sábado, 28 de julio de 2007

Abandono


Ya había sufrido mi primer abandono cuando ellos decidieron acogerme. Yo era aún muy pequeño, tímido y tremendamente asustadizo. No me fue fácil acostumbrarme a su presencia, a ese nuevo espacio, y sobre todo a Él, enorme, albino, y sordo como una tapia, tal vez por eso desconfiado y brusco en sus maneras. Sin duda yo constituía una invasión en sus dominios. Pero pronto se dio cuenta de que estaba dispuesto a someterme a sus reglas, de que sin vacilación me plegaría a la ley de sus afectos. Mi juventud y condición de recién llegado a su territorio lo exigían. A ello me inclinaba además el carácter temeroso que mi corta pero cruda biografía había imprimido en mis delicados miembros.

Él era de él. O él de Él, según se mire. Ya se sabe que nos ajustamos mal a la lógica de la propiedad y que nuestra naturaleza, salvo contadas excepciones -pudiera ser mi caso-, es más bien impositiva, selectiva, esencialmente libre. Mi lugar sólo podía estar entonces junto a ella. También ella, al parecer, había sido acogida en aquella casa, si bien de un modo distinto al mío que nunca llegaré a comprender plenamente. Muy rara vez la veíamos durante el día. Llegaba por las noches, frecuentemente cargada de bolsas, siempre con una sonrisa pese al lógico cansancio del fin de la jornada. Se acercaba a ambos para saludarnos, y aunque trataba de evitar toda suerte de distinciones, tanto Él como yo percibíamos con claridad que me buscaba especialmente a mí. En aquellas horas de convivencia con nosotros se ocupaba de nuestro cuidado tanto o más que él, demasiado olvidadizo, siempre abstraído en sus cosas, algo voluble en su cariño. Era ella quien con mayor solicitud atendía nuestras necesidades y demandas de juego, nuestras enfermedades y malestares pasajeros. Poco a poco fui venciendo mis miedos y me atreví a cruzar fronteras que de entrada había creído insalvables. Podría decirse que empecé a quererla, si es que esa palabra puede atribuírsenos, y que acabé considerándola tan mía como ella me sentía suyo cuando adivinaba, con acierto, que a su lado podía yo encontrar el preciso sosiego y olvidar el triste comienzo de mi vida.

Fueron transcurriendo los años, no podría decir cuántos. Nunca entendimos bien en qué consiste la medición de un tiempo que para nosotros carece de toda progresión palpable. Las rutinas de nuestra existencia común sufrieron ciertos cambios. Algunas noches se ausentaban los dos. Otras ella no aparecía. Pero regularmente volvía a presentarse, y entonces sus esfuerzos por transmitirnos su calor y su cariño se redoblaban, sus cuidados se volvían más intensos y yo seguía hallando en sus ojos la tranquilidad de saberme el elegido, la certeza de nuestra recíproca pertenencia. Quizás nuestro natural egoísmo, nuestra cortedad, nos impidió darnos cuenta de que aquello no era sino el inicio de profundas transformaciones que terminarían, para mí, en el desastre. La inesperada prolongación de una sus habituales ausencias, la entrada de otra mujer en nuestro espacio, los repentinos cambios de humor en él: signos evidentes que anunciaban lo que no fui capaz de anticipar, convencido de que los vínculos largamente fortalecidos están obligados a perdurar más allá de variaciones circunstanciales. Tras muchos días sin verla reapareció, contra toda previsión, una mañana calurosa. Desmadejada. Desarbolada. Buscándonos. Buscándome con más ansiedad que nunca. Permanecí cerca de ella mientras hablaba incesantemente y lloraba y él callaba cabizbajo. Asistimos en silencio a la repetición de esa escena unas cuantas veces. Y sólo entonces empecé a preguntarme por qué habría dejado de compartir su sueño con el nuestro. Cuándo retornaría la seguridad nocturna de su presencia. Cuándo volveríamos a velarnos mutuamente en las horas de oscuridad.

Ya no sé los días, los meses que han pasado desde aquellas lágrimas. Ella no ha vuelto. Me resisto estúpidamente a creer que me ha abandonado. Sé que también Él la echa de menos. Pero para Él es diferente. Sigue teniéndolo a él, disponiendo de un lugar propio en el orden invisible de nuestro espacio, de una referencia firme y estable. Yo no consigo habituarme a esa otra mujer, para mí mero reflejo doloroso de la desaparición de ella, que en sus visitas, también por lo general nocturnas, nos contempla como a anécdotas en un escenario. Por eso en nuestras mañanas de indolencia al sol de la terraza me recuesto contra Él, apoyando blandamente mi cabeza sobre su lomo blanquísimo y poderoso, y maúllo lastimera y suavemente mi nostalgia, consciente de que su profunda sordera le impedirá despertar. Y con los ojos abiertos sueño que ella, allí donde esté, también añora perder su mirada, mientras acaricia lentamente mi pelo grisáceo, en la redondez de mis pupilas, grandes y esféricas como nunca cabe esperar en un gato.

11 comentarios:

AnA dijo...

Los felinos somos animales independientes pero muy sentimentales, dolidos y dolientes en en el abandono.
qué bonito Antígona!
Besos!

Anónimo dijo...

Muy bonito, Antígona. Aunque debo decirte que por vez primera se me ha hecho corto. Un beso

huelladeperro dijo...

Bien est� darles voz.
Cu�ntos no habr� que los tengan, como tu dices, como simple atrezzo de sus vidas. Humanizar a los que no tienen voz ,que es simplemente animalizarlos, darles �nima. O mejor, por que la tienen, hacerla visible a los cortos de vista.
he disfrutado con tu escritura, he reconocido a los personajes, otros como tantos, que viven vidas dolorosas, en estrechos calabozos cerca de nosotros. Cuanto m�s interesante es el mundo para m� cuando en �l no hay s�lo humanos, cu�nto m�s me gusta la diversidad!
Y el dolor... S� luchemos contra �l, eso hacemos, no?
Un beso

Marc dijo...

Aparentemente el abandono, a ciertas edades, parece un hecho contra natura que sólo se podría entender por razones de fuerza mayor.
La carencias, sobre todo, emocionales para el abandonado y la sensación de desgarro de algo suyo del progenitor les acompañarán casi, inevitablemente, toda la vida. Quizás sólo un reencuentro en el que se muestre generoso y comprensivo el abandonado pueda mitigar este dolor.

Un beso acogedor;)

Antígona dijo...

Ana, ¿cómo no ibas tú a saberlo, dado tu espíritu felino? ;) Poca gente conoce bien la naturaleza gatuna, y confunde independencia con desapego. Pero ambas sabemos perfectamente que las cosas son mucho más complejas.

¡Gracias, guapa, y más besos para ti!

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Me alegro de que te haya gustado, JJ. Pero el caso es no estar nunca contento, eh?, que si demasiado largo, que si demasiado corto... :P

Hey, sabes que es broma, me lo tomo como un piropo, así que gracias :)

¡Un gran beso!

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Huelladeperro, esta historia lo requería, la de ser contada no por sus protagonistas humanos, sino por quienes hubieran podido vivirla igualmente pero de otra manera, bajo otra perspectiva, la de su animalidad. Animalidad que nunca podremos entender, que sigue siendo un enigma, pero un enigma que estamos forzados a interpretar cuando los hacemos vivir con nosotros, cuando los forzamos a habitar en nuestros espacios y a formar parte de nuestra vida.

Me alegra haberte hecho disfrutar, y estoy contigo en que por fortuna no sólo estamos nosotros pisando este planeta.

En cuanto al dolor, qué decirte. Aquí todos somos compañeros en esa lucha. Es preciso no rendirse nunca.

¡Un beso a tu Diógenes y otro para ti!

Antígona dijo...

Caray, Marc, qué análisis más certero del abandono y sus consecuencias. Tal vez sean demasiadas para atribuírselas a un simple gatito. O no. Pero me parecen tanto más certeras si pensamos que el abandono es algo que todos, de manera o menos explícita, más o menos contundente, hemos vivido bajo formas diversas y enrevesadas. A fin de cuentas, creo que en el fondo es la pérdida de algo que nunca quisimos que se alejara de nuestras vidas, la desaparición de algo o alguien contra nuestra voluntad y nuestro deseo, lo que nos hace en un momento dado sentirnos abandonados. Y todos aprendemos, necesariamente, a convivir con ese desgarro, pese a que, como dices, no es imposible la reconciliación.

Ya te contaré si este gatito llegó a encontrarse algún día con su dueña y pudo así curar mejor sus heridas ;)

¡Un beso!

Joan Torres dijo...

Excelente, Antígona.

NoSurrender dijo...

Supongo que desde los ojos de un pequeño gato todo lo humano se ve enorme, extraño y distorsionado. Claro que desde los ojos de un humano adulto todo se ve enorme, extraño y distorsionado también a veces.

La diferencia está en la memoria; los gatos no la sufren.

Un beso, Antígona.

Antígona dijo...

Gracias, escéptico, aunque el mérito no es mío. La casualidad quiso que encontrara el diario personal de este gatito :)

¡Un beso!

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No sé muy bien cómo verá un gato, pero es posible que mucho mejor que los humanos, pese a que después no sepan interpretar con certeza qué es aquello que ven. Son, además, unos observadores natos. Diría que la distorsión de la realidad es más una cosa nuestra que de ellos, la verdad, que carecen de intereses que les induzcan a la tergiversación.

Por otra parte, permíteme que discrepe: si tienen memoria, y por supuesto la tienen, no pueden dejar de sufrirla, aunque sea de una manera que nos resulte inaccesible. Por otra parte, dentro del mundo animal, los animales domésticos constituyen una especie aparte. Tantos años habitando entre humanos los colocan en un lugar singular que tal vez estaría a mitad camino entre la animalidad y la humanidad. No por casualidad contraen enfermedades exclusivamente humanas y desconocidas en las especies salvajes.

¡Un beso, Nosurrender!

Anónimo dijo...

que buen blog, para explorar. saludos...andare por aca

Antígona dijo...

Gracias Juje, explora cuanto gustes y siéntete como en tu casa.

Un beso