martes, 3 de junio de 2008

Juzgar


Llegó a mis manos hace unos días una entrevista, publicada meses atrás, a un antiguo misionero "convertido" a la antropología por los evuzok, una etnia africana del Camerún. Lluís Mallart cuenta en ella cómo siendo aún joven aterrizó entre estas gentes mal llamadas primitivas con la piadosa intención de convertirlos al cristianismo. Sin embargo, la convivencia con ellos acabó invirtiendo las tornas: hoy por hoy Mallart se considera hijo de los evuzok, según destaca en un libro editado recientemente cuyo título coincide con esta misma declaración.

Algunas historias conocía ya de oídas de antiguos antropólogos dedicados al trabajo de campo en recónditos lugares del planeta, cuya creciente empatía y fascinación por las tribus investigadas les había llevado incluso a practicar los mismos rituales mágicos que al principio observaban con mirada crítica y distanciada de entomólogo. Por eso, lo que más me llamó la atención de esta entrevista no fue tanto el relato sobre el abandono de las pretensiones evangelizadoras de este antiguo misionero para hermanarse con los evuzok, como las razones que aducía para justificar su transformación.

Dice Mallart que en el trato con ellos descubrió que "era un misionero con una inclinación hacia el otro, y que esa inclinación tenía un límite". Un límite que sitúa con contundencia en el "juzgar al otro". Pues, según explica Mallart, "si juzgas al otro, ya no le quieres otro, le quieres igual a ti. Y claro, el misionero juzga: le dice al otro que debe cambiar algo supuestamente malo por algo supuestamente bueno...". A la inevitable condena que supone ese juicio sobre el otro, Mallart prefirió indagar en ese otro, tratar de comprenderlo. Y por ello se vió, casi sin quererlo, convertido en antropólogo.

No han dejado desde entonces estas palabras de dar vueltas en mi cabeza. Entiendo que por una razón obvia: su aplicación sobrepasa ampliamente la experiencia concreta de quien se enfrenta a grupos humanos radicalmente dispares a los de la cultura a la que uno pertenece. Porque aquí todos somos otros de otros, otros embarcados en la aventura de convivir, compartir, amar, respetar o simplemente tolerar a esos otros. Aquí todos nos hallarmos inclinados sin remedio hacia el otro, sin el cual nada seríamos. Y sin embargo es posible que, en esa inevitable inclinación hacia el otro, no nos detengamos lo suficiente a pensar sobre sus límites. O que, si tratamos de pensarlos, no sepamos distinguir con claridad dónde se encuentran.

Me pregunto si es verdad que juzgar a otro implica realmente no quererlo ya otro. Pienso entonces en lo que sucede cuando nos juzgamos a nosotros mismos. "Esto lo he hecho mal", nos decimos, "no debería haber actuado así". Vemos en nosotros a un yo indeseable, ése que ha actuado mal, un yo que no queremos o querríamos ser porque se desdice del yo que sí queremos ser, o de la imagen ideal que de nosotros mismos nos hemos forjado. Pretendemos así, al juzgarnos, dejar de ser, rechazar a ese yo indeseable, dañino o estúpido, a ese "otro" de nuestra imagen ideal, para ser iguales al yo que aspiramos a ser.

Algo análogo diría que sucede cuando juzgamos a otro. "Esto lo has hecho mal", le decimos, "no deberías haber actuado así". ¿Y cómo es así? Del modo en que nosotros creemos que debería haber actuado, del modo en que nosotros mismos en su situación, pensamos, habríamos actuado. Pretendemos así, al juzgarle, que rechace lo que le diferencia de nosotros, que deje de ser ese "otro" que es con respecto a lo que somos para hacerlo igual a nosotros mismos. Como dice Mallart, en efecto, al juzgarle no lo aceptamos como otro, sino que lo queremos igual a nosotros. El juicio al otro pasa por el intento de asimilar al otro, por la aspiración a transformarlo en un fiel reflejo de nosotros mismos en el que espejearnos sin mancha ni distorsión alguna.

¿Con qué derecho?, imagino que se preguntaría Mallart ante los evuzok. ¿Con qué legitimidad?, deberíamos tal vez preguntarnos nosotros cada vez que, al juzgar, imponemos al otro nuestro propio yo negándole su ser otro. ¿Tanto nos cuesta entender, aceptar, tolerar que el otro es simplemente otro?

Me temo que sí. Nos manejamos mal con la diferencia, sobre todo con la del otro más cercano, a quien más deseamos ofrecer de nosotros mismos. Quizás porque esa diferencia nos cuestiona en nuestras elecciones, o en la falta de ellas, para mostrarnos todo aquello que queda más allá del círculo sobre el que cada día tratamos de ir cerrando celosamente nuestra identidad. Quizás porque nos asustan las posibilidades de ser otro que habitan en nosotros mismos. Quizás por éstas y mil razones más que no sabemos ni tan siquiera discernir.

Abramos ese círculo. Suspendamos tanto como sea posible el juicio sobre el otro. También sobre el otro que asoma en el centro mismo de lo que creemos o queremos ser.


22 comentarios:

Dante Bertini dijo...

qué difícil lo que pides:
diría que imposible.
juzgando también aprendemos:
cotejando, comparando, negando o aceptando lo supuestamente ajeno
formamos lo que vamos siendo.

no necesariamente nuestro juicio debe ser ¡culpable!

un abrazo

juan rafael dijo...

Este será un comentario muy mundano, pero vaya, ahondando en la noticia, pienso que la mayoría abocado a la causa con una vocación natural tiende a relacionarse con los de su mismo sexo y si esa tribu le dió facilidades para ello, pues ahi que fué ;)

c.e.t.i.n.a. dijo...

Entre juzgar a una sociedad bajo el prisma occidental y juzgar las a un conciudadano(o a mí mismo) simplemente por sus acciones creo que hay una enorme diferencia.

Si alguien tira la basura desde la ventana en vez de depositarla en el contenedor se arriesga a que cualquier vecino le tache de cerdo. Pero ese toque de atención no es para demostrale que se es mejor persona que él, sino para exigirle que sea respetuoso con sus conciudadanos como el resto de vecinos lo son con él.

Cuando un misionero va a evangelizar infieles sí que lo hace desde la supuesta autoridad moral que le otorga practicar la "Única Religión Verdadera". No es un juicio entre iguales.

Pero ese es un problema propio de los misioneros, de los miembros de Ong's y de todos esos soplapollas que dicen dedicar su tiempo a "ayudar" al Tercer Mundo cuando en el fondo lo único que pretenden es demostrarse a sí mismos y a quien les quieran creer que son mejores personas que los demás porque decican todos sus esfuerzos(y los recursos de los demás) en ayudar al prójimo.

Toda esta gente en el fondo son unos egocéntricos(puede que incluso bienintencionados) que aspiran a sentirse mejores personas(o que cubren carencias emocionales) ayudando a los pobres cuando cualquier persona con dos dedos de frente sabe que su dedicación no solucionará nada porque los causantes del problema(gobiernos y multinacionales) no tienen ningún interés en solucionarlo.

Estos comportamientos son propios de una visión paternalista sobre el Tercer Mundo que les viene dada por esa superioridad moral que les da sentirse seres civilizados. ¿Civilizados? ¿Acaso no lo son el Tercer Mundo? ¿Acaso es más civilizado ser cristiano que animista? ¿Es necesario convivir con una civilización para respetarla? Ay, cuánta prepotencia otorga la ignorancia...

Un beso

Arcángel Mirón dijo...

Yo no creo que debamos suspender el juicio sobre nosotros mismos. Aclaro: juicio, no castigo, no maltrato. Yo quiero evolucionar. Pero evolucionar midiéndome con mis propios parámetros, no para llegar a ser lo que otro quiere que sea.

Antígona dijo...

Lo sé, Cacho de pan, lo sé perfectamente. Por eso he terminado el post diciendo que “tanto como nos sea posible”, porque soy consciente de que hay muchos ámbitos en los que no sólo no puede suspenderse el juicio, sino que no debemos abstenernos de juzgar.

Obviamente, no me estoy refiriendo entonces a esos ámbitos, pero sí a otros donde tendemos a juzgar gratuitamente sólo porque nos cuesta entender las diferencias del otro. Y eso puede suceder tanto con el vecino marroquí o paquistaní que vive en la puerta de al lado como con nuestras amistades o seres queridos cuando no compartimos los mismos criterios o valores.

Yo no llamaría juzgar a eso que tú llamas cotejar o comparar: eso puede ser simplemente observar. Y creo que es de la observación de vidas ajenas de lo que más aprendemos a la hora de conformar lo que somos. Pero observar y elegir un camino no significa necesariamente tener que dejar de reconocer que a lo mejor la opción del otro es tan válida, o incluso más, que la nuestra. Y eso significa para mí aceptar la diferencia sin juzgarla.

¡Un beso!

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Jajaja, Juan Rafael, me hace gracia lo que dices, pero en su caso no fue así. Este antropólogo cuenta cómo, por ejemplo, entre los evuzok era práctica habitual la poligamia, y cómo él, llegado un punto, se sintió incapaz, desde su moral cristiana, de condenarla. Pero luego no se hizo polígamo, eh? Aunque sí abandonó los hábitos y se casó con una cooperante catalana que después, como él, también se dedicó a la antropología. Algunos pensarán que qué oportunidad más desperdiciada, sintiéndose hijo de los evuzok ;)

¡Un beso!

Antígona dijo...

C.E.T.I.N.A., como ya le comentaba a Cacho de pan, no estoy diciendo que debamos abstenernos siempre de juzgar, entre otras cosas porque además de imposible, estoy convencida de que no deseable.

Entiendo lo que dices sobre ese vecino que es un cerdo, y ahí el juicio me parece perfectamente legítimo. Pero no es la misma situación de cuando uno se descubre juzgando a sus amigos, a sus hijos, a su marido o mujer, sólo porque tienen puntos de vista diferentes sobre las cosas y prefieren actuar de una manera distinta a como uno lo haría. Es ahí, en las relaciones de cercanía, donde tendemos a efectuar más juicios de asimilación del otro a nuestra propia perspectiva. Pensemos sobre todo en las relaciones entre padres e hijos, en las que constantemente los padres tratan de imponer sus criterios, incluso cuando sus hijos ya están bien creciditos, y hacen valoraciones negativas en el momento en que éstos no se siguen. Pero también sucede frecuentemente en las relaciones de amistad, o de pareja. Cuanto más cerca nos sentimos del otro, pienso que más difícilmente toleramos su diferencia, precisamente porque creemos que esa diferencia nos impedirá sentirnos tan cerca como desearíamos de ese otro. Y pienso que eso es un error.

Con todo lo que dices de los misioneros, cooperantes de ONGs, y demás personal que se dedica a intervenir en el tercer mundo, estoy totalmente de acuerdo. Creo que entre ellos sigue primando la idea de que deben ayudarlos porque se trata de pueblos aún por civilizar, en estado salvaje o primitivo, y es necesario echarles una mano para que alcancen nuestro grado de civilización, como si éste y todo lo que implica fuera el único humanamente válido. Además de que, en efecto, como bien señalas, tales pueblos no precisarían de ninguna ayuda si no nos hubiéramos dedicado durante siglos y siguiéramos haciéndolo a expoliarlos y explotarlos económicamente.

En fin, la arrogancia occidental nunca he tenido límites. Sobre ella se ha construido la historia de la humanidad, para desgracia de los pueblos no occidentales, que han visto sus diferencias, sus peculiares modos de entender la vida y de entenderse a sí mismos, tan legítimas como la nuestra, literalmente masacradas y anuladas. Por no hablar de todas las víctimas que esa arrogancia se ha cobrado. Por eso me gustó la historia de este antropólogo, pese que a no he leído su libro y sólo la conozco a grandes rasgos. Me imagino que se trata de un hombre con una enorme sensibilidad que le hizo percatarse de que su moral cristiana no tenía por qué ser mejor que la propia moral de los evuzok. Y por eso acabó abandonando su condición de misionero para tratar simplemente de comprenderlos y de aprender a convivir con ellos.

En la entrevista termina diciendo, en la línea de lo que tú mismo dices: “Somos tan arrogantes que vemos a los africanos por lo que podemos darles, y no por lo que ellos pueden aportarnos. ¿Y si, en vez de consolarnos tanto haciendo el bien, nos esforzásemos un poquitín en conocerles?”. Creo que tiene toda la razón.

¡Un beso!

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Arcángel, vuelvo a lo que he dicho antes: no se trata de suspender sistemáticamente el juicio sobre nosotros mismos, mucho menos sobre cuestiones morales, sino de intentar distinguir cuándo tales juicios pueden resultar gratuitos. ¿No crees que también se aprende mucho cuando, en lugar de juzgarnos por toda una serie de patrones preconcebidos, empezamos a dar cabida en nuestra cabeza a perspectivas, visiones, ideas que nunca nos habíamos planteado? ¿No crees que a veces excluimos de nuestras vidas aspectos que podrían enriquecernos porque tendemos a juzgarnos demasiado en función de criterios que podrían ser erróneos? Creo que eso es también un elemento importante de nuestra evolución: el que seamos capaces de abrirnos a otros puntos de vista sin juzgarlos de antemano, porque podrían acabar convirtiéndose en nuestros.

¡Un beso!

Anónimo dijo...

...¿no estareis "juzgando" demasiado mal a los cooperantes y misioneros...?

NoSurrender dijo...

Bueno, doctora, yo pienso que el amor es muchas veces muy egoísta. Y que los seres humanos, cuando decimos que amamos a alguien, en realidad lo que amamos es “el amor que sentimos hacia ese alguien”. Esto es, algo completamente subjetivo, interiorizado y personal, que responde a nuestros propios valores aprendidos. Queremos seguir amando, queremos mantener esa sensación interior anfetamínica y para ello no dudamos en reducir al Otro a un mero impulsor de esas emociones. Amar a otro es algo mucho más elevado y cercano a la admiración por el Arte... últimamente acabo hablando mucho de Fromm, no sé qué estará pasando :)

En cualquier caso, doctora Antígona, los seres humanos pueden a veces creer que comparten con el Otro imperativos categóricos universales, que cuando dicen esa frase tan horrible de “tú lo que tienes que hacer es” en realidad están situándose en la finalidad que presuponen en el otro, y ceden graciosamente su experiencia y su inteligencia. Puro altruismo kantiano, vaya!

Un beso, doctora Antígona. No deje que la juzguen nunca. Y si ocurre, contráteme como abogado!

Anónimo dijo...

De todas las profesiones, la que nunca elegiría sería la de juez. Ni para juzgar ni para condenar.
Dicen que si vivieras exactamente la misma vida que un ladrón o un asesino, cometerías sus mismos delitos. Eso no los hace inocentes, quizás te limpia un poco de tu propio juicio y condena.

Ah, y si encima hablamos de juicios morales, ya ni te cuento.
;)

Anónimo dijo...

Yo tampoco me veo de jueza,la verdad, y las personas que juzgan sin cesar,me agotan, pero lo cierto es que juzgar es un hábito en el que con mayor o menor frecuencia,caemos y reincidimos,especialmente con los más cercanos. Es muy dificil aceptar al otro al completo,con el kit"cosas que me gustan y me disgustan" ,sin reproches,sin intención de modificarlo.Creo que un@ tendría que hacer balance y después actuar en consecuencia,y si no eres capaz de aceptar al otro,dejar a la persona que siga siendo quien es y tú pacíficamente alejarte por donde has venido,porque los "deberías" mejor desterrados y los juicios mejor extinguidos.
besos y abrazos!

Antígona dijo...

Amigo Carrascus, mira que eres malo malo…

No, en serio, creo que aquí los juicios, que sin duda lo son, que hemos emitido sobre estos colectivos son juicios sobre las ideas que los sustentan, sobre las actitudes que en su conjunto pueden atribuirseles y desde luego no sobre todas esas ideas y actitudes, sino sólo sobre aquellas que precisamente se dan en continuidad con esa perspectiva tan propia de occidente de considerarse la única civilización digna de tener tal nombre.

No me atrevería a juzgar con tal alegría a un misionero con nombres y apellidos a quien conociera personalmente, ni tampoco a un cooperante en las mismas circunstancias. Entonces es cuando el juicio resultaría probablemente mucho más difícil. Pero aquello que en abstracto esos colectivos representan, sí me parece que es campo en el que el juicio no es sólo deseable, sino también necesario.

¡Un beso!

Antígona dijo...

Doctor Lagarto, lo ha expresado usted inmejorablemente. Tal vez porque, además de lo que usted plantea, en el terreno del amor es donde con más intensidad se ponen en juego los mecanismos de identificación con el otro. Buscamos afinidades, espacios compartidos, similitudes esenciales. O eso es, en gran medida, lo que nos puede llevar a amar a otra persona. De manera que cuando en medio de ese proceso de acercamiento, de similitud, surge la diferencia, corremos el riesgo de pretender aniquilarla en busca de una cercanía aún mayor. Hay que aprender a amar también en la diferencia, incluso en la discrepancia y no confundir la cercanía con la fagocitación del otro. De lo contrario, sólo andaremos buscando, como Narciso, un reflejo en las aguas de nosotros mismos a quien amar. Y ya sabemos todos cómo acabó el pobre Narciso.

A ver, doctor Lagarto, cuando nos regala un post sobre “El arte de amar” de Fromm que tanto menciona últimamente, usted sabrá por qué, claro :P Por mi parte, lo espero impaciente.

Introduce usted además, una cuestión muy interesante: la de si efectivamente existen esos imperativos categóricos universales que deben valernos de guía para la acción. Ahora, no olvide una cosa: tales imperativos categóricos se hacen valer fundamentalmente para uno mismo, para la soledad del sujeto con su conciencia, que es quien realmente puede tratar de analizar sus motivaciones a la hora de actuar. Lo cual no excluye, por otra parte, que en nuestras relaciones con el otro no nos veamos movidos en ocasiones por ese deseo de ayudarlo, en función de nuestra inteligencia y experiencia, que puede cobrar la forma del “tú lo que tienes que hacer es…”. Pero creo esa recomendación es distinta del juicio. Juzgaríamos cuando, sin atender a las razones del otro, valoráramos negativamente sus decisiones sólo porque no coinciden con las nuestras. Son casos diferentes.

A mí, doctor Lagarto, no me importa tanto que me juzguen como juzgar yo misma cuando no debo. Pero si me demuestra usted que sus conocimientos en derecho son tantos como en la ciencia psicoanalítica, ¡queda usted contratado! :)

¡Un beso!

Antígona dijo...

Bueno, Cosaco, yo tampoco creo me gustara ejercer de juez. Creo que no podría cargar cotidianamente con la posibilidad de equivocarme, y acabar así desgraciando la vida de un posible inocente. Por otra parte, estoy de acuerdo con lo que dices: es fácil juzgar el asesinato. Pero no siempre es tan fácil juzgar al asesino.

¡Un beso!

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Has dado en el clavo, Troyana. Porque eso es lo que suele estar a la base de esos juicios de los que podríamos prescindir: la intención de modificar al otro, de asimilarlo a lo que somos, como si nosotros mismos estuviéramos en posesión de la perspectiva correcta y de la manera adecuada de ver las cosas. Pienso que la mejor manera para suspender el juicio en esas ocasiones es pensar que esa manera nuestra sólo es una entre tantas, tal vez ni mejor ni peor que el resto, sólo la nuestra propia y que es además fruto de una trayectoria vital también particularmente nuestra que podría haber sido diferente. Son casos en los que el tomar conciencia de nuestra propia contingencia puede resultar liberador a la hora de enfrentarse con el otro.

Y tienes razón, cuando no hay posibilidad de entendimiento en la diferencia, mejor alejarse. Ya tenemos bastante con tratar de decidir quiénes somos y cómo queremos ser como para encima pretender extender esa tarea a quien ni lo ha pedido ni posiblemente lo desea, como no lo desearíamos nosotros mismos.

¡Un beso y un abrazo!

Antígona dijo...

Queridas y queridos, habréis notado un cambio en la plantilla. Blogger anda haciendo modificaciones, una de ellas afectaba a la que tenía antes y no me ha gustado. Así que para solucionar el tema he decidido pasarme a otra. Ésta es, entre todas las disponibles, la que menos me disgusta. Lo cual, como se deriva de lo que digo, no quiere decir que me guste. Pero es lo que hay. Espero os habituéis al cambio. O a los cambios que puedan darse en los próximos días si encuentro una solución que me satisfaga más.

¡Besos a todos y todas!

Mityu dijo...

Ah.. qué interesante la cuestión, como siempre que planteas algo, mi querida Antígona.

Si, yo comparto esa opinión de que juzgar al otro es no quererle otro. Pero no opino que en todos los casos eso sea negativo.

Las generalizaciones resultan eficaces, pero peligrosas, en particular y en masa.

Juzgar un comportamiento atroz, un acto que atenta contra el otro, no sólo no es condenable sino necesario. El equilibrio entre juzgar, no juzgar, opinar, intervenir, respetar es una delicadísima tela que se confecciona en las cuevas de cada uno, pero que se muestran arquetípicas al exteriorizarlas. Bien por el caso concreto del misionero. En cuanto a cualquier otra cuestión, habrá que conocer esa otra cuestión.

Besos enfáticos, como siempre :)

Miss.Burton dijo...

Como me has gustado el post... porque me ha recordado mi verdad primera, la que mas valoro, y la que mas me importa que me den al otro lado: esa de no juzgar. Me ha pasado muchas veces, el intentar adiestrar el comportamiento de alguien a quien no conocía, pero que sí pensaba que debería actuar en otro plano, o de otra manera, y al llegarle a cnocer realmente, pensar, sí, él es así, hay que respetarlo, por eso lo quiero, porque es difereten, distinto a mi, y tiene que tener ese respeto hacia su persona, porque ese es el verdadero amor hacia el prójimo ese de allá fuera.
Lo he sufrido en mis carnes ultimamente, he cnocido gente que quizás no es que hiciera mal, pero sí hacía cosas que podrían hacerle daño en un futuro, y cuando he llegado a la raiz de la persona, he tenido que sucumbir ante su encanto, personalidad, y mundo suyo, para darme cuenta de que yo soy yo, y el resto es el resto.
Sólo son dictadores, aquellos que quieren imponer sus ideas sobre los otros, y no me interesan en absoluto las dictaduras, como tu bien dices, abramos el círculo... y por dios, que sea verdad, que sea cierta ese aumento de zoom, ese cambio radical, que sólo nos beneficia.
Respecto a juzgarnos a nosotros mismos, ahí no te doy la razón. No podemos enamorarnos de nuestros defectos, sí comprenderlos, y en base a eso saber hacerles cara, y derruirlos, pero eso de pensar que podríamos ser mas benevolentes con nosotros mismos, ni de coña, yo quiero ser una juez despiadada conmigo misma, heavymetal, a saco, y fíjate que intento serlo y en lo que me quedo, como para concederme permisos de nada...
Bueno, te dejo un besazo, y oye, me ha encantado de verdad... sobre todo eso de que iba a hacerlos cristianos... y se pasó al otro bando... joder, daría lo que fuera porque uno que yo me se cristiano, cambiase el rumbo de su vida y ampliase el puto círculo, pero me da que para eso hay que tener ciertas aptitudes, capacidades... y yo me quedo con las ganas de que el cristiano que yo conozco se vuelva de otro bando mas interesante...
BUENO, que me enrrollo y me voy del tema...
UN BESARRACO, HERMOSA¡
Tuya,
Delirium.

Tako dijo...

Sólo añadir que Juzgar siempre me ha parecido hermano de Jugar... y no me refiero a nada divertido...

Antígona dijo...

Querida Mityu, la cuestión es muy interesante, sí, porque es vital en nuestras relaciones con los otros, en nuestro cotidiano andar con, junto a o frente a esos otros que se cruzan en nuestro camino o con quienes decidimos compartir un trecho de nuestro recorrido. Pero más interesante la hacéis vosotros con vuestros comentarios, aportando vuestros puntos de vista y enriqueciendo una perspectiva que, por la naturaleza misma de los blogs, sólo puede ser parcial.

Claro que no en todos los casos juzgar es negativo. Y como bien dices, hay algunos en los que el juicio se vuelve absolutamente necesario. Ahora, ¿quién no ha sentido alguna vez que sus juicios sobre el otro eran un atrevimiento prescindible y dañino? ¿Quién no ha sentido el remordimiento de haberse erigido en juez de manera gratuita e injustificada? ¿Quién no ha sentido incluso la vergüenza de haber osado juzgar cuando el otro sólo demandaba nuestra comprensión o nuestro respeto? Tienes razón al decir que ese equilibrio es extremadamente difícil y complicado. Pero creo que también la experiencia de haberlo quebrantado es muy común, y a ella, y sólo a ella, quería referirme con el post.

¡Besos besos besos! :)

Antígona dijo...

Me alegro, Delirium, de que el post te haya gustado, y veo por lo que dices que la presencia de esa consigna en tu vida de “no juzgar al otro” es algo sentido como propio y reflexionado al hilo de tus experiencias y circunstancias. Utilizas una palabra muy acertada, según pienso, en lo que a veces define nuestra relación con el otro: la voluntad de adiestrarlo, de moldearlo e incluso de domesticarlo en función de nuestros propios criterios y percepciones. Supongo que, como decía en el post, siempre nos resulta más fácil amar en la igualdad que en la diferencia. Pero el aprendizaje del amor en y a la diferencia es estrictamente necesario, entre otras razones porque toleramos mal que el otro quiera modificarnos, que se atente contra nuestra individualidad y las decisiones que de ella se desprenden, y sin embargo en ocasiones olvidamos que lo que no nos gusta que hagan con nosotros, tampoco al otro habrá de gustarle.

Creo que tienes razón al decir que el juicio sobre nosotros mismos tiene implicaciones distintas al juicio sobre el otro. Entre otras cosas, porque somos muy dueños de elegir qué es lo que queremos ser o en qué queremos convertirnos, cuál es el ideal al que deseamos tender en la construcción de nosotros mismos. Aproximarnos a ese ideal, esforzarnos por alcanzarlo, exige que nos reconvengamos a nosotros mismos, que nos juzguemos cuando nos alejamos de él e intentamos modificar nuestra conducta. No hay otra vía que la reflexión sobre los errores y la voluntad de distanciarnos de ellos. Y eso es distinto al propósito de imponer ese idea sobre otro. No obstante, también pienso que esos juicios sobre nosotros mismos tienen un límite. Porque el ideal al que tender puede igualmente modificarse, variar con el tiempo, y esa modificación tal vez requiera que, en ocasiones, seamos capaces de suspender el juicio sobre nosotros mismos para abrirnos a posibilidades que quizás nos estemos negando.

Aléjate entonces de ese cristiano que no tolera perspectivas diferentes a las suyas. Si él no quiere hacer ese ejercicio, lo mejor es que lo dejes encerrado en su propio círculo para que no acabe ahogándote dentro de él. Aunque esto no hace falta que te lo diga porque estoy segura de que ya lo sabes de sobra ;)

Tus rollos son aquí siempre más que bienvenidos, guapa, no lo olvides :)

¡Un beso enorme!

Antígona dijo...

Y a mí tu comentario, querido Tako, me he recordado a aquello que leí una vez en tu blog de “podéis jugar, pero sin haceros daño” :)

Hay juegos peligrosos, sí. Sobre todo cuando las reglas del juego se deciden unilateralmente y tratan de imponerse sobre el otro.

¡Un gran beso!

Anónimo dijo...

Anti,una curiosidad¿qué titulo lleva la pintura que encabeza el post? creo es la misma que está haciendo una compañera de mi clase de pintura...
abrazos!

Antígona dijo...

Troyana, es un cuadro de Gauguin que se titula "Arearea", que según he visto por la red vendría a traducirse por algo así como "felicidad".

Ay, esas pinturas, Troyana, a ver cuándo nos la enseñas ;)

¡Besos!