sábado, 28 de julio de 2007

Abandono


Ya había sufrido mi primer abandono cuando ellos decidieron acogerme. Yo era aún muy pequeño, tímido y tremendamente asustadizo. No me fue fácil acostumbrarme a su presencia, a ese nuevo espacio, y sobre todo a Él, enorme, albino, y sordo como una tapia, tal vez por eso desconfiado y brusco en sus maneras. Sin duda yo constituía una invasión en sus dominios. Pero pronto se dio cuenta de que estaba dispuesto a someterme a sus reglas, de que sin vacilación me plegaría a la ley de sus afectos. Mi juventud y condición de recién llegado a su territorio lo exigían. A ello me inclinaba además el carácter temeroso que mi corta pero cruda biografía había imprimido en mis delicados miembros.

Él era de él. O él de Él, según se mire. Ya se sabe que nos ajustamos mal a la lógica de la propiedad y que nuestra naturaleza, salvo contadas excepciones -pudiera ser mi caso-, es más bien impositiva, selectiva, esencialmente libre. Mi lugar sólo podía estar entonces junto a ella. También ella, al parecer, había sido acogida en aquella casa, si bien de un modo distinto al mío que nunca llegaré a comprender plenamente. Muy rara vez la veíamos durante el día. Llegaba por las noches, frecuentemente cargada de bolsas, siempre con una sonrisa pese al lógico cansancio del fin de la jornada. Se acercaba a ambos para saludarnos, y aunque trataba de evitar toda suerte de distinciones, tanto Él como yo percibíamos con claridad que me buscaba especialmente a mí. En aquellas horas de convivencia con nosotros se ocupaba de nuestro cuidado tanto o más que él, demasiado olvidadizo, siempre abstraído en sus cosas, algo voluble en su cariño. Era ella quien con mayor solicitud atendía nuestras necesidades y demandas de juego, nuestras enfermedades y malestares pasajeros. Poco a poco fui venciendo mis miedos y me atreví a cruzar fronteras que de entrada había creído insalvables. Podría decirse que empecé a quererla, si es que esa palabra puede atribuírsenos, y que acabé considerándola tan mía como ella me sentía suyo cuando adivinaba, con acierto, que a su lado podía yo encontrar el preciso sosiego y olvidar el triste comienzo de mi vida.

Fueron transcurriendo los años, no podría decir cuántos. Nunca entendimos bien en qué consiste la medición de un tiempo que para nosotros carece de toda progresión palpable. Las rutinas de nuestra existencia común sufrieron ciertos cambios. Algunas noches se ausentaban los dos. Otras ella no aparecía. Pero regularmente volvía a presentarse, y entonces sus esfuerzos por transmitirnos su calor y su cariño se redoblaban, sus cuidados se volvían más intensos y yo seguía hallando en sus ojos la tranquilidad de saberme el elegido, la certeza de nuestra recíproca pertenencia. Quizás nuestro natural egoísmo, nuestra cortedad, nos impidió darnos cuenta de que aquello no era sino el inicio de profundas transformaciones que terminarían, para mí, en el desastre. La inesperada prolongación de una sus habituales ausencias, la entrada de otra mujer en nuestro espacio, los repentinos cambios de humor en él: signos evidentes que anunciaban lo que no fui capaz de anticipar, convencido de que los vínculos largamente fortalecidos están obligados a perdurar más allá de variaciones circunstanciales. Tras muchos días sin verla reapareció, contra toda previsión, una mañana calurosa. Desmadejada. Desarbolada. Buscándonos. Buscándome con más ansiedad que nunca. Permanecí cerca de ella mientras hablaba incesantemente y lloraba y él callaba cabizbajo. Asistimos en silencio a la repetición de esa escena unas cuantas veces. Y sólo entonces empecé a preguntarme por qué habría dejado de compartir su sueño con el nuestro. Cuándo retornaría la seguridad nocturna de su presencia. Cuándo volveríamos a velarnos mutuamente en las horas de oscuridad.

Ya no sé los días, los meses que han pasado desde aquellas lágrimas. Ella no ha vuelto. Me resisto estúpidamente a creer que me ha abandonado. Sé que también Él la echa de menos. Pero para Él es diferente. Sigue teniéndolo a él, disponiendo de un lugar propio en el orden invisible de nuestro espacio, de una referencia firme y estable. Yo no consigo habituarme a esa otra mujer, para mí mero reflejo doloroso de la desaparición de ella, que en sus visitas, también por lo general nocturnas, nos contempla como a anécdotas en un escenario. Por eso en nuestras mañanas de indolencia al sol de la terraza me recuesto contra Él, apoyando blandamente mi cabeza sobre su lomo blanquísimo y poderoso, y maúllo lastimera y suavemente mi nostalgia, consciente de que su profunda sordera le impedirá despertar. Y con los ojos abiertos sueño que ella, allí donde esté, también añora perder su mirada, mientras acaricia lentamente mi pelo grisáceo, en la redondez de mis pupilas, grandes y esféricas como nunca cabe esperar en un gato.

jueves, 19 de julio de 2007

Matrimonios


Aunque son pocas las películas de la extensa filmografía de Ingmar Bergman que he visto hasta ahora, debo reconocer que cada una de ellas me ha dejado de un modo u otro fascinada. Es cierto que no se trata de películas cuya visión proporcione un rato agradable. Generalmente sucede más bien lo contrario, y el nudo en el estómago y el desasosiego que a menudo provocan suelen persistir incluso en el recuerdo de las escenas contempladas. El cine de Bergman está claramente alejado de la idea, cada vez más frecuente en la producción de películas y sobre todo en las procedentes del mercado americano, del mero entretenimiento. Pero ¿desde cuándo una experiencia estética debe ser fuente de entretenimiento y diversión? En mi opinión, tal experiencia tiene lugar cuando un producto artístico logra conmovernos al descubrirnos aspectos de la realidad no por comunes menos complejos y escurridizos en su complejidad, aspectos que nos conciernen íntimamente pero cuya contemplación y análisis, además de difícil, resulta en ocasiones ingrata y tal vez por ello tienden a escaparse a nuestra mirada cotidiana. Toda película que busca originar una experiencia de esta índole aspira entonces a convertirse en un instrumento de indagación y conocimiento al alcance de cualquier espectador mínimamente atento y dispuesto a dejarse enseñar algo que seguro le afecta de manera fundamental.


Dentro de la consabida obsesión de Bergman por las relaciones de pareja, presente en mayor o menor medida en cada una de sus películas, destaca sin lugar a dudas "Secretos de un matrimonio" (1973). Bergman se revela en ella un auténtico experto a la hora de escarbar en el entramado de emociones y mecanismos que caracterizan el amor de pareja, y su pretensión de comprender cuáles son las cuestiones básicas que en él se juegan prescinde de toda suerte de disfraces y sentimentalismos.

En esta película se muestran una serie de momentos de la relación entre Marianne (Liv Ulman) y Johan (Erland Josephson) que, a lo largo de diez años, se extienden desde el estado de presunta perfección de su matrimonio hasta el resultado de su divorcio. Al inicio, los cónyuges se definen al hilo de una entrevista como un matrimonio inusualmente armónico y feliz. Sin embargo, ciertas fisuras, que se irán perfilando en el transcurso de la película, pueden ya adivinarse en estas primeras escenas. Mientras que Johan aparece como un individuo fuerte y con un altísimo concepto de sí mismo, en Marianne se entreve a una mujer mucho más insegura y quizás supeditada a los deseos de su marido.


Tras una cena con un matrimonio amigo en plena crisis y en la que asisten al odio y al desamor que se han desatados entre ellos, Marianne y Johan creen sentirse a salvo de una posible degeneración de su relación. Pero Marianne ha intuido el peligro de quiebra que también anida en su propio matrimonio, cuyos cimientos, en apariencia tan sólidos, no están exentos de grietas: la estructuración de su vida conyugal en torno a las demandas de sus respectivas familias, la separación que imponen sus trabajos y la insatisfacción sexual de Johan ante su carácter frío e inhibido, que más tarde se revelará consecuencia de ciertas actitudes machistas y autoritarias de su marido. Cuando éste anuncia que se ha enamorado de otra mujer y va a abandonarla, Marianne trata de comprender pero se derrumba y suplica ante un Johan cargado de reproches y egoístamente eufórico ante la perspectiva de su nueva relación.


Un encuentro entre ambos al cabo de un tiempo evidencia la lucha tenaz que Marianne ha emprendido para superar su dependencia de Johan, a quien la vida parece sonreír. No obstante, llegado el momento del divorcio, los papeles se han invertido: gracias a otros hombres Marianne ha dejado atrás sus inhibiciones y se ha convertido en una mujer satisfecha y segura de sí misma, mientras que Johan ofrece la imagen de un hombre fracasado profesional y sentimentalmente.


Su conversación acerca de la conveniencia del divorcio desemboca en una crudísima escena en la que se hace patente el odio y el rencor que ambos albergan hacia el otro, y que termina con una agresión física iniciada por Johan pero respondida con similar violencia por Marianne, como si ambos quisieran exorcizar con ello el sufrimiento que mutuamente se han propiciado. La película se cierra con un último encuentro entre ambos, que aprovechan la ausencia de sus respectivos cónyuges para pasar juntos un romántico fin de semana. Ambos han madurado y es innegable que aún se quieren, que su amor ha pervivido más allá del rencor y el dolor. Pero los dos saben de la imposibilidad de una vuelta atrás, conscientes de que el afecto que ahora les une sólo es fruto de su necesario distanciamiento.

Como en tantas otras de sus obras, Bergman analiza en esta historia la dificultad y la complejidad del amor. Ni Marianne ni Johan han sido capaces de encontrar en su relación un equilibrio entre sus propios intereses, entre sus aspiraciones y ambiciones, y el deseo de querer y ser queridos. No creo que Bergman plantee, al menos en esta película -otro sería tal vez el caso de Saraband-, que tal equilibrio sea imposible. Pero su maestría radica en haber incidido con la precisión de un cirujano en uno de los conflictos esenciales del ser humano en lo que atañe a las relaciones de pareja: el eterno conflicto entre uno mismo y el otro, entre la necesidad de afirmación del propio yo, por un lado, y la de recibir afecto y atreverse a darlo con generosidad, por otro.

Y puesto que la palabra, una palabra siempre densa y reconcentrada, constituye uno de los elementos fundamentales del cine de Bergman, aquí os dejo un fragmento de uno de los diálogos finales que me resultan especialmente significativos. En ese último reencuentro, Marianne despierta asustada de una horrible pesadilla:

M: Johan, ¿crees que estamos viviendo en una total confusión?

J: ¿Tú y yo?

M: No, todo el mundo.

J: ¿Qué entiendes tú por confusión?

M: Temor, incertidumbre, locura, eso es confusión... ¿Será que en el fondo nos damos cuenta de que nos deslizamos cuesta abajo y de que no sabemos qué hacer?

J: Sí, creo que sí.

M: ¿Y será demasiado tarde para evitarlo?

J: Sí. Pero son cosas que no se deben decir, sólo pensarlas.

M: Johan, ¿tú crees que nos hemos perdido algo importante?

J: ¿Todo el mundo?

M: No, tú y yo.

J: ¿A qué te refieres?

M: A veces sé exactamente lo que te pasa, y lo que piensas, y siento entonces una gran ternura hacia ti y me olvido de mí misma, aunque no del todo, claro está. Es una sensación nueva, ¿entiendes lo que quiero decirte?

J: Lo entiendo.

M: Johan... También me preocupa no haber querido de verdad a nadie, y creo que nadie me ha querido a mí tampoco. Eso me da mucha pena.

J: Ahora estás siendo demasiado pesimista.

M: ¿Tú crees?

J: Yo sólo puedo hablar por mí mismo, y creo que te quiero a mi modo imperfecto y un poco egoísta. Y estoy convencido de que tú me quieres a tu modo inquieto y posesivo.

M: Ah, ¿sí?

J: La verdad es que creo que los dos nos queremos, aunque ese cariño sea evidentemente imperfecto.

.....


Tal vez la clave de todo resida en conocer y aceptar esa imperfección tan singularmente humana, la propia y la ajena, y en intentar conciliar desde ella la multiplicidad de nuestros deseos y necesidades. Asunto nada fácil cuando de amor se trata. ¿Pero quién dijo que nada en esta vida hubiera de ser fácil?


lunes, 16 de julio de 2007

Memememememememe3


Hace unos días y, dicho sea de paso, sin excesiva confianza en que aceptara, k me propuso realizar un meme que ya ha circulado a lo largo y ancho de la blogosfera: consiste en contar ocho cosas sobre uno mismo e invitar a otros ocho bloggeros a que hagan lo propio.

Mi respuesta inmediata fue que recogería el testigo si encontraba la manera de hablar sobre mí misma sin realmente hacerlo. Sí, lo confieso, me da cierto pudor mostrarme y siempre he querido mantener este blog al margen de la persona que soy en el mundo no virtual. Justificar por qué sería demasiado complicado y tal vez incluso innecesario, pues me imagino que es una intención hasta cierto punto común a todos aquellos que nos presentamos a través de un nick y de él nos valemos para identificar aquella parte de nosotros mismos que ha cobrado realidad virtual en la blogosfera. Por otro lado, esa respuesta tenía que ver con una idea que seguramente también os resultará familiar: tanto en éste como en otros ámbitos, creo que se cuente lo que se cuente, se escriba lo que se escriba, uno siempre está en el fondo hablando acerca de sí mismo. Con más o menos enmascaramientos, con mayor o menor grado de explicitación, pero ineludiblemente de sí mismo, dado que más allá de toda intención o voluntad de manifestarse o esconderse, parece imposible no hacer acto de presencia en la escritura que uno forja. De ahí que la distinción entre hablar de uno mismo y no hacerlo se revele en cierta medida como una ilusión que a mi entender conectaría con otra todavía más obvia: la de que podemos dominar completamente en nuestro discurso el modo en que a través de él nos exponemos a miradas ajenas. Sospecho más bien que es allí donde menos pretendemos darnos a conocer donde más nos desvelamos en lo que verdaderamente somos.


Sin embargo, y puesto que aprecio la petición de k, hoy trataré de apartar un poco -aunque sólo un poco- ese pudor y me dejaré llevar por esa ilusión para someterme al ejercicio que plantea el meme. Os dejo a vosotros la tarea de valorar si lo que en él va a mostrarse resulta más significativo que lo que se os haya podido ir revelando de mí misma en la trayectoria bloggera hasta aquí recorrida:

1. Siempre desayuno galletas. Ni croissans, ni ensaimadas, ni tostadas, ni bollos. Tienen que ser galletas, hasta el punto de que si voy a pasar unos días a casa de alguien o de viaje me las llevo conmigo para que no me falten con el café de la mañana. ¿Maniática? Al menos en este punto sí. Triki, el que veíamos en Barrio Sésamo, y yo habríamos hecho buenas migas.

2. Mi primer acto de rebeldía de una adolescencia manifiestamente tardía tuvo lugar cuando había cumplido ya los dieciocho: me rapé la cabeza al uno. Mi familia se escandalizó al principio pero acabaron tomándoselo con humor y me convertí para ellos en la "niña de Treblinka". Sin embargo, cuando al cabo de un més volví a pasar por la peluquería para recortar lo que en ese tiempo había crecido, el drama familiar fue tal que finalmente decidí dejármelo crecer de nuevo. Volví a rapármelo al uno una tercera vez, pero eso ya sería otra historia.

3. Aunque nunca he tenido grandes manías ni preferencias en la cuestión del físico masculino sino más bien todo lo contrario, he de reconocer que siempre he sentido debilidad por los tipos melenudos. Por fortuna, esta debilidad ha ido mengüando con el tiempo, quién sabe si por un necesario proceso de adaptación al hecho de que cada vez son menos los hombres con una edad próxima a la mía que conservan intacta su cabellera, y en los últimos tiempos me están resultando muy interesantes y atractivos hombres con no tanto pelo y signos evidentes de que en un futuro no muy lejano aún tendrán menos.

4. Hace poco he quebrantado un principio que últimamente había defendido con una militancia un tanto radical. ¿Por qué? Aún no lo sé muy bien. Intuyo que por una mezcla de curiosidad y de voluntad de jugar conmigo misma y con mi tendencia al radicalismo, que en ocasiones no considero nada sana. No voy a concluir que los principios estén para quebrantarlos, pero sí es cierto que romper en un momento dado con alguno de ellos puede tener su gracia.

5. Pese a que por mi carácter me considero una persona más bien pesimista, de las que siempre ven la botella medio vacía y no medio llena, confío ciegamente en que los seres humanos podemos cambiar a mejor si nos lo proponemos, y que en esta vida nunca es tarde para aprender. Un tanto contradictorio, sí, soy consciente de ello.

6. No como nunca embutidos. Y no sólo porque no me gusten y además me sienten mal, sino porque me resultan bastante repulsivos desde que tuve que hacer prácticas de disección de cadáveres. Que conste que no soy médico ni tengo nada que ver con ese ramo profesional. Lamento si alguno de vosotros piensa en esto la próxima vez que se disponga a zamparse una longaniza :P

7. Hay un nombre relativamente conocido, al menos en ciertos ámbitos, que se podría asociar fácilmente a la persona que soy en el mundo no virtual. Me he propuesto que ese nombre nunca aparezca en este blog.

8. Cuando conduzco y voy sola en el coche, cosa que suele ser lo habitual, me gusta ponerme cintas con viejas canciones y cantarlas a voz en grito. Me relaja y me pone de buen humor. En ciudad con las ventanillas subidas, claro. Tampoco es cuestión de ir montando el numerito.

Bueno, pues ahí quedan esas ocho cosas. Y ahora a ver a quién le paso el meme. Pensemos. Que yo sepa, aunque también me podría haber despistado, todavía no lo han hecho Duschgel, Sir Villet (Tako, para ti el próximo meme, no es cuestión de abusar de vuestro blog), Déjà vie, Beainver (así tienes ya materia para otro post),
Escéptico, Juan Rafael, El veí de dalt y C.E.T.I.N.A.. Así que... ¡nominados! A los que estéis de vacaciones, tomaos vuestro tiempo. Y en cualquier caso, un meme siempre es una invitación que se puede aceptar o no.

¡Un beso a todos!

jueves, 12 de julio de 2007

A tientas


Nosotros, únicos animales que presumimos de tener a nuestra disposición el saber, somos paradójicamente aquellos cuyo necesario punto de partida, de tránsito e incluso de llegada es el no saber. Desastidos frente a una realidad que siempre acaba pillándonos de improviso, desarmados frente a acontecimientos que nos sobrevienen sin anunciarse, nunca sabemos con certeza cómo nos comportaremos o debemos comportarnos frente a lo que nos sucede, cuáles serán o tendrían que ser nuestras respuestas. En demasiadas ocasiones porque ni tan siquiera logramos identificar la naturaleza de eso que nos está ocurriendo o de los sentimientos que nos suscita. La ausencia de mapas no sólo afecta a nuestro movernos por el mundo, sino a nuestra más íntima interioridad, a nuestras propias impresiones frente a él, a menudo tan imposibles de anticipar como el paisaje que nos aguarda tras el siguiente recodo. Nadie puede certificar qué quiere decir ser feliz, enamorarse o temer a la muerte, pese a que ninguno de nosotros podrá sustraerse a tales preguntas.

Sólo los otros animales saben verdaderamente. Llegado el momento de dar a luz a sus crías, la leona será a un tiempo espectadora, actriz y en parte directora del acontecer que se abre a través de sus carnes. Sabrá con certeza el momento preciso en que todo comienza, la postura a adoptar. Sin asomo de duda forzará sus músculos ante el dolor de las contracciones, ingerirá la placenta sanguinolienta que emerge de sus entrañas y lamerá primorosamente a sus cachorros. También éstos encontrarán sin vacilación sus pezones y se aferrarán fuertemente a la vida que emanan. En todo ello no habrá lugar para la incertidumbre, sinónimo en este caso de una muerte segura. Tampoco para emociones confusas ni desconciertos, impensables ante sensaciones tan primarias como transparentes. El instinto conduce inquebrantable y así protege. El instinto es ese saber cuya falta de conciencia garantiza su infalibilidad.

Apenas dotados de escasísimos instintos, además incompletos, tal vez sea la intuición lo que en nuestro caso viene a reemplazarlos, y la experiencia el cuaderno de bitácora que, con el transcurrir de los años, aprendemos a utilizar como guía. Sin embargo, en la intuición se esconde un gran enigma indescifrable para el orden de la lógica calculadora. En la experiencia, una brújula excesivamente frágil y proclive al error. Pues la experiencia atesorada es la de un yo que, siendo indudablemente el nuestro, no coincide exactamente con nosotros mismos si aquello que fuimos nunca permanece intacto al paso del tiempo. Los hechos que más nos conciernen tienden a repetirse, pero sin identidad plausible con lo ya acontecido. En nuestra existencia, el curso del tiempo dibuja una extraña figura donde la fusión de circularidad y linealidad quiebra irremediablemente ambas representaciones. Llegada cierta edad, nada será totalmente nuevo pero tampoco igual a lo pretérito. Nada parecerá capaz de sorprendernos aunque la vida acabe por mostrarnos, con un golpe o una caricia, que todavía puede asombrarnos aun sin que lo deseemos.

Sin instintos poderosos nos hallamos esencialmente perdidos. Perdidos en un océano de emociones inciertas no perfilables por una razón invariablemente limitada. Extraviados en un bosque de sentimientos falibles que empujan a decisiones engañosamente firmes. Caminamos a tientas, privados de todo lazarillo, en medio de una oscuridad tal vez soportable, pero anhelando de continuo el brillo de una luz que nunca llegará. La desorientación se revela profunda incluso cuando más cerca del norte buscado creemos habitar. Y no hay desorientación sin el asalto constante de la duda, sin angustia, sin el sufrimiento anticipado por los posibles tropiezos que se deriven de ese andar entre tinieblas.

En contrapartida, dicen, somos más libres. Nos ha sido dado escoger nuestro destino aun en medio de la confusión y la zozobra. Y sin embargo, cuántas veces no cambiaríamos esa libertad por un pedazo de certeza. Por un trago de la calma que brotaría de ella. Por una verdad incontestable que perviviera el tiempo que dura nuestra vida.


jueves, 5 de julio de 2007

Robo


Los rituales se caracterizan por su reiteración sistemática no plenamente intencionada: un cigarrillo apresurado en el trayecto desde la parada del autobús hasta la puerta con el café con leche aún en la garganta; visita a los vestuarios para retocar el maquillaje un tanto acentuado al que la empresa obliga mientras saluda sin ganas al personal que entra; contemplarse de nuevo en el espejo para comprobar el resultado y asomarse a sus ojos con fijeza unos segundos; un suspiro con sabor a sueño y cansancio ante la perspectiva de la nueva jornada.

De inmediato está situada en una de las cajas de la larga hilera de veinticinco a las que ya están acudiendo los clientes. Un leve buenos días, pasar los productos por el detector, apretar las teclas correspondientes, pronunciar la cifra, recibir el dinero o la tarjeta, muchas gracias por su compra, buenos días, más productos, más tecleos, más cifras, en efectivo o tarjeta, ojeada furtiva al reloj, gracias por su compra, y en su cabeza otro cálculo, sólo han pasado cuatro de los cuatrocientos ochenta minutos que habrá de permanecer sobre ese pequeño taburete giratorio por cuyos bordes últimamente tiene la sensación de que sus carnes comienzan a desbordar, no puede ser bueno estar tantas horas sentada, la falda del uniforme parece que aprieta un poco, tal vez le apretó desde el principio, buenos días, ahora no consigue recordarlo, quizás sólo quedaba ésa cuando entró en la empresa, su cambio, señor, menos mal que dentro de poco habrá renovación de vestuario, si sigue así, gracias por su compra, acabará rompiendo la cremallera, tampoco hay que exagerar, buenos días, hoy se ha levantado algo hinchada, nuevo cálculo, cuatrocientos setenta y tres minutos todavía...

Durante cuatrocientos cuarenta y tres minutos más observará a ratos a algunos de los miles de clientes que van desfilando por su caja y se preguntará a qué dedican sus vidas, en qué trabajan, por qué compran lo que compran; a otros ni siquiera los verá, imposible que la curiosidad persista en la constante multiplicación de gestos similares, capaces de aplanar y uniformizar todo rostro para una mirada cada vez más indiferente; pensará en la discusión de ayer con su novio, en que no le apetecen las vacaciones en Mallorca, en si realmente lo quiere o no, en la casa que han decidido comprar, tan pequeña, en el aburrido programa de televisión ante el que vegetaba anoche enfurruñada, en el vestido rojo de precio disparatado que le encantaría comprar, cómo no permitirse un capricho después de tantas horas esposada a esa caja, y en otras mil pequeñas cosas sin importancia sobre las que se columpiará de un lado a otro desordenadamente mientras se cruzan con los buenos días, las cifras, gracias por su compra, los cálculos mecánicos, los billetes, las ojeadas al reloj, las tarjetas bancarias.

Cuando apenas queden treinta minutos habrá mirado las manecillas semiparalizadas un número de veces que nunca se molestará en contar, le dolerán el cuello, los riñones y el aburrimiento acumulado a lo largo del día, y todo su discurso interior se habrá dormido, salvo cuatro palabras que se repetirán como un bajo continuo, ya no queda nada, ya no queda nada, una y otra vez, unidas a la impaciencia por la muerte pronta, rápida, de esos treinta minutos de exasperante lentitud.

Ya en la calle enciende un cigarrillo, aspira fuertemente y el humo expelido por su boca se funde de nuevo con un suspiro que parece emerger del centro de su ombligo. Por unos instantes será presa de una cierta tristeza que apenas distinguirá del alivio por la jornada concluida. Porque, mirando de nuevo el reloj, comprobando innecesariamente la hora que marca, oirá la voz silenciosa de una pregunta absurda zumbando en el corredor de sus oídos, dónde han ido a parar todos los segundos, minutos, horas, transcurridos desde que saliera de casa, dónde ha estado ella, sentada sobre su taburete, mientras iban desapareciendo, hasta la aún más absurda de quién y cómo y por qué se los ha llevado. Porque sin tan siquiera llegar a formularlo en un pensamiento fugaz, sentirá, como cada jornada de trabajo, que algo no encaja en la transformación periódica de los cuatrocientos ochenta minutos computados por el giro de las manecillas del reloj en unas cuantas cifras, más cifras, en su cuenta bancaria. Que algo perverso, engañoso, subyace a ese intercambio regulado y normativizado que mercadea con el Tiempo precioso de su vida y su vida misma hecha de ese Tiempo incomputable. Que algo falla en ese cálculo, en la economía del dar y recibir aparentemente legítima y reconocidamente justa. Porque en ese tiempo del reloj ahora expirado pero ya nacido muerto no cabe vivir nada que merezca la pena ser vivido. Porque es entonces su propia existencia lo que se le hurta en los minutos y horas transcurridos. Porque ese tiempo, aniquilado en el intercambio, que le han arrebatado, la sitúa cuatrocientos ochenta minutos más cerca de su propia muerte.

Sólo cuando suba al autobús y adivine en el cansancio de los rostros que la rodean los signos compartidos de ese gran robo reglado se sentirá capaz de desechar la sensación amarga, y empezará a sostener y soportar el vacío vivido sobre la imagen del vestido rojo de precio disparatado que seguro comprará.