No es ésta la primera ocasión en que escojo un cuadro de Edward Hopper para ilustrar los textos de este blog. Pero, aunque siempre que elijo una determinada imagen que creo relacionada con el espíritu del texto suelo hacer un breve recorrido por otras obras del autor al que pertenece, nunca me había percatado –o quizá sí, y el pensamiento fugaz se evaporó sin dejar huella- de lo que alguien me comentó hace poco: las escenas que retratan algunos cuadros de Hopper parecen situarnos en el interior de una historia cuya narración quiere aflorar en nuestra mente a través de su contemplación. Es obvio que toda imagen representativa, sea pictórica, sea fotográfica, supone la fijación artificiosa de un instante en el flujo imparable del tiempo. Pero también es evidente que no toda imagen es capaz de expandir con ella el presente que retrata para remitirnos al pasado invisible que la sustenta y al futuro no menos invisible al que podría abocar. Esto es, sin embargo, lo que sucede en determinadas pinturas de Hopper: en el instante fijo que representan se abre un relato que no nos es dado observar –como si contempláramos el fotograma detenido de una película cuya procedencia y destino desconocemos–, pero que invariablemente se construye en nuestra imaginación apenas nos preguntamos por el sentido de la posición de los personajes en el cuadro, por sus gestos, por la expresión de sus rostros, por los objetos que los acompañan.
En el cuadro “Habitación de hotel”, vemos a una mujer sentada sobre la cama de una habitación escueta pero ampliamente iluminada. Parecería que la mujer hace poco que se ha instalado en ella: las dos maletas que presuponemos suyas aún permanecen cerradas junto a la cama, como si las hubiera depositado allí apenas unos minutos antes. Quizá es un día caluroso y por eso, además de quitarse los zapatos, se ha desprendido del vestido cuidadosamente colocado sobre el reposabrazos del sillón verde situado a los pies de la cama. Sus manos sujetan, caídas sobre sus rodillas, lo que se deja interpretar como una carta. No obstante, los pliegues del papel –las cartas suelen doblarse desde la cabecera, y no por los lados– nos indican que, si bien la mirada de la mujer se proyecta en dirección a él, no puede estar leyéndolo. Probablemente ha terminado de hacerlo y sus ojos descansan sobre el papel –o sobre los pulgares que lo sostienen–, sin ver propiamente lo que a ellos se ofrece, vueltos hacia pensamientos inaccesibles al espectador. Su rostro, oscurecido por la sombra, tiene una expresión grave que revela su ensimismamiento. Los hombros ligeramente vencidos hacia adelante, el arco de su espalda inclinada, transmiten una cierta sensación de abatimiento. Ningún sobre del que hubiera extraído la carta aparece sobre la cama o en algún otro lugar de la habitación. Hopper parece señalar, así, que no se trata de una carta que la mujer acabe de recibir – además, las cartas recién recibidas, si son importantes, suelen leerse al momento de llegar a nosotros, antes de que se nos ocurra desvestirnos para mayor comodidad–, sino de una carta ya leída que portaba consigo y que ahora, por algún motivo, ha vuelto a leer en esa habitación de hotel.
Advertir todos estos detalles es descubrir en el cuadro una suerte de enigma que no dejará de traducirse en preguntas. Qué hace esta mujer en esa habitación de hotel. Por qué motivo ha ido a parar allí. Cuál será el contenido de esa carta de la que, en función de lo presentado y omitido en la pintura, concluimos que ha leído al menos por segunda vez. En la historia que a mí, en respuesta a ellas, se me impone, la habitación de hotel –siempre son estancias de paso– escenifica un momento de tránsito en su vida. Le precede el abandono del hogar conyugal, de un matrimonio fallido que ha desembocado en la insatisfacción, en la convicción de la imposibilidad de alcanzar la felicidad imaginada, en la decepción fruto de expectativas frustradas. Lo que le sucederá es el encuentro –bien en esa misma habitación, bien en otro lugar distinto al que se dirige con las escasas posesiones que ha cargado en sus maletas–, con el hombre por cuya causa ha conseguido reunir el valor suficiente para el abandono. Quién sabe si subrepticio –una huida precipitada en plena mañana mientras el marido trabaja, las explicaciones precisas escritas esta vez por su mano en otra carta que ha dejado sobre la cómoda o el mueble de la entrada–, o antecedido por una abierta declaración de intenciones seguida de una fuerte disputa, de un mar de lágrimas y sollozos, de desgarrones en el alma o, por qué no, de miradas impasibles e indiferentes. O acaso de una secuencia compuesta por la totalidad de tales sucesos. De ese hombre hacia el que huye proviene la carta que reposa sobre sus rodillas. Tal vez la última carta que éste le enviara y en la que le comunica aquello que la ha impulsado a dejar atrás su vida anterior. Tal vez una de las muchas que se han intercambiado, pero que a ella le resulta especialmente querida por la vehemencia con la que en sus líneas hablan el amor y el deseo.
Sin embargo, ya hemos comentado que la figura de la mujer trasluce abatimiento, y su rostro una gravedad que aleja cualquier impresión de alegría, de ilusión por el próximo encuentro con su amante, ni tan siquiera de relajación interna ante la decisión tomada. Antes bien, son la duda, la vacilación, el temor al error y sus consecuencias futuras lo que refleja su gesto reconcentrado. Como si en esa habitación de hotel, ya protegida por sus cuatro paredes del bullicio de la calle y de la presencia de sus semejantes, pudiera por fin dejarse aplastar sin testigos molestos por los interrogantes que llevan asaltándola desde que iniciara el trayecto que la ha conducido hasta ella. Si el camino escogido es el correcto. Si merecía su marido este golpe propiciado por su propia mano. Si es legítimo que el precio de su felicidad se cifre en el dolor del hombre al que, en definitiva, una vez quiso. Ya sin necesidad de sofocarlos, vencen sus hombros los recuerdos de los últimos acontecimientos que han vivido juntos. El remordimiento y el sabor amargo de la traición. La incertidumbre que tensa nuestros estómagos tras la decisión que imprimirá en nuestras vidas un giro hacia lo desconocido que cierra toda posibilidad de retroceso. Por eso ha sentido la urgencia de leer una vez más la carta de él. Ha buscado en los trazos de tinta ya familiares un refugio de seguridad que mitigue su desasosiego. Una cuerda firme a la que asir manos y vértigo mientras los pies cuelgan al borde del precipicio en las palabras tiernas que dibujan. En la memoria inventada de su voz pronunciando esas letras silenciosas, una confirmación del acierto, del blanco razonablemente cercano a la diana en la perspectiva anticipada. Algo semejante a una prueba del porvenir más dichoso que la aguarda, en la reciprocidad de la pasión y el amor compartido, en justa recompensa por el riesgo asumido al apartar de sí un presente plagado de tedio y desafecto que apenas estrena su condición pretérita.
Finalizada la lectura, la mujer juguetea con el papel, recorriendo sus márgenes con la punta de los dedos, hasta que lo deja caer blandamente sobre sus rodillas. Lejos de calmar su angustia, las palabras de él la han sumido en un mayor desconcierto. Se siente incapaz de discernir si es su propio temor el que ahora las desfigura, tornándolas quebradizas, carentes de la consistencia necesaria para soportar el peso de su salto, o si es éste y su trascendencia lo que ha conseguido sacar a la luz la verdad de su endeble naturaleza, antes no percibida. Por primera vez cobra conciencia de hallarse, en esa escueta habitación de hotel, en tierra de nadie. En el espacio vacío y solitario que, tras la decisión, se expande entre la sombra rota del pasado y el espejismo imaginado del futuro. Sólo le cabe esperar con paciencia su siempre progresiva y lenta llegada. Sólo ella podrá disipar la confusión consternada que oprime su nuca abriendo en su centro un círculo de claridad. Debe estar preparada para afrontar lo que en su interior acabe por mostrarse. Y quién no debe estarlo, se dice mientras se recuesta sobre la almohada, hurtándonos finalmente la visión de su rostro.
En el cuadro “Habitación de hotel”, vemos a una mujer sentada sobre la cama de una habitación escueta pero ampliamente iluminada. Parecería que la mujer hace poco que se ha instalado en ella: las dos maletas que presuponemos suyas aún permanecen cerradas junto a la cama, como si las hubiera depositado allí apenas unos minutos antes. Quizá es un día caluroso y por eso, además de quitarse los zapatos, se ha desprendido del vestido cuidadosamente colocado sobre el reposabrazos del sillón verde situado a los pies de la cama. Sus manos sujetan, caídas sobre sus rodillas, lo que se deja interpretar como una carta. No obstante, los pliegues del papel –las cartas suelen doblarse desde la cabecera, y no por los lados– nos indican que, si bien la mirada de la mujer se proyecta en dirección a él, no puede estar leyéndolo. Probablemente ha terminado de hacerlo y sus ojos descansan sobre el papel –o sobre los pulgares que lo sostienen–, sin ver propiamente lo que a ellos se ofrece, vueltos hacia pensamientos inaccesibles al espectador. Su rostro, oscurecido por la sombra, tiene una expresión grave que revela su ensimismamiento. Los hombros ligeramente vencidos hacia adelante, el arco de su espalda inclinada, transmiten una cierta sensación de abatimiento. Ningún sobre del que hubiera extraído la carta aparece sobre la cama o en algún otro lugar de la habitación. Hopper parece señalar, así, que no se trata de una carta que la mujer acabe de recibir – además, las cartas recién recibidas, si son importantes, suelen leerse al momento de llegar a nosotros, antes de que se nos ocurra desvestirnos para mayor comodidad–, sino de una carta ya leída que portaba consigo y que ahora, por algún motivo, ha vuelto a leer en esa habitación de hotel.
Advertir todos estos detalles es descubrir en el cuadro una suerte de enigma que no dejará de traducirse en preguntas. Qué hace esta mujer en esa habitación de hotel. Por qué motivo ha ido a parar allí. Cuál será el contenido de esa carta de la que, en función de lo presentado y omitido en la pintura, concluimos que ha leído al menos por segunda vez. En la historia que a mí, en respuesta a ellas, se me impone, la habitación de hotel –siempre son estancias de paso– escenifica un momento de tránsito en su vida. Le precede el abandono del hogar conyugal, de un matrimonio fallido que ha desembocado en la insatisfacción, en la convicción de la imposibilidad de alcanzar la felicidad imaginada, en la decepción fruto de expectativas frustradas. Lo que le sucederá es el encuentro –bien en esa misma habitación, bien en otro lugar distinto al que se dirige con las escasas posesiones que ha cargado en sus maletas–, con el hombre por cuya causa ha conseguido reunir el valor suficiente para el abandono. Quién sabe si subrepticio –una huida precipitada en plena mañana mientras el marido trabaja, las explicaciones precisas escritas esta vez por su mano en otra carta que ha dejado sobre la cómoda o el mueble de la entrada–, o antecedido por una abierta declaración de intenciones seguida de una fuerte disputa, de un mar de lágrimas y sollozos, de desgarrones en el alma o, por qué no, de miradas impasibles e indiferentes. O acaso de una secuencia compuesta por la totalidad de tales sucesos. De ese hombre hacia el que huye proviene la carta que reposa sobre sus rodillas. Tal vez la última carta que éste le enviara y en la que le comunica aquello que la ha impulsado a dejar atrás su vida anterior. Tal vez una de las muchas que se han intercambiado, pero que a ella le resulta especialmente querida por la vehemencia con la que en sus líneas hablan el amor y el deseo.
Sin embargo, ya hemos comentado que la figura de la mujer trasluce abatimiento, y su rostro una gravedad que aleja cualquier impresión de alegría, de ilusión por el próximo encuentro con su amante, ni tan siquiera de relajación interna ante la decisión tomada. Antes bien, son la duda, la vacilación, el temor al error y sus consecuencias futuras lo que refleja su gesto reconcentrado. Como si en esa habitación de hotel, ya protegida por sus cuatro paredes del bullicio de la calle y de la presencia de sus semejantes, pudiera por fin dejarse aplastar sin testigos molestos por los interrogantes que llevan asaltándola desde que iniciara el trayecto que la ha conducido hasta ella. Si el camino escogido es el correcto. Si merecía su marido este golpe propiciado por su propia mano. Si es legítimo que el precio de su felicidad se cifre en el dolor del hombre al que, en definitiva, una vez quiso. Ya sin necesidad de sofocarlos, vencen sus hombros los recuerdos de los últimos acontecimientos que han vivido juntos. El remordimiento y el sabor amargo de la traición. La incertidumbre que tensa nuestros estómagos tras la decisión que imprimirá en nuestras vidas un giro hacia lo desconocido que cierra toda posibilidad de retroceso. Por eso ha sentido la urgencia de leer una vez más la carta de él. Ha buscado en los trazos de tinta ya familiares un refugio de seguridad que mitigue su desasosiego. Una cuerda firme a la que asir manos y vértigo mientras los pies cuelgan al borde del precipicio en las palabras tiernas que dibujan. En la memoria inventada de su voz pronunciando esas letras silenciosas, una confirmación del acierto, del blanco razonablemente cercano a la diana en la perspectiva anticipada. Algo semejante a una prueba del porvenir más dichoso que la aguarda, en la reciprocidad de la pasión y el amor compartido, en justa recompensa por el riesgo asumido al apartar de sí un presente plagado de tedio y desafecto que apenas estrena su condición pretérita.
Finalizada la lectura, la mujer juguetea con el papel, recorriendo sus márgenes con la punta de los dedos, hasta que lo deja caer blandamente sobre sus rodillas. Lejos de calmar su angustia, las palabras de él la han sumido en un mayor desconcierto. Se siente incapaz de discernir si es su propio temor el que ahora las desfigura, tornándolas quebradizas, carentes de la consistencia necesaria para soportar el peso de su salto, o si es éste y su trascendencia lo que ha conseguido sacar a la luz la verdad de su endeble naturaleza, antes no percibida. Por primera vez cobra conciencia de hallarse, en esa escueta habitación de hotel, en tierra de nadie. En el espacio vacío y solitario que, tras la decisión, se expande entre la sombra rota del pasado y el espejismo imaginado del futuro. Sólo le cabe esperar con paciencia su siempre progresiva y lenta llegada. Sólo ella podrá disipar la confusión consternada que oprime su nuca abriendo en su centro un círculo de claridad. Debe estar preparada para afrontar lo que en su interior acabe por mostrarse. Y quién no debe estarlo, se dice mientras se recuesta sobre la almohada, hurtándonos finalmente la visión de su rostro.
12 comentarios:
Antígona,
qué imaginación,la tuya!habría que ir contigo al Tyssen al Museo del Prado a ver qué historia interpretabas de cada cuadro;) desde luego,sería divertido.
Primero que nada decirte que me gusta mucho Hopper precisamente porque en su pintura se refleja cualquier instante de la vida cotidiana,la luz,el color,las casas,los porches,las ventanas....da pie a extraer,como acabas de hacer tú,un antes y un después de cada personaje que figura en la obra...
En este caso,la verdad es que al principio he dudado de si la mujer se iba de su propia casa o acababa de llegar como has apuntado tú y tal vez no era su casa,si no un hotel.A medida que te iba leyendo,me has ido convenciendo y tus hipótesis me parecen más probables y certeras.
Somos lo que decidimos y he ahí que siempre estamos "en tierra de nadie",inciertos,inseguros de lo acertado de cada una de nuestras decisiones,porque en cada una de ellas,hay un riesgo,una apuesta y una renuncia y nadie nos asegura que la opción escogida sea la más beneficiosa.
Volví a ver hace poco "La insoportable levedad del ser" la película basada en la novela de Milan Kundera.Thomas,el protagonista venía a reflexionar sobre el peso de decidir: "¿qué hago con Teresa?¿la abandono o sigo con ella?" él mismo se respondía que no tenía modo de saber qué era lo más acertado,pues sólo vivimos una vida y no hay manera de aprender en este ejercicio de continua improvisación.
"...si al menos tuviéramos dos vidas,aprenderíamos de los errores cometidos en la primera,pero no"....
Estamos condenados a la eterna improvisación,no hay guión qué memorizar,por eso la protagonista del cuadro de Hopper,asumirá las consecuencias de su decisión con austeridad,tanto para bien como para mal,sabe o intuye que cada decisión tiene sus consecuencias y que decidir nos define más de lo que somos capaces de atisbar.
En grandes líneas,en cada decisión se abre un abismo y casi siempre hay dos opciones,el camino conocido y por tanto el que nos otorga una falsa seguridad o el camino desconocido,inexplorado hasta ahora que solemos percibir como amenazador.
Ella ha optado por el desconocido y las consecuencias están por llegar....
Si deja atrás un pasado plagado de cansancio,hastío y ausencia de emoción,brindo por su elección.Hay que ser muy valiente para saltar sobre el vacío y a menudo se intenta disfrazar la cobardía con prudencia y sentido común.
Después de todo,para mí,arriesgar ya es ganar.
Alguien dijo aquello de: "somos arqueros por tensar el arco,no por dar siempre en la diana" así que de eso se trata,porque además seguridad de acertar, nunca vamos a tener.
No hace tanto,en una reseña sobre "El exótico hotel Marigold", trascribí:
(...) pero también es cierto
que la persona que no arriesga nada
no consigue nada,
no tiene nada,
lo único que sabemos del futuro
es que será distinto,
pero quizá nuestro temor
es que todo siga siendo igual,
por eso debemos celebrar los cambios(...)"
lo dice Evelyn (fantástica Judy Dench)
así que poco más puedo añadir,sólo felicitarte una vez más por esta entrada que nos hace reflexionar una vez más...
Un beso y un abrazo para ti!
Es verdad, la obra pertenece más a su público que a su autor. Ha hecho usted, querida Antígona, una buena interpretación del relato subyacente en las imágenes, lo que ellas evocan, pero... todo puede ser diferente.
Hay una famosa pintura de Toulouse Lautrec en la que se ve a una mujer en su tocador con poca ropa y un hombre, sentado en la cama, contemplándola. Una espectadora creyó ver en ella una típica escena de burdel, Toulouse la recriminó al oírla, según él solamente era un matrimonio que se disponía ir a la ópera y mientras ella terminaba de arreglarse su esposo, simplemente, la observaba.
En la pintura de Hopper hay maletas, pero nada nos dice que es un hotel. Más de un amante harto ha terminado su relación enviando las pertenencias del otro embutidas en maletas, quizá lo que ella está leyendo, y nos muestra el pintor, es el albarán del transportista que encima debe de haberle llevado los enseres a portes debidos.
Sea como sea no se la ve muy entusiasmada, eso es verdad.
Besos pintados.
Ummm por eso me gusta Hopper, hago lo mismo que tú con sus cuadros, querida Antígona, forjar mis propias historias a partir de sus personajes. Es el pintor literario para mí, mi pintor cuentista… de él me gusta hasta la distancia que marca con los habitantes de sus lienzos. Como pienso que debería ser la escritura, la auténtica. Cosas mías, jajajaja.
De este cuadro tengo diversas historias pero en mi preferida ella no está triste, sólo resuelta y la resolución provoca seriedad, concentración. Pero también una sensación completa de autosatisfacción.
Jajajaja, a que estoy fatal? Debe ser el verano, ays…
Ya me he guardado un día de mis vacaciones para disfrutar de la exposición, en diario, pronto, con poca gente y despacio, ummm.
Besos, compartidora de historias.
Hola, Antígona,
tengo que reconocer que no conocía a Hopper. Investigaré sobre él; el cuadro que has analizado es, si más no, enigmático y da pie al análisis y a las diferentes interpretaciones.
Es curioso que no has hablado de la época que probablemente el autor quiere plasmar ahí. Eso se podría deducir por el sombrero que hay dipositado encima de la cómoda a la derecha, o por los maletines que hay en el suelo. Pero creo que no es casualidad que no lo hayas hecho porque la imagen es totalmente atemporal y podríamos estar hablando de cualquier época.
Tampoco has hablado de la posible localización del cuadro, y es que quizás sea América o Europa u otro continenten, pero en realidad no importa. Es el valor de las grandes obras: que son universales y atemporales.
Creo que este ejercicio es equiparable al que puede hacerse con la poesía: una imagen plasmada, un pensamiento y mil interpretaciones.
Un abrazo!
Antígona,
he intentado enviarte esto por mail,pero por si acaso no te llega,te dejo aquí enlace,creo que te puede interesar:
http://www.rtve.es/alacarta/videos/dias-de-cine/dias-cine-edward-hooper-cine/1478961/
Bsts
Le gustará:
http://www.lavanguardia.com/opinion/articulos/20120722/54327498641/llatzer-moix-misterio-hopper.html
Besos.
Antes que nada, perdonad todos tantos días de ausencia por esta casa y las vuestras, pero es que el veranito está resultando más raro y ajetreado de lo que esperaba.
Querida Troyana, jajajaja, no me digas que no te has entregado nunca al divertido ejercicio de inventar una historia a propósito de un cuadro, que no me lo creo. Pero no, no es algo que haga con todos, porque no todos los cuadros se prestan por igual a ello o porque no todos me sugieren lo que los cuadros de Hopper, que siempre me han llamado mucho la atención y de ahí que los haya utilizado con relativa frecuencia para ilustrar las entradas de este blog.
Lo que me parece interesante de ese ejercicio es que cualquiera podría inventarse una historia distinta sobre el cuadro. Y más interesante sería aún contrastar esas diferentes historias, porque me imagino que la historia que emerge en nuestras cabezas ante su contemplación dice mucho de nosotros mismos, aunque a mí, personalmente, se me escapa que pudiera decir de mí la historia que me sugirió éste en concreto.
No todos los momentos de decisión tienen idéntica trascendencia, porque no todas las decisiones tienen el mismo peso sobre nuestras vidas. Pero hay momentos en que se nos torna especialmente palmario el riesgo, como dices, que contiene cada decisión: el salto en el vacío que damos con ellas y en el que resulta difícil evadirse de la sensación de vértigo ante el futuro desconocido que por su causa nos aguarda. El futuro es siempre desconocido, qué duda cabe. Pero supongo que cuando su llegada depende claramente de una elección nuestra, vivimos ese desconocimiento con mayor angustia, por sabernos plenamente responsables de sus consecuencias.
No he visto esa película que comentas. Sí leí la novela, aunque hace demasiados años y la recuerdo mal. Pero creo que esa escena que describes ejemplifica a la perfección lo que supone una decisión: no poder saber qué es lo acertado y qué es lo erróneo, no poder saber qué rumbo habría tomado nuestra vida de haber tomado una decisión distinta a aquella por la que en un momento dado nos decantamos. Y no necesitaríamos sólo dos vidas, sino tantas como alternativas tenemos delante cuando elegimos, para poder saber qué alternativa nos habría hecho más felices. Y tantas otras, después, como nuevas alternativas se abren en cada una de las sendas escogidas, porque el árbol de la posibilidad nunca deja de ramificarse. En fin, que ni con infinitas vidas podríamos resolver el enigma que es vivir y de ahí la dificultad de la tarea que nos ha caído encima sólo por el hecho fortuito de nacer.
Abandonar los caminos trillados para saltar a un espacio abierto cuyos contornos apenas podemos imaginar es siempre una decisión de gran envergadura. Frente a la ilusión se impone el miedo a salir mal parados y tendemos a aferrarnos a lo conocido. Pero yo también creo que si el presente nos llena de hastío e infelicidad, es preciso ser valientes, afrontar con seriedad nuestros temores, y darnos a nosotros mismos la oportunidad de algo mejor. Me parece por ello muy lúcida esa frase del arquero: acertar en todo momento no está en nuestra mano. Pero peor elección sería quedarse paralizado sólo por medio a errar el tiro. Entre otras cosas, porque poco aprendemos de aquello que ya conocemos, y una vida sin aprendizajes se acaba convirtiendo en un desierto estéril e inhabitable. Por eso coincido con lo que dice Evelyn: hay que celebrar los cambios porque en el reto de enfrentarnos a ellos no dejamos de crecer como personas y de adquirir nuevas destrezas para afrontar lo desconocido.
Un beso y un abrazo!
Por supuesto que todo puede ser diferente, estimado Peletero. En cada espectador se alberga una historia distinta, y nada más que eso compone la riqueza del cuadro: que las evocaciones que puede despertar son tantas como personas que lo contemplan.
Es cierto que en el cuadro nada nos dice que se trate sin duda alguna de una habitación de hotel. Salvo el título que le dio Hopper, que es, precisamente, “Habitación de hotel” :P Y aunque tampoco sería la primera vez que un autor jugara el despiste con los títulos que pone a sus cuadros, no sé si será el caso de Hopper. Tampoco había oído nunca ninguna historia de amantes hastiados que pongan fin a una relación enviando las pertenencias al otro en una maleta. ¡Pero qué desconsideración, por dios! Peor que cortar una relación con un sms, que decía Pascal Bruckner. Y más si encima el otro tiene que pagar el porte. Desde luego, debo confesar que jamás se me hubiera ocurrido relacionar el papel que lee la mujer con un albarán. Tiene usted una imaginación peculiar, estimado Peletero, lo cual celebro.
No he visto ese cuadro de Toulouse Lautrec, pero lo buscaré.
Besos fantasiosos
Y quién no, niña Marga. Acabo de ver el pequeño reportaje que me ha linkado Troyana más abajo y parece que a todos nos ocurre lo mismo. Así que todo el mérito y virtud es de Hopper, quien, queriéndolo o no, ha logrado despertar en nosotros la capacidad de fantasear con tantos de sus cuadros. En cuanto a esa distancia que mencionas, es verdad: uno se siente un poco voyeur, un poco espía observando a los personajes de sus cuadros, como si nos hubiera sido dado contemplar un momento privado de sus vidas que debiera ocultarse a cualquier mirada extraña. Quizá por eso en tantos de sus cuadros las ventanas son el marco que nos ofrece la visión de la escena y los personajes nos suscitan tanta curiosidad: creemos disponer del privilegio de observar un momento de sus vidas que, en realidad, querría hurtarse a nuestra contemplación.
Yo tampoco creo que la mujer esté triste y sí, como dices, concentrada. Pero la autosatisfacción no la veo. Ya nos contarás algún día cuál es esa historia que, en la decisión de la mujer, conduce a esa autosatisfacción. Aunque es cierto que, tomada una determinada decisión frente a la irresolución anterior, qué respiro pega uno, jajajaja.
Yo la exposición no la he visto y me temo que, a este paso, me quedaré sin verla. Otro cuadro que me gusta mucho es ése en el que se ve a un hombre leyendo el periódico y a una mujer que, sentada al piano, toca o acaricia con cierta displicencia una tecla. Me encantaría verlo al natural. Disfruta mucho de la exposición, que estoy segura de que lo harás.
Besos historiados!
Pues investiga, Dona, que no sabes lo que te pierdes, de verdad. Apenas que busques unos pocos cuadros, sentirás una rara fascinación por los personajes de sus cuadros, tan cercanos y al mismo tiempo tan lejanos, tan enigmáticos en las posturas, en los gestos, en los escenarios en los que Hopper los retrata. Y busca especialmente un cuadro que se llama “Halcones de la noche”. Te dará mucho que pensar.
No he hablado de la época ni del lugar geográfico porque a la hora de escribir el post, sólo me planteé contemplarlo con detalle, largamente, y ver lo que a partir de ahí me suscitaba, sin información sobre el autor o sobre lo que otras personas hubieran dicho en él que pudiera influir sobre mi propia mirada. Pero ya después sí lo he hecho y he comprobado que hay quien no ha dejado de relacionar a Hopper, como es muy lógico, con la ciudad de Nueva York, con la incomunicación en la que se vive en las grandes ciudades, con la depresión posterior al crack del 29 y el clima de desolación y aún mayor aislamiento social que generó. Pero, en cualquier caso, yo también creo, como dices, que las grandes obras son intemporales y universales. Por más que advirtamos claramente la época histórica que retratan, algo sobrepasa su tiempo para acercarse al nuestro y permitirnos una aproximación que trasciende cualquier frontera cronológica.
Un gran beso!
Muchas gracias, Troyana, he visto el reportaje y me ha encantado comprobar hasta qué punto el cine ha quedado fascinado con las imágenes de Hopper y ha querido homenajearlas en la gran pantalla. Revela hasta qué punto Hopper puede ser inspirador, y no he dejado de pensar que quizá algunos de sus cuadros nos atraen tanto porque ya nos resultan familiares a través del cine sin que sepamos muy bien de dónde procede esa sensación de familiaridad que nos sobreviene al contemplarlas.
Más besos!
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Pues sí, estimado Peletero, me ha gustado mucho el artículo. Sobre todo eso de las “parejas pelando la pava con alegría de funeral”, jajajaja. Pero es cierto: en los personajes de Hopper parece haber de todo menos alegría. Y sí mucho ensimismamiento, a veces desolación, una angustia sugerida y disimulada que, sin embargo, se nos hace plenamente palpable. No sé si son genuina carne de psicoanalista, o es que todos lo somos un poco. Pero quizá, como comentaba más arriba, es que esos momentos de ensimismamiento solemos reservarlos para cuando nadie nos mira, y no deja de atraernos la contemplación de esa intimidad cerrada del otro que con poca frecuencia se nos muestra.
Besos con alegría, y no de funeral ;)
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