sábado, 23 de abril de 2011

Revolución


“¿Hay mayor revolución que la de las costumbres?”

Sophie Gottlieb en “El viajero del siglo”.


Quizá deberíamos recordar más a menudo aquello que los antiguos dijeron hace ya más de veinticinco siglos: el ser humano es un animal social por naturaleza. Y no sólo porque el lenguaje, eso que más esencialmente nos define como humanos, sea imposible al margen de la vida comunitaria, ni porque disponer de una interioridad como la que nos caracteriza signifique haber sido previamente colonizado por la exterioridad de las palabras de otros. A través de y junto al hecho del lenguaje, de esos otros, próximos o lejanos, pasados o presentes, recibimos también –además de tantas otras cosas– los valores que defendemos con nuestra conducta, las pautas de actuación que nos guían, los hábitos que nos sostienen, los deseos por cuya satisfacción y cumplimiento luchamos día a día y que más íntimamente sentimos como propios y originarios.


Por eso resulta por lo general tarea tan ardua, y cuestión de décadas o de siglos más que de años, que las ideas que pretenden modificar la estructura y funcionamiento de las sociedades acaben por instaurar los nuevos valores, las nuevas pautas de actuación, los nuevos hábitos y deseos que atestiguarían la realidad efectiva del cambio al que se aspira. Por un lado, los automatismos férreamente consolidados por la tradición de la masa social tienden a ahogar de entrada cualquier principio de cambio. Por otro, y tal vez esto sea lo más decisivo, los individuos que en avanzadilla intentan vivir de acuerdo con el nuevo modelo a implantar forman parte de esa misma masa social que los ha moldeado en función de los antiguos valores, pautas de actuación, hábitos y deseos. No será extraño entonces que su voluntad y determinación se muestren insuficientes para romper con el moldeado recibido. Tampoco que estos pioneros del cambio social se vean a menudo abocados a la contradicción, a la infelicidad e incluso a la tragedia: bien por chocar contra la resistencia de sus contemporáneos, bien por estrellarse contra sí mismos, internamente desgarrados entre sus ideales y los valores, pautas de actuación, hábitos y deseos aprendidos en el seno de la sociedad que quieren alterar.

Ésta es, a mi modo de ver, la problemática que plantea la película “El grupo”, basada en una novela homónima de Mary McCarthy, dirigida en 1966 por el recientemente fallecido Sidney Lumet. Un relato trágico del fracaso del individuo doblemente enfrentado a una época demasiado inmadura para el nuevo modo de vida que se esfuerza por encarnar y a su propia subjetividad, igualmente inmadura para llevarlo a la práctica con la coherencia y resolución necesarias.

El grupo” narra la historia de ocho amigas recién graduadas en Vassar, una de las universidades femeninas más prestigiosas de Estados Unidos. Todas ellas han sido educadas para ser mujeres profesionales y autónomas que contribuyan al nacimiento de una sociedad donde la mujer tenga igual relevancia y poder de decisión que el hombre. Todas ellas son mujeres cultas y preparadas que abandonan las aulas con la ilusión de cambiar el mundo. Corre el año 1933.

Sin embargo, una vez fuera del amparo del marco académico y devueltas a la sociedad, la evolución de sus vidas durante los siete años que tardarán en reunirse de nuevo distará mucho de parecerse a lo que habían imaginado. La razón principal: casi todas estas mujeres sucumbirán a la imposibilidad de conjugar sus aspiraciones profesionales y sus afanes de libertad e independencia con el deseo más poderoso que las domina de llegar a ser fieles esposas y madres en una sociedad que las ha destinado de antemano a esa función y que constantemente les recuerda que ése y no otro debe ser su papel como mujeres. Un deseo que las conducirá a reproducir los roles de pasividad, sometimiento y obediencia al hombre de sus predecesoras que intentan superar. Un deseo que habrán de satisfacer en la mayoría de los casos al precio de la renuncia, la decepción, la desilusión y la frustración en la medida en que ninguna podrá olvidar en el fondo su paso por la universidad y los ideales que allí se les inculcaron.


Las más atrevidas, quienes optan por la liberación sexual que por fin permite el uso de nuevos métodos anticonceptivos antes de contraer matrimonio, harán el amargo descubrimiento de la importancia que aún se concede a la virginidad femenina, así como la doble moral respecto al sexo que sigue impidiendo a las mujeres ejercer sin consecuencias negativas su libertad sexual. Tras perder su virginidad con un artista bohemio que únicamente la desea como amante, y ante el temor de no ser aceptada por ningún otro hombre, Dottie termina por casarse con un rico viudo del que no está enamorada pero que le ofrece la posición, seguridad y tranquilidad que busca. Aunque Libby alcanza cierto éxito profesional como agente literario, sus aventuras con los escritores que conoce harán que se lamente eternamente por sus problemas para encontrar un marido.

Huyendo de los convencionalismos, la más alocada del grupo, Kay, se casa con su novio de la universidad, un dramaturgo sin talento, mujeriego e irresponsable al que mantendrá con su trabajo en unos grandes almacenes mientras éste la engaña, dilapida su dinero y acaba por maltratarla e ingresarla en una institución psiquiátrica en un mundo todavía proclive a creer que las mujeres son seres de mentes frágiles cuyos estallidos de violencia responden a su naturaleza histérica en lugar de a causas legítimas.

Pese a sus ideas liberales, Pokey no puede evitar cifrar el sentido de su existencia en la posibilidad de concebir un hijo y se sentirá realizada al quedarse embarazada después de años de fracasar en el intento. La pudiente Helena no logra ser valorada en su trabajo por los prejuicios aún imperantes sobre la inferioridad de la mujer frente al hombre.

Sin duda el caso más dramático es el de la tímida Priss, brillantemente licenciada en Económicas y demócrata convencida, que emprende con gran entusiasmo su carrera profesional en la Administración de Roosevelt. Sin embargo, poco después la sacrifica para casarse con un pediatra republicano que se burla de sus ideas políticas y la induce a una maternidad que ella teme. La obsesión de su marido por que amamante a su primer hijo pese a sus dificultades para hacerlo llevará a Priss a menospreciarse por no ser capaz de comportarse como una “verdadera” madre. A partir de ese momento, delegará la educación de su hijo en su marido, quien con sus modernas teorías pedagógicas hará de él un pequeño monstruito mientras Priss, siempre pasiva y sumisa a su voluntad, se transforma en una gris, apagada e infeliz ama de casa.

Sólo Polly, quien consigue un cierto equilibrio entre su vida profesional y sentimental, y Lakey, que marcha a Europa para regresar años más tarde con una baronesa alemana como pareja, escaparán parcialmente a las contradicciones que amargan las existencia del resto de sus amigas.

El ritmo por momentos trepidante de la película, en el que las vidas de las ocho protagonistas, mostradas en fragmentos que se suceden e intercalan a gran velocidad, se confunden a menudo en la mente del espectador, parecería querer reflejar tanto la propia confusión que experimentan estas ocho mujeres, arrastradas por sus deseos, por sus fisuras, por sus circunstancias, a lugares en los que jamás quisieron estar, como el hecho de que, en esencia, sus respectivas trayectorias se reducen a una única historia: la de los múltiples y dolorosos obstáculos que hallaron las primeras generaciones de mujeres alentadas a hacer suyos los ideales feministas en una sociedad que difícilmente podía formarlas para estar con integridad a su altura y que se resistía a aceptar los profundos cambios que implicaban.

Sophie Gottlieb tiene razón: la mayor revolución es la revolución de las costumbres, y no hay cuestión más esencialmente política, en lo que respecta a la igualdad entre hombres y mujeres, que la que concierne a la gestión de la vida íntima. Ningún proyecto político sobre este tema se realizará plenamente sin la correspondiente subversión privada. Pero también es cierto, a la vista de las conexiones que todavía cabe trazar entre esta película de Sidney Lumet y la realidad social del siglo XXI, que estas revoluciones íntimas exigen un largo tiempo para darse por concluidas.

sábado, 9 de abril de 2011

Surcos


Ni uno solo de los nacidos al fulgor oscuro de una conciencia mortal que la fortuna salve de una pronta retirada se verá libre de la turbadora experiencia: la sorpresa agria frente al espejo por el pliegue inédito sobre el labio, en línea prolongando el rabillo del ojo, hendiendo entre los ojos la base de la frente; la mueca consternada que en su descubrimiento lo ahonda y acusa; la interrogante incomprensión por el invisible, necesario proceso que en silencio fuera labrándolo más allá del alcance de nuestras pupilas hasta concedernos de pronto la visibilidad de su presencia; en él la epifanía del misterio, salvo para el microscopio inviolable, de la materia en transformación que ahora declina. El dedo frota suavemente el surco y lo alisa, pretendiendo iluso su desaparición con el roce. De la herida que sin doler en la carne abruma el alma.

Relajando los músculos nos alejamos del espejo. El orden previamente quebrado sobre la superficie pulida se restaura. Si nos acercamos de nuevo, valientes, la proyección esperada vuelve a mancillarse. Todavía no es tan evidente, susurra mientras le damos la espalda la voz tranquilizadora. No lo suficiente para emborronar la certeza del primer e incontestable vestigio, el que revela el comienzo de la erosión sobre la estampa antes intacta, de la leve pendiente inclinada marcando el término de la meseta, del rodar por ella de nuestro cuerpo en caída lenta pero inexorable. Ese porvenir tan sabido en el anunciamiento de su observación mundana como tercamente ignorado es por fin pura, rabiosa actualidad, cuya irrupción se acompaña de la anticipación de sus ineludibles secuelas: la profundidad como destino de ese primer pliegue incipiente, de tantos otros aún inexistentes que con toda seguridad llegarán a agrietar junto a él el lienzo de nuestro rostro.

Nos empuja de entrada la frivolidad a lamentar malhumorados la belleza poseída en deterioro, tan amarga la percepción de su ruina si es escueta o generosa; el menoscabo de la frescura que ilumina las caritas infantiles de tez inmaculada, también la nuestra en el recuerdo ayer guardado. Presos del vínculo en los oídos mil veces recorrido que anuda hermosura y juventud, lindeza y lozanía, sentimos abrirse en ese pliegue la brecha creciente de la fealdad, con ella la depreciación progresiva de nuestro valor en el mercado del deseo. Pero si, ya ajeno al juez severo de nuestros ojos, se intensifica el fruncido en el ceño, es porque tras el temor de la preocupación vanidosa a devenir pieza repudiada en la feria de las apariencias acaba siempre por asomar la angustia ancestral, tenazmente ahogada bajo el cotidiano braceo en las aguas de nuestros pensamientos: habla en el pliegue el augurio de la muerte, el brillo de la hoja afilada de la guadaña que, sin rasgar aún el cuello, recorta de repente la imagen engañosa de la extensión indefinida del tiempo en la figura exigua por limitada, idénticamente artificial en su concreción, verdadera en su concepto, del tiempo que nos queda. Entrevisto día a día desde el espejismo de la infinitud que traza el pincel del presente miope, el horizonte de dimensiones nebulosas en su lejanía se ha aproximado abrupto mostrándonos el muro ciego que lo cierra, la perpendicular que lo segmenta y quiebra, el negro último que lo sella. En el surco en la piel, el dibujo de un reloj de arena súbitamente invertido, focalizado con nitidez sobre la ampolla que se vacía. Transmutados nosotros en cenicientas ansiosas que se sofocan con antelación por el irremediable sonar de las campanadas de medianoche.

Pues con el alarmante hallazgo de ese pliegue que alborea se precipita el balance, el recuento de las cifras anotadas en la columna del haber en tenso contraste con las correspondientes al debe. De un rápido vistazo tendente a traicionar su envergadura computamos los logros, las acciones, los movimientos, la suma de las ganancias. Más escrupulosa, la mirada se dispara hacia adelante y ante ella desfila el esbozo de los peces dorados aún no atrapados en las redes: metas en lontananza, objetos anhelados en su falta, obras inconclusas, poemas no escritos, vivencias soñadas punzantes en su quimérica irrealidad. Y confiadamente aferrados al cálculo falaz de probabilidades que quiere descartar el accidente fatal, la enfermedad asesina, el fallo orgánico prematuro y letal, sopesamos a partir del rendimiento de los años pretéritos la posibilidad de embutir en el tramo pronosticado a la duración de los futuros la liquidación a tanta deuda. No será raro que nos embargue entonces una triste desazón. Tanto si la frustración nos desborda en la áspera impresión del fracaso, de la miseria en dividendos, del trayecto estéril y malogrado, como si admitimos ponderados la valía de nuestras conquistas, el balance arrojado resultará por fuerza negativo: no basta la finitud de una vida humana para el cumplimiento de los incontables deseos que engendra, de las innumerables proyectos que baraja, de las vidas infinitas que en su seno imagina.

Antes o después, rehuir el pesar que emerge de la inútil voluntad de retroceso, aplacar el sentimiento de pérdida que como cáncer en metástasis minará poco a poco el brío de nuestros miembros, reinstalarse en el aliento y la alegría por lo venidero, exige la corrección de la metáfora, la alteración de la perspectiva: no delata el pliegue cúspide alguna que condene al descenso; por más que la piel haya empezado a ajarse bajo el sol inclemente del mediodía tardío, nosotros seguimos ascendiendo. Aligerados a cada paso del peso inerte de la inexperiencia, menos vacilantes nuestros pies al pisar la arena incierta, adherida la destreza a sus plantas para la evitación del tropiezo, dotadas nuestras manos de mayor pericia en el manejo de la brújula, aguzado el instinto, asentada la determinación en la elección ante el camino que se bifurca tras múltiples rutas andadas. Tales son las flores que brotan al precio pautado por la ley de la frágil, quebradiza mortalidad del desgaste de la cáscara, de sus muescas y desconchones. Tatuajes que la luz y el polvo graban sobre los semblantes humanos para narrar al mundo y a nuestros ojos en el espejo las risas que gozamos, los lágrimas que lloramos, las batallas libradas en sus gloriosas victorias, las derrotas que libaron las mieles, nunca suficientemente apreciadas, de la supervivencia triunfante y el tesoro del aprendizaje. Huellas palpables de los saberes que por su causa ostentan nuestras lenguas, dirigen nuestros dedos, vibran al fondo de nuestras pupilas. Del ser en perpetuo andamiaje que con sus palabras, sus gestos, sus miradas, se ha ido forjando en el barro de nuestra carne. Cicatrices ausentes de la piel virginal e irreprochable del infante torpe como máscara impoluta cuya pulcritud sólo manifiesta el vacío de la nada.

Sí. No otro es el enfoque a construir capaz de contener el lamento: armados con ese precioso botín, nosotros seguimos ascendiendo. Y que no se nos oculte que en las alturas pueden aguardarnos más amplios y espléndidos paisajes, vientos más densos, azules más límpidos, nunca antes siquiera intuidos.


Deberíamos por eso ejercitarnos a diario en el amor y la celebración de los surcos que año a año se esculpen sobre nuestro rostro como los ama y celebra el labrador sobre la tierra al ararla, a pesar del sudor y los riñones doloridos, en la expectativa del germinar de sus frutos. Por eso, y porque cada nuevo amanecer frente al espejo nos retratan aún saltando por encima de las piedras que en choque brutal detuvieron a tantos otros, expulsándolos de las risas y las lágrimas, de las victorias y las derrotas y sus mieles. A tantos otros que demasiado temprano para los surcos y los pliegues convirtieron en víctimas de la tragedia que nosotros aún, todavía burlamos.

Apenas esas humildes, pequeñas palabras escriben las tablas del puente que, ante la marca del dios devorador en nuestro rostro, cruza de la tristeza a la alegría: del tiempo limitado, cercenado, finito que nos queda, al tiempo limitado, cercenado, finito que aún, todavía nos queda. Desplegando ese tiempo tasado en la misteriosa infinitud de instantes que alberga. Alumbrando el espacio que en su interior se nos ofrece para acoger cálidamente tanto como ahora nos llega. Tanto como esté por llegarnos en cada ahora restante.