Un intérprete mundialmente conocido. Un nombre asociado para la eternidad a las Variaciones Goldberg. Posiblemente –inevitable la controversia cuando se trata de escoger a uno y sólo a uno–, el mejor intérprete de la obra de Johann Sebastian Bach. Un pianista –un hombre– en extremo extravagante que a los 32 años, edad que el juicio sensato situaría en la etapa inicial y aún ascendente de una fulgurante carrera, decidió dejar de dar conciertos para el gran público y sólo ofrecería sus interpretaciones a través de los medios. Un pianista que no podía interpretar obra alguna sin, al mismo tiempo, tararear la melodía de la pieza ejecutada por sus dedos.
Si cada una de estas descripciones esboza un escueto retrato de Glenn Gould (1932-1982), la última de ellas es sin duda la que, en un momento ya lejano de mi vida, me impulsó a escuchar una y otra vez, con obsesiva recurrencia, la versión de las famosas Variaciones Goldberg que el pianista canadiense grabara en 1981, pocos meses antes de morir de un infarto cerebral. En aquella época de soledad buscada en medio de circunstancias que también la forzaban, Glenn Gould acompañaba muy a menudo, desde un pequeño walkman instalado en mi bolsillo, los paseos rutinarios a los que me empujaban las estrechas dimensiones del apartamento universitario que habitaba. Tan a menudo que, cada vez que vuelvo a escuchar esa pieza, no es raro que en mi cabeza reaparezcan las imágenes entrecortadas de los senderos que bajo su amparo recorría, de los edificios que los circundaban, del pequeño bosquecillo al que me dirigían. Por su mera reiteración durante aquellos paseos, las notas que componen las Variaciones Goldberg han quedado para mí por siempre adheridas al recuerdo, ya borroso por los largos años transcurridos, de aquellos parajes que nunca he vuelto a pisar.
En esas notas que se derramaban en cascada sobre mis oídos con una precisión geométrica y una brillantez para mí desconocidas hasta entonces, perseguía yo con avidez los retazos de la voz de Glenn Gould que de cuando en cuando asoma tímidamente entre ellas, que en ocasiones llega incluso a imponerse al silencio entrecortado que forja su ritmo. Supongo que, al igual que a tantos de sus admiradores, escuchar la voz poco armoniosa, apenas balbuciente de Glenn Gould, emergiendo entre el sonido cristalino que sus dedos logran arrancar al piano, me producía una sensación de cercanía a él que convertía la audición de esta obra maestra de Bach en una experiencia particularmente íntima. El timbre oscuro, el tono desafinado de su voz en contraste con la pureza de las melodías en contrapunto, me hacían testigo y a la vez partícipe de la pasión que lo arrebataba al interpretar a Bach. Percibir y sentir esa pasión constituyó la llave que me franqueó la puerta a la singular belleza de las Variaciones Goldberg. Y es que quizá en esa pasión, intuida de una forma u otra en el intérprete, en el escultor, en el pintor o el poeta, resida la única vía de acceso a la belleza del arte.
Por eso, cuando por aquella misma época supe de la existencia de una novela de Thomas Bernhard en la que aparecía Glenn Gould, El malogrado, corrí rauda a la biblioteca y me entregué a su lectura con tanta aplicación como por aquel entonces requería mi insuficiente conocimiento de la lengua en la que había sido escrita. No me decepcionó descubrir que, en realidad, no se trataba de una novela sobre Glenn Gould. El malogrado es más bien la historia de una doble derrota, una fatal, la otra liberadora: la que sufren dos jóvenes y prometedores pianistas por causa de su encuentro en Salzburgo con un igualmente joven y ya genial Glenn Gould.
Su narrador anónimo, el que fuera uno de esos jóvenes, viaja tras el entierro del otro, Wertheimer, hacia el pabellón de caza donde el muerto ha pasado sus últimos días. Pocos meses después del fallecimiento de Glenn Gould, Wertheimer, apodado por el propio Glenn como el malogrado, se ha suicidado ahorcándose a escasos metros de la casa de su hermana. El narrador quiere saber si hallará en el pabellón de caza los escritos a los que Wertheimer decía estar dedicando su vida desde que, como él mismo, renunciara a su carrera pianística. En un monólogo obsesivo que introduce al lector en una suerte espiral asfixiante, construida sobre la continua reaparición de los motivos que se van presentando, el narrador reflexiona sobre las causas que explicarían el suicidio de Wertheimer. Paulatinamente irá reafirmándose en la idea de que éstas se remontan, exactamente, al momento en que, veintiocho años atrás, Wertheimer pasa por el aula treinta y tres del primer piso de la escuela de música donde ambos estudiaban, y escucha a Glenn Gould tocar el Aria, la primera de las treinta y dos piezas que componen las Variaciones Goldberg. Pues es entonces cuando Wertheimer, sin ser todavía plenamente consciente de ello, se enfrenta a la existencia del genio de Glenn Gould y a la imposibilidad de superarlo. Tanto el narrador como Wertheimer son pianistas con aptitudes extraordinarias, figuras claramente prometedoras en el mundo de la interpretación entre tantos otros aspirantes, destinados por sus cualidades a destacar y triunfar, a convertirse en famosos intérpretes. Pero tras convivir durante algunos meses en la casa que los tres alquilan en las afueras de Salzburgo, ambos descubren en Glenn Gould un talento superior del que carecen y el brillo único, sin par, sublime, que ninguno de ellos podrá jamás alcanzar. Ninguno de ellos podrá ya llegar a ser el mejor, porque el mejor es, sin el más mínimo atisbo de duda, Glenn Gould. Aunque en sus respectivas manos se halla la posibilidad de convertirse en reconocidos pianistas, deben afrontar la amarga verdad de que nunca podrán serlo del modo inigualable en que lo será Glenn Gould. De no haber conocido y entablado amistad con Glenn Gould, piensa el narrador, tanto él como Wertheimer habrían proseguido con sus carreras y habrían triunfado. Pero el hecho inapelable de haberlo conocido trunca para siempre sus carreras artísticas y altera radicalmente sus vidas.
Tal vez la diferencia más notoria entre estos tres personajes se inscriba en el orden del deseo. En un plano que cabría calificar de inconmensurable en relación al de sus amigos, si algo desea Glenn Gould es convertirse en su Stenway, en su piano, para que así nada, ni tan siquiera él mismo, se interponga entre Johann Sebastian Bach y los sonidos que, con cada interpretación, reviven e inmortalizan sus obras. En el caso del narrador, su encuentro con Glenn Gould le vuelve evidente que, pese a sus incuestionables aptitudes, nunca deseó realmente ser pianista. Poco importa si, tantos años después, sigue sin saber qué quiere para sí y lleva una existencia errática y desorientada: al menos, conocer a Glenn consiguió liberarle de una falsa visión de sí mismo que, con toda seguridad, le habría abocado a la infelicidad. Sin embargo, ese mismo conocimiento arruina la vida de Wertheimer y, de su mano, asola la de quienes le rodean hasta el día en que decide ponerle fin. Pues el deseo que, a partir de él, se apodera de Wertheimer es un deseo por completo irrealizable y la fuente más nítida de su desgracia: Wertheimer no desea más que ser el propio Glenn Gould, y el narrador llegará a sospechar que la elección del momento de su suicidio sólo responde a que, de Glenn Gould, ha envidiado hasta su muerte.
De ahí que el narrador termine por vislumbrar, con idéntica lucidez a la de Glenn Gould al apodarle como el malogrado, que Wertheimer era un hombre de callejón sin salida incluso antes de conocer al genial pianista. De su encuentro con él no deriva más que el afloramiento de esa condición autodestructiva que Wertheimer portaba ya consigo desde niño y que el narrador anónimo expone con estas palabras: “Wertheimer no era capaz de verse a sí mismo como alguien único, como todo el mundo puede y tiene que permitirse si no quiere desesperar, se sea quien se sea, se es alguien único, me digo a mí mismo, y eso me salva”. Eso, y no otra cosa, es lo que salva al narrador de su estéril y constante desorientación. De la ausencia de rumbo definido de la que adolecen sus días desde que se resolviera a regalar su piano para nunca volver a tocar ninguno. También del suicidio que tantas veces Wertheimer le augurara y al cual éste no pudo sino anticiparse tras la muerte de Glenn Gould. Ni a Glenn Gould, ni a sus magistralmente interpretadas Variaciones Goldberg, cabe, pues, atribuir la responsabilidad del suicidio de Wertheimer. Éste es el fruto exclusivo de su incapacidad para percibirse y valorarse como un ser insustituible, el único susceptible de interpretar el papel central, protagonista de su propia vida, con independencia de sus habilidades y carencias, de sus triunfos o fracasos, de su deseo de llegar a ser el mejor y de la inevitable frustración de ese deseo. Que Wertheimer llegara a conocer de cerca el talento y la superioridad artística de Glenn Gould tan sólo sirvió para desatar la fuerza destructora, aniquiladora de esa incapacidad suya. De esa debilidad tan devastadora como para arruinar cualquier existencia. ¿Y quién no ha sentido, siquiera de lejos, la potencia devastadora de esa debilidad a través del deseo de ser otro, a través de la envidia de las cualidades y logros de otro?
Salvo las que lo encabezan, las imágenes que ilustran este post son fotogramas de Thirty two short films about Glenn Gould, una bellísima película que ningún admirador de Glenn Gould se debe perder.
12 comentarios:
Antígona,
no conocía el intérprete que nos presentas, fíjate si soy ignorante de la música clásica. Bach, sí, hasta ahí llegaba, pero tengo que decirte que me has convertido una tarde gris en Viena en un momento muy especial: el momento en que descubrí gracias a ti esta maravilla. Me he quedado ahí tumbada dejándome llevar por la música...
Ya sé a qué ciudad te refieres, aquella en que paseabas, donde se habla la misma lengua que en el país en que vivo yo. La ciudad en que también por los mismos motivos conociste muchas cafeterías de tu barrio.
Por cierto, qué coincidencia con Thomas Bernhard. Leí su novela "Holzfällen" también cuando mi nivel de alemán era mucho peor que el que tengo ahora y recuerdo sudar la gota gorda, pero al final lo conseguí. Un autor, si más no, controvertido en Austria: no quiso que sus obras se representaran aquí, además que muchos austríacos lo aborrecen porque era tan crítico con su propia sociedad. Por eso me gusta :-)
Del intérprete que nos propones, me quedo también con la pasión que desprende, creo que es la clave en toda actividad artística. Está claro cuando alguien está sintiendo y viviendo lo que hace, hasta querer convertirse en su propio piano, !qué grande!
Voy a buscar el libro de Bernhard en el amazon ya!
Un beso
Querida Dona, mi ignorancia en este terreno es también mucha y si en aquella época de mi vida tuve ocasión de conocer a Glenn Gould fue gracias a la existencia de alguien que me lo presentó. Así que me alegro mucho de haber jugado yo ahora ese mismo papel en tu vida y que hayas podido disfrutar en esa tarde gris de Viena –aquí también anda bastante gris- de este prodigio de la música que son las Variaciones Goldberg interpretadas por Glenn Gould.
La verdad es que no se trata de la misma ciudad a la que te refieres y de la que hablé en tu blog en otra ocasión. Esto fue mucho antes, de hecho mi primer contacto prolongado con Alemania gracias a una Erasmus, y por desgracia no tenía yo entonces dinero ni para demorarme por las cafeterías del lugar. Tenía que conformarme con el walkman y unas cuantas cintas que me había llevado. Motivo también por el que llegara a escuchar tan recurrentemente esta obra de Bach. No tenía tanto donde elegir ;)
“El malogrado” fue la primera obra de Bernhard que leí y después le siguieron algunas más. Sin embargo, creo que ninguna me ha llegado tanto con ésa. No sé si por la avidez con la que la leí por el hecho de aparecer en ella Glenn Gould, o algo tendrá que ver su calidad literaria frente a otras. No me extraña que, como dices, se trate de un autor controvertido en Austria. Creo que jamás le he leído una palabra amable ni sobre ella ni sobre los austríacos. Y menudas lindezas dedica a Salzburgo y a sus habitantes en esta otra novela, jajaja. Tú que vives allí sabrás apreciar mejor si en algo tiene razón o no.
Apenas he leído nada sobre la vida real de Glenn Gould, pero sí que las pinceladas que se dan en “El malogrado” sobre él retratan con bastante fidelidad la pasión obsesiva e incluso malsana con la que entregó toda su vida a tocar a Bach. No me extraña que el resultado sea el que es.
Que disfrutes de la novela.
Un gran beso!
Por cierto, Dona, en este vídeo que te linko, un fragmento de la película sobre Glenn Gould que trata de retratar la pasión que éste sentía por la música. A mi juicio, uno de los mejores momentos del film y posiblemente el más emocionante:
http://www.youtube.com/watch?v=KA7obO1Lq6k
Hay que entender al pobre Wertheimer... es lo que sucede cuando naces a la par que un puñetero genio, que ya es mala pata... porque no es tan fácil que se dé uno y sin embargo va y te toca, joer! jeje.
Yo las escucho para dormir, ya ves. Me contaron que Bach las compuso con esa intención, la de paliar el insomnio de un aristócrata, y pensé que si servía para él también podrían ayudar a calmar los fantasmas nocturnos de esta plebeya. Y lo cierto es que funciona. Nunca llego a más de la mitad del disco y siempre imagino que mis fantasmas se van a dormir plácidamente junto conmigo.
No sé si será apto para puristas (me da que no) pero a mí me encanta también la versión de Jacques Lussier. Nada que ver, eim? pero disfruto igual.
Y con Bernhard tengo mis aquellos, he intentado empezar un par de libros suyos (por supuesto traducido, no podría ser de otra manera en mi caso) y no hay forma, no consigo empatizar con sus pensamientos. E incluso a veces me irrita. Qué tontería pero así es.
Quizás no habrá llegado el momento aún.
Besos afinados!
Acabo de ver el fragmento de peli que has recomendado a Dona. creo que me he quedado con ganas de ver el resto... se lo voy a pedir esta tarde a mi suministrador-camello, jeje.
Y viéndolo pensaba que probablemente nunca sentiré esa plenitud, la del genio y su obsesión, y sí, me parece tal vez triste no poder llegar a sentirlo. Pero no sé, el precio de la tiranía de tu propia mente intentado alcanzar la perfección a la que te empuja tu pensamiento.... merece la pena?
Y ahí me he quedado, pensando, aunque dudo que encuentre una respuesta. Se puede echar de menos lo que nunca se tuvo?
Querida Antígona, ha escrito un texto, como dice usted, muy enjundioso. Además he de darle las gracias porque me ha reabierto el apetito por esas variaciones que he estado escuchando buena parte de la tarde.
¿No le parece que la novela que cita es un buen ejemplo de René Girard?, ¿de desear los deseos de los otros, y que en el fondo los deseos consisten en eso?
Dice bien el narrador cuando afirma que su individualidad lo ha salvado, que tener la capacidad de verse como alguien único nos permite existir y ser verídicos, no una copia. Perdone que lo cite de nuevo, pero Harry G. Frankfurt, en su libro titulado “Sobre la verdad” afirma que la importancia básica de la verdad reside en los lindes que señala en relación a las cosas, los acontecimientos y los seres que habitan el mundo porque “sólo si reconocemos un mundo de una realidad, hechos y verdades obstinadamente independientes, podemos reconocernos a nosotros mismos como seres distintos de los demás y articular la naturaleza específica de nuestras propias identidades”.
¿Y todo ello no le recuerda también un concepto, quizás anticuado ya, pasado de moda, pero todavía útil, la envidia, ese desear o apetecer algo que tienen otros, desear algo que no se posee?
Y al leerla me viene a la mente la película Amadeus, de Milos forman y la tesis que propone de Salieri, un ser envidioso pero lúcido hasta tal punto que es el primero en descubrir el talento de Mozart.
Salieri hace lo contrario de Wertheimer, pero en realidad es lo mismo, se suicida asesinando así al genio.
O viceversa.
Besos normalitos, pero buenos.
Oh, gracias por la recomendación de la película. Las pasiones son, a veces, también obsesiones... pero qué envidia malsana siento al ver vivir cómo lo vive con esa intensidad...
Ah, vaya, o sea que no era la ciudad que yo pensaba! Aix, me he pasado de lista, sí que recuerdo que también hablaste de diferentes períodos en ese país. Me alegro que compartas algunas de seas experiencias.
Un beso!
Bueno, Marga, es que la vida es muy zorra, como decías tú misma en tu blog. Y no es sólo que Wertheimer naciera a la vez que él, sino que tuviera la mala suerte de encontrárselo cuando aún todas sus posibilidades como pianista se hallaban en germen y no plenamente desarrolladas. Si Wertheimer hubiera sabido de su existencia más tarde, cuando él mismo ya se hubiera convertido en un pianista famoso, probablemente se hubiera resistido a tirar por la borda tantos años de trabajo y se hubiera conformado con ser el segundo, el tercero o el quinto. También la juventud es muy zorra, y mal momento para tomar decisiones pese a que es en ella donde se toman tantas decisiones que acabarán resultando determinantes en nuestra vida. Contradictorio, ¿no es cierto?
Pues sí, yo también había oído que Bach las compuso para remediar el insomnio de un aristócrata, pero siempre me pregunté cómo se podía uno quedar dormido con la fuerza de según qué pasajes de las Variaciones. Pues bien, está claro que tú eres la prueba de que sí se puede, jajajaja. Yo mejor no lo intento. Las he escuchado tantas veces que no puedo dejar de anticipar la siguiente parte, y luego la siguiente, y de esperar la voz de Glenn aquí y allá… vamos, ¡que me temo que no me dormiría en toda la noche!
Buscare esa versión de Jacques Lussier, de la que ni tan siquiera había oído hablar. Por cierto, que se supone que Gould tampoco es apto para puristas, ¡qué es eso de tocar con un piano obras compuestas cuando ese instrumento ni tan siquiera estaba inventado! Ya se sabe que entre los puristas hay mucho tocapelotas.
Yo leí bastante a Bernhard durante un tiempo y luego creo que me cansó. O no sé, sus novelas son siempre tan asfixiantes, tan demoledoras en lo que cuenta, que decidí darme un respiro y luego ya no volví a acordarme de él. Hasta este post. Pero bueno, alguna tengo pendiente que me gustaría leer, aunque tampoco tengo claro que mi experiencia con él ahora pueda ser la de años atrás. Tanto regodeo en la miseria humana puede resultar sin duda cargante.
A la peli le pusieron en España el título de “Sinfonía en soledad”, lo digo por si a tu pirata particular le facilita la búsqueda. Justo estos días encontré un blog donde la ponían a caldo, así que me temo que sólo gustará a apasionados de Glenn Gould. Pero el caso es que a mí me conmovió incluso más allá del propio Glenn Gould. O eso creo, porque, ¿cómo saberlo si no me puedo quitar de encima mi atracción por este tipo?
Supongo, Marga, que si no se es un genio como Glenn Gould no se puede llegar a sentir esa pasión ni esa obsesión, precisamente porque no se es un genio. Y eso no es algo, me temo, que en última instancia se elija. Todo apunta a que Glenn Gould no pudo vivir de una forma distinta a como vivió, de manera que, probablemente, nunca se hizo la pregunta sobre si le valía la pena vivir así o no. Sencillamente, no podía vivir de otro modo.
Que el resto de los mortales no podamos vivir así me parece comprensible. Vemos esa pasión y esa obsesión en él que nunca experimentaremos en primera persona como en una suerte de lejanía inalcanzable. ¿Nos perdemos algo valioso? Seguro. Pero seguro que también Glenn Gould dejó pasar de largo cosas valiosas por causa de su obsesión y pasión por la música. Quedémonos con lo que está a nuestro alcance y apurémoslo al máximo. Como dice Bernhard, no vale la pena entristecerse por no ser Glenn Gould. Ni ningún otro.
Besos desafinados!
Estimado Peletero, me alegro mucho de que haya vuelto a disfrutar de las Variaciones Goldberg gracias a mi post. Yo también lo he hecho gracias a él, pues hacía años que no volvía a escucharlas. Lo que no sé es cómo resurgieron de nuevo en mi cabeza. Hay que ver qué extraña es la memoria y qué extraños mecanismos nos ocultan y desvelan sin que nuestras decisiones parezcan tener que ver gran cosa en ello.
Me parece interesante lo que dice sobre Girard y lo cierto es que no lo había pensado. Sin embargo, creo que el caso de Wertheimer es aún más radical, en la medida en que Wertheimer no desea lo que desea Glenn Gould, sino que desea él mismo ser el propio Glenn Gould. Me temo que aquí se da un paso más allá del mecanismo por el cual nuestros deseos emergen de los deseos de otros. El paso, precisamente, que conduce a Wertheimer a la autodestrucción incluso muchos años antes de decidir colgarse de un árbol.
Esa frase que he resaltado del discurso del narrador es el único rayo de luz de una novela tan tenebrosa como “El malogrado”. Y un rayo de luz por su verdad. Porque nada más cierto que el hecho de que lo único que nos puede salvar de la envidia –y hay tantas cosas que envidiar– es esa valoración de nosotros mismos más allá de cualesquiera cualidades, cualidades en cuya comparación con los otros saldríamos, inevitablemente si escogemos ciertos modelos a nuestro alcance, muy mal parados. Uno tiene que aprender, que permitirse, como dice el narrador, apreciarse a uno mismo por encima de todas esas cualidades si no quiere acabar como Wertheimer. Si no quiere arruinar su propia vida lamentando todo lo que no es o no tiene en lugar de vivirla desde la posición irreemplazable que nos ha tocado en suerte. No sé si, como dice Frankfurt, ese reconocimiento de la propia identidad tiene que ver con el reconocimiento de un mundo independiente de nosotros. Probablemente sí. Pero también diría que tiene que ver con algo mucho más básico: saber valorarse precisamente por ser quien se es y con independencia de que se sea más tonto, más feo, o más torpe que muchos otros. Saltar por encima de las comparaciones y darse un valor que, aunque carezca de todo fundamento posible, no es posible dejar de atribuirse sin condenarse a la infelicidad.
¿La envidia anticuada? Jajajaja, estimado Peletero. Será que no nos gusta hablar de ella, pero diría que está tan presente en nuestras vidas como lo ha estado en otras épocas y lo estará siempre. Ella y la potencia destructiva de la debilidad de la que brota. Haríamos bien en no olvidarlo, para sobreponernos a tiempo en cada caso a la tentación de dejarnos arrastrar por esa debilidad.
Yo también me he acordado de Salieri y Mozart, estimado Peletero. Otra terrible historia de cómo el encuentro con otros seres humanos es capaz de convertir nuestra propia vida en un infierno. Si dejamos que ello suceda.
Besos sin deseos de ser otra.
Bueno, Dona, como le decía a Marga, no sé si la película será sólo del gusto de los frikis a quienes nos apasiona Glenn Gould, pero esa escena en concreto me pareció que podría conmover a cualquiera.
Jajajaja, ¿así que envidia malsana? Mujer, yo creo que ésa es de la sana. O no, no sé. Pero me parece enriquecedor contemplar esa pasión en otros aunque no sea propia. Me da la sensación de que también nos abre una puerta a una realidad que, aunque sea desde fuera, es hermoso conocer y reconocer como humana. Y algo de eso se encontrará también en nosotros cuando la contemplamos y somos capaces de admirarnos por su existencia, ¿no crees?
No te has pasado de lista, es que en esas estancias distintas siempre hubo elementos comunes que hacen que en su narración se confundan, como las escasas dimensiones de los apartamentos en los que viví. A ellas debo agradecerles muchos paseos y, más tarde, los cafés cuando ya tenía dinero para pagarlos. Como suele decirse, nunca hay mal que por bien no venga ;)
Más besos!
Dicen los buenos músicos de blues que es necesario salir de la escala perfecta y desafinar, a posta, una de las notas con un semitono. Lo llaman la “blue note” porque sin ella no hay blues, no hay alma. Los buenos baterías saben, también, que lo importante es precisamente no dar el golpe en el momento preciso, sino unos instantes antes o después. Así que sí, yo también he sentido que la voz semiperdida de Gould me llenaba el alma. Creo que si Glenn Gould se hubiera convertido en su piano Stenway, echaría de menos esa pasión que sólo cabe en la fusión inevitable entre lo humano y lo matemático a través del arte.
Supongo que todos hemos tenido momentos en los que nos hubiera gustado ser otro concreto. Pero entonces no seríamos nosotros, sino el otro. Y ese gusto no existiría y por lo tanto no nos hubiera ayudado a ser más felices. Estamos condenados a ver y entender la película desde nuestra butaca, y no hay más película que la que nos llega en nuestra particularidad. Pobre Wertheimer, nunca podría salir de sí mismo ni siendo Gould.
Tengo un recuerdo muy especial de esa novela de Bernhard y de cómo llegó a mi vida. Me alegra mucho volver a encontrarme con ella aquí en su página, doctora Antígona.
Besos!
Pues yo también celebro, doctor Lagarto, que Glenn Gould no se convirtiera en su piano, como Bernhard imagina sus deseos. Me temo que Glenn no despertaría tanta admiración de no alentar en él ese deseo insatisfecho que alimentaba su pasión y que le llevaba a tararear cada nota que tocaba. Esa voz que transforma sus interpretaciones, más allá de su perfección técnica, en algo único que a tantos nos conmueve cada vez que la escuchamos. Esa voz que nos hace partícipes de su pasión y nos contagia de su propia mirada sobre la belleza de las composiciones de Bach. Tengo la impresión de que no podría existir mejor maestro: aquel que, sin pretenderlo, es capaz de abrir los ojos de otros exponiendo su propia pasión ante lo que contemplan.
Creo, como Bernhard, que ese deseo de ser otro envenena y torna la propia vida invivible. Porque emerge de la incapacidad de no apreciar la singularidad y unicidad de la posición de uno. La incapacidad de valorar el simple hecho de estar vivos y las posibilidades que ese estar vivos nos brinda desde esa posición siempre única y singular. Posibilidades que ningún otro tendrá más que nosotros, por más que se trate de Glenn Gould o de cualquier otro genio. Además, ¿cómo nos atrevemos a envidiar lo que no podemos sino desconocer? ¿Cómo nos atrevemos a desear ser otro, de cuya felicidad o infelicidad nada sabemos? Pero es que la vida siempre parece mejor fuera de nosotros mismos, y es preciso aprender a no sucumbir a esa apariencia, quizá la más ilusoria de todas.
Me alegro de que le haya alegrado encontrar aquí de nuevo esa novela. Yo también guardo un entrañable de ella, por las razones que expongo en el post y por algunas otras.
Un beso, doctor Lagarto!
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