miércoles, 31 de octubre de 2012

Buscar



Poco más somos al despertar a la vida que un amasijo sanguinolento de necesidades no sabidas. Desconocedores de la urgencia de su satisfacción, hasta la primera bocanada de aire irrumpe en nuestros pulmones vírgenes como un golpe de viento inesperado exento de todo reclamo. Si acaso un dolor todavía sin concepto, una desazón desprovista de toda noción de sí, dispara infalible el automatismo, ajeno a cualquier propósito o finalidad, de un llanto animal similar a un aullido. Pero el cálido pezón inundando la boca nos muestra por primera vez el camino. Con el reconocimiento de la carencia, aprendemos la existencia del mecanismo destinado a suprimirla. Junto al vacío en ascenso desde las entrañas hacia la lengua, intuimos la presencia de un mundo más allá del propio cuerpo diminuto capaz de colmarlo. Así comienza, aún incipiente, la búsqueda, si por causa de nuestra inmadurez se complacen nuestras demandas casi al instante de emerger, y el pezón reaparece sobre sus bordes apenas los labios se entreabren en su afán de encontrarlo. 

Quién sabe si no descubrimos el verdadero sinsabor de la falta ante el primer juguete extraviado. Ante la ausencia del peluche sustraído al tacto al alargar la mano, menesterosa entre tinieblas del compañero suave y familiar, sin que de nuevo se nos brindara, rescatado del suelo, con proporcional presteza a la de nuestro apremio por hallarlo. Porque tal vez fuera entonces cuando empezamos a entrever la tarea infinita del buscar inagotable al que habrán de forzarnos, hasta su último aliento, nuestros cuerpos y almas indigentes. Auxiliado en la precariedad inmensa de la infancia por ojos y brazos más diestros en su entrenamiento. Devenido poco a poco ejercicio cada vez más solitario, en su éxito o fracaso cada vez más dependiente de la habilidad conquistada y del margen de fortuna con que seamos agraciados. Tantas son las faltas, las pérdidas, las carencias que a todos sin excepción nos acosan, tan caprichosos y variopintos los revestimientos que su naturaleza en esencia común adopta, que sólo los propios hombros podrán acabar cargando el ingente peso del reto de contentarlas. 

A todas horas buscamos el objeto cercano y conocido. El útil transformado en prolongación de los dedos que posibilita la tarea requerida. La prenda en el armario ante la repentina ola de frío. En medio de la noche, el calor de la piel de quien comparte nuestras sábanas. Las llaves en el bolsillo. Con creciente preocupación, las llaves que no aparecen en el bolsillo. En el mar de enseres por el que a diario braceamos, no es raro que su multitud propicie su recíproco encubrimiento y a nuestros ojos se oculte la tranquila presencia del objeto solicitado. Con el fin de evitar su extravío, la voluntad ordenadora se esfuerza por asignar su lugar a cada cosa. Pero privadas de mágicos imanes que las fijaran a sus puestos como a soldados bien disciplinados, el reloj que apura, o el frecuente vagar de la cabeza por parajes distantes a los escenarios que las circundan, tienden a soltarlas al paso del descuido, sin conciencia que discierna el dónde azaroso del soltar, obstaculizando el esperado reencuentro. Un reencuentro que nunca habrá de producirse cuando, por similar descuido, queden abandonadas nuestras cotidianas pertenencias en territorios que exceden nuestros dominios para entregarnos al desamparo, al enfado, incluso a la tristeza de su pérdida definitiva en el momento en que de ellas precisamos. Pues el buscar es esclavo del tiempo: vive anudado al aquí y ahora de la necesidad que demanda satisfacción inmediata. Superada la intensidad de su percepción, a veces saciada por cauces secundarios, el ulterior hallazgo del objeto previamente ansiado puede abocarnos a la indiferencia, al desprecio, a la rabia. De poco sirve recordar el dato, perseguido inútilmente por el laberinto de una memoria convertida de repente en laguna, una vez concluida la prueba. Con cierto rencor recibimos la caricia eludida cuando más nos urgía. Maldiciendo nuestra torpeza, damos a deshora con las palabras justas que se nos hurtaron ante el destinatario hambriento de consuelo. 

También se despliega ese incesante buscar hacia lo lejano y variablemente conocido en su imagen, brillante en su nitidez o borrosa en sus contornos. El objeto largamente deseado y nunca poseído. El tesoro sumergido bajo las ruinas en aguas remotas. El regalo capaz de despertar la sonrisa de la persona querida. Aquello que una vez fue nuestro y perdimos sin quererlo por circunstancias incontrolables, o en virtud del error siempre al acecho. Lo que se echa insólitamente en falta pese a jamás haberlo tenido. A menudo en perfecto disimulo de la búsqueda si el objeto anhelado, índice inequívoco de la oquedad en el alma aun en medio de la abundancia, no consiente pública exposición por suscitar la más ruborizante vergüenza. Cuando el vacío nocturno que impulsa a la caza de la mirada lúbrica en ojos distintos a los presuntamente amados se intuye inadmisible ante el severo tribunal de la conciencia propia o ajena. En el caso de que pretendamos ocultar el tormento en el corazón por la herida abierta del amor que no llega bajo la fachada de autosuficiente plenitud que cada mañana construimos frente al espejo. No es raro que, a través de esos huecos, cuyo encubrimiento tiende a agudizar su petición de ser colmados, parloteen con indiscreción la sensación de fracaso, las expectativas fallidas, el frágil edificio de una vida cimentada sobre la omisión obligada o la renuncia a lo tardíamente desvelado irrenunciable. Y en ocasiones provoca el propio desatino que terminemos poseyendo lo nunca buscado, y percibamos el respirar entrecortado del socavón en nuestro interior, asfixiado por pertenencias apenas valoradas que, lejos de calmar cualquier sed, secarán de continuo nuestras bocas. 

Pero hay épocas extrañas en que nos adivinamos atrapados en una búsqueda tan tenaz como ignorante de su oscuro objeto. Ante la pregunta hipotética o real de nuestro íntimo desconcierto, rehuirá toda definición y sólo lograremos describirlo con un desarmado encogimiento de hombros y una expresión perpleja en el rostro. No por el objeto, invisible a nuestros sentidos, indescifrable a nuestra mente inquisidora, alcanzamos entonces a diagnosticar la búsqueda, sino por la creciente inquietud que pareciera habernos tomado al asalto y el movimiento casi compulsivo empujando a los miembros. Por el brincar nervioso de una casilla a otra del tablero, de un libro desechado a mitad que nos precipita hacia el siguiente en la pila, de un territorio al vecino y desde éste de retorno al primero, que pone de relieve la indudable carencia sin mostrar la figura del pedazo ausente. También por la añoranza doliente del tiempo para caminar en direcciones que abrieran nuevos horizontes a explorar allí donde la marcha rutinaria, circular, experimentada como estéril, ya nos ocupa a la vez que nos horada si ninguno de nuestros pasos conduce al pan que sacia. Registrado en la reflexión el desasosiego, la fluctuación frenética que fuerza a la inconstancia, nos sentimos abocados a concluir que, en efecto, algo buscamos, pero no sabemos qué. Conscientes tras innumerables extravíos de que la impaciencia antes desorienta que facilita el acierto, antes ciega que otorga lucidez para el hallazgo, trataremos de apostar por la calma. Quizá nos detengamos a revisar cada uno de los centímetros del tapiz siempre inconcluso que exhibe el dibujo de nuestra vida. A valorar la consistencia de sus puntadas ante la sospecha de pequeños agujeros bajo su pulida apariencia. A examinar la potencial existencia de una porción ausente y como tal desapercibida en el centro mismo de la imagen que traza. Con toda probabilidad, incontables serán los claros en la tela que afloren. Casi con idéntica probabilidad, ninguno que con inequívoca transparencia se revele motor esencial de nuestro acusado estado de indigencia. No nos restará sino amarrar con fuerza la ansiedad y proseguir más pausadamente la búsqueda. Más atentos a la elección y pertinente demora en los objetos que la guían. Confiando tal vez en la definitiva disolución de la incógnita cuando algún día nuestros ojos reconozcan en lo encontrado aquello que sin saberlo buscamos. 

Tarde o temprano habremos de aceptar que la búsqueda no hallará jamás su término. Que lo que con más afán perseguimos no pertenece a este mundo ni tampoco a ningún otro, por carecer la necesidad que en lo más hondo nos ahueca de toda posible satisfacción. La experiencia observada anuncia que el avanzar del tiempo acabará por enfrentarnos a la tentación de enmascarar el hueco, de tapiar superficialmente su vacío, con el fin de abandonar la caza y así evitar el dolor de la tensión en el alma que su frustrante ejercicio suscita. Para enseñar a la vez en su anuncio que ceder a ella, desistiendo por fin del desasosegante buscar, significará la mortecina desaparición del pulso que esa misma tensión pone a latir en nuestras arterias. 

domingo, 14 de octubre de 2012

Romperse


Entre tantas de esas cosas cuya existencia y definición al uso solemos dar por sentadas sin preguntarnos por su carácter problemático, se encuentra para mí una que desde bien joven ha llamado poderosamente mi atención: la enfermedad mental. Pues si por lo común pensamos la enfermedad en términos del fallo de los órganos, de la disfunción de los aparatos que componen la maquinaria de nuestro cuerpo, del desajuste o desgaste de las piezas que configuran sus complicados engranajes, ¿cómo puede enfermar de la misma manera esa realidad etérea pero de la que todo depende, carente de toda dimensión física y espacial, desprovista de toda suerte de elementos aislados que articularan su estructura, que llamamos nuestra mente? Y si cotidianamente hablamos de nuestro cuerpo, o del hecho de que tenemos un cuerpo cuya posesión atribuimos al yo con el que nos identificamos como si de dos instancias hasta cierto punto separadas y separables se tratara –mi yo que tiene un cuerpo–, parece comprensible que ese cuerpo mío pueda enfermar –por eso me duele el estómago y mi yo reconoce su dolor–, pero en absoluto resulta evidente que ese yo que soy y con el que me solapo plenamente –¿acaso puedo alguna vez dejarlo de lado?– sea capaz de sufrir alguna suerte de patología similar a las de mi órganos corporales. 

Entenderéis entonces que me fascinara en su momento y me siga fascinando el documental "Uno por ciento esquizofrenia", dirigido en 2006 por Ione Hernández y Julio Medem. La esquizofrenia es la reina y clave de las enfermedades mentales, la que aglutina prácticamente todos y cada uno de los síntomas que sirven para tipificar el resto de patologías de la mente, y todavía a día de hoy, el gran enigma de la psiquiatría y la psicología. De ahí que, para intentar comprender algo de esta enfermedad, sea preciso contemplarla desde la multiplicidad de aspectos que abarca: sólo su consideración conjunta permitirá una mínima aproximación a la singular experiencia de quien ha sido diagnosticado de esquizofrenia. Esta mirada caleidoscópica es la que nos propone este interesantísimo documental. Pero también una mirada profundamente humana y profundamente conmovedora en su humanidad, dado que sus principales protagonistas son los enfermos y el relato de sus vivencias, intercalado, por un lado, con el de familiares de otras personas aquejadas de esta misma enfermedad que luchan por sus derechos, y por otro, con el de toda una serie de psicólogos y psiquiatras que nos ofrecen una visión nada homogénea de lo que es o podría ser la esquizofrenia. 

La controversia existente dentro de la propia medicina en torno al horizonte de interpretación de esta enfermedad –y, en principio, de cualquier enfermedad mental– se nos presenta abiertamente desde sus primeras secuencias. Frente a los psiquiatras que, revestidos de la autoridad de su bata blanca, aseguran el origen claramente orgánico de esta enfermedad y, por tanto, el éxito de su tratamiento con psicofármacos, se encuentran aquellos otros que subrayan el notorio desconocimiento médico y psicológico de su naturaleza. Frente a los que hablan de anormalidades en la estructura cerebral heredadas genéticamente, quizá todavía no identificadas pero identificables con el paso del tiempo, están los que destacan que no puede ser casual que la esquizofrenia aparezca prioritariamente en ambientes de pobreza, marginalidad y vidas de condiciones adversas. Que los enfermos suelen proceder de familias donde imperan mecanismos de comunicación altamente desquiciantes, como el llamado doble vínculo o doble mensaje, consistente en la emisión, explícita o implícita, de órdenes contradictorias que dejan sin salida de actuación satisfactoria –mal si andas, mal si no andas– a quien las recibe. O que en la raíz de esta patología anida una experiencia de intensísima angustia que fuerza al sujeto a escapar de ella rompiendo con la realidad que le rodea. 


Buena parte de las narraciones de las personas diagnosticadas de esquizofrenia avalarán la interpretación según la cual el esquizofrénico no nace, sino que se hace. Pese a su carácter fragmentario, tienden a revelar infancias infernales –nuestra etapa de mayor indefensión– marcadas por la orfandad o los abusos sexuales, por la tiranía de progenitores ajenos a las necesidades de sus hijos, o demasiado ignorantes o ahogados por la precariedad como para preocuparse por algo más que ponerles un plato delante. Pero el documental también ahonda en el modo en que la propia emergencia de la enfermedad alimenta una angustia que es a su vez causa de su creciente morbilidad. El esquizofrénico no sólo se siente por completo aislado del resto del mundo en sus delirios, en su visión distorsionada de las cosas, en el yo que se le quiebra y rehúye ese control que todos creemos poder ejercer sobre nosotros mismos. Sobre ese aislamiento se instala a su vez el que brota del miedo que le produce la conciencia, más o difusa, más o menos clarividente, de esa quiebra en el núcleo mismo de su ser y de su incapacidad para frenarla o manejarla. Y sobre ése, el del miedo a hacer daño a sus seres queridos –a pesar de que, en contra de la creencia popular ampliamente extendida, las estadísticas muestran que los esquizofrénicos son menos agresivos que los sujetos “sanos”– cuando las crisis les alejan de ellos mismos y se sienten dominados por una voluntad extraña o desasistidos de eso que llamarían “su” voluntad. Y sobre ése último aislamiento, aún se superpone el que procede del rechazo social: nadie mira sin prevención o sin el temor de hallarse ante un individuo peligroso a aquel que ha recibido el estigma que supone la etiqueta de esta grave enfermedad. 


La esquizofrenia parece condenada a nutrirse a sí misma y, en una suerte de espiral diabólica, a recrudecerse a consecuencia de todo aquello que trae consigo. Tratamiento psiquiátrico incluido, como denuncia este documental sin cargar en exceso las tintas, pero poniendo ante nuestros ojos las deficiencias de un sistema sanitario y un paradigma médico que, indudablemente con las mejores intenciones, antes sirve para agravar la enfermedad que para curarla. Cuentan algunos de los psiquiatras que, tras acabar a raíz de uno de sus “brotes” internados en un psiquiátrico, donde el único tratamiento que reciben suele limitarse a fuertes dosis de psicofármacos y prácticamente nula atención psicoterapéutica, los enfermos lo abandonan en un estado mental estructuralmente más deteriorado que el que tenían antes de entrar, dada la vivencia traumática y desoladora que han sufrido. Cuentan algunos enfermos que la sanidad pública tan sólo les ofrece citas con el psiquiatra de veinte minutos cada tres meses, que apenas alcanzan para que éste les pregunte cómo les sienta la medicación. Una medicación cuyos múltiples e invalidantes efectos secundarios, que por lo general se ocultan al esquizofrénico para que siga tomando los fármacos –entre ellos, la imposibilidad de una vivencia mínimamente satisfactoria de su sexualidad–, lo enclaustran en un estado físico y anímico que ya en sí mismo sería percibido por cualquier persona sana como un estado patológico, muy lejano al bienestar sobre el que ciframos la posibilidad de una vida que transcurriera por los cauces de la normalidad. No puede sorprender entonces que tantos sujetos diagnosticados de esquizofrenia, incapaces de soportar el enorme sufrimiento que arrastran, decidan un buen día terminar con él poniendo fin violentamente a sus vidas. 


Son los propios enfermos los que, frente a esta regresión de la psiquiatría a sus métodos más tradicionales –en gran medida motivada por las subvenciones que la investigación en psicofármacos recibe de la industria farmacológica, inexistentes cuando se trata de investigar otras formas de terapia–, reclaman un tratamiento más humano. Ser escuchados por otros. Ser atendidos por alguien que les invite a hablar y que hable con ellos. Saben perfectamente que los tratamientos que reciben obedecen al hecho de que es más fácil recetar unas cuantas pastillas que invertir tiempo en averiguar qué les ocurre y qué sienten. Por eso el documental también nos habla de terapias de expresión simbólica de los conflictos subyacentes a la esquizofrenia a través del arte. Del poder curativo del teatro en uno de los enfermos. De la necesidad de que se inviertan más recursos en equipos humanos –el factor fundamental para la potencial curación de cualquier enfermedad mental– que ayuden a los esquizofrénicos a recobrar la propiedad perdida de sus vidas. Porque en eso consiste, básicamente, la esquizofrenia, según afirma uno de los psiquiatras: en la pérdida del sentido de propiedad de la propia vida. 


Hace tiempo que la Organización Mundial de la Salud ha advertido del probable aumento de la incidencia de la esquizofrenia en las sociedades avanzadas debido al incremento de los factores adversos que la provocan. Da así a entender que vivimos en sociedades cada vez más alienantes que no pueden dejar de generar sujetos alienados en el sentido más estricto de la palabra. Y que allí donde se habla de enfermedad mental, se habla en esencia de personas especialmente vulnerables a esos factores adversos y alienantes presentes en las sociedades humanas. Y es que tal vez a la mente no le sea dado enfermar de la misma forma que al cuerpo. Pero sí parece poder romperse como un hueso frágil cuando choca una y otra vez contra una realidad que la agrede y castiga sin motivo. Quizá en esa ruptura no se esconda más que un mecanismo de huida, evidentemente fallido, pero inevitable en el momento en que el sufrimiento del yo alcanza cotas insostenibles. O un intento desesperado por recomponer, en la propia mente enajenada del mundo, los fragmentos inconexos del sentido que éste se muestra incapaz de ofrecerle.