
"La verdad, en su nombre maldito nos perdimos, en su nombre solamente, no por la verdad misma, si acaso existiera, sino por el deseo de verdad que nos arrancó las "confesiones" más aterradoras, tras las cuales quedamos más alejados que nunca de nosotros mismos, sin acercarnos ni un paso a verdad alguna".
Jacques Derrida
- ¿Y bien? ¿Qué era eso tan importante que tenías que decirme que no podía esperar a la noche? - Sara lo mira mientras remueve el azúcar del café recién servido con una sonrisa expectante. Tras ella trata de disimularse sin éxito una cierta ansiedad. La misma que anima su voluntad de revestir de ligereza la pregunta que le quema en los labios desde que la ha llamado para citarla esta mañana. Sus mejillas se han arrebolado por el repentino contraste entre el frío callejero y la potente calefacción del bar. Debe reconocer que está preciosa. Conforme él baja los ojos hacia su propio café y su rostro se tensa, intuye agudizarse su inquietud, imagina sus dedos retorciendo el pendiente de su lóbulo izquierdo. Escupir la verdad, ésa es ahora su tarea. Inspira profundamente antes de empezar a hablar. También a él le queman las palabras en la lengua desde anoche.
- Ayer la vi. A Nuria.
Nuria. Bajo ese nombre sin rostro se condensa para Sara el peso de un espectro desconocido bruscamente resucitado. La gravedad de un fracaso según él superado.
- ¿Ayer? Me dijiste que la reunión se había alargado hasta tarde - Para Sara el fracaso pretérito tiene otros nombres. A ciertas alturas de la vida, es raro no coleccionarlos en pequeños tarros cuyos tapones debe uno esforzarse por mantener bien cerrados.
- Sí. Te mentí. No hubo ninguna reunión. Salí más pronto del laboratorio y quedé con ella - Sus ojos abandonan con decisión la superficie líquida del café para posarse firmes sobre los de Sara.
- ¿Y eso? No me habías dicho que estuviérais en contacto - Sara enciende un cigarrillo y retorna a esos ojos oscuros por entre las volutas de humo.
- Bueno... en realidad no lo estábamos. O no más allá de los mails que intercambiamos de cuando en cuando.
- No sabía nada de esos mails. O quizá no te entendí bien cuando me lo dijiste, no sé... ¿Te pidió ella que quedárais? - Sara se esfuerza por recordar lo que él le ha contado de Nuria, de sus años juntos: su belleza, su carácter alegre y sencillo, un tanto apocado y proclive a los convencionalismos; las reflexiones de él ante la falta de aficiones y perspectivas comunes, ante la previsible divergencia de intereses conforme transcurría el tiempo; la llegada primero de la insatisfacción, luego del tedio y el hastío; y finalmente, la ruptura, propuesta por él, amarga para ambos, juzgada no obstante como necesaria por las dos partes.
- No. Fui yo. Sara... - Este súbito regreso de su nombre propio, antes reemplazado por apelativos cariñosos, le suena en la boca seria de él a escudo y coraza, a pantalla acristalada alzada entre ambos - supongo que estos últimos días he estado pensando en ella más que de costumbre. Y ayer... en fin, ayer sentí el impulso de llamarla, de volver a verla, y, sencillamente, no hice nada por refrenarlo. La llamé y quedamos.
- ¿Y qué pasó? - Sara nota una molesta punzada en el vértice de su esternón. El extremo del cuerpo ya algunas veces recompuesto de su orgullo. La punta por donde han comenzado a temblar las expectativas forjadas poco a poco sobre él, sobre sus brazos cálidos, sobre su conversación inteligente, sobre su mutuo entendimiento, desde que lo conociera hace algunas semanas. Demasiado prematuro, se dice a sí misma intentando mantener la calma, para atribuir el malestar a un presunto amor malherido. No así a la ilusión que a menudo se confunde con su nacimiento.
- No pasó nada, Sara. Quiero decir, por fuera, por expresarlo de algún modo, objetivamente, no pasó nada. Tomamos un café y charlamos. Nada más. Pero por dentro... dentro de mí sí pasó algo. Es posible que aún sienta algo por ella. No sé si la echo de menos.
- ¿Y ella? - La punzada se agudiza, acompañada por el sonido imperceptible de un leve chasquido: el de las expectativas al empezar a resquebrajarse.
- ¿Ella? Sara, ¿y eso qué más da? - Las facciones de él se contraen en un gesto de incipiente irritación - No sé si Nuria sigue sintiendo algo por mí, si es a eso a lo que te refieres. Ni siquiera me parece probable, aunque me quedó claro que no está con nadie. Estuvo estupenda. Sencilla, risueña, cariñosa. Pero es su manera de ser, no puedo sacar ninguna conclusión al respecto. Me contó de su vida, de su nuevo trabajo... luego nos despedimos como dos viejos amigos, eso fue todo. Pero Sara, eso no es lo importante. Lo importante, para mí, para nosotros, es lo que sentí yo. Eso es lo que no quería ocultarte. Lo que desde que colgué anoche el teléfono me pareció sucio ocultarte. Sólo trato de ser honesto, de ser sincero. Conmigo y contigo. De decir la verdad y poner todas las cartas sobre la mesa.
- Y supongo que lo que se deriva de esa verdad es que quieres que lo dejemos, ¿no? - La frase contiene una resolución que no esperaba de sí misma. Probablemente, un automatismo ante la amenaza que por primera vez ha sentido contenerse en la palabra "verdad". Blandida como un arma sobre su cabeza ante la cual sólo cabe la retirada.
- ¿Dejarlo? Sara, lo cierto es que yo no querría dejarlo. Que ayer sintiera lo que sentí no significa que no sienta nada por ti. Todavía no nos conocemos lo suficiente. Todavía no sé si todas las piezas acabarán encajando. Pero me gustas. Eres una mujer preciosa, inteligente, brillante... quizá incluso demasiado brillante para mí. Lo que conozco de ti me gusta. Te respeto y te valoro. Por eso pensé que debías saber dónde estabas, que debías saber a qué atenerte conmigo, lo que realmente ocurre dentro de mí. Pensé que no podía ocultarte esto que me ha pasado, incluso si aún no comprendo su relevancia. Y creo que eres tú la que debe decidir qué quieres que hagamos, ahora que ya sabes lo que hay. Por mi parte, estoy dispuesto a continuar - Su mano se acerca con timidez a la de ella, le acaricia el dorso de los dedos, se posa encima y la aprieta con suavidad, como queriendo retenerla.
Sara observa en silencio los dibujos de su cajetilla de cigarrillos.
- Sara, no quería mentirte. Te aprecio demasiado para hacerlo. Tenía que decirte la verdad. Siempre me he tenido por un tipo sincero - Al alzar la vista Sara se topa con unas pupilas que se proyectan sobre las suyas con intensidad.
Las estudia con detenimiento. Busca en ellas esa verdad antes encubierta que, según él, ha aflorado de su interior por razones que no alcanza a comprender. Algún rastro revelador de la incógnita que es Nuria, la relación vivida con Nuria. Pero en ellas sólo encuentra un extraño brillo que se columpia entre el alivio y la autocomplacencia que destila la sensación del deber cumplido. Y parapetada tras ella, cree adivinar la sombra del miedo. Miedo al presente. Miedo a ella y a su supuesta brillantez. Miedo al riesgo de volver a querer, queriendo lo que aún se desconoce. Miedo y debilidad frente al reto de construir un nuevo castillo cuando, por causa de ese mismo miedo, las ruinas del antiguo, contempladas en la distancia, parecen ofrecer de pronto un ilusorio cobijo. Tampoco se le escapa el efecto balsámico de tal lectura para su arañado orgullo. En cualquier caso, no ha errado al decir que semejante verdad, incluso si flota sobre una maraña de mentiras no sabidas, desemboca para ella en una única salida. Hasta podría tratarse de una fea treta -da por sentado que no premeditada, hasta ese punto confía en conocerlo- destinada a brindarle una huida airosa. La inconsciencia suele retorcer nuestras intenciones. Poco importa ya. No piensa perder tiempo en averiguarlo.
Sara retira sin brusquedad la mano, coge su abrigo y se levanta.
- Paga tú los cafés, ¿quieres? Ya hablaremos.
Cuando Sara ha salido por la puerta, también él se levanta y deja unas monedas sobre la mesa, perplejo ante su precipitada desaparición. Está empezando a llover. Bajo el paraguas, entre el tumulto de viandantes, se siente repentinamente solo, aislado. Se detiene bajo un soportal y marca en el móvil el número de Sara. Desconectado. Juega con la idea de marcar el de Nuria. Pero piensa en su voz, en la imagen de su rostro al otro lado del teléfono, y comprueba que sólo le evocan una fría indiferencia. Sigue caminando, preguntándose qué es lo que echa tanto de menos en cada bocanada de aire invernal.