domingo, 30 de mayo de 2010

Saltar II: Ítaca


Dicen que a Ulises le venció la añoranza, esa semilla fatal germinada en su pecho capaz de engendrar brazos asesinos de cíclopes, oídos muertos para el bello canto de las sirenas, corazones de hielo frente a la dulzura vertida en caricias por criaturas como Calipso. Un abismo te separa de Ulises, y no obstante, a ráfagas fugaces, paladeas en tu boca el sabor de la nostalgia por pequeños pedazos de un mundo que rueda ajeno a ti en la distancia: un cielo que no es éste, un rayo matinal asediando impertinente la ventana, las voces amigas clamando en la lejanía. Imposible saltar hacia adelante sin dejar atrás el suelo que impulsó nuestros pies, y sobre él sus huellas aún visibles en la arena, las piedras queridas que día a día moldearon sus plantas, las raíces de los árboles a cuya sombra hallaron fresco cobijo. También de los hilos todavía palpitantes, tendidos en arco inaudito sobre el ancho espacio, que atan y seguirán atando al suelo abandonado los tobillos ausentes. Los hilos que, como alambres suspendidos en el aire, fuerzan al regreso puntual a Ítaca. Y aunque Ítaca carezca ya para ti de la fuerza imantada de los destinos elegidos, nunca cesará su rostro afable de invitar al retorno para la celebración del origen, del inicio en la tierra natal que soportó paciente la torpeza tierna de tus primeros pasos.

Has aprendido que largo es el tiempo necesario para pulir la totalidad de las aristas en los nuevos parajes que habitas. Más largo aún para mullirlos con el acogedor plumón de la memoria inconsciente. Continúan ocultando a tus ojos inexpertos oquedades tenebrosas, misterios inquietantes en sus múltiples recodos, y a ratos persiste en tus miembros la tensión exigida para acomodarse a sus caminos y, junto a ella, el deseo de sentirlos aflojarse. Porque de esas aristas y oquedades y misterios, y de la tensión y el deseo mana en ocasiones una tenue pero molesta sensación de extrañeza, de justa extranjería, es al término de tu travesía, al comenzar a percibir el singular aroma salino y la intensidad azul del cielo añorado de Ítaca, cuando más te asemejas a Ulises. Imaginas en tu mirada el brillo inmortal de la suya, pegada con inquieta avidez al horizonte, iluminada ante la perspectiva del reposo en lo fácil por palmo a palmo sabido, ansiosa del descanso en hábitos tatuados por los años en las articulaciones. Gozando en la anticipación del alegre reencuentro con quienes en sus manos aferran firmes los cabos de los lazos que, tirando de ti, te animaron a vencer la pereza ante las fatigas del viaje. Y, al saltar del barco, se pliega en reverencia tu torso ante Ítaca y saludas a sus gentes con una sonrisa, agradecido por hallarte de nuevo bajo ese azul que de nuevo ampara tu coronilla.

Basta, sin embargo, franquear la puerta del antiguo hogar para que empiece a aletear sobre tus cejas una desazón inesperada. Sus estanterías expoliadas componen el vivo retrato de la desolación. En el polvo acumulado sobre los objetos descartados, la desagradable señal que augura su cierta, solitaria decadencia. Sólo el enorme poder desfigurador de una memoria caprichosa y selectiva alcanza a justificar la absurda omisión en tu cabeza del dato inexcusable. El semblante en sorpresa frente a la evidencia cuya imprevisión te sitúa por unos segundos del lado de los dementes. A pesar de la mueca burlona que restaura el sano juicio y apacigua la incipiente tristeza contagiada por ese espacio en ruinas, no dejas de acusar, dolido, el gesto de despedida paralizado entre las paredes que durante largo tiempo resguardaron cálidas tus sueños y vigilias. El gesto que tímidamente te escupe y rechaza invitándote a la huida.

Frente a él, la inmovilidad casi intacta de las calles de Ítaca propicia amable el ajuste sin discordancias de la imagen conservada. Si antes enmarcaban tus trayectos cotidianos como un escenario apenas percibido, ahora las observas con la atención del paseante curioso y desocupado. Las pupilas se recrean en las figuras y contornos familiares, en la reconfortante identificación de sus insignificantes detalles. Con ella recobras esa grata sensación de seguridad animal que procuran los territorios mil veces hollados, donde se excluye la incertidumbre y el peligro del extravío. Pero el bienestar parece pronto condenado a extinguirse. Conforme se agota la emoción del reconocimiento, una creciente pesadez lastra tus músculos y tu corazón. Caído el velo embellecedor que tiende a cubrir en el recuerdo los objetos ausentes, contemplas en torno a ti la realidad gastada, tediosa por siempre idéntica a sí misma, que en tantos momentos te hizo anhelar otros lugares, otros dominios. Sospechas que algo en ti reproduce sin tú saberlo la fría operación de cálculo, proclive a la infravaloración, destinada en su día a aligerar la gravedad y el temor del salto. Que reaccionas a cierto raro mecanismo de protección que te quiere cómodo, contento en Ítaca, en la posición del mero visitante. O que, sencillamente, los recuerdos recientes nacidos fuera de Ítaca, unidos a la conciencia de tu provisional estancia en ella, alteran sin remedio la profundidad de tu mirada. No puedes ignorarlo, tampoco evitarlo.

Y llegada la hora de decidir, necesario el ejercicio de economía impuesto por la limitación del tiempo, a qué llamadas acudirás, con qué manos de las que sostienen los lazos harás efectivo el reencuentro, te asalta la duda en amalgama con una cierta indolencia que, lejos de obedecer tan sólo al natural cansancio tras la travesía, acaba por desvelarte una dolorosa verdad: el deseo de mantener agarrados ciertos hilos dependía únicamente de la imposibilidad fraguada por la distancia; brindada la posibilidad, dispuesta ante ti para ser empuñada, el deseo abstracto, obligado a concretarse, se relativiza y reduce a unos pocos escogidos. Si la lejanía magnificó falsamente su número, ahora te percatas de que la recuperada cercanía, las condiciones del retorno, han deshecho el espejismo que te llevó a añorar lazos infecundos. Lazos quizá en algún momento sólidos, quizá siempre frágiles, que ahora se desgarran entre tus dedos como una tela raída por el uso. Y así compruebas, taciturno, que no son tantos como creías los vínculos que aún te ligan a esta tierra, por más que algunos permanezcan incuestionados.

El reencuentro no defrauda tus expectativas y su poder vivificante asegura próximos regresos. Pero de vuelta al hogar decadente, bajo el influjo de ese aire de despedida ahora dueño de sus dependencias, te sobreviene la imagen de Ulises despertando en mitad de la noche, desanudando su abrazo del cuerpo insólito, desconocido, que es Penélope, evocando el mar agitado de sus travesías. Lamentando en la oscuridad el asesinato del cíclope, su tenaz sordera al bello canto de las sirenas, la renuncia gélida a las dulces caricias de Calipso. Abrumado por la certeza, al detectar bajo su piel sus huellas imborrables y el dolor por su pérdida, de no poder pertenecer ya a Ítaca. De no saber ya a dónde pertenece.

Tú sí lo sabes: la verdadera Ítaca no se encuentra en tierra iniciática alguna, sino que brota del fuego que impulsa nuestros saltos y sigue impulsándolos cada mañana, pese a los sinsabores y esfuerzos, pese a las aristas y oquedades tenebrosas. Una Ítaca que el fuego irá construyendo con calma, ladrillo a ladrillo, con la argamasa del transcurrir de los días y la confianza en ellos depositada. Porque también el viaje en pos del lugar sentido como propio al descubrirlo en el horizonte es retorno. Retorno sin fin hacia esa Ítaca que, levantándose despacio conforme caminamos hacia ella, siempre quedará frente a nosotros, siempre allí delante, siempre un poco más allá del alcance de nuestros pies.

viernes, 14 de mayo de 2010

Lo eterno en lo fugaz


No tengo hijos, no veo la televión y no creo en Dios, todas estas sendas que recorren los hombres para que la vida les sea más fácil. Los hijos ayudan a diferir la dolorosa tarea de hacerse frente a uno mismo, y los nietos toman después el relevo. La televisión distrae de la extenuante necesidad de construir proyectos a partir de la nada de nuestras existencias frívolas; al embaucar a los ojos, libera al espíritu de la gran obra del sentido. Dios, por último, aplaca nuestros temores de mamíferos y la perspectiva intolerable de que nuestros placeres un buen día se terminan. Por ello, sin porvenir, ni descendencia, sin píxeles para embrutecer la cósmica conciencia del absurdo, en la certeza del final y la anticipación del vacío, creo poder decir que no he elegido la vía de la facilidad.

Renée Michel, portera del número 7 de la calle Grenelle, París

Empezaré hoy con una confesión: experimento una tenaz aversión por los best-sellers. Sí, ya sé que tal afirmación, sometida a un mínimo proceso de reflexión, no revela nada bueno de quien la enuncia. Porque a fin de cuentas un best-seller, tal y como su nombre indica, no es más que un libro que ha sido profusamente vendido. Ergo: que ha comprado mucha gente. ¿Y qué motivos deberían llevarme a rechazar lo que tantos otros han comprado? He aquí la respuesta prejuiciosa: que lo masivamente comprado sólo puede tratarse de un producto si acaso entretenido, pero de poca enjundia y calidad literaria. O lo que viene a ser lo mismo: que las mayorías -ésas de las que Agustín García Calvo decía que siempre son feas- prefieren una literatura de evasión carente de verdadera sustancia que comunicar y envuelta en un estilo donde el amor por el lenguaje brilla por su ausencia. De lo cual se deriva, en perfecta lógica, que si no es eso lo que yo busco en la literatura, no puedo pertenecer a esa mayoría ni, en consecuencia, disfrutar con los libros que compran. ¡Fuera best-sellers!, proclamo entonces desde mi literaria torre de marfil cuyas alturas me llevan a sostener tan amable y benévola concepción de la mayoría de la humanidad lectora.

Prosiguiré con una segunda confesión: por primera vez desde que tengo uso de razón, figura entre los libros de mis estanterías un best-seller que he leído con auténtico entusiasmo. Un best-seller, además, con todas las de la ley: va ya por la edición número treinta y dos y en la horrible solapilla de color rosa que viste sus tapas se anuncia que sus lectores son más de 4.000.000 en todo el mundo.

Y ahí va la tercera: que conste que me he resistido a este libro con toda la tenacidad que anima mi aversión por los best-sellers. Hace ya mucho me lo mencionó, para mi sorpresa, alguien por quien profeso una profunda admiración intelectual. Mmm, imagino que pensé extrañada, seguro que su motivación para leerlo proviene de alguna cuestión relacionada con sus hijos, pero no de sus propios intereses. Sin embargo, después de aquello, cada vez que he entrado en una librería y lo he visto,no he podido evitar acercarme a él y mirarlo con curiosidad, si bien para acabar devolviéndolo a su sitio, asqueada por un lado por la noña ilustración de su portada, y por otro auténticamente indignada por una frase que luce en su contraportada: que este best-seller es "un pequeño tesoro que nos revela cómo alcanzar la felicidad". ¿Pero quién puede ser el imbécil que piense que los lectores podemos tragarnos la mentira de que las claves de la felicidad se dejan embutir entre las páginas de un libro? Bueno, siendo realistas, habrá que conceder que ciertos lectores -incluso muchos- sí se dejarían embaucar por semejante reclamo. Pero, aun así, opino que algunos de los que se dedican a escribir las contraportadas de los libros merecerían ser asados a fuego lento por sus autores. Hasta que un día, de nuevo en una librería con el libro en las manos tras haber leído en el periódico una entrevista con su autora, pero dudando una vez más ante la odiosa frase de la contraportada, la persona con la que iba tuvo que decirme, "yo te lo compro", y lanzarse rauda a las cajas a pagarlo, haciendo caso omiso de mis ruegos por evitarle tan inútil gasto, para que el libro pasara a formar parte de mis posesiones.

Pues bien, ahora no tengo más remedio que admitir que el gasto no fue en absoluto inútil y que no me arrepiento de que uno de esos objetos pertenecientes al para mí tan denostrado género de los best-sellers se haya hecho un hueco en mi estantería. El objeto, escrito por Muriel Barbery, se llama "La elegancia del erizo" y es una novela que, a mi juicio, se construye sobre una pregunta tan inquietante como ineludible: en medio de la más profunda lucidez, de la más extrema conciencia del absurdo que representa el hecho mismo de vivir una vida humana, condenada a encubrir trabajosamente el vacío sobre el que se sustenta, de continuo expuesta a la fugacidad, a la tediosa repetición y a la pérdida, ¿dónde hallar un mínimo resquicio de sentido que nos impulse no sólo a persistir en esa vida, sino también a gozar de ella? Las dos voces que tejen el hilo conductor del libro, dispares en las formas, hermanas en el fondo, se alternan y aúnan en la distancia tanto en la percepción y sufrimiento de ese absurdo como en la búsqueda del aliento vital que les permita sobrevivirlo y sobrellevarlo.

Paloma, una niña de doce años en extremo inteligente, ha decidido suicidarse el día de su próximo cumpleaños -y de paso quemar el hogar familiar de 400 metros cuadrados, aunque sin sus habitantes dentro, tampoco es que la niña tenga alma de psicópata- movida por su firme convicción de que, cuando crezca, terminará como todos los adultos encerrada en la pecera que supone el fútil entramado de sus vanas existencias. Una pecera en la que tanto más se refugian y anestesian los adultos cuanto menos desean percibirla. Porque percatarse de sus límites implicaría cobrar dolorosa conciencia del modo en que la derrota de sus sueños juveniles de alcanzar las estrellas los ha abocado al sinsentido de habitar tan asfixiante y estéril espacio. No, Paloma desea con vehemencia eludir lo que considera un destino inevitable. Pero hasta la fecha programada de su muerte, y porque, según ella, "lo importante es lo que uno esté haciendo en el momento de su muerte", se ha propuesto escribir dos diarios. El primero, dedicado a lo que ella llama "ideas profundas", es decir, ideas que tratan de analizar y enfrentarse al sinsentido por el cual ha dedicido suicidarse. El segundo, al reto de buscar algo en la materia del mundo, en sus movimientos, en su belleza, que consiga hacerle replantearse su decisión de acabar con su vida.

Renée tiene cincuenta y cuatro años y es la portera de un bonito palacete con pisos de lujo poblados de familias ricas. Es pobre, fea, viuda y no tiene estudios. Pero bajo esa apariencia de ser insignificante, vulgar, inculto y carente de todo atractivo -apariencia que además ella se esfuerza árduamente por mantener ante el pudiente vecindario- se esconde una inteligencia ávida de conocimiento, una sensibilidad exquisita amante de la literatura, la música, el cine y el arte, y un férreo espíritu autodidacta que la lleva a devorar sesudos textos filosóficos y a debatir intelectualmente con ellos. Todo ello en la soledad invicta de su portería, a la que sólo tienen licencia de entrada su enorme y gordo gato León -así llamado en honor a León Tolstoy- y su amiga Manuela, una mujer sencilla que limpia las casas de los ricos y a la que Renée considera una auténtica aristócrata, pues, pese a estar rodeada de vulgaridad, esa vulgaridad ni tan siquiera ha llegado a rozarla. Atrincherada tras la puerta de la portería que la protege de insidiosas miradas, Renée pasa largas horas reflexionando sobre la naturaleza humana a partir de la observación de sus semejantes, sobre la dialéctica que une y separa a ricos y pobres, sobre la iniquidad del mundo, sobre la belleza singularmente retratada en las películas de Yasujiro Ozu, sobre la brecha de armonía serena que, en el absurdo de nuestras vidas, introduce el ritual de preparar un te y sentir cómo el tiempo y el vértigo del mundo se suspenden con cada pausado sorbo.

No creo decir nada que arruine la posible lectura de esta novela a quienes aún no lo hayan hecho si planteo que, a través de los diferentes acontecimientos que se suceden en ella y de los pensamientos de estas dos voces protagonistas, la respuesta dada por Muriel Barbery a la pregunta por el sentido capaz de mantenernos en vida, eludiendo hasta cierto punto el enclaustramiento de la pecera, apunta ya desde sus inicios a la esfera del Arte. Un Arte con mayúsculas que, sin excluir las grandes obras de la cultura, tampoco se reduce a ellas para extenderse a todos aquellos pequeños gestos de la vida cotidiana, a todos aquellos objetos insignificantes -como una camelia sobre el musgo- que de repente traen consigo una suerte de paréntesis en la rudeza del mundo: el paréntesis en el que la percepción y el disfrute de la belleza abren un instante de eternidad en medio del continuo movimiento y fugacidad de la vida. La vida es desesperación, dice Paloma al final de la novela, pero también momentos de belleza en los que el tiempo ya no es igual. Porque cada momento de belleza es un "siempre", un milagroso intervalo de eternidad sustraído a los afanes de la vida, a sus necesarios y esforzados proyectos, a los deseos inagotables de lo que nunca podremos poseer, tendidos sobre el curso imparable del tiempo que todo lo torna efímero y quebradizo. En la búsqueda de la belleza, bien allí donde las grandes obras de arte nos invitan y seducen a su contemplación, bien allí donde, si somos capaces de mirar con atención, menos pensábamos hallarla, reside entonces, para Muriel Barbery, la posibilidad de sostenerse y experimentar unos instantes de felicidad en medio del absurdo. Desde la certeza de que, aun cuando únicamente accesibles en tales breves instantes, también en el centro mismo del absurdo anidan brillantes brechas de perfección, de armonía y de goce ante su presencia.

Quizá a muchos esta respuesta les parezca excesivamente pobre, por excesivamente esteticista. Yo aún no tengo una opinión clara sobre ella, pese a haber disfrutado sobremanera con el elegante estilo de esta novela, con sus sabias reflexiones, con su primorosa utilización del lenguaje, con sus constantes ironías y su fino sentido del humor. Pero lo que sí sé es que nada más cerrar su última página, ya a altas horas de la noche, sentí un cierto desasosiego que me llevó a levantarme de la cama, a encender un cigarro a oscuras ya sobre el sofá, y a concentrar mis ojos durante un buen rato sobre los débiles destellos de las luces nocturnas que me alcanzaban desde la ventana. Preguntándome desde cuándo, encerrada en mi propia pecera, he sucumbido al olvido de la existencia de esos espacios hurtados al tiempo que irrumpen y devienen patentes en la percepción de la belleza. Preguntándome por qué hace tanto que ni tan siquiera pienso en la belleza. Y preguntándome, a un tiempo, cómo un libro cómo éste ha llegado a convertirse en un best-seller. Tal vez deba revisar todos mis prejuicios sobre la mayoría de la humanidad lectora.

PD. El porqué de la imagen que ilustra este post, una naturaleza muerta de Pieter Claesz, entre las páginas de "La elegancia del erizo".