viernes, 25 de abril de 2008

Purgatorio


Queridas y queridos, queridos y queridas: mañana, cuando aún no haya salido el sol, me envían al purgatorio. Como lo oís. Se ve que he sido mala muy mala en los últimos tiempos y las altas esferas han decidido que, para que no me vea irremediablemente abocada al ardor de los fuegos infernales cuando me saquen definitivamente de este mundo, tengo que pasar unos cuantos días purgando los muchos pecados que he debido de acumular hasta ahora.

Supongo que piensan que si tengo ya la ocasión de comprobar cuánto grado de sufrimiento necesita la purificación de un alma tan manchada como la mía, tal vez comience ya a corregir mi conducta y así consiga librarme de la bajada directa a los infiernos que me espera de no hacerlo. O quizá la cuestión no sea tan grave. Simplemente se han encontrado ahora con una plaza vacante, y se han dicho: "Oye, mira, no vaya a ser que cuando le toque no le encontremos sitio y así, para entonces, ya tiene unos días de purgatorio cumplidos y luego hasta nos lo va a agradecer". Vete tú a saber. ¿No dicen que los designios divinos son inescrutables? Pues eso, yo escrutarlos, desde luego que no los escruto.

Bueno, la verdad es que no lo estoy contando como realmente ha sucedido. Mi purgatorio comenzó hace ya unos cuantos meses y, cómo no, algo tuve que ver en todo ello. Presionada por una serie de circunstancias, no fui capaz de decir que NO a algo a lo que siempre había sabido que tenía que decir que NO. Ya véis, con lo fácil que resulta pronunciar esta palabra: NO. Si hubiera tenido que pronunciar, por ejemplo, idiosincrásico, aún podría entenderse que se me hubiera trabado la lengua. Pero sólo tenía que decir que NO. Y no lo hice porque no supe cómo hacerlo. Para que luego digan que la ignorancia es sinónimo de felicidad. ¡Ja! Y como la hipotética existencia de una justicia universal parece siempre querer probarse en aquello de que los errores se pagan -mucho menos frecuentemente, hay que joderse, en la recompensa por los aciertos-, llevo pagando por este error, a un ritmo de intensidad creciente, durante bastante meses.

Mañana comienza el pago de la mayor parte de esa deuda, según el balance de errores y aciertos que todos llevamos en nuestras cuentas corrientes del banco divino, contraída por mi equivocación. Será la última estación de mi particular purgatorio, pero también la más dura. Puedo ya anticipar algunas de las torturas y tormentos que me esperan, y tiemblo ante su mera idea. Pero habrá que ser fuerte y resistir porque me han garantizado que tendrá un tiempo limitado. Ya lo dicen: Dios aprieta pero no ahoga. Aún no puedo imaginarme con qué secuelas, cicatrices, traumas o miembros de menos, pero en una semana me devolverán a casa.

Sería una grata sorpresa descubrir que también en este último tramo del purgatorio pueden vivirse momentos de disfrute. Que de cuando en cuando tus torturadores te ofrecen un vinito para aliviar los dolores y te hacen cosquillas para que te rías un rato. Quiero confiar en ello, agarrándome a eso que de pequeñitos nos contaban sobre la infinita bondad divina. Ojalá.

Pero aunque así fuera, ya sabéis: sed buenos mientras estoy ausente, no vaya a ser que os pase como a mí, y tomando ejemplo de mi experiencia, seguid ejercitándoos en el difícil arte de decir que NO a todo aquello a lo que la cabeza y el corazón saben y siempre han sabido que hay decir que NO. Que todo SÍ equivocado no es más que una cesión gratuita a la muerte en lugar de una afirmación a la vida. Yo, desde luego, volveré si sobrevivo con la lección bien aprendida. O eso espero.

Y deseadme muchos ánimos y fuerzas, que las voy a necesitar.

¡Miles de besos para todos y todas y hasta mi vuelta!


sábado, 19 de abril de 2008

Celebrar


Un íntimo convencimiento de que el misterio de la sustancia del tiempo, a su paso por nuestro más esencial interior, elude el recuento de soles y lunas, la voluntad al servicio del orden y la memoria, te mueve a renegar de la celebración impuesta al compás de las hojas de tu propio calendario.

Dices que la coerción de la repetición ritual a fecha fija se compadece mal con la anarquía que rige el fluir de los estados de ánimo. Que el caer de los números sobre tu cabeza se encuentra a menudo con el corazón ocupado en más urgentes menesteres, indispuesto para la alegría obligada, para la emoción compartida, para la solemnidad requerida.
No es extraño, piensas, que el convenido soplar de las velas nos halle en ocasiones sin aliento. Tampoco que la peregrinación a la tierra sagrada se exija cuando en discordante y odiosa injusticia impera el letargo sobre la sinceridad del dolor y la añoranza vivamente sentidos pero a destiempo de la reiteración regular de los días. O que la simbólica renovación de los votos de unión sobrevenga en la semiconsciencia asustada del desacierto, en el temido anuncio del declive, en presencia de una infelicidad esquivada que sume en el tormento de la duda y fuerza a la hipocresía encubierta.

Crees entender la ancestral necesidad de marcar hitos, de proporcionar muletas a la memoria para esa narración sobre la que constantemente nos construimos y reconstruimos, perfilando en sonidos y trazos el significado de la historia que nos cuenta. Pero desconfías de la posibilidad de instaurar comienzos. El propio nacimiento no es sino un acontecimiento de otros si tu mismo despertar a la vida te rehúsa la condición de testigo capaz de rememoración. La unión de dos se asienta sobre una marea confusa de cruces, de percepciones, de fuerzas, que no resiste la demarcación de un origen ni la constatación devenida del acto que aspira a inventarlo. Y hasta la muerte puede carecer de un principio definido que sobrepase la última exhalación y el definitivo desmadejarse de los miembros.

Ante todo, proclamas para ti que la celebración de lo más grande y hermoso debe ser continua, ceremonia perpetua que fragüe la materia huidiza de cada instante.

Y sin embargo, hoy una vaga intuición te impulsa a detenerte en el calendario, a retroceder en busca de las huellas que adivinas depositadas sobre esta misma fecha. A reconocer algo semejante a un comienzo en un tímido movimiento de apertura, allí necesariamente ciego para el mundo que después levantaría, cuyas dimensiones siguen ensanchándose, cada vez más luminosas, sobre un horizonte que quiere perderse en la lejanía.

La palabra celebración toma entonces posesión del silencio de tu lengua y desgranas entre tus dedos los diversos sentidos que dicta la fría objetividad del diccionario, templándolos con su calor, espejeándote con intensidad en todos ellos. Porque celebrar significa hoy entregarse a la acogedora recreación del recuerdo que conmemora y revive la voz muda cargada de promesas, no sabidas y sólo ahora legibles, en medio del canto de las sirenas. Festejar al son de campanas en tus oídos la siempre frágil intervención del azar, lentamente transformado en dichosa fortuna. Celebrar son hoy las manos que se arrancan sin moverse a aplaudir con entusiasmo cada uno de los pasos que, desde aquel día pretérito, han trazado el curso del río que desemboca en este presente. Venerar, una vez más, mil veces más, el espacio sagrado que crece imparable sobre el germinar de aquella pequeña semilla.

No se precisan velas, ni cirios, ni copas, ni tan siquiera abrazos para la celebración a la que hoy te pliegas. Basta el entrechocar de las gotas de sangre en tu corazón danzante, que se regocija de estar vivo, tan abrumadoramente vivo. Basta la certeza de que la celebración aún será mayor mañana.

lunes, 14 de abril de 2008

Hermenéutica II: Publicidad


Lo dije ya en una ocasión pero no me importa repetirlo: quien aquí firma como Antígona se quiere antes persona que mujer, y pese a reconocerme profundamente en deuda con los movimientos feministas que han hecho posible que hoy por hoy pueda decir esto, no dejo de discrepar con aquellas tendencias que en la actualidad, en nombre del feminismo, parecen antes interesadas en promover una guerra entre sexos, de todo punto indeseable tanto para hombres como para mujeres, que en proseguir la lucha legítima por la igualdad de oportunidades de éstas en relación a aquellos.


Sin embargo, de lo que no me cabe la menor duda es de que a esta lucha, iniciada hace poco más de un siglo, aún le queda mucho camino por recorrer. Creo que resulta más que obvio que la igualdad de oportunidades no podrá ser una realidad efectiva sin una progresiva disolución -afortunadamente ya puesta en marcha en la mayor parte de los países occidentales- de las diferentes funciones sociales atribuidas durante milenios a las condiciones femenina y masculina, y sin la radical transformación que debe acompañarla de los distintos parámetros valorativos históricamente aplicados sobre ambos sexos. Pero hay quien no vacila, con el fin de obtener un beneficio económico, en utilizar y fomentar algunas de esas valoraciones tradicionalmente ligadas a la condición femenina que, además de situarla en una posición de desigualdad con respecto al varón, siguen haciendo depender su valía de atributos conducentes a su cosificación.

Me refiero, en concreto, a la conocida empresa automovilísta Renault, que en la feria de coches usados de Bogotá de 2006 se anunciaba con el siguiente cartel publicitario:



El mensaje de Renault es claro: sus coches usados son aún tan atractivos y apetecibles para el potencial usuario como la modelo de la fotografía, quien pese a tener ya cuarenta años y haber pasado por dos divorcios, sigue mostrando unos incuestionables -y a mi entender nada realistas, teniendo en cuenta la existencia del photoshop y de los trucajes fotográficos; pero ya sabe, la publicidad juega al arte del engaño- encantos físicos.

De denigrante cabría calificar ya la comparación establecida entre una mujer y un objeto de fines fundamentalmente utilitarios sujeto a compra-venta. Pero aún más insultante me parece la identificación que se desprende de este anuncio: una mujer de cuarenta años, con dos divorcios a sus espaldas, es una mujer "usada" que, no obstante, todavía conserva un valor de uso rescatable. Porque, más allá de abundar en la idea tradicional de que el valor de una mujer reside básicamente en su apariencia física y en el atractivo sexual derivado de ella -invariablemente sometido a la tiranía del tiempo, aunque gracias a los avances de la cosmética y la cirugía y, en este caso, del photoshop, cada vez más perdurable-, que Paula Hernández sea una mujer "usada" y aún así deseable es una apreciación que sólo puede apoyarse sobre un prejuicio marcadamente diferenciador y en absoluto asignable a la condición masculina: el que asocia ese mismo valor femenino a la virginidad, desprestigiando ante la mirada masculina a la mujer que ha pasado por las manos de algún otro hombre.

Encontré este cartel en un blog, que lo enjuiciaba como "de muy mal gusto", a través de un portal de noticias. Lo sorprendente es que muchos de sus comentaristas no sólo disentían de esta opinión, sino que lo consideraban gracioso o divertido y se entretenían en ahondar en la comparación planteada en él aludiendo a la similitud entre "montar en un coche" y "montar a una mujer".

Sólo me consuela pensar que este anuncio jamás hubiera sido tolerado en un país europeo. Parece que en algo hemos avanzado.


domingo, 6 de abril de 2008

Saraband o la miseria humana


A Troyana y Juan Cosaco. Ellos saben por qué.

Muchas son las películas cuya elaboración parece destinada a golpear con fuerza el estómago del espectador y derrumbar la mirada amable que, con cierta complacencia, tendemos a proyectar sobre nosotros mismos y nuestras relaciones con los otros. Pero siempre que se me plantea la pregunta acerca de cuál sería la película que en los últimos tiempos me ha hecho sentir ese golpe con mayor crudeza, en mi cabeza se impone claramente un título y un nombre: Saraband, de Ingmar Bergman. Si el cine de Bergman se ha caracterizado por la maestría con que es capaz de analizar, fría y descarnadamente, los complicados entresijos de las relaciones humanas, su última película, rodada en 2003, constituye a mi juicio la visión más amarga y demoledora de tales relaciones que el genial director haya arrojado a lo largo de toda su trayectoria. Saraband es un perfecto y complejo retrato de la miseria, la debilidad y el egoísmo, proyectados sin clemencia sobre las raíces de los afectos en apariencia más nobles. Saraband es un último legado que conmueve hasta sus cimientos la idea del posible triunfo del amor y la generosidad sobre la sordidez y voracidad de nuestras propias carencias en la necesidad de ser amados.

Sus protagonistas son Johan (Erland Josephson) y Marianne (Liv Ullmann), la pareja a cuyo fracaso matrimonial asistismos en Secretos de un matrimonio (1973). Como se refleja en la última escena de este film previo, Johan y Marianne han logrado que su mutuo afecto sobreviva a una ruptura cargada de odio y rencor. En Saraband, treinta años después de su último encuentro, Marianne siente el impulso, de origen no del todo transparente a sus ojos, de visitar de nuevo a Johan. Éste vive ahora en una vieja casa en medio del bosque, dedicado a sus actividades intelectuales y prácticamente aislado del contacto con sus semejantes con excepción de su hijo Henrik, fruto de un matrimonio anterior, y su nieta Karin, alojados en una cabaña próxima de su propiedad.

Al poco de llegar, Marianne se percatará de que la vida de estos tres personajes se encuentra dominada por una poderosa figura cuya ausencia física sólo parece dotarla de un influjo aún mayor sobre ellos: Anna, la mujer de Henrik y madre de Karin, víctima de un cáncer un par de años atrás. Anna sobrevive tenazmente a su muerte en la memoria de Johan, Henrik y Karin, y su recuerdo, de continuo reforzado en la película por una única y hermosa fotografía de su rostro que es mostrada en momentos muy significativos de diversas escenas, determina claramente el curso actual de sus vidas. Anna es descrita como una persona profundamente amorosa, intensamente entregada a dar amor. Pero, como Marianne irá descubriendo, su amor, y el enorme vacío que ha dejado tras su desaparición, sólo ha servido para avivar lo más perverso y ruin de la naturaleza de aquellos a quienes amó.

Anna encarna así la representación de un amor que, lejos de haber enriquecido y fortalecido a quienes lo recibieron, los ha transformado en seres débiles, pueriles y egoístas. Johan se nos revela como un hombre extremadamente narcisista y egocéntrico. Secretamente enamorado de Anna, ha vivido sus últimos años amargado por los celos que alberga hacia su hijo, tras la muerte de Anna degenerados en un intenso odio y desprecio que no dudará en manifestar abiertamente tanto en las vejaciones y humillaciones a que le somete, como en su cruel deseo de arrebatarle el cariño de su hija. Henrik, probablemente el personaje más frágil y patético de la película, no ha logrado superar su dependencia emocional de Anna. Por ello, fuerza a su hija Karin a suplantarla en el amor que ésta le daba manteniendo con ella una relación incestuosa y tratando a toda costa de preservarla a su lado. Por su parte, la admiración que Karin siente por su madre muerta la ha llevado a someterse a esta situación anómala, vencida por la idea de que nada perverso puede haber en su padre si Anna lo amó.

La tensión entre Johan y Henrik por dirigir el futuro de Karin crece conforme avanza la película. Pero el hallazgo casual de una carta de su madre en la que ésta, lúcidamente, anticipa el comportamiento patológico de Henrik tras su muerte, será el detonante que conducirá finalmente a Karin a liberarse del poder que ambos hombres se disputan sobre ella. Su alejamiento no dejará de tener nefastas consecuencias. Por boca de Johan sabemos de un intento de suicidio de Henrik que su padre juzgará sin ápice alguno de compasión y que acentuará aún más si cabe su repugnancia y desprecio hacia él. Pero su terrible sentimiento de soledad se hace patente en una conmovedora escena en la que Johan, en medio de la noche, desnudo y desamparado, busca desesperadamente el calor de Marianne.

A lo largo de la película, Marianne ha sido testigo de toda la miseria que envuelve la vida del resto de los personajes. Cada vez más involucrada en el infierno de relaciones que los domina, ha intentado ayudarlos aportando su mirada ecuánime y su afecto hacia ellos. Sin embargo, de regreso a su rutina habitual, el recuerdo de los acontecimientos vividos, y fundamentalmente de Anna, le impulsará a preguntarse por su propia capacidad de amar. Y es entonces cuando, en una última escena, habrá de enfrentarse a una terrible y dolorosa respuesta: la que apunta de manera inequívoca a su propia debilidad y egoísmo, cuya víctima aparece fugaz pero contundentemente en la figura de su hija, recluida y abandonada en una institución psiquiátrica.

A poco tiempo ya de su propia tumba, Bergman no da tregua. En Saraband el amor se ha trocado en sustancia tóxica capaz de envenenar todo aquello que toca. Es el amor que, en su entrega generosa, sólo ha contribuido a despertar la avidez por recibir más amor y el deseo enfermizo de su posesión. El amor que a su paso siembra odio, ruindad y más desolación. He ahí, para Bergman, el peligro del amor. Un peligro tal vez no inevitable, pero siempre plausible.