
El bajo continuo de una inquietud sorda pulsando en la boca de su estómago le acompaña desde el día en que recibió la llamada. Su intensidad se agudiza al asociarse obsesivamente, en el rutinario trayecto al hospital, al recuerdo del número desconocido en la pantalla, de su indecisión -probablemente un error- para apretar la tecla de aceptar, de la voz vacilante al otro lado del teléfono pronunciando su nombre tras excesivos timbrazos. Una voz al principio extraña, reconocida poco después con la vergüenza ya coloreando su rostro al identificarse su propietaria, cautelosa en la elección de las palabras, sin embargo cada vez más firme conforme revelaba la gravedad del asunto. Para rayar tenebrosamente en la angustia cuando Andrés revive en su imaginación su reacción de sorpresa indignada, su obstinado, airado rechazo de la acusación vertida, cómo se atreve, el tono sereno de la voz femenina al expresar la velada amenaza de denuncia, debe usted comprender, yo podría salir mal parada, y él finalmente asintiendo, prometiendo lo antes posible la visita, la inspección encubierta, mejor en domingo cuando yo no esté, volveré a llamarla en cuanto lo haya visto, no, no se preocupe, este mismo fin de semana.
Lucía había aceptado el pretexto de su visita sin apenas preguntas, sin atisbo de reproche en su voz suave por su descuido ahora que, por su desapego ahora que, por su lejanía trascendiendo la distancia geográfica ahora que pero igual antes, con sincera alegría alborozada, sólo lamentando que Carmen no pudiera también, que hubiera de ser tan breve, domingo en lugar de sábado, el domingo libra Pilar, ya sabes, la cuidadora, y no podrían moverse de casa, anunciando pollo en pepitoria como el que guisaba mamá, riendo, muy lista no he sido nunca pero la cocina no se me da mal.
Andrés acusa la tensión en la espalda tras los cientos de kilómetros recorridos y el desasosiego en alza al penetrar en el edificio del piso familiar, su propio hogar hasta hace no tantos años aunque en cada visita le parezcan los de toda una vida, la casa de su infancia y primera juventud escindidas de su presente como por un abismo. La reciente mano de pintura cubriendo las paredes del portal y las escaleras no logra ocultar su aspecto antiguo, decadente, deslucido más allá de ese brillante color crema. Tampoco impide el involuntario rebrotar de sentimientos ambivalentes enraizados a una memoria que rehúye evocar. En el segundo piso, Lucía le recibe ante la puerta con una sonrisa y un discreto delantal, el trapo entre las manos medio húmedas, pasa pasa, que qué tal el viaje, te abro una cerveza de aperitivo.
Ya desde el recibidor adivina en el comedor la coronilla rala asomando sobre el respaldo del sillón frente al ventanal. Mientras Lucía vuelve a la cocina, se acerca a él despacio, procurando no perturbar quizá una siesta temprana. Y papá, en efecto, duerme pese a sus ojos abiertos, las pupilas fijas y los globos estáticos evidenciando la ceguera impasible del espíritu inerte a las líneas paralelas de árboles floridos, a los viandantes en la calle bulliciosa, a la bandada de pájaros rasgando el azul límpido del cielo. Se sitúa frente a él, ¡papá!, una, dos, a la tercera vez alcanza a quebrar su vigilia sonámbula, su extravío interior por blancos desiertos, y sus pupilas giran hacia las suyas mientras en la lengua de Andrés, alentada por el asomo de reconocimiento, parlotean preguntas huecas, palabras estúpidas en armonía con sus muecas exageradas, ésas que tontamente se prodigan al infante aún ajeno al lenguaje, a este infante arrugado y mudo cuyas pupilas acaban regresando opacas al ventanal, al paisaje dinámico invisible frente a sus ojos por dentro sellados. Papá tiránico, papá colérico, papá ogro convertido ahora en un muñeco viejo y acartonado. Papá un idiota, una estatua de sal tras el ictus irrecuperable.
Lucía aparece con la cerveza, ya ves, pobre, sigue igual, terminar así, con el mal genio que tenía, cómo no lo vas a recordar, menos mal que Pilar se las apaña bien con él, su dineral nos cuesta y gracias, sobre todo a ti, pero los domingos, los domingos se hacen pesados, todo el día aquí encerrada, imposible dejarlo solo, cuando menos lo esperas se levanta, aún tiene fuerza, no vayas a creer que porque se haya quedado en la mitad, y está tan torpe, que si no coordina, dice el médico, a trompicones va, y entonces no sabes los moratones que le salen, la medicación ésa para la sangre, qué te voy a contar, tú trabajas con médicos, cualquier golpecito de nada, pero no, no te apures, no lo llevo tan mal, y además si no pasa nada el mes que viene estará en la residencia, ya queda poco, suspira, qué alivio, todo está bien, todo está bien.
Papá ha comido su papilla hace rato y ellos se sientan a la mesa junto al ventanal. Lucía tiene buen aspecto, aunque diga acusar el cansancio por su inexperiencia en la gestión de la panadería, aunque la cicatriz que afea su rostro desde su nacimiento siga surcando la carne pálida desde la nariz al labio. La pequeña Lucía, siempre dócil, siempre tierna, siempre obediente. En su mansedumbre, en sus estrepitosos fracasos escolares esposándola a la harina y el pan, en su falta de interés por los chicos, fruto sin duda del desconfiado apocamiento que, año tras año, se anudaba con mayor tenacidad al reflejo tan frecuentemente estudiado de la cicatriz en el espejo del baño, se alberga para Andrés el número contable de los factores despejando las incógnitas a tantos porqués: por qué Lucía no logró abandonar el nido a menudo inhóspito, por qué cedió a las presiones de mamá que empezaba a enfermar renunciando al proyecto del piso en alquiler, por qué tras su muerte consintió de nuevo, sólo unos meses más, hasta que papá se habitúe a la idea, papá ya viejo y cansado, pero papá gastando todavía ese perro humor de mil demonios, ese aquí mando yo, ese egoísmo tiránico y autoritario. Y de improviso el ictus, de improviso papá inútil y desvalido. No, Lucía no sabe aún qué hará cuando ingrese en la residencia, puedes quedarte en esta casa, no faltaría más, todo el tiempo que quieras, sólo cuando tú lo decidas ponemos en marcha los trámites de venta, podrías incluso pagarme una parte y quedarte a vivir aquí si lo prefieres. Lucía deniega con contundencia mientras mastica el pollo y lanza la vista hacia papá, no, eso ni en broma, demasiados malos recuerdos, para luego mirar a Andrés durante unos instantes y devolver los ojos al tenedor y el cuchillo trajinando en el plato.
Desde la cocina llega el rumor de la radio, de Lucía canturreando mientras friega y prepara café. Andrés se levanta, se dirige con sigilo hacia papá y se sitúa frente a él, poniendo sus manos sobre las suyas, que yacen laxas, frías, inmóviles sobre los muslos. Papá impasible, las pupilas fijas chocando ahora con su suéter negro de algodón. Con cuidado le desanuda el batín, le desabrocha la camisa, le sube las mangas. Ahí están. Dios. Dios. El rostro de Andrés se desencaja, bajo su esternón el punzón lacerante del horror haciendo por fin acto de presencia, aniquilando en su contundente manifestación la esperanza de la fantasía malévola, de la sospecha delirante y mezquina. Sobre la piel fofa, las manchas informes de color violáceo, las huellas delatoras, irrefutables, más recientes, más antiguas y amarillentas, de unos dedos pellizcando con saña, retorciendo la masa blanda, apretando con injustificada dureza, acaso abofeteando la carne flácida. Oh, Dios. Sus manos tiemblan gelatinosas al recomponer con idéntico cuidado las ropas de papá impertérrito, papá indefenso, papá muñeco viejo y acartonado maltratado por una niña enloquecida capaz de la más terrible atrocidad. Papá, de pronto, vencida la cabeza sobre el respaldo y los párpados cerrados. Papá que, al apartarse Andrés de su cuerpo, mira otra vez al frente, los párpados ya abiertos, los globos estáticos, tan ciegos como antes a los suyos.
Los brazos de Andrés reposan con fingida calma sobre el mantel cuando Lucía llega con la bandeja del café. La deposita con cuidado en el centro. Del sillón emerge un leve ruido nasal. Espera un segundo, el paquete de kleenex saliendo del bolsillo del delantal, hasta hay que sonarle como a un crío, pobre, se inclina sobre papá tal y como él apenas hace unos minutos, sopla papá, sopla. Y mientras le limpia la nariz, Andrés observa sorprendido cómo la mano derecha de papá cobra de repente vida y se encamina, como impulsada por un lejano automatismo, pausada, casi parsimoniosamente hacia Lucía, hacia la falda de Lucía, hacia la cadera de Lucía. La cadera que entonces se contorsiona con un extraño, huidizo movimiento y se sustrae ágilmente a la mano extendida. Una mueca de viva repugnancia, de virulento asco, contrae las facciones de Lucía de regreso a la mesa, Lucía que baja la cabeza al intuir sobre ella la mirada de Andrés, Lucía que se precipita sobre la cafetera para servir el café y formula una pregunta ya formulada y respondida en algún momento.
Sobre la secuencia aún sostenida en sus retinas que enlaza mano y cadera en fuga se abalanza un tropel de imágenes desterradas, sepultadas en el cajón más recóndito de ese armario oscuro donde Andrés se esfuerza por encerrar bajo llave, con reconcentrado tesón desde que memoria y olvido le asisten, sus más inquietantes, desdibujados recuerdos. Lucía sacudiéndose esa mano más joven que, apoyada en su cintura, se desliza como al descuido hacia su nalga. Lucía soltándose bruscamente de esa mano menos arrugada que, agarrada a su brazo, parece intentar rozar con el dorso de los dedos su pecho adolescente, mientras papá bromea sobre su aspereza, Lucía cardo borriquero. La repulsión mal disimulada en los labios de Lucía al besar las mejillas de papá al acostarse, forzando a su talle delgado a guardar una insólita distancia de su tronco rechoncho. Lucía, aquella tarde en que papá había regresado de la panadería horas antes de lo habitual, ella sola en casa, él borracho tras la comida de celebración, encerrada en su cuarto, un ovillo prieto en un rincón, llorando en silencio, abrazándose con fuerza las rodillas, mordiendo la cicatriz del labio hasta hacerlo sangrar, rehusando contar el motivo de su llanto. Lucía, la pequeña y dócil y mansa Lucía.
Cuando arranca el motor es su propio llanto el que se desata, las lágrimas empañando las manchas violáceas, las facciones contraídas de Lucía, la cicatriz partiendo su labio, el timbre de la voz de Pilar, el de su voz mañana, mintiendo, garantizando la inocencia de Lucía, asegurando la naturaleza accidental, inevitable con la medicación, amenazando con el despido inminente si no desecha ocurrencias perversas, llamando a primera hora a la residencia, tratando de acelerar, cueste lo que cueste, el ingreso de papá. Ni un domingo más Lucía a solas con él. Ni un domingo más Lucía enloquecida, enloquecida pero no atroz, enloquecida pero quién afirmaría que culpable, por la ira y la rabia. Por el dolor durante largos años macerado en insensata, brutalmente ritual, enfermiza, pero quién osaría decir que incomprensible erupción.
Algo se encoge en sus pulmones al contemplar el reloj en el salpicadero: todavía hoy es domingo, todavía restan horas de domingo. Y a punto de pulsar el intermitente para emprender el trayecto, su rostro a medio recomponer se desencaja de nuevo al descifrar la idea confusa que apedrea su frente desde que entrara en el vehículo: que en la cabeza vencida de papá sobre el respaldo del sillón no hablara queja alguna por el sutil, demorado martirio; que sus párpados cerrados por unos segundos tan sólo revelaran el resignado, apenas consciente asentimiento de un minúsculo, acaso último resquicio de claridad en el espíritu moribundo, a la ley que dictamina la devolución de mal por mal, de crimen por crimen, de abuso por abuso y maltrato por maltrato. Por más que, junto a tantas y tan infinitas variables, el imparable flujo del tiempo, también el germinar por su causa de flores podridas en heridas incurables, nieguen el equilibrado intercambio en su nombre de ojos por ojos y dientes por dientes.
Lucía había aceptado el pretexto de su visita sin apenas preguntas, sin atisbo de reproche en su voz suave por su descuido ahora que, por su desapego ahora que, por su lejanía trascendiendo la distancia geográfica ahora que pero igual antes, con sincera alegría alborozada, sólo lamentando que Carmen no pudiera también, que hubiera de ser tan breve, domingo en lugar de sábado, el domingo libra Pilar, ya sabes, la cuidadora, y no podrían moverse de casa, anunciando pollo en pepitoria como el que guisaba mamá, riendo, muy lista no he sido nunca pero la cocina no se me da mal.
Andrés acusa la tensión en la espalda tras los cientos de kilómetros recorridos y el desasosiego en alza al penetrar en el edificio del piso familiar, su propio hogar hasta hace no tantos años aunque en cada visita le parezcan los de toda una vida, la casa de su infancia y primera juventud escindidas de su presente como por un abismo. La reciente mano de pintura cubriendo las paredes del portal y las escaleras no logra ocultar su aspecto antiguo, decadente, deslucido más allá de ese brillante color crema. Tampoco impide el involuntario rebrotar de sentimientos ambivalentes enraizados a una memoria que rehúye evocar. En el segundo piso, Lucía le recibe ante la puerta con una sonrisa y un discreto delantal, el trapo entre las manos medio húmedas, pasa pasa, que qué tal el viaje, te abro una cerveza de aperitivo.
Ya desde el recibidor adivina en el comedor la coronilla rala asomando sobre el respaldo del sillón frente al ventanal. Mientras Lucía vuelve a la cocina, se acerca a él despacio, procurando no perturbar quizá una siesta temprana. Y papá, en efecto, duerme pese a sus ojos abiertos, las pupilas fijas y los globos estáticos evidenciando la ceguera impasible del espíritu inerte a las líneas paralelas de árboles floridos, a los viandantes en la calle bulliciosa, a la bandada de pájaros rasgando el azul límpido del cielo. Se sitúa frente a él, ¡papá!, una, dos, a la tercera vez alcanza a quebrar su vigilia sonámbula, su extravío interior por blancos desiertos, y sus pupilas giran hacia las suyas mientras en la lengua de Andrés, alentada por el asomo de reconocimiento, parlotean preguntas huecas, palabras estúpidas en armonía con sus muecas exageradas, ésas que tontamente se prodigan al infante aún ajeno al lenguaje, a este infante arrugado y mudo cuyas pupilas acaban regresando opacas al ventanal, al paisaje dinámico invisible frente a sus ojos por dentro sellados. Papá tiránico, papá colérico, papá ogro convertido ahora en un muñeco viejo y acartonado. Papá un idiota, una estatua de sal tras el ictus irrecuperable.
Lucía aparece con la cerveza, ya ves, pobre, sigue igual, terminar así, con el mal genio que tenía, cómo no lo vas a recordar, menos mal que Pilar se las apaña bien con él, su dineral nos cuesta y gracias, sobre todo a ti, pero los domingos, los domingos se hacen pesados, todo el día aquí encerrada, imposible dejarlo solo, cuando menos lo esperas se levanta, aún tiene fuerza, no vayas a creer que porque se haya quedado en la mitad, y está tan torpe, que si no coordina, dice el médico, a trompicones va, y entonces no sabes los moratones que le salen, la medicación ésa para la sangre, qué te voy a contar, tú trabajas con médicos, cualquier golpecito de nada, pero no, no te apures, no lo llevo tan mal, y además si no pasa nada el mes que viene estará en la residencia, ya queda poco, suspira, qué alivio, todo está bien, todo está bien.
Papá ha comido su papilla hace rato y ellos se sientan a la mesa junto al ventanal. Lucía tiene buen aspecto, aunque diga acusar el cansancio por su inexperiencia en la gestión de la panadería, aunque la cicatriz que afea su rostro desde su nacimiento siga surcando la carne pálida desde la nariz al labio. La pequeña Lucía, siempre dócil, siempre tierna, siempre obediente. En su mansedumbre, en sus estrepitosos fracasos escolares esposándola a la harina y el pan, en su falta de interés por los chicos, fruto sin duda del desconfiado apocamiento que, año tras año, se anudaba con mayor tenacidad al reflejo tan frecuentemente estudiado de la cicatriz en el espejo del baño, se alberga para Andrés el número contable de los factores despejando las incógnitas a tantos porqués: por qué Lucía no logró abandonar el nido a menudo inhóspito, por qué cedió a las presiones de mamá que empezaba a enfermar renunciando al proyecto del piso en alquiler, por qué tras su muerte consintió de nuevo, sólo unos meses más, hasta que papá se habitúe a la idea, papá ya viejo y cansado, pero papá gastando todavía ese perro humor de mil demonios, ese aquí mando yo, ese egoísmo tiránico y autoritario. Y de improviso el ictus, de improviso papá inútil y desvalido. No, Lucía no sabe aún qué hará cuando ingrese en la residencia, puedes quedarte en esta casa, no faltaría más, todo el tiempo que quieras, sólo cuando tú lo decidas ponemos en marcha los trámites de venta, podrías incluso pagarme una parte y quedarte a vivir aquí si lo prefieres. Lucía deniega con contundencia mientras mastica el pollo y lanza la vista hacia papá, no, eso ni en broma, demasiados malos recuerdos, para luego mirar a Andrés durante unos instantes y devolver los ojos al tenedor y el cuchillo trajinando en el plato.
Desde la cocina llega el rumor de la radio, de Lucía canturreando mientras friega y prepara café. Andrés se levanta, se dirige con sigilo hacia papá y se sitúa frente a él, poniendo sus manos sobre las suyas, que yacen laxas, frías, inmóviles sobre los muslos. Papá impasible, las pupilas fijas chocando ahora con su suéter negro de algodón. Con cuidado le desanuda el batín, le desabrocha la camisa, le sube las mangas. Ahí están. Dios. Dios. El rostro de Andrés se desencaja, bajo su esternón el punzón lacerante del horror haciendo por fin acto de presencia, aniquilando en su contundente manifestación la esperanza de la fantasía malévola, de la sospecha delirante y mezquina. Sobre la piel fofa, las manchas informes de color violáceo, las huellas delatoras, irrefutables, más recientes, más antiguas y amarillentas, de unos dedos pellizcando con saña, retorciendo la masa blanda, apretando con injustificada dureza, acaso abofeteando la carne flácida. Oh, Dios. Sus manos tiemblan gelatinosas al recomponer con idéntico cuidado las ropas de papá impertérrito, papá indefenso, papá muñeco viejo y acartonado maltratado por una niña enloquecida capaz de la más terrible atrocidad. Papá, de pronto, vencida la cabeza sobre el respaldo y los párpados cerrados. Papá que, al apartarse Andrés de su cuerpo, mira otra vez al frente, los párpados ya abiertos, los globos estáticos, tan ciegos como antes a los suyos.
Los brazos de Andrés reposan con fingida calma sobre el mantel cuando Lucía llega con la bandeja del café. La deposita con cuidado en el centro. Del sillón emerge un leve ruido nasal. Espera un segundo, el paquete de kleenex saliendo del bolsillo del delantal, hasta hay que sonarle como a un crío, pobre, se inclina sobre papá tal y como él apenas hace unos minutos, sopla papá, sopla. Y mientras le limpia la nariz, Andrés observa sorprendido cómo la mano derecha de papá cobra de repente vida y se encamina, como impulsada por un lejano automatismo, pausada, casi parsimoniosamente hacia Lucía, hacia la falda de Lucía, hacia la cadera de Lucía. La cadera que entonces se contorsiona con un extraño, huidizo movimiento y se sustrae ágilmente a la mano extendida. Una mueca de viva repugnancia, de virulento asco, contrae las facciones de Lucía de regreso a la mesa, Lucía que baja la cabeza al intuir sobre ella la mirada de Andrés, Lucía que se precipita sobre la cafetera para servir el café y formula una pregunta ya formulada y respondida en algún momento.
Sobre la secuencia aún sostenida en sus retinas que enlaza mano y cadera en fuga se abalanza un tropel de imágenes desterradas, sepultadas en el cajón más recóndito de ese armario oscuro donde Andrés se esfuerza por encerrar bajo llave, con reconcentrado tesón desde que memoria y olvido le asisten, sus más inquietantes, desdibujados recuerdos. Lucía sacudiéndose esa mano más joven que, apoyada en su cintura, se desliza como al descuido hacia su nalga. Lucía soltándose bruscamente de esa mano menos arrugada que, agarrada a su brazo, parece intentar rozar con el dorso de los dedos su pecho adolescente, mientras papá bromea sobre su aspereza, Lucía cardo borriquero. La repulsión mal disimulada en los labios de Lucía al besar las mejillas de papá al acostarse, forzando a su talle delgado a guardar una insólita distancia de su tronco rechoncho. Lucía, aquella tarde en que papá había regresado de la panadería horas antes de lo habitual, ella sola en casa, él borracho tras la comida de celebración, encerrada en su cuarto, un ovillo prieto en un rincón, llorando en silencio, abrazándose con fuerza las rodillas, mordiendo la cicatriz del labio hasta hacerlo sangrar, rehusando contar el motivo de su llanto. Lucía, la pequeña y dócil y mansa Lucía.
Cuando arranca el motor es su propio llanto el que se desata, las lágrimas empañando las manchas violáceas, las facciones contraídas de Lucía, la cicatriz partiendo su labio, el timbre de la voz de Pilar, el de su voz mañana, mintiendo, garantizando la inocencia de Lucía, asegurando la naturaleza accidental, inevitable con la medicación, amenazando con el despido inminente si no desecha ocurrencias perversas, llamando a primera hora a la residencia, tratando de acelerar, cueste lo que cueste, el ingreso de papá. Ni un domingo más Lucía a solas con él. Ni un domingo más Lucía enloquecida, enloquecida pero no atroz, enloquecida pero quién afirmaría que culpable, por la ira y la rabia. Por el dolor durante largos años macerado en insensata, brutalmente ritual, enfermiza, pero quién osaría decir que incomprensible erupción.
Algo se encoge en sus pulmones al contemplar el reloj en el salpicadero: todavía hoy es domingo, todavía restan horas de domingo. Y a punto de pulsar el intermitente para emprender el trayecto, su rostro a medio recomponer se desencaja de nuevo al descifrar la idea confusa que apedrea su frente desde que entrara en el vehículo: que en la cabeza vencida de papá sobre el respaldo del sillón no hablara queja alguna por el sutil, demorado martirio; que sus párpados cerrados por unos segundos tan sólo revelaran el resignado, apenas consciente asentimiento de un minúsculo, acaso último resquicio de claridad en el espíritu moribundo, a la ley que dictamina la devolución de mal por mal, de crimen por crimen, de abuso por abuso y maltrato por maltrato. Por más que, junto a tantas y tan infinitas variables, el imparable flujo del tiempo, también el germinar por su causa de flores podridas en heridas incurables, nieguen el equilibrado intercambio en su nombre de ojos por ojos y dientes por dientes.