viernes, 30 de abril de 2010

Metamorfosis


El descubrimiento -o quizá valdría decir en este caso el ser descubierto, raptado, hasta secuestrado por un suceso inesperado- puede tener lugar con algo tan sencillo como trivial: poner a sonar un disco que aún no conoces. Quizá porque lo avala la recomendación de alguien cuyo criterio musical aprecias. Porque hace ya mucho que te anima el deseo de llenar las tantas y tan hondas lagunas que horadan para ti este campo. O porque es domingo, temprano, el día se extiende virgen por delante, las largas horas todavía en perspectiva horizontal, y aunque el trabajo se acumula y aguarda impaciente sobre la mesa, te propones abordarlo con calma, aflojando la presión, permitiendo que otro universo acaricie mientras tanto tus oídos y aligere la carga.

Empiezan los primeros compases y se desgranan por la habitación las melodías y las voces, las guitarras y los bajos, mientras tú te desplazas lentamente de un lado a otro, domesticando a tramos el pequeño caos reinante, preparando un segundo café, ya sobre la mesa organizando papeles, sin prestar excesiva atención a los sonidos, suelta la rienda de tus pensamientos que vagan como sin dueño por entre los muebles, sobre los libros y bolígrafos, flotando por encima de la música todavía distante. Y de repente el inicio tímido de una canción que comienza a arrastrarte consigo, el río de notas acoplándose al de tu propia sangre para marcar el ritmo de su fluir por tus arterias; la paulatina vibración, suave al principio, cada vez más potente, de cada una tus fibras al compás de ese ritmo. Y la cabeza entonces como una pizarra borrándose con precipitación, queriendo convertirse en lienzo en blanco para acoger sin interferencias dentro de sí el baile de sonidos, la sincronizada coreografía de las timbres y las cadencias. Acaba la canción y te levantas para hacerla sonar una vez más. Y otra vez. Y todavía más veces.

En los últimos tiempos, dos son las canciones con las que más recuerdo haber vivido este saberse de súbito atrapado por la música . Dos canciones que sigo escuchando ad nauseam mientras conduzco o camino sin rumbo por casa al tomarme un respiro. También cuando la música se reanuda según su capricho dentro de mi cráneo. Aunque sus melodías ya dejaban intuirlo, no averigüé hasta más tarde, conforme la repetición fue perfilando las voces en palabras, que las dos son canciones de amor. Nada extraño, siendo el amor tema inagotable en manos de músicos y plumas de poetas. Sólo que, en este caso, ambas coinciden en tematizar, desde ángulos en apariencia opuestos, un aspecto muy concreto de ese sentimiento universal tan bendecido como maldito por cada ser humano que lo goza y sufre en sus carnes: la revolución vital y anímica que opera en quien lo vive bajo la forma de una suerte de metamorfosis, de transformación en la percepción y realidad del propio yo. Una tranformación cuya detección anuncia sin posibilidad alguna de duda o error la sobrevenida del sentimiento amoroso.

En 1972, con su disco "Transformer", Lou Reed -la cuña publicitaria que lo presentaba decía: "Entre todos los que van de locos, de depravados, de anarquistas sexuales, Lou Reed es el auténtico"- no sólo hablaba del lado más salvaje, más sórdido, más viciado y vicioso de la vida. También compuso una canción de letra abrumadoramente sencilla sobre lo que significa vivir "un día perfecto" (A perfect day). ¿Y qué puede hacer de cualquier día un día perfecto? No los acontecimientos descritos en la canción, tan banales y perfectamente intercambiables por cualesquiera otros como beber sangría en un parque, acudir al zoo a dar de comer a los animales o ver una película al regresar a casa. Lo que lo hace perfecto se expresa, a mi juicio, en la estrofa cuya llegada espero cada vez que escucho esta canción: "Simplemente, un día perfecto. Hiciste que me olvidara de mí. Pensé que era otra persona. Alguien bueno". La experiencia de haber hallado, en quien nos acompaña ese día perfecto, la posibilidad de olvidarnos de nosotros mismos, de perder la noción de lo que fuimos y somos. Un olvido benéfico, recibido como una gracia, que nos arranca de nuestras manidas miserias, de nuestras oscuridades cotidianas, de las tristezas que a menudo nos inundan. O, simplemente, del apático e indiferente deslizarnos por los estados de ánimo incoloros que tiñen nuestras rutinas. Y por medio de ese olvido y del consecuente diluirse de la conciencia de nuestra propia identidad, sentirnos convertidos en alguien distinto, en una persona diferente a la que éramos. Como si el núcleo rígido que en ocasiones nos aprisiona y asfixia desde nuestra interioridad reflexiva se esponjara ante la presencia de ese Otro y acabara vertiéndose, derramándose hacia afuera, para solificar de nuevo en un yo que ya no es el nuestro. Un yo más cálido, más bondadoso, más soleado. Un yo mejor. A cuyo nacimiento asistimos como a nuestra propia resurrección en una mente y un cuerpo extraños. Extraños pero amablemente hospitalarios, liberados de la pesadumbre y el desgaste que como una gruesa costra deslucen los nuestros. Una mente y un cuerpo insólitos que irradian vida, ilusión, bienestar en presencia de ese Otro. En la maravillosa canción "A perfect day", la metamorfosis que provoca el amor es literalmente éxtasis, salida fuera de sí, extrañamiento en un yo ajeno que se revela lugar más plácido y acogedor que el yo por costumbre habitado.





Poco tiempo después, en 1974, Eric Clapton dejaba atrás una tenebrosa etapa de adicción a la heroína y la cocaína para, con una nueva formación de músicos, sacar a la luz el memorable disco "461 Ocean Boulevard". Entre sus temas, figura una versión de uno cuya interpretación por Clapton supera para mí con creces al original. Clapton proclama en él un conmovedor "por favor, quédate conmigo" (Please be with me). Y se pregunta de entrada "¿Es el amor o soy yo lo que me ha hecho cambiar de pronto? Y mirar hacia afuera, y sentirme libre". De nuevo, la experiencia de la metamorfosis, del cambio, de la transformación. Pero, a diferencia de la canción de Lou Reed, la transformación acontece en esta ocasión en sentido inverso. En el tema de Clapton, aquél a quien se pide que permanezca a nuestro lado es quien ha logrado hacernos traspasar la puerta que conduce al interior de nosotros mismos. Porque en la cercanía del Otro hallado, a través de él, nos sabemos transformados al sentir que por fin hemos encontrado el yo que verdaderamente somos. La presencia de ese Otro nos pone en contacto con una suerte de fondo interior olvidado, o tal vez nunca antes vislumbrado, que ahora sentimos más nuestro que nunca, genuinamente nuestro, y al que nos adherimos plenamente sin grietas ni fisuras. En ese fondo antes enterrado nos reconocemos como sobre la superficie sin mácula de un espejo, y contemplamos dichosos la imagen nítida y luminosa devuelta por su reflejo. Como si hasta entonces hubiéramos caminado perdidos, enajenados, alienados de nuestro más íntimo yo sin tan siquiera percatarnos de ello, y la aparición de ese Otro en nuestras vidas nos hubiera regalado la oportunidad de recobrarlo, de retornar al punto primigenio, al hogar añorado. A ese yo nuestro que, sin duda, siempre fuimos de un modo u otro, pero que por primera vez percibimos como lugar propio y originario de donde brota una conciencia por completo reconciliada, solapada consigo misma. Radiante y en paz. De la que entonces, como dice la canción, pueden emerger las auténticas palabras, las palabras auténticamente merecedoras de su nombre que exprimen las bocas de poetas y enamorados. En la no menos maravillosa canción que es "Please be with me", la transformación propiciada en uno mismo por el amor es abertura hacia adentro, pasadizo de interioridad, regreso a sí mismo, hallazgo del verdadero yo, antes huido, perdido o todavía ausente, dentro de uno mismo en los brazos de Otro.






Y, sin embargo, no es difícil comprender que, más allá de las diferencias al expresarlo, Lou Reed y Eric Clapton están cantando exactamente la misma experiencia. Pues el camino hacia afuera y el camino hacia adentro de sí que recorre el enamorado son, en realidad, uno e idéntico camino. El camino que, transitando por el extasiado descubrimiento de la mera existencia de Otro, nos disloca y descentra, alejándonos del yo que somos, para, a un tiempo, trasladarnos a ese mismo yo ya convertido en otro. Un otro que no es sino el propio yo, sólo que renovado, ensanchado, engrandecido por el poderoso sentimiento que lo reviste de un halo dulcemente extraño, dulcemente familiar. Transformado en el otro que cada yo puede llegar a ser dentro de sí mismo, fuera de sí mismo, al agraciarle la fortuna con la brillante presencia de un Otro que lo despierte y haga aflorar.

Me perdonaréis la cutrez de los tubos. Pero lo que realmente importa es la música, ¿no?

domingo, 18 de abril de 2010

Mostrar(se)


Apenas un ínfimo, ridículo segmento, apenas una nada insustancial de eso que somos, detectan los ojos extraños iluminando bocas mudas, cáscaras de piel estáticas o en libre y tranquilo paseo, impresiones de superficies cazadas en la distancia del desconocimiento. Los ojos propios ante la imagen familiar al detenerse opaca en el espejo. Frente al rostro congelado sin pálpito ni temblor en la fotografía.

No proviene esa nada del choque con el dato insalvable: tras la cáscara, el elemento plástico y maleable que habita la cantera informe de nuestro ser escamotea cualquier mirada; los rasgos de la figura día a día moldeada con su masa permanecerán por ello borrosos e inacabados mientras aún braceemos sobre el hilo tenso del tiempo. Pero asumida su esencial ocultación, lo que de ese ser se muestra, perfilándose en su emergencia en formas concretas, más o menos precisas, comparece ante todo en el movimiento, en el acto, en el hacer y el decir que es idéntico hacer. Por su maestría al forjar el metal descubrimos en el orfebre al orfebre. En el amante al amante por la amorosa delicadeza de sus caricias. En paso ágil y armonioso sobre la pista, al bailarín. Proyectando palabras claras sobre el misterio, al sabio. Para desvelarse, el ser que haciendo somos requiere exhibición, exposición, puesta en juego de uno mismo en salto sobre el riel de los saberes y destrezas adquiridos. En ocasiones, también ostentación del objeto tangible engendrado por el dinamismo de los miembros en mágica interacción con la materia, si justamente los frutos regalados al esfuerzo del hacer -pan o poema, herradura o preciosa joya- se adhieren al ser del artífice, y así certifican tanto su naturaleza como su valía.

La exhibición –nada más obvio ni por su obviedad desdeñable- acontece en primer término ante nosotros mismos. Ocupar la doble posición de agentes y espectadores de nuestro obrar nos convierte en testigos privilegiados, en la contemplación de nuestros actos, en la medición de nuestros logros, de aquello que a su través somos. Por ellos nos percibimos y aparecemos. A veces, con el pasmo de quien observara desplegarse una fuerza surgida de un fondo extraño. Defendiendo orgullosos otras tantas la bandera de nuestra autoría. Por momentos, horrorizados frente a los salvajes demonios, frente a los infantes estúpidos y desmañados, que activan nuestras lenguas y manos. Por nuestras acciones nos calificamos y juzgamos. Desde ese ventajoso, a menudo torturante espacio interior, poseemos además inmediato acceso –aunque no por inmediato menos laberíntico en su comprensión- a los sentires que las sustentan, a las nobles o bajas intenciones que las nutren, al recuerdo del esfuerzo cuya inversión en ellas bien puede incrementar su valor o condenar el de nuestros presuntos talentos.

Pero con igual transparencia advertimos ya de niños la insuficiencia de la perspectiva abierta en la butaca situada en el centro mismo del escenario. La cortedad en las retinas del espectador tan abrumadoramente comprometido con la representación a la que asiste. Y no sólo por rehusársenos la neutra lejanía capaz de ahuyentar al juez en exceso benévolo, en exceso despiadado en su severidad, que en alternancia coloniza el tribunal variable de nuestras singulares conciencias. Aún antes, quizás con el propio uso de la razón, tal vez todavía más temprano, aprendemos que la determinación de eso que haciendo somos y siendo hacemos pasa sin remedio por el juicio ajeno. Requiriendo exhibición, ser algo, esto o aquello, mejor o peor, demanda un otro -único o multitudinario en sus extremos- que en presencia de nuestros actos, sopesando sus resultados, pronuncie y nos conceda el nombre del ser que nos fije y diga. Nos revelarán sus juicios o silencios, sus gestos amables o reprobatorios, su semblante admirado o disimuladamente burlón, sus acciones y palabras en réplica a las nuestras, qué y cómo es ese ser sobre cuyo oscuro centro caminamos: soprano o contralto; egoísta o generoso; maestro o eterno aprendiz; mineral o ganga; oro, plata, bronce o simple morralla. Pues sólo será orfebre el orfebre si hay quien admire y codicie la belleza de sus joyas. Amante el amante si en la piel del amado palpa el estremecimiento del goce y el diluirse de sus fronteras. En la emoción contenida y el sonoro aplauso del auditorio, el bailarín. Vaciando ignorancias, esclareciendo enigmas comunes, rodeado de sus discípulos el sabio. Así se explica nuestro afán de mostración: sin el reconocimiento ganado al exponernos a otros, no cabe definición fiable ni construcción medianamente sólida, desde la interioridad semicerrada de nuestras pupilas, del retrato de eso que somos.

Pero por hallarse en juego ese retrato, de idéntico modo se alcanza a comprender el mecanismo de una de las más hondas raíces del conflicto, de la disputa, de los ánimos turbios engendrados por su siempre difícil resolución. Mientras nos falten el metal precioso, el amado, la pista de baile o los discípulos, careceremos de la oportunidad de mostrarnos en eso que hacemos o podríamos hacer. En ausencia del habitáculo adecuado donde estirar los brazos y ejecutar nuestras piruetas, perderemos la posibilidad de exhibición que nos permita ser ante otros, y sobre el brillo de ese espejo ante nosotros mismos. La inexistencia de esos otros que, otorgándonos el favor de sus miradas, tasen en su justa medida el valor que creemos debe atribuirse a nuestros actos, nos privará del tan ansiado reconocimiento. ¿No pugnaremos entonces por la conquista de los múltiples requisitos del ser? Reza la evidencia que ya siempre nos encontramos sumergidos en esa lucha. Rivalizando en la persecución de las condiciones necesarias para el despliegue de nuestras pericias. Tratando a menudo de seducir, incluso de tomar al asalto las cuencas de los ojos de otros, en un intento desesperado por forzar su atención hacia nuestros movimientos y sus obras. Agriamente enfrentados con ellos si consideramos errados sus juicios. Suplicando el reconocimiento esperado. Hasta maquinando comprarlo a cambio de veladas promesas, aun a sabiendas de que la operación misma de compra-venta anulará el sentido de su donación.

No es raro, sin embargo, que sobre el tablero, donde abundan los peones, algunos son alfiles y sólo una la reina, nos impidan los azares o imponderables de la vida desplazarnos por sus casillas según las reglas acordes a nuestros saberes y destrezas. Limitada nuestra capacidad de maniobra y exhibición, aceptaremos con triste resignación el recortarse con ella de las dimensiones de nuestro ser real y tangible. Tampoco causa sorpresa que quien, por sus méritos o sin ellos, vence en la lucha por la posición de prestigio en la partida, acostumbre en sus intermedios a cubrirse de brillantes galones, ostentosas medallas y tarjetas de presentación que acrediten su valía, para acabar irritado si nadie se presta a rendirle culto por su causa, postrándose en graciosa reverencia. Y con demasiada frecuencia se nos usurpa el juicio ponderado, la estimación mesurada, cuando emitirlo significa para el otro proclamarse rebajado en el ser que es o piensa ser. Numerosos y complejos son los motivos subyacentes a la amplia difusión de este mal endémico: la frustración que deriva de la ausencia de reconocimiento. ¿Tal vez porque el hueco que éste ha de colmar jamás se sacia? Algunos pelean como gallos para compensarla. Otros sucumben a la tentación de hinchar el pecho y, como pavos reales, sacar de continuo a relucir sus plumas multicolores ante la impaciencia y el rubor azorado de sus semejantes. En esa exhibición inoportuna captamos al ser ávido de reconocimiento. Tras las plumas, la herida abierta por su falta. Al girar la cabeza, al hacer patente nuestra indisposición para admirar su pretendida belleza, no se nos escapa el daño infligido al otro en la negación, razonable o vengativa, premeditada o accidental, del reconocimiento anhelado.

En esa herida y ese daño intuimos la pesada carga que reside en el ser y tener que ser, en el férreo lazo que anuda el ser al hacer, a sus obras y su pública exhibición. Desearíamos en tales instantes arrancarnos de cuajo la gravedad de ese lastre. Prescindiendo de todo propósito de mostración, renegando de toda voluntad de exposición. Renunciando a buscar en el reflejo de ojos extraños parcial respuesta a la inquietante cuestión de qué y quiénes y cómo somos. Dar la espalda al mundo, ya desasidos del compromiso ineludible de ser. Para proseguir, agazapados en nuestra isla desierta, amasando panes o poemas, herraduras o joyas preciosas, sólo por entretener las horas, sólo por el placer, por el reto, por el desafío de hacer. Para no ser nada ni nadie. Sencillamente, para No ser, y de ese modo soslayar definitivamente la herida y el daño.

Pero pronto entendemos: el desprendimiento completo exigiría cerrar nuestros párpados, suspender el juicio dirigido hacia adentro, ausentarnos de nuestra propia conciencia, desde niños entrenada para la búsqueda de esa respuesta. Aniquilar al íntimo tribunal que, en la contemplación y valoración de cada uno de nuestros actos y obras, dictamina qué y cómo somos. Y nos invade la duda. Quizá ese tribunal nunca se deje aniquilar. Quizá ni tan siquiera fuera deseable rehuir sus sentencias. Porque quizá constituya su presencia en nuestras cabezas y corazones, réplica maleada de la presencia de otros a nuestro lado, el fuego que aviva e impulsa hacia lo más alto nuestro hacer y decir que es idéntico hacer.