jueves, 26 de junio de 2008

Truncar


Aunque el calendario lo aproxima velozmente a la cuarentena, en sus sonoras carcajadas, incontenibles ante la nimiedad que las dispara, todavía resuena el reír explosivo y ligeramente torpe del infante que acaba de ser descubierto por la risa. El repentino derramarse en cascada de la máscara impostada, de la rígida careta de gestos sobrios y endurecidos con que se prodigan los aprendices de hombre, testimonia así una fragilidad -la del arbolillo malogrado en pleno proceso crecimiento por una tierra infértil- que al asalto de la risa asoma en todos sus trazos para exponerlo desnudo, desprovisto de la precaria coraza que habitualmente lo encubre.

Tal vez sea por esa risa fácil y de contagiosa inocencia tardía por lo que más se le aprecia en el bar refugio de costumbre, en el que entra pesadamente al declinar la tarde tras cada jornada de soldado raso en el centro comercial, balanceando su volumen rotundo de ya tres dígitos en la báscula sobre sus pies planos. Se le aprecia pese a su conversación insulsa y reiterativa sobre los desmanes del estereotipo tosco de comprador impertinente. Pese a su hablar atropellado, en ocasiones difícilmente inteligible, en palabras escupidas para espantar el silencio. Pese a los exabruptos con que alza de nuevo la máscara para dejarla caer bruscamente al rebrotar la risa ante el más leve comentario jocoso del camarero, de los clientes que comparten con él día tras día, año tras año un par de cervezas.

Pero ese aprecio, tan generoso como circunstancial, tan sincero como despreocupado, nunca querrá demorarse en deducir de sus risotadas aniñadas la infancia oscura, enquistada en algún punto del curso natural y esperable de su superación. Ni habrá entonces de aventurarse a colegir sus causas en el nido de ramas floridas poco a poco degeneradas en espinas. En el hogar podrido de frustraciones antiguas transformadas en feroz tiranía ante la frustración sobrevenida de las expectativas no cumplidas por el retoño torpe y desmañado. En el constante golpear del martillo del piano sobre una única nota de múltiples matices: la de la reprobación por la ausencia de éxito, la de la reducción de su valor a cero por su incompetencia frente a los primeros retos escolares, la de la mirada despreciativa y los bofetones por su falta de empuje y su alegre indolencia.

Estrategias, nadie se atrevería a dudarlo, automática, irreflexivamente destinadas a la motivación y al aleccionamiento. Pero su desmesura y persistencia grosera en medio de la podredumbre y los corazones dolidos sólo podían desembocar en su caso en la huida interior apenas consciente, en la aceptación anticipada de la derrota, en el abandono prematuro, muerto por esos golpes de martillo, de todo principio de lucha. La toalla hubo de ser arrojada antes de que sonara la campana. Acosado por la admonición constante de su incapacidad para alzar los puños, ¿qué valiente se lanzaría a poner siquiera un pie sobre el ring? Y si bien los insultos y los gritos hace ya mucho que cesaron, aún reverberan adheridos a las paredes de sus arterias paralizando sus miembros, condenándolos a permanecer aferrados al único nido conocido, el que con sus espinas ya romas en la vejez brinda amparo y protección a su alma de niño a cambio de haber quebrado sus alas. Si ahora le ofrecieran unos guantes a la medida de sus manos de hombre, los rechazaría con un gesto indiferente y una media sonrisa conformada.

Sobre su cabeza no hay más horizonte que el transcurrir idéntico de los días iguales, que la planicie estéril incapaz de acoger la semilla del más mínimo proyecto de futuro, incluso de la esperanza del amor adulto merecido y jamás realmente buscado. Bastan el par de cervezas y la risa espontánea e incontenible para sostenerse a través de la monotonía ciega, de la repetición ajena a la pregunta por el sentido. En sus ojos sólo rara vez se detecta una tenue sombra de resignación, cuyo brillo precisaría al menos de la conciencia, nunca terminada en su construcción, de otro horizonte lejano contemplado como inalcanzable. La vida truncada en sus inicios camina a ras de suelo y olvida la presencia de un cielo azul hacia el que alzar el vuelo.



miércoles, 18 de junio de 2008

Sobre el diván


Cuando el doctor Sigfroid, reputado psicoanalista, ve entrar en su consulta a alguno de sus pacientes, no ve a una sola persona, sino a tres. El Ello es el que se rasca distraídamente la entrepierna mientras cierra la puerta. El Superyo mira inquieto el reloj al alcanzar el diván. El Yo declara con cierta angustia que no sabe por dónde empezar a contar en esta nueva sesión.

- Tal vez haya tenido usted esta semana algún sueño que pueda recordar -indica con estudiada frialdad el doctor Sigfroid cogiendo su pluma y abriendo su bloc de notas.

- Pues mire, sí, doctor, ya sabe usted que yo no suelo recordar mis sueños, pero justamente anoche tuve uno que sí recuerdo. Entraba en casa todo empapado, se ve que estaba lloviendo, con un paraguas negro en la mano...

"Paraguas negro", anota el doctor Sigfroid frunciendo los labios, "símbolo fálico".

- No sé por qué, en lugar de llevarlo a la galería, como suelo hacer normalmente con los paraguas mojados, trataba de cerrarlo, pero algo no funcionaba en el mecanismo. El suelo se estaba poniendo perdido de agua...

"El paraguas no cierra", escribe ahora el doctor Sigfroid, "¿problemas de erección? ¿eyaculación precoz?".

- Después de mucho pelear con el dichoso paraguas, consigo cerrarlo hasta el punto de que lo que parecía un paraguas de los de antes, ¿sabe?, de esos que no podían plegarse, queda convertido en un diminuto paraguas plegable...

"Reducción repentina del paraguas", sigue anotando el doctor Sigfroid, "posible complejo de castración; en su defecto, miembro viril de tamaño insuficiente".

- Me acerco entonces a la mesa de mi despacho, que en lugar de ser la mía, es una mesa antigua de madera maciza, apoyada sobre dos grandes cajoneras. Abro el cajón superior de la parte derecha...

El doctor Sigfroid arquea levemente una ceja y emite un ligerísimo carraspeo, signo inequívoco de su intensa concentración en el relato del paciente. "Cajón", garrapatea rápidamente, "símbolo de los órganos sexuales femeninos".

- ...y meto en él el paraguas. Pero al cerrarlo con cierto descuido me pillo un dedo y lanzo un aullido de dolor...

El doctor Sigfroid esboza una discreta sonrisa mientras escribe: "Consumación simbólica de un acto sexual prohibido. Dedo lastimado: temor al castigo. Se refuerza la hipótesis del complejo de castración". Todo empieza a cuadrar.

El paciente se ha quedado callado. Su Ello vuelve a rascarse distraídamente la entrepierna.

- Prosiga, caballero, prosiga, creo que hoy estamos haciendo grandes progresos...

- No, doctor, ya no hay más que contar. Al lanzar el aullido en el sueño me desperté. Creo que estaba en una mala postura y yo mismo me estaba aplastando una mano...

- Hmmm, no sé, no sé... ¿No hay ninguna otra cosa que recuerde? ¿Algún detalle que no me haya contado? ¿Tal vez algún objeto inusual sobre la mesa del despacho? ¿O quizás dentro del cajón?

- Pues... ahora que lo dice... Sí, recuerdo que sobre la mesa había un sombrero, algo así como una pamela, con una cinta de color rosa y unas flores atadas en ella...

"Objeto de forma redondeadas", anota esta vez el doctor Sigfroid, "nuevo símbolo de los órganos sexuales femeninos".

- ...se parecía mucho, ¿sabe?, a un sombrero que solía llevar mi madre cuando íbamos al campo para protegerse del sol...

"¡Eureka!", escribe con precipitación el doctor Sigfroid, ajeno en ese momento a la falta de profesionalidad de su anotación.

- Estimado paciente -interrumpe el doctor Sigfroid- creo que por fin hemos dado con la clave de sus conflictos. Se llama "complejo de Edipo", ¿sabe?, un complejo neurótico por el que pasan todos los niños y que por lo general se resuelve sin problemas. Pero en su caso particular algo ha impedido la saludable resolución del complejo, lo cual explicaría sus actuales trastornos. Mire, se lo expondré de una forma sencilla, para que lo entienda. Usted está enamorado de su madre, la desea, y siente por ello deseos de matar a su padre, su rival. Pero también le teme: teme que, de enterarse de los deseos incestuosos que alberga hacia su madre, su padre le castre, ya sabe, le prive de sus órganos sexuales...

- Pero doctor, ¿qué está diciendo? ¿Que yo deseo a mi madre? Pero si mi madre... ¡por dios, doctor!, es una señora de casi ochenta años, llena de achaques... Y mi padre, ¿que quiero matarlo? ¡Mi padre murió hace años y yo siempre me llevé muy bien con él!

- Caballero, no se escandalice. Ya le he dicho que es un conflicto absolutamente normal en la infancia más temprana, es imposible que lo recuerde. Pero en su caso ese conflicto ha quedado enquistado, no ha logrado vencer sus deseos hacia su madre, como sí suele ocurrirle a la mayoría de los niños, y como le resultan vergonzosos los ha reprimido y éstos afloran bajo la forma de la patología que usted sufre. Caballero, no somos más que un amasijo de pulsiones libidinosas que tratan de canalizarse por el insidioso entramado de las normas sociales. Esa es nuestra verdad. Una verdad tal vez amarga cuando se conoce por primera vez, pero plenamente demostrada por la ciencia psicoanalítica -dice el doctor Sigfroid con voz afectada recostándose satisfecho sobre su sillón de cuero.

- Doctor -el paciente se vuelve hacia él con irritación-, después de tres años de terapia semanal, ¿ésta es la conclusión a la que ha llegado? Acudo a su consulta porque sufro de claustrofobia, me angustian los ascensores, trabajo en la planta decimocuarta de un enorme edificio de oficinas y por culpa de mi maldita claustrofobia debo subir y bajar catorce pisos varias veces todos los días. ¿Me puede decir qué puede tener que ver ese "complejo de Edipo" del que habla con mi claustrofobia? No sé, doctor, tal vez debería plantearme si quiero continuar con la terapia. No es que dude de su competencia, no es eso. Pero, francamente, cada sesión me cuesta un ojo de la cara, mi economía no anda muy boyante últimamente y creo que no puedo seguir con este gasto semanal durante más tiempo sin resultados más efectivos...

El doctor Sigfroid lo mira fijamente, acariciándose lentamente la barbilla y elogiándose interiormente por su agudo ojo clínico.

- Caballero, disculpe que le pregunte, pero... ¿padece usted de estreñimiento?

- Bueno... ehhhh, sólo ocasionalmente, cuando tengo mucho estrés. ¿Por qué lo pregunta?

- Mi estimado paciente, me temo que su dolencia es aún más grave de lo que sospechaba. Porque no sólo sufre usted del "complejo de Edipo", sino que intuyo alguna suerte de fijación de su personalidad en la llamada fase anal de su proceso de maduración, uno de cuyos síntomas más usuales es la tacañería. El asunto se complica, caballero, y su salud mental, téngalo muy en cuenta, está en juego. Habrá que adoptar alguna medida terapéutica de choque, no queremos que la cosa vaya a peor, ¿verdad? Me veo entonces obligado, qué remedio, a subirle el precio de cada sesión para empezar a combatir esa inclinación a la tacañería y la fijación anal que revela. No se asuste, no se asuste, confíe en que poco a poco iremos solucionando sus problemas. ¡Está usted en buenas manos! ¿Le parece bien, entonces, el próximo miércoles a esta misma hora?


Disculpen los amantes del psicoanálisis la ridiculización. Que conste que el señor Freud merece todos mis respetos. Esto sólo ha sido un pequeño divertimento. ¡Que últimamente ando demasiado seria! :)

jueves, 12 de junio de 2008

Necesitamos los huevos


Por paradójico que resulte, hay comedias que pueden acabar por helarnos la sonrisa en los labios. Comedias cuyo auténtico propósito estriba en exponernos, bajo el formato más digerible del humor, a una verdad amarga sobre la debilidad y la consecuente inclinación al error de nuestra condición humana. Comedias, en definitiva, cuya hilaridad sólo semeja destinada a dulcificar una visión en extremo negativa de nuestras posibilidades de esquivar el fracaso y la infelicidad.

Éste es, a mi juicio, el caso de Annie Hall (1977), una de las comedias del genial Woody Allen en las que con mayor pesimismo se retratan las relaciones de pareja. Porque si de algo quiere hablarnos Annie Hall es, básicamente, de nuestra común incompetencia en la búsqueda del amor, de nuestra habitual torpeza en el terreno de los afectos allí donde las distancias más se acortan. Y, ante todo, de la falta de lucidez que se deriva de nuestra permanente tendencia a ahogar cualquier posible voluntad de amar en la acuciante necesidad de ser amado.

Alvy Singer (el propio Allen) es un cómico de rasgos neuróticos marcado por su incapacidad para disfrutar de la vida y su obsesión por la muerte. Para Alvy, el mundo se divide en dos clases de individuos: los "horribles", que son los enfermos terminales, los mutilados, los discapacitados... y los "miserables", todos los que no pertenecen al primer grupo y deberían además alegrarse por ello. Carga con dos fracasos matrimoniales sobre sus espaldas y tras quince años de terapia psicoanalítica sigue preso de sus eternos conflictos.


La película empieza con un monólogo en el que Alvy dice estar enamorado de Annie Hall (Diane Keaton) y se lamenta por su pérdida. A partir de ese momento, asistimos a un relato desordenado de su relación, una relación que, pese a las palabras de Alvy, se muestra dominada desde sus inicios por las discrepancias y desencuentros entre ellos. Es Annie, una mujer alegre, impetuosa y un tanto extravagante la que, tal vez movida por una mezcla de curiosidad y admiración o simplemente por mera soledad, se aproxima a Alvy. Éste parece sentirse atraído por su vitalidad, tan opuesta a su pesimismo, pero también es obvio que le irritan su falta de formación intelectual y sus maneras pueblerinas. Erigido en una suerte de pigmalion, Alvy tratará entonces de acercarla a sus propios intereses, de moldearla para convertirla en la compañera de sus obsesiones e inquietudes. Consciente de sus carencias y víctima de una cierta inseguridad ante Alvy, Annie se matricula en la universidad, accede a compartir la afición de Alvy por el cine de Bergman y por aburridos documentales históricos de duración abusiva, e incluso acude, incitada por él, a una psicoanalista.


No obstante, cada uno de los pasos que Alvy emprende para introducirla en su particular mundo supondrán el comienzo de un progresivo alejamiento de Annie. Su recién despertada curiosidad se proyecta hacia lugares radicalmente dispares a los habitados por Alvy. Sus diferentes caracteres y motivaciones se hacen día a día más palpables. Mientras Alvy continúa enclaustrado en sus obsesiones y su visión torturada de la existencia, ante Annie se abre un nuevo abanico de posibilidades no contempladas hasta entonces por ella. Al tiempo, en este proceso Annie va ganando poco a poco en autoconfianza y seguridad en sí misma, y no tardará en ver a Alvy como un obstáculo para sus nuevas inquietudes.

Llegado cierto punto, ambos se descubren plenamente conscientes de que las diferencias entre ellos son demasiado grandes como para que la relación funcione. Pero la decisión de Annie de romper con él anula toda lucidez en Alvy, falto de otras perspectivas, y lo sume en la angustia y la desesperación de la pérdida. Alvy llegará a descubrir que Annie nunca se interesó realmente por compartir con él sus más íntimas preocupaciones, como revela la significativa confesión de Annie de que jamás leyó los libros que Alvy le regalara, en cuyos títulos siempre aparecía la palabra "muerte". Y, sin embargo, no por ello dudará en arrastrarse por el fango para tratar de recuperarla. Creo que huelga decir que, como suele suceder en las películas de Woody Allen, todos sus intentos serán en vano.


Un Alvy nostálgico tras un casual reencuentro con Annie, quizá fantaseando sobre lo que pudo ser y no fue, pero a la vez perfectamente conocedor de las razones que los separaron, abandona al espectador en medio de una calle de Manhattan con una última reflexión: "Y recordé aquel viejo chiste, aquel del tipo que va al psiquiatra y le dice: ‘Doctor, mi hermano está loco. Cree que es una gallina’. El doctor le contesta: "¿Y por qué no lo mete en un manicomio?". Y el tipo le dice: ‘Lo haría, pero necesito los huevos’. Pues eso es, más o menos, lo que pienso sobre las relaciones humanas, ¿saben? Son totalmente irracionales, y locas y absurdas, pero… supongo que continuamos manteniéndolas porque, la mayoría, necesitamos los huevos".

Cómico, sí. Pero también desolador, ¿no?

martes, 3 de junio de 2008

Juzgar


Llegó a mis manos hace unos días una entrevista, publicada meses atrás, a un antiguo misionero "convertido" a la antropología por los evuzok, una etnia africana del Camerún. Lluís Mallart cuenta en ella cómo siendo aún joven aterrizó entre estas gentes mal llamadas primitivas con la piadosa intención de convertirlos al cristianismo. Sin embargo, la convivencia con ellos acabó invirtiendo las tornas: hoy por hoy Mallart se considera hijo de los evuzok, según destaca en un libro editado recientemente cuyo título coincide con esta misma declaración.

Algunas historias conocía ya de oídas de antiguos antropólogos dedicados al trabajo de campo en recónditos lugares del planeta, cuya creciente empatía y fascinación por las tribus investigadas les había llevado incluso a practicar los mismos rituales mágicos que al principio observaban con mirada crítica y distanciada de entomólogo. Por eso, lo que más me llamó la atención de esta entrevista no fue tanto el relato sobre el abandono de las pretensiones evangelizadoras de este antiguo misionero para hermanarse con los evuzok, como las razones que aducía para justificar su transformación.

Dice Mallart que en el trato con ellos descubrió que "era un misionero con una inclinación hacia el otro, y que esa inclinación tenía un límite". Un límite que sitúa con contundencia en el "juzgar al otro". Pues, según explica Mallart, "si juzgas al otro, ya no le quieres otro, le quieres igual a ti. Y claro, el misionero juzga: le dice al otro que debe cambiar algo supuestamente malo por algo supuestamente bueno...". A la inevitable condena que supone ese juicio sobre el otro, Mallart prefirió indagar en ese otro, tratar de comprenderlo. Y por ello se vió, casi sin quererlo, convertido en antropólogo.

No han dejado desde entonces estas palabras de dar vueltas en mi cabeza. Entiendo que por una razón obvia: su aplicación sobrepasa ampliamente la experiencia concreta de quien se enfrenta a grupos humanos radicalmente dispares a los de la cultura a la que uno pertenece. Porque aquí todos somos otros de otros, otros embarcados en la aventura de convivir, compartir, amar, respetar o simplemente tolerar a esos otros. Aquí todos nos hallarmos inclinados sin remedio hacia el otro, sin el cual nada seríamos. Y sin embargo es posible que, en esa inevitable inclinación hacia el otro, no nos detengamos lo suficiente a pensar sobre sus límites. O que, si tratamos de pensarlos, no sepamos distinguir con claridad dónde se encuentran.

Me pregunto si es verdad que juzgar a otro implica realmente no quererlo ya otro. Pienso entonces en lo que sucede cuando nos juzgamos a nosotros mismos. "Esto lo he hecho mal", nos decimos, "no debería haber actuado así". Vemos en nosotros a un yo indeseable, ése que ha actuado mal, un yo que no queremos o querríamos ser porque se desdice del yo que sí queremos ser, o de la imagen ideal que de nosotros mismos nos hemos forjado. Pretendemos así, al juzgarnos, dejar de ser, rechazar a ese yo indeseable, dañino o estúpido, a ese "otro" de nuestra imagen ideal, para ser iguales al yo que aspiramos a ser.

Algo análogo diría que sucede cuando juzgamos a otro. "Esto lo has hecho mal", le decimos, "no deberías haber actuado así". ¿Y cómo es así? Del modo en que nosotros creemos que debería haber actuado, del modo en que nosotros mismos en su situación, pensamos, habríamos actuado. Pretendemos así, al juzgarle, que rechace lo que le diferencia de nosotros, que deje de ser ese "otro" que es con respecto a lo que somos para hacerlo igual a nosotros mismos. Como dice Mallart, en efecto, al juzgarle no lo aceptamos como otro, sino que lo queremos igual a nosotros. El juicio al otro pasa por el intento de asimilar al otro, por la aspiración a transformarlo en un fiel reflejo de nosotros mismos en el que espejearnos sin mancha ni distorsión alguna.

¿Con qué derecho?, imagino que se preguntaría Mallart ante los evuzok. ¿Con qué legitimidad?, deberíamos tal vez preguntarnos nosotros cada vez que, al juzgar, imponemos al otro nuestro propio yo negándole su ser otro. ¿Tanto nos cuesta entender, aceptar, tolerar que el otro es simplemente otro?

Me temo que sí. Nos manejamos mal con la diferencia, sobre todo con la del otro más cercano, a quien más deseamos ofrecer de nosotros mismos. Quizás porque esa diferencia nos cuestiona en nuestras elecciones, o en la falta de ellas, para mostrarnos todo aquello que queda más allá del círculo sobre el que cada día tratamos de ir cerrando celosamente nuestra identidad. Quizás porque nos asustan las posibilidades de ser otro que habitan en nosotros mismos. Quizás por éstas y mil razones más que no sabemos ni tan siquiera discernir.

Abramos ese círculo. Suspendamos tanto como sea posible el juicio sobre el otro. También sobre el otro que asoma en el centro mismo de lo que creemos o queremos ser.