sábado, 28 de noviembre de 2009

Silencio II


El amor es una flor nacida para marchitarse, piensa María. Una breve exhalación perfumada que pronto se diluye en el mar agridulce de los olores cotidianos. A María le gustan las metáforas. Le sorprende la espontaneidad con que de repente brotan en su cabeza, como impulsadas misteriosamente desde el fondo bullicioso del restaurante mientras se apresura de un lado a otro atendiendo las mesas o espera en la barra la llegada de un pedido.

Sobre el amor, se dice, podría escribir un libro de aforismos plagado de metáforas. Pero seguramente todos los aforismos empezarían de la misma manera -"El amor es..."-, y todas las metáforas que se le ocurren para describirlo arrojarían el mismo sentido. ¿A quién no le resultaría aburrido? Verdadero pero aburrido. Porque María entretiene sus horas de servidumbre en el restaurante observando, examinando con detenimiento los restos del amor. Las flores marchitas o ya podridas. Olfateando la ausencia del perfume que un día exhalaron, el aroma rancio que ahora desprenden. Muy rara vez encuentra un espécimen en el apogeo de su floración, y siempre lo contempla con la tristeza anticipada de quien conoce su patético e ineludible sino.

Pese al ajetreo, sus preferidas son las horas de las comidas. La mayor afluencia de público le ofrece amplias posibilidades de observación. También un mejor seguimiento de los clientes que acuden con relativa frecuencia al restaurante. La atención de María se focaliza sobre las parejas. Sin y con niños. Se fija en el modo en que entran al restaurante. En sus rostros, por lo general parapetados al abrir la puerta tras la máscara de la conveniencia pública. En ocasiones más expresivos e impúdicos. En sus atuendos y en la forma en que caminan.

Pero su cotidiano análisis de los desechos del amor empieza realmente cuando las parejas se sientan a la mesa. En su primer acercamiento para tomar nota de las bebidas mientras ellos aún estudian las cartas, evalúa su grado de concentración en la lectura, sus posturas corporales, quién de los dos y con qué tono de voz efectúa el pedido, si previamente a él sus ojos se cruzan. Conforme lleva y retira platos en las mesas colindantes, espera el momento en que las cartas sean dejadas a un lado como signo inequívoco de que la elección ya ha tenido lugar. Es, a su juicio, el momento decisivo. La pareja se enfrenta al tiempo vacío que media entre su resolución y la llegada de la comida. Cuando ella se aproxime por segunda vez para preguntar por los platos escogidos, su mirada entrenada por la costumbre habrá detectado ya de qué manera ha comenzado a llenarse ese tiempo vacío y podrá anticipar casi con plena seguridad el modo en que marcará el desarrollo de la comida.

Para María, los desechos del amor se palpan ante todo en el silencio. En el silencio incómodo que se despliega, denso y grumoso, entre dos personas sentadas frente a frente o codo con codo en una misma mesa. Dos individuos que, en el mejor de los casos, una vez se amaron y después asistieron o aún asisten al languidecimiento y muerte de su amor. Nadie deja de reaccionar, piensa María tras repetidas jornadas de paciente y discreta vigilancia, frente a ese poderoso silencio que se impone incluso más allá de las palabras. Aunque las formas de reacción sean dispares y en esa disparidad pueda ella atreverse a teorizar sobre la fase del proceso de decadencia del amor que atraviesan los antiguos amantes.

La primera forma de reacción suele ser el embiste defensivo, la resistencia. Una resistencia que se traduce en los infructuosos intentos -María los percibe a retazos en su ágil desplazarse entre mesa y mesa y los recompone en su imaginación- por allanar ese silencio con conatos, con simulacros de conversación. Pero el silencio no se deja quebrar con palabras huecas, pronunciadas únicamente con el fin de romperlo. Ni una leve fisura logran infligirle al silencio las palabras pretexto. Palabras como de cristal, sin sustancia ni contenido, que no dicen nada ni esperan escucha o réplica interesada porque los antiguos amantes, por más que lo nieguen o traten de ocultarlo disparando como balas esas palabras contra el silencio, no tienen ya nada que decirse el uno al otro. Nada que comunicar o compartir, poniendo a brillar sus ojos en el goce de la mutua compañía, por el cauce seco de esas palabras. Nada que los alíe y torne cómplices en el entrelazamiento articulado a dos voces de esas palabras. Las suyas, son palabras carentes del aliento vital necesario para penetrar el ser del otro y seguir tensando en él las cuerdas de la curiosidad, del deseo, de la admiración. Palabras sin sabor a intimidad alguna. Palabras que cada vez aderezarán con menos fuerza la comida y terminarán ahogadas en sus bocas por la sobreabundancia de saliva al contacto con los alimentos.

Después, según María, tiene lugar la asunción del silencio, su muda aceptación. En esta etapa, los antiguos amantes se resignan a matar el tiempo en soledad hasta la llegada de los platos. Aislados en su opaca individualidad, sin esfuerzos ni tentativas por tender puentes sonoros hacia el otro. Inspeccionan a los comensales de las otras mesas con gesto aburrido y cansado. Hacen tamborilear quedamente sus dedos sobre la madera o examinan con inusual detenimiento el estado de sus uñas. Vuelven a abrir las cartas y releen, con fingida concentración, la oferta de platos. En ocasiones, aprovechan para hablar animadamente por el móvil con una tercera persona mientras el otro miembro de la pareja, abandonado a su suerte ante el silencio enemigo, obliga a sus ojos a perderse en algún lugar indefinido más allá de la ventana. Esos ojos que, en todo momento, evitan detenerse en los del otro. Rehuyendo la realidad fría y distanciada que esa otra ventana de comunicación silenciosa, los ojos del antiguo amante, les daría recíprocamente a ver. Servida la comida caliente, se lanzan a ella con fruición, como si la mera operación de masticar absorbiera todas sus energías y anulara sus sentidos. Como si el diálogo perdido entre ambos se reanudara en sus lenguas silenciosas con los pedacitos de carne o las patatas.

Los niños, se dice a menudo María, constituyen el instrumento perfecto para tratar de enmascarar el silencio. En torno a la mesa se les utiliza como a mantas viejas para cubrirlo. A ellos siempre hay algo que decirles, algo que advertirles, algo por lo que reñirles. Pero el silencio tampoco desaparece tras ese velo. Ni tan siquiera alcanza a disimularse. María lo percibe aún con mayor claridad en el ahínco con que los antiguos amantes vuelcan sus palabras sobre los niños, en la inoportunidad de las preguntas que les formulan, en la tenacidad con que se refugian, prolongándolas, en sus conversaciones con ellos. Incluso cuando los niños son apenas bebés balbucientes y el pretendido diálogo se reduce a un monólogo compuesto de exclamaciones pueriles y ridículas en boca de un adulto. Sólo en algunas parejas ancianas ha observado María convertirse al silencio en un comensal más sentado a la mesa que, sin incordiar ni molestar, acompaña a la ausencia del amor con naturalidad bien acogida. Quizás porque la cercanía de la muerte, alterando radicalmente el orden de los valores y las necesidades, transfigura los desechos del amor en tesoro y riqueza frente a la perspectiva, dolorosa desde la costumbre, de la soledad desnuda, ajena a todo disfraz, que supondría la pérdida de la presencia física del otro.

Suerte que ella trabaja ahora en el restaurante. ¿Qué mejor excusa para no desear salir ya más a comer fuera de casa con su marido, a no ser que tengan un compromiso familiar o vayan a encontrarse con amigos? Y en el hogar común, ese gran invento que es el televisor, esa voz perpetuamente parlante que atrapa sus oídos y sus pupilas, apacigua al menos el clamor del silencio que hace ya mucho se interpone entre los que un día fueran amantes.

jueves, 12 de noviembre de 2009

¿Quién teme a las Relaciones Públicas?


"La manipulación consciente e inteligente de los hábitos y opiniones organizados de las masas es un elemento de importancia en la sociedad democrática. Aquellos que manipulan el mecanismo oculto de la sociedad constituyen un gobierno invisible que es el verdadero poder que gobierna nuestro país. Somos gobernados, nuestras mentes moldeadas, nuestros gustos formados, nuestras ideas sugeridas mayormente por hombres de los que nunca hemos oído hablar. (...)
En casi cualquier acto de nuestras vidas, sea en la esfera de la política, de los negocios, en nuestra conducta social o en nuestro pensamiento ético, estamos dominados por un número relativamente pequeño de personas que entienden los procesos mentales y los patrones sociales de las masas. Son ellos quienes manejan los hilos que controlan la opinión pública."

Quienes lean estas líneas pensarán probablemente que han sido escritas por algún trasnochado defensor de las llamadas teorías de la conspiración: democracia ficticia en manos de una misteriosa oligarquía capaz de gobernar en la sombra el destino colectivo en pos de la satisfacción de sus privados y ocultos intereses; manipulación de la opinión pública por un exiguo número de personas que inoculan en las mentes de las masas ideas, valores, o creencias que sólo a ellos benefician.

Nada más lejos de la realidad: ni estas líneas denuncian teoría de la conspiración alguna, ni mucho menos son el producto de una mente obsesionada con ellas. Todo lo contrario: pertenecen a un texto titulado "Propaganda" escrito en 1928 por Edward Barneys, en el que éste recogía y expresaba sus ideas, ya sobradamente demostradas por su propia experiencia, sobre cómo manipular a la opinión pública. Sin embargo, Edward Barneys es hoy día es conocido como el padre de las "Relaciones Públicas". ¿Propaganda? ¿Relaciones Públicas? ¿Pero qué tienen que ver entre sí estos dos rótulos? Pues sencillamente todo. Porque fue el propio Edward Barneys quien, consciente de la mala prensa adquirida por la palabra propaganda a partir de su utilización por parte del régimen nazi, y pese a haberla escogido como título del libro cuya introducción encabeza este post, decidió prescindir de ella e inventar para sustituirla la más aséptica y en principio neutra expresión de "Relaciones Públicas".



¿Cuestión de mera terminología? En absoluto. Tras la invención de esta expresión se esconde la de un fenómeno de alcance y consecuencias infinitamente mayores: el consumismo que caracteriza a las modernas sociedades democráticas. O al menos esto es lo que plantea Adam Curtis en un interesantísimo y polémico documental realizado para la BBC, The Century of the Self, que le valió en 2002 el Premio Broadcast a la mejor serie documental y el Premio Longman de Historia Actual a la mejor película histórica del año. No obstante, ni éste ni otros documentales de Adam Curtis son apenas conocidos, pues su obra se ha editado en muy pocos países y desde luego no en el nuestro. ¿Quizás porque el trasnochado defensor de las tremendistas teorías de la conspiración es el propio Curtis? Bueno, reconozcamos que atribuir la invención del consumismo a una sola cabeza pensante puede parecer hasta al más crédulo un tanto exagerado. Pero no es menos cierto que los fenómenos históricos, precisamente por ser históricos, tienen fecha de nacimiento. Y por múltiples y variadas que sean sus causas, sería un error excluir de ellas las ideas y acciones, en ocasiones sin duda revolucionarias e innovadoras, de los individuos que contribuyeron al nacimiento de esos fenómenos.

Según se cuenta en este documental, Barneys contaba en los años veinte con dos importantes ventajas con respecto a los demás individuos de su época: ser el sobrino de Sigmund Freud y haber liderado con incuestionable éxito, a sus poco más de veinticinco años, la campaña de propaganda -por aquel entonces el uso de este término aún no era problemático- del presidente Wilson para que la intervención de los Estados Unidos en la Primera Guerra Mundial fuera popularmente aceptada. Terminada la guerra, Barneys empezó a pensar de qué manera las estrategias aplicadas en aquella campaña podían ser útiles en tiempos de paz y solicitó a su tío que le enviara sus escritos sobre el psicoanálisis. De su lectura extrajo una brillante teoría que no tardaría en cambiar el mundo: no es la información consciente la que influye en las mentes de las masas, sino la estimulación y satisfacción de sus deseos inconscientes. Y puso en práctica un experimento para probarla.

Barneys había abierto en Broadway una oficina de "Relaciones Públicas" que ofrecía sus servicios a todas aquellas empresas que quisieran mejorar su rendimiento económico. Uno de sus mejores clientes, el presidente de la Tabacalera, le propuso el siguiente reto: romper el tabú social de que las mujeres fumaran en público, dado que por su culpa estaban perdiendo la mitad del mercado. Inspirado por la lectura de las obras de su tío Freud, Barneys pagó una importante suma a un famoso psicoanalista newyorquino para que éste le explicara qué podía significar el tabaco para las mujeres. Éste le contó que el cigarrillo constituía un símbolo fálico, un símbolo del poder masculino. Si pretendía generar en ellas el deseo de fumar, Barneys debería conectarlo con el deseo de disputar el poder masculino. Así que Barneys persuadió a un grupo de mujeres de la alta sociedad para que acudieran a la cabalgata de Pascua de Nueva York y, a un orden suya, comenzaran a fumar en público de manera ostentosa. Previamente, había comunicado a la prensa que un grupo de sufragistas realizaría un acto de protesta reivindicando sus libertades bajo el lema "antorchas de libertad". Las fumadoras fueron retratadas por numerosos periodistas y al día siguiente la noticia de su reivindicación de la libertad femenina a través del tabaco aparecía en los periódicos de todo el mundo. La venta de cigarrillos se disparó automáticamente y el tabú social que impedía a las mujeres fumar en público acabó por quebrarse.

Lo que Barneys descubrió, gracias a la lectura de los textos de su tío Freud, fue el mecanismo que hoy en día opera en cualquier reclamo publicitario: asociar la satisfacción de deseos básicos, comunes y de naturaleza no siempre consciente -libertad, salud, atracción del sexo opuesto, éxito social...- a la compra de determinados productos. No se trata de que la publicidad sea capaz de crear tales deseos. Esos deseos residen ya en los individuos a los que se dirige. Pero la publicidad sí es capaz de fijar la satisfacción de esos deseos, en principio abstractos y difusos en la medida en que sus posibles vías de satisfacción son igualmente abstractas y difusas, a objetos concretos. O para decirlo de otra manera: la publicidad no puede crear en mí el deseo de ser feliz; pero sí puede aprovecharlo y manipularlo para suscitar en mí la creencia de que, si quiero ser feliz, necesito el producto X -cigarrillos, yogures, desodorantes, prendas a la moda...- que la publicidad vincula repetida, machacona e insistentemente a mi deseo de felicidad.

Así es como empiezo a desear y comprar productos que, en realidad, no necesito. Porque si bien es cierto que necesito sentirme libre, estar sano, atraer al sexo opuesto o tener éxito social, lo que no es una necesidad es el hecho de que tales necesidades básicas se satisfagan por medio del consumo. Es más: que tales necesidades se satisfagan a través del consumo no sólo no es algo necesario. Por lo general, es algo sencillamente falso. Falso por momentáneo y provisional. Y una vez agotada mi momentánea y provisional satisfacción, no dudaré en lanzarme a la compra de cualquier nuevo producto que contenga la promesa de satisfacer todos esos deseos que necesito satisfacer. De ofrecérmelo, ya se encargará la publicidad. Ésta es la realidad del consumismo.

Por supuesto, la carrera de Barneys no acabó en el experimento narrado. Ni tampoco las consecuencias de lo que en él se probaba en torno a la posibilidad de manipular a las masas apelando a sus deseos inconscientes. Porque, según el documental de Adam Curtis, lo más perverso del descubrimiento de Barneys radicaría en el modo en que su aplicación económica por parte de las multinacionales se alió a la política. En 1928, el por entonces presidente de los Estados Unidos, Herbert Hoover, proclamaba ante un grupo de propagandistas: "Tenéis la labor de crear el deseo y transformar a la gente en máquinas de felicidad en constante movimiento". ¿Y por qué? Porque las máquinas de felicidad en constante movimiento, además de ser la clave del progreso económico, se convierten a la larga en masas de individuos únicamente preocupados por su privada y momentánea felicidad. Esto es, en masas dóciles y manejables. Inquietante, ¿no?

El documental de Adam Curtis daría para muchísimo más pero, como suele ser habitual en este blog, este post ya se ha alargado en exceso. Sin embargo, no me gustaría concluirlo sin llamar antes vuestra atención, mis queridos y pacientes lectores, sobre un hecho que me ha sorprendido sobremanera cuando, después de ver el documental de Curtis, empecé a indagar sobre lo que en él se cuenta. La información sobre Edward Barneys de la versión española de la wikipedia ofrece una imagen de sus ideas y logros radicalmente diferente de la presentada tanto en el documental de Curtis como en la versión inglesa. Y uno empieza a sospechar por qué cuando se entera de quién es uno de sus más eminentes discípulos y difusor de su obra por estos mundos subpirenáicos.

Francamente, no sé si empezar a creer en las teorías de la conspiración. O en algo bastante parecido.