jueves, 27 de diciembre de 2007

Cortocircuito con minotauro


Rozan sin premeditación palabras cargadas de inocencia los filamentos desnudos del miedo, esos que ocultos en la matriz del sistema se adhieren implacablemente a las conexiones labradas y lo fuerzan a desmoronarse con un ligero chispazo. El muñeco eléctrico se detiene en silencio en medio de su baile. Anulado el flujo vital, la mano se desmadeja y el títere cae blandamente, replegándose sobre sí mismo. Sólo ha sido un leve roce inconsciente. Pero te aturde como un golpe y apenas empiezan a brotar las preguntas -de dónde, cómo, por qué- cuando la oscuridad te sobrecoge en tu cabeza.

El sonido quedo de esas palabras ha despertado al minotauro. Su inesperada embestida te ha arrojado a lo más profundo del laberinto. Es su testuz la que aprieta y comprime tus pulmones contra el suelo, dejándote sin aire, sin voz, sin argumentos. No puede haberlos allí donde toda conexión se deshabilita con el brusco mazazo de su poder. No caben razones mientras todo tu ser se encoge en un nudo indescifrable cuyo reflejo palpita más abajo de tu esternón. Sientes su peso, su aliento bruto en tu pecho. Pero aun en medio de la confusión, en el desapego de la parálisis, no se te nubla lo esencial: la criatura no proviene de ningún afuera. Te asalta desde el interior de tu propio laberinto, dueña y señora desde hace mucho -ya tanto, ya demasiado- de sus requiebros. Creadora de las estancias más innombrables de esa trayectoria desconocida que a todos nos horada.

¿Sólo porque a su naturaleza pertenecen el letargo y el sueño quisiste olvidar su existencia? Una vez más compruebas el error de la antigua esperanza: que la experiencia amable, el suave martillear del tiempo sobre su piel rocosa, acabarían debilitando al minotauro hasta hacerlo desvanecerse sin aspavientos. Una vez más se impone lo evidente: que la bestia sólo estaba adormecida, aguardando la ocasión propicia para lanzarse de nuevo sobre ti. Y aunque nada de ella espejee en la espuma de tus pupilas, que ahora únicamente aspiran a mirarse a sí mismas, todos tus gestos dolientes, de animal herido, delatan su aparición.

Junto a la angustia de la oscuridad, de tu inconmensurable soledad frente al minotauro, sobreviene la desesperación ante su ferocidad inamovible incluso en el centro seguro, seguro refugio, del fuego del hogar. Ante el poder que sobre ti le corresponde. Quizás seas capaz de intuir vagamente sus contornos. De identificar, en la baraja de las hipótesis probables, las raíces perversas de su ascendencia, las circunstancias pretéritas que lo engendraron. Pero la realidad precisa de su rostro se te rehúsa. Con ella, el turbio alcance de su influjo, la extensión de la metástasis bajo tu epidermis de ese tumor enquistado que camina contigo. Ahí reside la más pavorosa fuente del miedo: porque adivinas en su figura difusa el núcleo impenetrable que te constituye en lo más íntimo, el habitáculo carente de puertas y ventanas al que jamás accederás. Ése que eres y al tiempo no puedes ser.

Terrible es constatar cómo su dominio retuerce tus percepciones, invierte tu voluntad, frena tus deseos, hasta convertir la superficie más cálida en muro espinoso que araña y lastima la carne. La conciencia testigo de tu indefensión ante su ímpetu, de tu acurrucarte quieto, muy quieto, bajo su negrura, a la espera de que la bestia se aplaque y termine por retirarse a sus aposentos. Redescubrir en su vigilia las fallas del sistema, la obvia presencia de conexiones anómalas, de filamentos ilocalizables que lo obligan a saltar por los aires pese al orden aparente. Pese al calor y la luz invisible que te envolvían.

Tienes que saber, Teseo, que bajo la tierra pisable siempre se ocultará el enigma del laberinto. En todos nosotros habita la oscuridad y la sombra de incontables minotauros. Pero algunos de ellos, los más inescrutables, deben aprender a morir. Para que su ilegible brutalidad no siga dañando. Para que su fiereza no lastime a quien en ti lo despierte sin malicia del sueño.

Mírame. ¿Por un instante has creído entrever en el brillo dulce de mis ojos el fulgor siniestro de los suyos? Imposible. Yo soy Ariadna. Tiende tu mano y empuña con decisión mi espada, ésa con la que tal vez algún día logres darle muerte. Para ti me transformaré en hilo de oro que proteja tus pasos por el interior del laberinto.

domingo, 23 de diciembre de 2007

Brindis navideño


- Papá, mamá, abuela, hermanos y hermanas, cuñados, cuñadas, niños... Ha llegado el momento de brindar y como siempre, me gustaría dedicaros antes unas palabras...

- Ay, cariño, mira que todos los años igual... ¡Que los niños hace rato que están impacientes por levantarse de la mesa y quieren irse a jugar!

- Anda, déjale, Teresa, que Luis siempre hace muy bien los brindis y a mí me hace mucha ilusión oírle. Si este hijo mío se tenía que haber metido a político, hubiera hecho una gran carrera...

- Venga, Luis, adelante. ¡Niños, un poco de silencio! Que vuestro tío Luis va a decir unas palabras y luego ya os podéis ir a jugar con los regalos.

- Ejem, ejem... Bueno, voy a ello. Como todos los años, nos hemos reunido aquí a celebrar todos juntos la Navidad. A sentirnos una vez más una familia unida. A manifestar el cariño que nos profesamos unos a otros y a desearnos paz y alegría... Sin embargo, quiero que sepáis que éste será el último año que la celebre con vosotros. Es más, que éste será el último año que celebre nada por estas fechas. Porque, decidme: ¿qué es lo que realmente hay que celebrar? Algo habría que celebrar si ninguno de nosotros hubiera acudido aquí con sus mejores galas y su mejor sonrisa postiza sólo porque no tiene más remedio que hacerlo. O si ninguno de nosotros hubiera estado echando pestes de los demás mientras venía de camino, tal y como Teresa y yo, y me consta que todos los demás también, hemos estado haciendo. Algo habría que celebrar si los regalos que acabamos de intercambiarnos no los hubiéramos comprado por pura obligación, tratando de gastar lo menos posible en el objeto más aparente, o incluso de no gastar absolutamente nada -me temo, Federico, y perdón por el inciso, que esta corbata que me has regalado es la misma que yo te compré hace tres Navidades-. O si no estuviéramos ya desde que aparecimos por la puerta muertos de aburrimiento y deseando largarnos lo antes posible a nuestras casas. Y, sobre todo, algo habría que celebrar si los buenos sentimientos que todos nos empeñamos en mostrarnos estos días fueran algo más que la máscara, más decorada y embellecida de lo habitual, tras la que se ocultan el odio, el desprecio, el rencor, o simplemente la indiferencia que realmente experimentamos los unos hacia los otros... Pero, en estas condiciones, me parece que no puede haber nada que celebrar. Sin existir verdadero afecto entre nosotros, es absurdo el tiempo que hemos invertido en buscar los regalos, en los malditos atascos de estas fechas, sufriendo las interminables colas en el supermercado... No siendo esta armoniosa reunión familiar más que una auténtica farsa, no tiene sentido que nos empachemos de langostinos, polvorores y champagne que harán que todos nos levantemos mañana resacosos y con ardor de estómago. Así que, si acaso, hoy sólo puedo brindar por una única cosa: por la mentira que ahora nos impulsa a alzar nuestras copas y que tan bien hemos sabido construir y mantener entre todos, año tras año, para que este día de Navidad no sea, sencillamente, un día cualquiera. Querida familia, ¿alguien quiere brindar conmigo?

Los comensales se levantan todos a la vez y hacen entrechocar sus copas, mientras se besan y se desean alegremente feliz navidad.

- Hijo, cada año te sale mejor el discurso navideño... Ay, pero qué rebien se expresa mi chico.

- Qué va, mamá, qué va... si este año, con todo el trabajo que tenía a última hora, los regalos de los niños, recoger el traje y todo eso apenas he tenido ni cinco minutos para prepararlo. A ver si el año que viene me lo tomo con un poco más de tiempo.

- No, no, hijo, que te ha salido muy bien, que te lo digo yo. Pero si a tu padre casi se le han saltado las lágrimas de emoción. ¿Verdad que sí, papá? Ven aquí que te dé un beso: ¡muá! Político tenías que haber sido, hijo, te lo digo yo, con esa labia que tienes. Y ahora ve a ayudar a tu cuñada a sacar los turrones, anda, que somos muchos y hay tantas bandejas...


Lo siento, queridos y queridas: detesto la navidad. Así que hoy no os diré eso de feliz navidad, pero sí os desearé felicidad. Por supuesto, no sólo para estos días, sino para todos los venideros. Y ahora os dejo. Tengo que ir a limpiarme los espumarajos que me salen por la boca.


martes, 18 de diciembre de 2007

La maquinaria del deseo


"Las fantasías tienen que ser poco realistas. Porque en el momento, en el instante en que consigues lo que buscabas, ya no lo quieres. No puedes quererlo. Para que el deseo pueda seguir existiendo, necesita que sus objetos estén permanentemente ausentes. No es eso lo que deseas, sino la fantasía de eso. O esa, que el deseo se sustenta sobre fantasías utópicas.
A eso se refiere Pascal cuando dice que sólo somos verdaderamente felices cuando soñamos con la futura felicidad. Y también al decir que "la cacería es más dulce que lo cazado" o "ten cuidado con lo que deseas". No por conseguirlo, sino porque estás condenado a no quererlo en cuanto lo consigas.

Así que la lección de Lacan es que vivir acorde con tus deseos no te hará feliz. Ser enteramente humano significa esforzarte por vivir de acuerdo con ideas e ideales. Y no evaluar tu vida por lo que hayas obtenido en lo que respecta a tus deseos, sino por aquellos momentos de integridad, de compasión, de racionalidad... incluso de abnegación. Porque, a la larga, la única manera de evaluar la relevancia de nuestra vida es valorando la vida de otros".


Esta es la interpretación, tal vez un tanto sui generis, que David Gale (Kevin Spacey), profesor de filosofía de la Universidad de Houston, hace a sus alumnos de las teorías del deseo y la felicidad de Lacan al comienzo de la película de Alan Parker "La vida de David Gale" (2003). No cabe duda de que se trata de un discurso un tanto complejo para la gran pantalla. Pero en los últimos minutos de la cinta descubrimos que su aparición, lejos de ser gratuita, anticipa con pleno sentido su final: aun sin saberlo, Gale está ya entonces relatándonos lo que acabará siendo su propia vida. Una vida cuyo valor habrá de constituirse a partir de una decisión solamente comprensible desde la perspectiva del significado que habrá de cobrar para sus semejantes. De lo que Gale, valorando sus vidas, tratará de decirles con la suya propia.

No voy, por supuesto, a contaros ese final, porque entonces os revelaría la clave que sostiene la intriga de toda la trama de la película: Gale, activista de una asociación que lucha por la abolición de la pena de muerte, se encuentra, paradojas del destino, a cuatro días vista de su propia ejecución, acusado de violación y asesinato. Sus abogados se han puesto en contacto con la periodista Elisabeth Bloom (Kate Winslet), encargada de realizarle una entrevista que hasta entonces siempre se había negado a conceder. En ella, Gale tratará de convencerle de su inocencia.

Este film de Alan Parker es, a mi juicio, además de una excelente película, un inteligente alegato contra la pena de muerte que incide no sólo sobre su inmoralidad o falta de efectividad como método disuasorio para la evitación del crimen, sino también en la injusticia que rodea a su aplicación efectiva: es de sobra conocido que los corredores de la muerte están llenos de individuos marginados, por lo general negros o de origen hispano, incapaces de costearse los gastos de un buen abogado; es de sobra conocido que el sistema judicial americano ha condenado a la inyección letal a personas cuya culpabilidad era como mínimo dudosa. Me gustaría pensar que en algo ha contribuido Alan Parker a la reciente abolición de la pena de muerte en el Estado de Nueva Jersey.



Sin embargo, más allá de recomendaros vivamente esta película a los que aún no la hayáis visto, lo que hoy me ha motivado a escribir este post es ese discurso de Gale a sus alumnos que os he transcrito al comienzo. La dinámica del deseo que en él se expone me parece tan lúcida como acertada: un deseo satisfecho es un deseo muerto, y sólo un nuevo punto de partida para el nacimiento de posteriores deseos cuya satisfacción habrá de dar comienzo otra vez a la imparable maquinaria de producción y muerte del deseo. ¿Estaría entonces Gale proclamando, de la mano de Lacan, que ser feliz exige renunciar a todo deseo? No lo creo. Más bien, diría que ese esforzarse por vivir conforme a ideas e ideales al que Gale alude, esos momentos de integridad, racionalidad o abnegación que según él darán sentido a nuestra vida, fundamentan precisamente aquella otra clase de deseos que nunca se agotan por ser sus objetos inalcanzables.

Y tampoco creo que Gale esté hablando únicamente de deseos utópicos alejados de nuestra realidad más cotidiana, tales como acabar con la injusticia en el mundo, la pobreza o abolir la pena de muerte. Hacer felices a quienes amamos, aprender a vivir en armonía con nosotros mismos y con quienes nos rodean, son, entre muchos otros, deseos cuya satisfacción implica una tarea nunca acabada que habrá de durar el tiempo que dure nuestra propia vida. Deseos, por tanto, cuyo cumplimiento pleno sólo podrán evaluar quienes nos sobrevivan y recuerden. Porque, mientras estemos vivos, siempre habremos de seguir esforzándonos por alcanzarlos.

¿No os parece?

miércoles, 12 de diciembre de 2007

Autorretrato


Si algo en mí restara de razón, se me abriría en el espejo el horror que hace ya años se me oculta: la expresión petrificada y agria de la piel gastada, las greñas grises y encrespadas de colegial mal peinado, la opacidad gélida y vacía de mis ojos. Como si nada en ellos mirara hacia dentro y en mí todo se redujera a esa superficie roída de mi cuerpo renqueante, de mi gordura vieja, de la suciedad de las vendas apuntalando los tobillos hinchados que aún a veces me evocaría la de las sábanas sobadas con mi propia desvergüenza en venta.

Si toda mi cordura no hubiera huido silbando por el puente de mi boca desdentada, goteando babosa por la senda de las comisuras, pondría fin a los bramidos de mi voz inmoderada y salvaje, ésos con los que maldigo a la horda canina, ruidosa, pestilente, que me acompaña noche y día. Pobres hijos tontos de mi soledad, recogidos en cualquier esquina, desahogo de mi rabia y de las migajas amorosas que todavía ahuecan el centro más lacerante de tanto grito.

Si algo de juicio me habitara, no me sentaría en el suelo a parlotear con el silencio, caminando de la risa rota al lloriqueo infantil fruto de emociones espectrales, contemplando ora con odio, ora con indiferencia ciega, las figuras que ante mí aceleran su paso y giran sus cabezas testificando mi inexistencia.


Porque entonces percibiría cómo el contorno aún lejano de estos despojos que soy, de esta carne arrastrada de mano en mano de puta ida y vieja, agrede las pupilas de un mundo que se quiere civilizado a golpe de jabón y desodorante, de pulcritud e hipocresía, forzándolas a batirse en retirada, a limpiarse de la mancha maloliente de mi imagen, a ausentarse de la presencia de mis ropas descompuestas.

En ese caso, tal vez me aventuraría en las tardes lluviosas a echar la vista atrás para bucear en las fuentes de mi desgracia. Aun cuando sólo fuera en un vano intento por abarcar desde la distancia precisa la medida ahora inconmensurable de esta amargura, y dejar por un instante de ahogarme en ella. Amargura dueña de mis labios, señora de mi voz chillona, ama de mi caminar pesado junto a mis perros malolientes. Amargura cosida a mi piel con una inconsciencia bruta que me impide siquiera reconocerla. Amargura que así transparecería, nítidamente perfilada, del recuerdo de todos los errores que abonaron los siguientes, de la trayectoria equivocada trazada por mi propia mano buscando el olvido de su probable castigo.

No. No se me nublarían mi origen desdichado, mi niñez apaleada, mi cortedad juvenil. Pero tampoco aquella urgencia insensata por escapar de la pobreza, la altanería estúpida de la belleza temprana, mi altivo desprecio ante el imparable giro de las saetas, ante las manos sinceramente tendidas. Cualquiera sabe que no hay miseria, infortunio o brutalidad humana capaces de arrancar de cuajo la buena simiente que lucha por crecer. Y yo no luché. Cualquiera sabe que los mordiscos dados en el alma ajena acaban doliendo en los propios dientes hasta hacerlos caer en pedazos. Y yo mordí con saña. Pero de saberlo, también sabría, en una pirueta lógica imposible, que es la ausencia en mí de ese saber quebrado por la sinrazón quien hace brotar alguna vez de la tierra helada, a la luz de un día soleado, flores mansas de alegría infantil que regalan graciosamente de mi boca una mueca aún parecida a una sonrisa.


Si algo en mí quedara de razón podría entonces, tal vez, escribir estas líneas. Y no puedo. Apenas aprendí a leer y estas manos de uñas sucias, cuarteadas por el roce fariseo, jamás acertaron a sostener un lápiz. ¿Para qué? Las putas no escriben. Sobre sus cuerpos se escribe sin querer dejar huella.

Pero quién sabe. A lo mejor sí resta en mí ese poso de cordura. A lo mejor sí alcanzo a percibir algo de eso que nunca me será dado escribir. Quizás todo se limite a que ya ninguna mirada puede herirme, después de tantos ojos fríos. Ni tan siquiera la tuya. Esa mirada tuya que sólo logra vestirse de compasión apuntándome a la sección de la locura.