de ser objeto de controversia desde que el mundo del espectáculo, poco importa si musical, teatral, cinematográfico o televisivo, se transformara en negocio.

Supongo que la controversia se sustenta, básicamente, sobre la problemática que entraña determinar qué es ese ente abstracto llamado "público" y ese otro ente aún más abstracto que sería su presunta "voluntad" o "deseo". Pues ambas abstracciones dan cabida a que todos aquellos que cuentan con la posibilidad o el poder -si en ciertos ámbitos es indudable que la posibilidad va de la mano del poder económico o político- de ofrecer alguna suerte de espectáculo, interpreten, siempre en función de sus propios intereses particulares, cómo es ese público y cuál es su voluntad o deseo. Y que, además, pretendan por lo general hacer pasar tales interpretaciones por verdades universales e inamovibles: el público es así, y esto es lo que quiere. Ergo, esto es lo que hay que darle.

Al acudir al cine estos días atrás a ver su nueva película, "Agora", no he dejado de tener la impresión de que Amenábar ha acabado haciendo suya aquella frase puesta en "Tesis" en boca del perverso profesor según la cual "al público hay que darle lo que quiere ver". Y ello a pesar de la clara intención crítica que allí subyacía a tales palabras. No, no me entiendan mal. Estoy al tanto del rechazo que "Agora" ha suscitado en los medios más conservadores, dado que no es precisamente la imagen de los orígenes del cristianismo proyectada en ella lo que cierto sector igualmente conservador del público querría ver. E incluso, si me apuran, podría estar de acuerdo con la idea, señalada desde otros medios menos conservadores, de que la película de Amenábar supone una valiente y necesaria crítica al renacimiento y exacerbación del más crudo fanatismo religioso -poco importa de qué religión se hable- que padece el mundo actual. Sin embargo, hoy preferiría dejar al margen la cuestión religiosa para centrarme en otro aspecto de la película -y lamento aquí coincidir, al menos parcialmente, con algunos de los comentarios de esas facciones más conservadoras- en relación al cual para mí es obvio que Amenabar se ha plegado a esa controvertida máxima que resaltaba al comienzo del post. Me refiero -tal vez ya lo estén anticipando- a la figura de Hipatia de Alejandría y al, desde mi punto de vista, más que fallido tratamiento que de ella se hace en "Agora".

Más que fallido, fundamentalmente, por una elección nada trivial: la de Raquel Weisz, una actriz joven y de incuestionable belleza, para encarnar a Hipatia de Alejandría. Aunque es verdad que existe cierta disputa en torno a su fecha de nacimiento, los historiadores se inclinan por la tesis de que Hipatia murió cuando contaba aproximadamente con sesenta años. No me cabe la menor duda de que este rejuvenecimiento cinematográfico de Hipatia será juzgado por algunos como una inofensiva "licencia poética" encaminada a atraer al gran público. Pues, a fin de cuentas, se podría sostener, el público siempre preferirá ver como protagonista de una película a una mujer joven y bella antes que a una señora cuya avanzada edad la excluiría de los cánones al uso de la belleza. Como tampoco me cabe la menor duda de que tal "licencia poética" viene en buena medida determinada por el hecho de que el amor haya sido escogido como uno de los hilos conductores centrales de la narración de "Agora", al definir tanto la relación de Hipatia con su discípulo y luego prefecto imperial Orestes, como las motivaciones de Davo, el esclavo de Hipatia convertido al cristianismo. Probablemente, también en función de la creencia de que lo que el público quiere ver y por eso hay que darle es romanticismo traducido en historia amorosa, sea cual sea el formato, trágico o felizmente consumado, que ésta cobre. Y ya se sabe que en el cine, salvo honrosas excepciones, el amor es asunto de la juventud y la belleza antes que de la vejez y la fealdad que, al parecer, ésta por sí misma conlleva.

Sin embargo, me temo que en este caso semejante "licencia poética", lejos de resultar inofensiva, traiciona flagrantemente los rasgos más esenciales que los comentaristas de la época atribuyen a este personaje histórico y por los que realmente valía la pena darlo a conocer a través de la gran pantalla. Porque si Hipatia pasó a la historia fue por sus aportaciones al campo de la matemática y la astronomía. Por su labor docente y su reconocida sabiduría en otros ámbitos del saber. Por haber llegado a ostentar el liderazgo del movimiento neoplatónico y defender por las calles, como un Sócrates redivivo, las doctrinas de Platón y Aristóteles. Por su notoria influencia sobre los que, habiendo sido discípulos suyos, alcanzaron posteriormente puestos de poder. Por su prestigio entre las élites intelectuales cristianas y su papel de consejera política. Méritos todos ellos que, inevitablemente, se desdibujan o incluso esfuman al verse encarnados en la figura de una mujer joven y bella, dado que su condición de posibilidad radica justamente en la experiencia y el saber acumulados tras largos años de estudio y actividad pública. Méritos que, además, "Agora" apenas se esfuerza por reflejar muy parcialmente, y en algunos casos directamente obvia o tergiversa. La Hipatia de Alejandría de "Agora" parece una mera advenediza en el terreno de una ciencia presentada a todas luces como primitiva. Una adolescente cargada de balbucientes preguntas para las que sólo intuye torpes respuestas. No una sabia anciana convencida de su condición de filósofa pagana y capaz de argumentar con contundencia las razones que justificaron su oposición al cristianismo.

¿Es posible que el público no deseara ver a una Hipatia ajada y sabia, y sí a una Hipatia cuya juventud y belleza despertaran el deseo de sus discípulos y esclavos? Sí, es más que posible. Y tal vez sea necesario recordar en este punto que, a pesar de la crítica contenida en "Tesis" hacia la sentencia de que "al público hay que darle lo que quiere ver", aquella primera película de Amenábar concluía con la inquietante idea de que, en efecto, a los seres humanos nos atrae la contemplación de la violencia. Sólo que tal vez sea igualmente necesario, o incluso más necesario todavía, confrontar dicha sentencia con un par de "inocentes" preguntas: primera, si ese ente abstracto llamado "público" existe realmente como tal antes de que se le ofrezca un determinado espectáculo; y, segunda, si los no menos abstractos voluntad o deseo de ese público no se hallan, en un grado suficientemente significativo, condicionados o incluso constituidos por aquello cuyo mero ofrecimiento permite, en el acto mismo de ofrecerse, hablar de un público.

miércoles, 7 de octubre de 2009

Perspectivas


El tren se detiene. Esther y Victor salen por la puerta del mismo vagón sin reparar el uno en el otro. Tampoco han reparado en su mutua presencia durante el tiempo en que han viajado juntos, separados apenas por una fila de asientos, pese a los más bien escasos viajeros y los aún más escasos que se han apeado en esa estación. Sobre los párpados de Esther pesan demasiado las pocas horas de sueño, conciliado a intervalos irregulares durante el trayecto nocturno, interrumpido cada vez en sobresalto ante la posibilidad de perder el enlace en la capital, como para fijarse en sus compañeros de viaje o destino. Por su parte, Victor despierta ahora bruscamente al mundo de un largo monólogo interior, teñido de nostalgia y desánimo, que se ha disparado en su cabeza en el momento en que ha subido al tren, alejándolo de su presente más inmediato.

Victor va delante y su paso es nervioso cuando atraviesa las barreras automáticas de seguridad. Esther se demora, buscando desorientada esas mismas barreras y aferrando fuertemente con la mano izquierda su desvencijada maleta con ruedas. Ya fuera de la estación, Victor empieza a andar con decisión. Nunca antes ha estado allí, pero recuerda perfectamente las indicaciones recibidas, en extremo sencillas. Esther saca del bolsillo de su cazadora un rudimentario mapa trazado a lápiz y lo observa durante unos cuantos segundos. Mira después a su alrededor, dudando si abordar a alguien a quien preguntar. Pero finalmente vuelve a echar un vistazo al mapa, lo guarda y se encamina algo vacilante en la dirección que ha tomado Victor.

Victor mira de pronto el reloj y comprueba que aún es temprano. Enciende un cigarrillo, exhala una profunda bocanada de humo y su paso se relaja. Sus sentidos comienzan a abrirse a las calles desconocidas por las que avanza, al escenario que delimitan sus edificios, a los viandantes anónimos que se cruzan con él. Conforme sus ojos se van deslizando de unos a otros, lo va embargando poco a poco una incipiente irritación que se entremezcla con el renacer del desánimo experimentado en el tren. ¿Y a esto lo llaman ciudad? La larga calle por la que camina le resulta estrecha para la altura de los bloques uniformados de viviendas, en los que el ocre anodino, repetitivo, de los ladrillos aparece salpicado a tramos por el colorido caótico de la ropa tendida. Los comercios, aún cerrados a esas horas, muestran un aspecto caduco, antiguo. Bajo los letreros polvorientos y toscos que anuncian sus nombres, escaparates semicubiertos por enrejados donde las marcas de óxido acusan el paso de los años. Dejan ver géneros de diversa índole -fruta, zapatos, accesorios de costura, ropa femenina barata y pasada de moda, material de papelería- presentados con nulo sentido de la estética. Suelos gastados, mostradores deslucidos. Otros, de cristales opacos a fuerza de mugre, revelan en las cajas desperdigadas en desorden por el suelo, en los estantes vacíos, los signos inequívocos del fracaso, de la huida en pos de mejores posibilidades. De cuando en cuando destaca, entre la antigualla mantenida y la ruina olvidada, algún local de nueva factura: una entidad bancaria cuyo diseño copia a las de cualquier otra ciudad; una panadería recién reformada, rebosante de luz; una conocida pizzería que sirve pizzas a domicilio. Pero el contraste le parece triste, hiriente. Como si esa evidencia de la efectiva llegada del progreso a un territorio esencialmente detenido en el tiempo sólo indicara la urgencia por ofrecer a sus habitantes un falso consuelo por no haber tenido más remedio que seguir anclados al suelo que otros abandonaron. Tendría tiempo todavía de tomar un café. Pero el exterior destartalado de cada uno de los bares abiertos que deja atrás, su pequeñez, la iluminación macilenta de su interior, le han quitado las ganas. También los rostros herméticos, inexpresivos, que adivina desde la calle en sus clientes.

A unos veinte metros de distancia, Esther sigue sin darse cuenta los pasos de Victor. Camina despacio. Le sorprende la suavidad con que se deslizan las ruedas de su maleta prestada por el cemento perfectamente pavimentado de la calzada cuando cruza alguna bocacalle. Percibe con agrado la amplitud de la calle, el ronroneo de los coches que a cada tanto la recorren lentamente. Las elevadas y curvas farolas que probablemente acaban de apagarse. Mira hacia lo alto y contempla los edificios de cinco plantas, sus balcones idénticos pintados de verde oscuro, sus persianas medio bajadas en las ventanas. Va identificando en silencio los negocios que se deslizan a su lado: una frutería, una zapatería, una corsetería. No son tan diferentes a los del pueblo vecino al suyo donde solía ir de tiendas. Pero aquí parece haber muchos más, y los que acaba de ver son claramente más amplios, más vistosos. En una tienda de ropa, el maniquí del escaparate viste un conjunto vaquero y una camiseta violeta con brillante pedrería que seguro le sentaría bien. Al pasar junto a una papelería observa regocijada las ordenadas pilas de cuadernos, de diversos tamaños y colores, que se acumulan en los estantes cercanos a la puerta, los archivadores en los estantes más altos. No debe de hacer ni dos días que han inaugurado esa oficina bancaria, se dice. Un poco más adelante, los modernos y potentes halógenos en el techo de una panadería le permiten detener los ojos en los variados bollos, cuidadosamente alineados sobre bandejas de papel de bordes decorados, tras vitrinas de aspecto limpio y reluciente. Se fija en la chica que se mueve tras el mostrador, posiblemente de su misma edad, enfundada en una elegante camisa azul y un delantal blanco. En la siguiente esquina descubre un establecimiento de la franquicia que vende pizzas a domicilio. También había una en el pueblo vecino al suyo, y sus amigas y ella cenaban allí con frecuencia cuando salían. Le ilusiona la idea de disponer de ese establecimiento en la ciudad en la que vivirá, en su propia ciudad. La idea de pedir una pizza cuando le apetezca sin tener que moverse de su propia casa. Y de buena gana se tomaría un café en cualquiera de los bares que ha dejado atrás. Pero no desea empezar ya el día gastando dinero y tampoco quiere llegar tarde.

Victor reconoce en la lejanía el edificio blanco que marca el final de su trayecto. Se detiene unos segundos, emite un largo suspiro y reanuda la marcha, esforzándose por vencer el mal humor y la tristeza que lo han invadido durante el trayecto. Desea causar una buena impresión al encargado de la lavandería del hospital. Recompone en su cabeza las frases que tiene que decir mientras su corazón maldice silencioso su suerte por no haber logrado encontrar trabajo en la capital. Si todo sale bien, regresará allí esa misma tarde a recoger sus cosas y a despedirse de sus compañeros de piso y estará de vuelta en casa de su primo por la noche. Intenta refugiarse en la perspectiva de que al menos estará trabajando cerca de él, de los amigos que haya podido hacer aquí, en esto que llaman ciudad. En la convicción de que se trata tan sólo de una estancia provisional hasta que consiga un adecuado dominio del idioma. Entonces se trasladará de nuevo a la capital, buscará un trabajo mejor y podrá matricularse en el politécnico para finalizar sus estudios de ingeniería. Tan sólo le queda un año. O al menos eso es lo que le quedaba en el politécnico de Benin City, allá en su Nigeria natal. La que lo ha visto crecer a lo largo de veintidós de sus veintitrés años y tanto añora.

Un par de minutos después, Esther asciende las escaleras del mismo edificio blanco. Debe dirigirse a la cafetería. Allí la espera la mayor de sus primas, que ha tenido la suerte de hacerse cargo del negocio hace unos meses y para la que trabajará detrás de la barra. Ojalá lleve un uniforme tan bonito como el de la chica de la panadería. Y estando en un hospital debe de ser una cafetería amplia, limpia y moderna. No como el asqueroso bar de sus padres, que ya se cae a pedazos, donde servía siempre a los mismos parroquianos, viejos y agriados como sus padres. Los va a echar de menos, a sus padres. También a sus amigas. Ya en el tren echaba de menos el modo de hablar característico de la gente de su provincia, Cáceres. Aquí la gente habla distinto, como el marido de su prima. Sin gracia, como si cortaran las palabras con unas tijeras, en lugar de arrastrarlas. Pero no soportaba vivir por más tiempo en el pueblo, tan ridículamente pequeño, tan falto de comodidades. Donde cada esquina, cada rincón, olía a decadencia, abandono y miseria. Por qué no se esforzaría más en el instituto. Aunque para qué, si sus padres no hubieran podido costearle otros estudios. Quizá pueda hacerlo ella misma más adelante. Terminar el bachillerato o aprender algún oficio. Aún es joven. Pero si acaba de cumplir veintitrés años.