jueves, 28 de junio de 2012

Lejos de mí


Querido Mario:

¿Sorprendido de encontrar este correo en tu buzón? Hacía mucho que no nos veíamos, pero aun así estoy seguro de poder reproducir en mi cabeza el modo en que habrás alzado las cejas y arrugado la frente al descubrir en tu bandeja de entrada la dirección que en otro tiempo tanto la frecuentaba. Supongo que al verla te habrás preguntado por qué te escribo, si mi reacción de hoy ha sido la de la más cobarde huida. Si llevo casi una década huyendo de ti. Aunque también pudiera suceder que hayas estado esperando pacientemente este correo que por fin empiezas a leer. Tal vez no haya cambiado tanto como creo.

Es cierto, la coherencia hubiera exigido que refrenara este impulso que ahora me anima a escribirte. Que lo apartara de un manotazo en lugar de plegarme a él. No creas que no lo he intentado. Si nuestro inesperado encuentro me ha resultado tan incómodo, tan embarazoso, ¿por qué no continuar por la senda del alejamiento que emprendí años atrás, y eludir cualquier tipo de movimiento opuesto a ella? ¿Por qué habría de desear ahora convertirte en el interlocutor que aparté de mi vida y hace apenas unas horas he vuelto a rechazar? ¿Por qué no ser consecuente y hacerte desaparecer de nuevo en ese lugar recóndito de mi mente al que había logrado relegarte, de la misma forma en que esta mañana he actuado para que cuanto antes desaparecieras de mi vista? Con preguntas como éstas llevo debatiéndome desde que he llegado a casa. Pero si en estos momentos tecleo estas líneas, es porque –gracias a nuestro encuentro causal ha aflorado esta verdad dormida– en mi conciencia pesan los años de intensa amistad que nos unieron y la consideración de que todos ellos te hacen merecedor de alguna suerte de explicación de mi conducta. No sólo de la de hoy. Debe de ser que, pese al tiempo transcurrido, aún me importa lo que pienses de mí. Debe de ser, también, que aún me importas, y por eso me hiere el recuerdo de la estupefacción y la decepción mezclados en tu rostro justo antes de darme la vuelta y echar a andar. O quién sabe: tal vez esté aprovechando esta coyuntura para emprender un ajuste de cuentas conmigo mismo largamente diferido, y sea yo el verdadero destinatario de este correo, por más que sólo tu nombre lo presida.

Muy probablemente lo que te cuente a continuación sólo venga confirmar sospechas que ya albergabas, hipótesis con las que habrás tratado de hacerte mínimamente comprensible mi distanciamiento: no me siento la misma persona que era cuando nos vimos por última vez. Hasta cierto punto es lógico: si aquello que nos define son nuestros actos, aquello que ocupa nuestro tiempo, los pensamientos y proyectos a los que entregamos nuestras mentes, entonces de ninguna manera puede decirse que sea la misma persona, aunque tú me hayas reconocido de inmediato y apenas unos pocos detalles irrelevantes en mi apariencia –las arrugas en torno a los ojos, el pelo que comienza a encanecer– denoten tal transformación. Tampoco en los aspectos más aparentes de mi vida, ésos que tantos utilizan para componer el retrato que nos identifique y de los que has ido teniendo noticia en nuestras últimas comunicaciones hasta que opté sencillamente por el silencio, se han producido cambios significativos. Continúo en mi cómodo puesto en la administración, mi matrimonio se desliza –sin más fricciones que las esperables– por los suaves rieles de una rutina no exenta de alegrías y en cualquier caso reconfortante, el tema de los niños parece a estas alturas descartado, viajamos a menudo al norte para visitar a la familia de Elena…. Sin embargo, nadie mejor que tú sabe que ninguna de esas facetas roza siquiera el centro menos visible en torno al cual giraban mis días antes de que anunciaras que ibas a cruzar el charco en busca de la gloria que aquí se te denegaba. El centro en la sombra que iluminaba cada mañana mi despertar al mundo –a veces también lo oscurecía, ¿recuerdas?, pero con una oscuridad que me llenaba de fuerza– y lo dotaba a mis ojos de la consistencia y el espesor de los que por sí mismo carece. Pues bien, es ese centro el que, sin llegar siquiera a proponérmelo, sin que yo tenga memoria de un instante de firme resolución de eliminarlo, fui dejando caer, con la misma languidez con que se dejan caer las hojas de los árboles, hasta lograr que se esfumara por completo. Ahora ya no te cabe duda alguna, ¿verdad? Aun así te lo confirmo: hace años que abandoné la literatura. Que dejé de escribir. Que dejé de frecuentar las tertulias literarias a las que solíamos acudir juntos. Es más: apenas si leo nada que merezca leerse si no es con el mero fin del entretenimiento, de la evasión que ayuda al discurrir de las horas hasta la siguiente jornada de trabajo. Si no es con el propósito de –como habitúa a decirse, siempre me pareció muy gráfica esta expresión– matar el tiempo y, con él, el aburrimiento que nos tortura en su vacío. Me deshice definitivamente de la compañía de los grandes y sin ellos sigo viviendo. Es posible que todavía anden escondidos por algún cajón los esbozos de aquella novela que empezaba a escribir cuando nos despedimos, los cuadernos de poemas en los que trabajaba. Muy rara vez pienso en ellos.

Te preguntarás cómo ocurrió. No tengo para ello una respuesta clara. Tampoco me apetece mirar hacia atrás e indagar en el proceso. Me figuro que poco a poco –y en contra del imperativo rilkeano de mantenernos en lo difícil que entonces teníamos tan presente– me dejé arrastrar por lo fácil y sucumbí al encanto de los placeres sencillos, ésos que antes tanto despreciaba. Me figuro que paulatinamente dejé de verle el sentido –o no quise persistir en su visión– a mi anterior existencia de poeta en ciernes, a la disciplina solitaria frente al cuaderno o el ordenador después del trabajo, al esforzado placer, en tantos momentos resultado de la superación de la angustia, de encontrar las palabras que se nos resisten para ponerle voz a esta realidad muda. Alguna vez recuerdo cómo en aquella época la ansiedad se apoderaba de mí cuando me veía obligado a comer con mis anodinos compañeros de trabajo, con la convencional familia de Elena. Me desesperaba por que aquellas reuniones acabaran, para regresar así a la soledad de mi buhardilla, a mis libros, a mis escritos. Tenía miedo. Miedo a acostumbrarme a la mediocridad reinante en aquellos encuentros inexcusables. Miedo a contagiarme del placer que los demás parecían hallar en sus conversaciones repletas de lugares comunes, carcomidas a mis ojos por la más trivial insustancialidad. Tenía miedo a convertirme en uno de ellos. A que llegara un día en que yo mismo disfrutara de esas charlas banales que juzgaba como una auténtica pérdida –¿o quizá debería decir asesinato?– de tiempo, como una odiosa dilapidación de la propia existencia. Contradictoriamente, me decía, si eso llega a suceder algún día, ni siquiera te darás cuenta ni sufrirás tampoco por ello. Y eso me atemorizaba aún más y acuciaba mis deseos de alejarme de esa gris medianía para protegerme de ella con mis proyectos literarios. Bien, a día de hoy debería concluir que me he convertido en uno de ellos, ya que esa ansiedad se ha ido mitigando hasta evaporarse de raíz. A día de hoy no tengo más remedio que concluir que mis miedos no fueron lo suficientemente poderosos como para apartarme de aquello que de antemano rechazaba.

Tal y como anticipaba, el hecho es que, en efecto, no sufro. A veces, incluso, creo ser feliz. Atrás quedaron la desazón, la tensión, la angustia de la creación. No te revelo ninguna verdad que desconozcas: escribir –también pintar, en tu caso– es nadar contracorriente. Debatirse constantemente con y contra uno mismo. Dar la espalda a la vida que late indolente al sol del mediodía. Al gozo de la inmediatez sin esfuerzo de lo simple. Y yo ya no me siento capaz de ese ejercicio tan escarpado como agotador, por más que sus satisfacciones –no sería de justicia no reconocerlo– pertenezcan a un orden que raya lo sublime. No. Prefiero tumbarme al sol y dejarme calentar por sus rayos mientras el tiempo transcurre manso y silencioso por encima de mis párpados cerrados.

Te confesaré, no obstante, que hoy, al verte, he tenido una extraña sensación que únicamente ahora, mientras te escribo, consigo verter en palabras: me he sentido lejos de mí. Lejos de una parte de mí mismo que no puede estar tan muerta como creía, porque de lo contrario no te estaría escribiendo. Lejos de algo que fui y que todavía debo ser, aun cuando sólo en la forma de un leve poso aletargado, porque cómo podría si no experimentar esta rara sensación de lejanía de mí mismo que hace que el suelo vacile bajo mis pies. Verte de nuevo ha resucitado en mi cabeza una pregunta que se formulaba Pessoa y que me perturbó durante largo tiempo: ¿Qué es ese intervalo que hay entre yo mismo y yo? Nunca supe exactamente lo que Pessoa quería decir con ella. Pero la cuestión es que hoy no he dejado de preguntarme en todo el día quién es en mi caso ese yo mismo que no coincide con mi yo, y que por ello siente tal lejanía de él.

Te imaginarás que no es agradable sentirse lejos de uno mismo. Eso explica mi precipitada huida de esta mañana. Quizá, también –sólo por causa de nuestro encuentro he logrado darme cuenta–, que lleve años huyendo de ti para evitar la emergencia de esa inquietante sensación. Comprenderás igualmente que no es posible vivir cargando con ella: todo lo enrarece. Así que me temo que, a partir de este momento, no me queda sino retomar la senda que inicié hace años y seguir caminando por ella como si jamás hubiera escrito este correo.

Huelga decir que no espero respuesta. O, en honor a la sinceridad, que no deseo ninguna respuesta. Me alegraría saber que tu carrera artística continúa y que has cosechado los éxitos que tus primeros cuadros auguraban. Pero también me haría daño. Por eso prefiero no saberlo.

El que fuera una vez tu amigo,

Ángel.



El título de este post es un descarado robo del de un libro de Clément Rosset que trata sobre el problema de la identidad. Sin embargo, al margen de la frase de Pessoa, que he encontrado en él, cualquier parecido entre este post y el libro de Rosset es, como suele decirse, pura coincidencia. O casi.

jueves, 14 de junio de 2012

Futuro



Cualquiera que haga un mínimo esfuerzo puede ver lo que depara el futuro. Es como un huevo de serpiente. A través de la delgada membrana es posible distinguir un reptil ya formado.
Hans Vergerus.

Echar la vista atrás y comprobar que los acontecimientos pasados no podían sino desembocar en los presentes es una operación que en ocasiones puede resultar dolorosa, pero que por lo general se halla desprovista de grandes dificultades. Es verdad que la historia no se mueve con necesidad matemática y siempre existe la posibilidad de que ciertos sucesos inesperados, azarosos, accidentales, alteren el rumbo que parece tener marcado. Pero sí cabe afirmar que, cuanto menos, suele avanzar con una cierta coherencia lógica. Las acciones que emprendemos individual o colectivamente tienen consecuencias. Consecuencias que, una vez convertidas en presente, comprendemos como el evidente resultado, como el efecto previsible en la consideración retrospectiva de reconocibles causas pretéritas.

Sin embargo, la dificultad se agrava notablemente cuando desde nuestro aquí y ahora tratamos de adivinar a dónde nos conducirán los acontecimientos presentes. La falta de experiencia, una escogida ceguera temerosa de la realidad o, simplemente, la asunción de la ausencia de esa lógica matemática en todo aquello que compone el curso del tiempo, provocan que a menudo nos sintamos desarmados en el momento en que, angustiados o ilusionados, nos preguntamos por lo que se derivará de lo que hoy vivimos. Excluyendo el comportamiento regido por leyes invariables de la materia, el futuro –nos decimos– es por definición incierto. Miramos hacia adelante y vemos alzarse ante nuestros ojos una gran llanura incógnita de contornos indiscernibles, un desierto sin relieves sobre el que, a veces, entretenemos las horas proyectando construcciones de humo carentes de más consistencia que la conferida por nuestra imaginación tanto al servicio del temor por la posible desgracia, como del deseo y la confianza infundada en su cumplimiento.

Ahora bien, ¿qué sucedería si, no obstante, hubiera situaciones, circunstancias, coyunturas históricas en las cuales, como afirma el doctor Hans Vergerus justo antes de suicidarse, el presente fuera idéntico a ese huevo de serpiente a través de cuya membrana pudiéramos, de realmente quererlo, vislumbrar las formas precisas del animal que emergerá de él? ¿Qué nos impediría entonces anticipar con certeza cuáles serán los acontecimientos que tendrán lugar en el futuro? ¿Se nos abriría así la puerta que nos permitiría reforzar con nuestros actos el advenimiento de ese futuro legible a través de la fina cáscara o, por el contrario, de tratarse de un futuro de espanto, que nos impulsaría a actuar con el objetivo de evitar su llegada? ¿O quizá, una vez contempláramos a través de la membrana el reptil ya formado, nos veríamos sin remedio abocados, impotentes frente al animal en ciernes, a presenciar su irrefrenable nacimiento?

Estas son algunas de las reflexiones y preguntas que, a mi juicio, plantea la película de Ingmar Bergman “El huevo de la serpiente” (1977). En el retrato de sus protagonistas, de las calles ruinosas por las que caminan, de los claroscuros de los espacios por los que transitan, Bergman pretende ofrecer una imagen de la sociedad que elevaría a Hitler al poder diez años antes de su elección democrática. En esa imagen, una posible dilucidación de las causas que la llevarían a decidir el triunfo de Hitler. La intención de Bergman se intuye ya desde la primera escena de la película: un plano silencioso de una multitud de rostros cabizbajos y abatidos avanzando a cámara lenta que se intercala rítmicamente entre los títulos de crédito y entrecorta la distendida música de cabaret que los acompaña. El enigmático y opresivo silencio quebrando abruptamente la ligereza de la melodía no dejará de suscitar en el espectador un incipiente desasosiego.


La acción comienza en el Berlín de 1923. Una voz en-off nos informa de la hiperinflación reinante: un paquete de tabaco cuesta 4 billones de marcos. Todo el mundo, afirma la voz, ha perdido la fe en el futuro y el presente. En la habitación que comparten en una pensión, Abel (David Carradine) encuentra el cadáver de su hermano Max, que ha puesto fin a su vida de un disparo en la cabeza, mientras en el comedor un concurrido grupo canta con entusiasmo alrededor de la mesa. No tardamos en enterarnos de que ambos hermanos, así como Manuela (Liv Ullmann), ex-mujer de Max, son americanos y trabajaban en un número de trapecio en un circo hasta que, cuando actuaban en Berlín, Max se rompe una muñeca y los tres se suman a las altísimas cotas de desempleados que inundan la ciudad. La prensa informa de que en Rusia los judíos –Lenin era de ascendencia judía– asesinan en masa a cristianos inocentes. Como su fallecido hermano, Abel es judío.

Abel acude al cabaret donde trabaja Manuela para comunicarle la muerte de su ex-marido. Max ha dejado una carta ilegible para ambos, salvo por una única frase: “Hay un envenenamiento”. Sólo conforme transcurra la película iremos descubriendo que el envenenamiento del que habla Max en su carta es el que, a ojos de Bergman, se ha adueñado de la sociedad alemana y también de Abel. Porque Abel no consigue hacer frente ni a su situación ni a la miseria que le envuelve tanto por causa de tal envenenamiento como por su impotente conciencia de los efectos que sobre él está generando. Como tantos alemanes, Abel se halla paralizado por el miedo y una angustia crecientes, que van apoderándose de él tras ser testigo de las humillaciones y linchamientos que, cada vez más abiertamente, sufren los judíos ante la absoluta indiferencia de la policía. Desde su llegada a Berlín se ha abandonado al alcohol: prefiere las pesadillas del sueño etílico a la aún más cruel realidad que percibe cuando despierta. Cuando el miedo se transforma en terror, no puede canalizarlo más que en violencia gratuita y en la búsqueda del contacto con sórdidas e insoportablemente desalmadas prostitutas. Pero, ante todo, Abel es incapaz de responder a las peticiones de ternura de Manuela, quien, apartando la vista de la terrible realidad social, concentra todas sus energías en sobrevivir alternando su trabajo en el cabaret con la prostitución y ofrece a Abel una mano salvadora que al tiempo persigue en él a un necesario aliado en su lucha por la supervivencia.


En el momento en que la acción se sitúa en el 6 de Noviembre de 1923, dos días antes de la noche en que Hitler da en Munich su fallido golpe de estado a la República de Weimar, los acontecimientos se precipitan. Más que nunca el caos, el desorden, la amenaza se ciernen sobre un Berlín fantasmagórico donde ya no se puede comprar leche, donde se matan y descuartizan caballos en plena calle para vender su carne, donde los grupos extremistas se enfrentan en ataques sangrientos ante un gobierno que parece indefenso. Las escenas que se suceden –en ocasiones dignas de una narración del género de terror: una mano que se detiene a escasos centímetros de la espalda de Abel sin que, cuando él se vuelve, pertenezca a nadie– nos llevan al último encuentro de Abel con el doctor Vergerus, quien le muestra la grabación de los espeluznantes experimentos que ha dirigido. Experimentos con personas que, voluntariamente, se han prestado a ellos a cambio de comida y un poco de dinero: una mujer ha sido encerrada en una habitación con un bebé que llora sin descanso a causa de una lesión cerebral, con el objetivo de averiguar cuánto tiempo tardará en acabar con su vida; un hombre es sometido ante sus ojos a una brutal deprivación sensorial; a varios sujetos se les inyecta una droga que genera una angustia extrema. Vergerus le informa de que días después, ya tras la extinción de los efectos de la droga, todos ellos se han suicidado. Entre ellos, su hermano Max.

Pero el doctor Vergerus también le explica el propósito de sus experimentos. No confía en el golpe de estado de Hitler, que define como un “fiasco descomunal”, puesto que, a su juicio, Hitler carece de la capacidad intelectual y técnica para el triunfo. Pero sí confía en el poder de la población alemana. Nuevamente contemplamos, ahora proyectadas por la cámara que maneja Vergerus, el plano silencioso de la multitud que avanza hacia el espectador. “Observa a toda esa gente”, le dice Vergerus a Abel. “Son incapaces de una revolución. Están muy humillados, muy temerosos, muy oprimidos. Pero en diez años, los que tienen diez años tendrán veinte, los que tienen quince años tendrán veinticinco. Al odio heredado por sus padres, ellos añadirán su propio idealismo e impaciencia. Alguno se adelantará y pondrá sus sentimientos en palabras. Alguno prometerá un futuro. Alguno hará sus demandas. Alguno hablará de grandeza y sacrificio. Los jóvenes e inexpertos brindarán su valor y su fe a los cansados e indecisos. Y entonces habrá una revolución, y nuestro mundo se hundirá en sangre y fuego. En diez años, no más, ellos crearán una sociedad sin igual en la historia mundial”. Porque, según Vergerus, la social actual se funda en ideas equivocadas sobre la bondad del hombre que serán corregidas en la nueva sociedad emergente. No, el hombre no es bueno. Es, por el contrario, “una deformidad, una perversión de la naturaleza. Ahí es donde nuestros experimentos toman lugar. Lidiamos con la forma básica y la moldeamos. Liberamos las fuerzas constructivas y controlamos las destructivas. Exterminamos lo inferior y aumentamos lo útil”. Y es entonces cuando advierte a Abel de que si algún día revela a otros lo que él acaba de contarle, nadie le creerá, pese a que cualquiera que lo desee podrá ver lo que el futuro depara a la sociedad alemana. Pues el presente es como un huevo de serpiente.


Sin embargo, por más que Vergerus pretenda poder predecir el futuro, no acierta en sus vaticinios al despreciar el indispensable papel de Hitler en el futuro de la sociedad alemana. Pero más trágicamente se equivoca el inspector Bauer, personaje que trata de ayudar a Abel y que, al final de la película, describe la acción de Hitler con los mismos términos que Vergerus, un "fiasco descomunal”, para después proclamar con una sonrisa en los labios que Hitler ha fracasado por haber subestimado “la fuerza de la democracia alemana”. Precisamente la fuerza democrática que, como es sabido, diez años más tarde le otorgaría el poder y acabaría desencadenando uno de los más atroces crímenes contra la humanidad de nuestra historia reciente.

Bergman parece así poner de relieve que, pese a la seguridad de las palabras de Vergerus, ni él ni Bauer alcanzan a distinguir con nitidez la realidad del reptil ya formado que se divisa tras la fina cáscara del huevo. Quizá porque entre la mirada de Vergerus y la cáscara del huevo de serpiente se interponen sus propios deseos y las ideas eugenésicas que defiende. Y entre la de Bauer y el futuro, su propia naturaleza optimista que le impulsa a buscar un orden incluso dentro del caos. En contra de las apariencias, nuestra posible capacidad visionaria queda en entredicho en esta película. Su mayor obstáculo no se hallaría sino en los ojos que miran al reptil nonato a través de la delgada membrana que lo cubre.


Extraño que yo, sin embargo, en los últimos tiempos tenga la sensación de que desde hace meses -años, incluso- en nuestro presente se percibe con palmaria claridad y en todos sus detalles la forma de esa serpiente que poco a poco empieza a romper su cascarón. Será porque algunos han logrado dibujar con precisión la imagen de ese reptil desde mucho antes de su nacimiento, y ahora comenzamos a constatar cómo la fea realidad que asoma por entre la cáscara quebrada resulta incuestionablemente idéntica a sus trazados.