Era la víspera del primer día de comienzo de curso. Por fin iba a dejar atrás la vergonzosa etapa de preescolar, la de los bebés llorones y mocosos, para dar el salto glorioso a la que entonces aún se llamaba la E.G.B. Pero ya metida en la cama, lloraba desconsoladamente. Mi madre trataba de tranquilizarme. "¿Qué te pasa, cariño? ¿Pero no tenías tanta ilusión de empezar el cole?". Yo no podía hablar de la congoja. "Vamos, vamos, que seguro que no es para tanto", y me acariciaba las mejillas bañadas en lágrimas. "Anda, dime, dime qué es lo que te pasa". Sólo después de un rato conseguí articular lo que pugnaba por sacarme de dentro: "Es que no voy a saber...", dije entre hipidos. "¿Cómo?" "Que me van a preguntar y no voy a saber...", y mi vocecita volvía a quebrarse. Mi madre no pudo evitar reirse mientras me seguía abrazando: "Pero bobita, si para eso vas al colegio, para aprender lo que aún no sabes". Pero yo aquella noche no tenía consuelo.
He necesitado mucho tiempo para descubrir que, sin ser consciente de mi propio saber, ya en aquel entonces me angustiaba lo que sólo más tarde habría de recordar de la mano de los filósofos: que sólo se aprende aquello que ya se sabe, y que lo que no se sabe no puede aprenderse nunca.
3 comentarios:
Gran verdad donde las haya. Aunque también es cierto que tendemos a olvidar lo que aprendemos. Y que lo que más miedo debería darnos es saber todo lo que nos queda por aprender.
Bonito tema.
Bienvenida a la vida.
Bienvenido tú, coco, mi primer comentarista.
Pues sí, en esa tarea estamos, en la de tener que estar redescubriendo siempre de nuevo lo que el paso del tiempo desdibuja. Pero es cierto que ésa es sólo una parte de la verdad.
Un beso de buenas noches
Cuanto he aprendido contigo !
(por ahora espero!)
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