martes, 23 de noviembre de 2010

Ser visible


El tiempo se detuvo hace ya tanto para ti que sólo a duras penas alcanzas a recordar, cuando del capricho de tu memoria deshilachada afloran imágenes viejas como fotografías cuarteadas, que hubo un día en que renunciaste a ser a cambio de poco más que una cama y comida segura en el plato. La cama estrecha que desquicia las reducidas dimensiones del cuartucho donde despiertas cada mañana bajo la luz macilenta del angosto patio interior. La comida que engulles a solas en la cocina, a grandes bocados, en danza entre el taburete y las suelas de tus zapatillas al sonar de la campanilla reclamando el segundo plato, el postre, el café de los señores.

Su detención fue tan lenta como el renqueante diluirse de las esperanzas de volver a ser que, entreveradas con la huella indeleble del olor a escasez y miseria del pueblo, hicieron soportables los difíciles inicios de la renuncia. Tan pausada como la resignada asunción de tu juventud en fuga, cuyo demorado pero tenaz escaparse iba aniquilando año tras año toda mirada ilusionada en perspectiva. Nunca se te ocultó la tacañería con que en ti se había prodigado la naturaleza. A la edad en que hasta la carne menos garbosa relumbra, tú parecías ya una niña vieja, la barbilla puntiaguda bajo las mejillas hundidas, el talle y las piernas de alambre que la voracidad de tu estómago y la barra de pan diaria desde que entraste a servir -envidia secreta de la señora en eterno litigio con su gordura- jamás consiguieron redondear. A la edad en que hasta el patito más feo semeja aletear como un cisne, desmadejaban tus andares, te entumecían la lengua, enturbiaban tu risa la cortedad y la torpeza, quién sabe si fruto de tus humildes orígenes. No por ello dejaste de confiar en la diosa fortuna que a tantas otras, no más hermosas ni agraciadas que tú, había otorgado un marido y una casa propia. Pero todos los hombres que, arropada por el grupo de criaditas en tertulia, se acercaron a ti en las tardes del jueves o del domingo, pasaron de largo como los viandantes que se atusan el pelo ante el reflejo de un escaparate y reanudan indiferentes la marcha.

Las manecillas del reloj emitieron imperceptibles su último tic-tac cuando algo en ti aceptó que no llegarías a poseer más hogar que la cama estrecha y la cocina testigo de la soledad de tus comidas. Que tu vida seguiría discurriendo en eterna parálisis por el circular sucederse siempre idéntido de los días iguales. Segmentados por las mismas tediosas rutinas, finalizados con las mismas fatigas. Días vacíos, muertos antes ya de haber nacido. Y que nunca recobrarías el ser perdido ni la visibilidad que le corresponde si es tarea de los sirvientes aprender a habitar en el no-ser y devenir invisibles como fantasmas. Fantasmas que penetran sigilosos en las habitaciones desiertas para devolverles cada mañana el orden quebrado. Sombras que nadie ve cuando recorren la galería cargadas con los enseres de limpieza aunque el sol las ilumine. Figuras etéreas que sólo se encarnan ante otras pupilas para recibir órdenes secas y agrias regañinas. Que no merecen palabras salvo para lo estrictamente necesario. A quienes nadie pregunta excepto para pedir explicaciones y cuentas. Así permanecerías tú mientras el trajín de cada jornada, el cansancio, el hastío, arrugaban tu esqueleto y encanecían tus cabellos ralos: convertida en una estatua de cristal transparente, de cuencas huecas, oídos encerados y labios sellados. Tal es el inexcusable requisito, la cláusula sagrada que firman los criados para acceder a compartir con sus legítimos poseedores los espacios donde transcurre una vida que no les pertenece. La vida a la que se asoman desde su propio centro, público indeseado de sus más oscuros recovecos, al precio de la invisibilidad y la ceguera, de la condena al doble silencio, de la irrevocable exclusión. La vida que exige desplegarse ajena a su presencia, blindada frente a ella, y por eso niega en sus formas la existencia del intruso en el coto cerrado, y se convence hipócrita de la ausencia bajo su piel de la madeja cálida y enredada que producen los corazones, las cabezas humanas.

Eres ya casi una anciana y nadie te conoce. Ni siquiera tú misma. Los pensamientos perpetuamente encerrados en tu cabeza, carentes de puertas y ventanas, fueron enmoheciendo dentro de su cárcel y se pudrieron poco a poco, dejándote huérfana de palabras para el diálogo solitario con tu propia conciencia, palabras calladas que te explicaran explicándolos a ellos, que te arrullaran desde dentro repoblando el desierto de tus días, más allá de las melodías que tarareas con tu voz de niña vieja mientras tiendes la ropa. Maniatada por las cadenas del arbitrio de los señores, tu voluntad adelgazó tanto como tus piernas de alambre y acabó olvidando, famélica, dónde reside la palanca que activa el mecanismo de la decisión, cómo se siente al vibrar el deseo, que de la garganta también puede emerger el reclamo. Quizá por ello, cuando por las noches los señores consienten que, semiescondida en tu sillita de enea tras el marco de la puerta de la salita, separada por el tabique del mullido sofá donde ellos reposan para no perturbar su intimidad, participes un rato de la pantalla del televisor, obediente después a la retirada cuando el sueño vence aunque a ti no, aunque a ti no, se instala en tu boca, por encima de la barbilla cada vez más puntiaguda, una sonrisa bobalicona, de infante dócil y manso a la espera del siguiente mandato, que la señora espía y comenta más tarde con el señor, burlona y a la vez preocupada por el presunto flaquear de tu sesera, por el evidente menguarse de tus fuerzas, por tu galopante sordera.

Hace días que vuelves a escuchar el tic-tac del reloj. El intenso dolor en las articulaciones de tus rodillas, que apenas te permite arrastrarte de estancia en estancia, ha reanudado el flujo del tiempo abriéndolo al futuro. Un futuro ya sin resto de la ilusión evaporada en la juventud y que ahora luce el rostro siniestro del destino inexorable de los sirvientes: la expulsión dictada por la inutilidad, la destitución en la vejez inhábil. Con angustia intuyes el aproximarse inminente del momento en que deberás abandonar los muebles, los suelos, los rincones a los que regalaste, a cambio de poco más que una cama y comida segura en el plato, un número imposible de las horas ya gastadas que contenía tu vida. La cama estrecha y la cocina. Los ojos que aún te miran pero nunca te vieron. El momento en que tendrás que mudarte al pequeño piso en el pueblo, comprado con la paciente acumulación de tu mísera paga y un favor a destiempo, clamoroso destiempo, de la diosa fortuna. En que serás despojada para siempre de tus rutinas y tareas, de las voces arrogantes, irritadas, a veces condescendientes de los señores, de la invisibilidad que en tu servidumbre te impusieron. Lo único que posees al margen de ese pequeño piso que nunca será tan tuyo como esta casa que nunca ha sido tuya. Y tienes miedo. Porque sabes con certeza que entre sus habitaciones todavía extrañas se construye listón a listón, clavo a clavo, el ataud de tu última y más terrible invisibilidad.

sábado, 6 de noviembre de 2010

Intimidad en venta



Quizá sea ya una trivialidad decir que, en nuestras actuales sociedades de la información, el poder social queda en manos de quienes son capaces de acumular información e invertirla convenientemente para obtener de ella el máximo rendimiento, bien sea político o económico. Pero todos sabemos que no toda información posee el mismo valor en el mercado, y es esto lo que permite distinguir entre ricos y pobres, entre poderosos y desposeídos, desde el punto de vista de la posesión de capital informativo. Los ricos y poderosos son los que disponen de información privada de acceso restringido, de información privilegiada que todo el mundo desearía para sí. Frente a ellos, los pobres y desposeídos son los que carecen de información de interés por no disponer más que de información pública, esto es, información accesible a cualquiera, que es la que les suministran los medios de comunicación de masas. Así, en las modernas sociedades de la información, los pobres son pobres porque no tienen información alguna que utilizar como moneda de cambio, porque no han acumulado información reservada que pueda convertirse en objeto de compra o intercambio.

¿Qué pueden hacer entonces los pobres para salir de su condición de pobres? Dado que carecen de información privada con la que negociar públicamente, siempre les cabe la opción de intentar hacer pasar su intimidad por una especie de propiedad privada de la que sacar un beneficio. El problema, sin embargo, es que semejante operación siempre resulta doblemente ruinosa: en primer lugar, porque la intimidad se arruina sin remedio, se echa a perder, una vez se la concibe como capital de carácter privado a utilizar como mercancía; y en segundo lugar, porque la intimidad como mercancía apenas vale nada -nada más que lo que puntualmente se decida pagar por ella a cambio de un beneficio infinitamente más elevado que el obtenido por quien comercia con ella- y su venta jamás sacará a los pobres de su condición de pobres.


El análisis que acabo de exponer está extraído de un magnífico y denso tratado sobre la intimidad al que retorno cada cierto tiempo y en el que no pude evitar pensar cuando me enteré de la existencia de un programa de televisión que, a mi juicio, encaja a la perfección con lo que en él se sostiene e incluso podría representar un caso extremo de esa venta de la intimidad. Se trata del programa-concurso "El juego de tu vida", cuya dinámica describiré brevemente para quienes no la recuerden o nunca hayan tenido la oportunidad de verlo. Ante la presencia de un polígrafo, quienes en él concursan deben someterse a veintiuna preguntas sobre ellos mismos y sus vidas. Si, según el polígrafo, dicen la verdad, van ganando sumas progresivamente mayores de dinero, hasta alcanzar un total de 100.000 euros en el caso de que no mientan en ninguna de las veintiuna preguntas. Cada cierto número de preguntas pueden renunciar a seguir y embolsarse así la cifra -ridícula hasta las últimas tres preguntas- conseguida hasta entonces. Pero si a lo largo del programa el polígrafo dictamina que mienten, pierden todo el dinero acumulado y se vuelven a sus casas con las manos vacías. Además, varios allegados de los concursantes se encuentran entre el público y pueden, si así lo deciden, impedir que el concursante responda a una de la preguntas formuladas por la conductora del programa.

Las preguntas que se formulan a los concursantes conciernen a aspectos tan íntimos de sus vidas, de sus emociones, de sus relaciones de pareja o familiares, de sus deseos o actividades sexuales, que al verlo no es extraño que uno ponga en cuestión la veracidad del programa y piense que todo ese despliegue mediático no es más que una farsa interpretada por actores. Por lo visto no es así. La producción del programa cuenta, a través de un complejo proceso de entrevistas previas, con esa información que, en principio, sólo deberían conocer algunos de los allegados y, en lo que respecta a ciertas cuestiones, ni siquiera ellos sino sólo el propio afectado. Pero lo que, a mi manera de ver, con más motivo puede suscitar la incredulidad -y también el estupor- de cualquier espectador no es tanto la naturaleza de las preguntas a las que los concursantes deben responder, como la idea de que alguien consienta en prestarse, a cambio de dinero, a semejante interrogatorio público. Porque hablamos de un interrogatorio que, invariablemente en cada programa, acaba comprometiendo gravemente la relación del concursante con su pareja, familiares o amigos presentes en el plató. Y es que pocos matrimonios, amistades o afectos familiares lograrían sobrevivir a algunas de las verdades sobre sus sentimientos hacia esas personas, sobre sus infidelidades, sobre sus creencias y deseos, que el concursante hace públicas ante la audiencia. Verdades cuya manifestación frente a las cámaras, en ciertos casos, no puede dejar de ser tremendamente humillante para esos allegados que, sin embargo, aplauden ante su revelación por el dinero que proporcionan al concursante. Se tiene así la impresión de estar asistiendo a un espectáculo consistente en que un individuo se demuestre capaz de arruinar las relaciones afectivas en principio más relevantes de su vida y exponerse a ser juzgado, en las esferas de mayor intimidad de su persona, por todos los conocidos que contemplen el programa desde sus casas, con el fin de ganar unos miles de euros. Un espéctaculo suicida en el que alguien ha decidido exponerse a perder lo que muchos estimarían como tesoros de valor incalculable utilizándolo como moneda de cambio para salir de su condición de pobre.

Personalmente, no me escandalizan los "trapos sucios" que los concursantes airean en este programa. Asumida la complejidad del ser humano, hace ya tiempo que comprendí que no es raro, sino más bien todo lo contrario, que las relaciones de pareja se conviertan con el tiempo en un vertedero de expectativas rotas, traiciones, rencores ocultos y deseos insatisfechos. Que las relaciones familiares son el perfecto terreno abonado para los sentimientos encontrados y los odios subterráneos. Que incluso las relaciones de amistad albergan más mugre, más desprecio o más engaño de lo que en su superficie se muestra. No, no es la miseria que con frecuencia habita en secreto el subsuelo de las relaciones con nuestros más íntimos allegados lo que me escandaliza. Me escandaliza el hecho de que determinados sujetos estimen que sacar a la luz pública esa miseria secreta, aquella cuya ocultación permite la pervivencia de unos afectos quizá imperfectos pero afectos al fin y al cabo, aquella cuya revelación, por tanto, difícilmente podrá convivir con la continuidad de tales afectos -y no sólo por la naturaleza de lo revelado, sino por la humillación que supone para quienes participan de esos afectos la manifestación pública de un secreto que sólo a ellos y al concursante concierne-, bien vale la posibilidad de ganar unos miles de euros. Y aún me escandaliza más que existan programas que ganan muchos más miles de euros invitando a la gente a arruinar su intimidad a cambio de la promesa, por lo general frustrada, de un poco de calderilla en comparación con lo que de ellos obtienen.

Me diréis que todo el mundo es libre de hacer con su intimidad lo que le venga en gana. Y os daré plenamente la razón. Por supuesto que sí. Pero no por ello dejará de apenarme el éxito de ese espectáculo suicida, pornográfico y bochornoso -había decidido ahorrarme los juicios de valor, pero ya véis que al final no he podido contenerme- organizado por unos y consentido por otros en torno a la pila del vil metal. En el tratado sobre la intimidad al que me he referido se dice que la venta de la intimidad es normalmente hija de la necesidad, puesto que nadie la vendería de poseer capital privado con el que negociar en el mercado de la información. Y aunque es probable que así sea, me cuesta comprender cuál es el grado de necesidad que justifica semejante venta y la ruina que ésta entraña. A no ser que lo que suceda es que estemos empezando a perder la percepción de en qué consiste en realidad la ruina, la vida en ruinas, la existencia arruinada, en un mundo que amenaza con extender sin límites sus mecanismos de mercantilización y conversión de cualquier cosa en valor de cambio.