Y de nuevo los ojos, distraídos de las manos afanosas sobre los últimos cubiertos sucios, chocando contra la presencia impertinente del vaso junto la pila. Fue el primer momento en que el atisbo de extrañeza, dejado caer días atrás con indiferente rapidez, detuvo el hilo errático de sus pensamientos para focalizarlos sobre el interrogante que descartaba el simple despiste. Porque Carmen siempre coloca la vajilla recién fregada en el escurridero empotrado en el armario que pende sobre la pila. Y el vaso, al igual que días atrás, estaba limpio, sin huellas de restos de zumo o del carmín sobre el borde con que aún, como desde bien jovencita, tiñe sus labios tras el aseo matutino aunque no tenga previsto salir de casa. Tal y como hiciera esos días, Carmen lo enjuagó y depositó sobre la rejilla del escurridor junto a sus congéneres, si bien proponiéndose esta vez estar atenta al pequeño misterio del vaso fuera de sitio. Apartando de un manotazo, con una media sonrisa, ridículas ideas sobre duendes domésticos, al mismo tiempo rechazando tozuda la posibilidad del error inconscientemente repetido tras tantos años de idéntico ritual en sus manos entre el fregadero y el escurridor sobre su cabeza. A la mañana siguiente, mientras preparaba la cafetera, todavía demasiado dormida para recordar propósitos fijados antes del sueño, se percató con un ligero respingo del vaso limpio mirándola callado, insolente desde el reluciente banco de mármol junto a la pila. Y así seguiría mirándola de cuando en cuando por más que ella se empeñara en devolverlo a su lugar natural cada vez que lo descubría.
Pronto se sumaron otros objetos cotidianos a la vida en apariencia independiente de su voluntad adquirida por el vaso. Para su desesperación cuando el tiempo la apremiaba, las llaves desaparecían del paño interior de la puerta donde las incrustaba mecánicamente al entrar para reaparecer sobre el taquillón de la entrada, la mesa de la cocina o incluso el sofá. La más pequeña de las toallas, cuidadosamente apilada junto a las demás tras recogerlas del tendedero y guardarlas en el último cajón del armario, la sorprendía a menudo desde su escondite entre el revoltijo de la ropa interior. El cojín rojo del sofá empezaba a acostumbrarse a reposar sobre la cabecera de su cama. Encima de la lavadora, discos que hacía meses no escuchaba. Hasta las teclas del teléfono semejaban activarse al margen de sus dedos: llamaba a alguna de sus hijas, o a Alba, su antigua colega de docencia en la facultad e íntima amiga, y no era raro que le respondiera una voz desconocida al otro lado de la línea. Tras disculparse consultaba por si acaso, irritada, la agenda. Sí, por supuesto que ése era el número que había marcado. Un nuevo intento, pulsando con mayor concentración las teclas, y ya la voz o el contestador familiares.
Después de varias semanas de desconciertos domésticos y creciente inquietud no tuvo más remedio que abrir la puerta a la hipótesis temible, aterradora, que hasta entonces había encerrado entre los muros de la negación: lagunas en su memoria sustrayendo a su conciencia los actos que explicarían la alteración inesperada en el orden habitual de los objetos; fragmentos de ella misma en su acostumbrado trajín por la casa evaporados de su mente como si jamás los hubiera protagonizado en primera persona; pedazos de su propio yo desgajados de su presunta unidad monolítica sin más rastros de su pérdida, de las rupturas por ella operadas en el hilo subjetivamente continuo de sus vivencias, que el vaso y las llaves y la toalla y el cojín y los discos descolocados. Tal vez el inicio del desmoronamiento de las células en su cerebro. Acaso el comienzo de la demencia. Sus padres habían muerto jóvenes, no sabía de otros precedentes en la familia. Aunque, es cierto, últimamente la mortificaban ciertas anécdotas que había oído contar sobre un primo de su madre pocos meses antes de morir. Y a sus muchos años, ¿por qué habría de ser imposible? Sin embargo, salvo el baile caprichoso de los objetos, ninguna otra cosa la inducía a admitir que en su desbarajuste se reflejara el de su vieja cabeza. Si los repasaba cuidadosamente al acostarse, recordaba perfectamente los acontecimientos de cada jornada, por más que éstos se redujeran a la rutina de obligaciones domésticas, paseos, lecturas y reuniones periódicas con amigos y colegas de la universidad, cada vez más achacosos, con que se esforzaba por aliviar la sensación de vacío y soledad que la acosaban desde su jubilación. Recordaba las ideas, el orden argumental de los ensayos, los nombres de los personajes, la trama de las novelas, las noticias que leía en el periódico. Las conversaciones telefónicas con sus hijas, con Alba, a quienes nada había mencionado de lo que le estaba sucediendo. Pese a su antipatía por los médicos, se dijo con angustia que debía valorar firmemente si acudir a ellos.
Una noche despertó sobresaltada. La mente en blanco, sin imágenes tenebrosas o desasosegantes que justificaran su abrupto retorno a la conciencia. Temerosa, aguzó el oído. Sólo el silencio plácido de la noche. Incapaz de conciliar de nuevo el sueño, decidió finalmente propiciar su venida con un rato de lectura. Probablemente la novela a medio leer que reposaba sobre la mesita la espabilaría aún más, así que mejor decantarse por la recopilación de artículos de uno de sus autores favoritos que había comprado hacía poco. Se levantó y se dirigió al comedor en su busca. Sólo al día siguiente se preguntaría por qué no la turbó hallar la puerta entornada en lugar de cerrada, tal y como ella solía dejarla antes de acostarse para que el ruido del tráfico matinal no alcanzara su dormitorio. Al encender la luz, sus ojos se posaron de inmediato sobre el libro que yacía, como abandonado al descuido, sobre el sofá. Se sentó algo ansiosa –una vez más, no recordaba haberlo sacado de la librería– y al cogerlo comprobó que entre sus páginas, a modo de señal marcando la interrupción de la lectura, asomaba el borde de una fotografía. Abrió el libro por esas páginas y así lo depositó sobre su regazo para ponerse las gafas prendidas en la pechera del camisón y examinar la fotografía. Allí estaba ella con Antonio durante el viaje que hicieran a Turquía el verano después de casarse. Ella con un vestido amplio y algo seria. Antonio sonreía a la cámara abrazado a su cintura. Qué jóvenes los dos. Y qué ignorantes de los problemas, de las agrias desavenencias, de las sofocantes discusiones que acabarían por separarlos con los años. Al notar una nube de tristeza ensombreciendo su corazón se dispuso a devolver la fotografía a su lugar entre las páginas del libro. Curiosa, quiso antes echar un vistazo a esas páginas. Su mirada se paralizó sobre el nombre que servía de título al capítulo que allí comenzaba. David. El corazón ya encogido bajo la lluvia. Ella estaba embarazada de cuatro meses -¿cómo no se había acordado al ver la fotografía?- durante aquel viaje, de ahí el vestido amplio y la seriedad de su rostro, no se encontraba ya muy bien. Si era niño, lo iba a llamar David. A los pocos días de volver, el dolor agudo en el vientre, la alarmante hemorragia, la visita a urgencias. Más o menos año y medio después nació Andrea. Luego Julia. Luego empezaron los problemas con Antonio. El nombre de David quedó para siempre sin destinatario.
Y al introducirse de nuevo entre las sábanas ya frías portando bajo el brazo el libro de artículos, la idea descabellada, absurda, inadmisible, abriéndose paso en su cerebro como un tropel de caballos desbocados, derribando con su fuerza los numerosos obstáculos, las tenaces barreras, los poderosos empujones de la mente racional de la antigua profesora de ciencias políticas: ¿y si fuera David el que…? ¿y si David, su niño no nato…? ¿Por qué si no entonces el libro sobre el sofá, la fotografía en la que ella aún lo llevaba en su seno entre esas precisas páginas presididas por su nombre? ¿Por qué si no los objetos cambiados de sitio, como si David, el espíritu de David –le daba vergüenza incluso pronunciar mentalmente esta palabra– quisiera…? Estremecida por sus propios pensamientos, Carmen alzó el embozo sobre sus labios, lo mordió de puro nerviosismo y lo bajó de nuevo hasta su pecho. Casi se asustó de sí misma cuando oyó su voz rompiendo suavemente el silencio: David. Un gato maulló lastimero en el patio interior. Un poco más fuerte: David, hijo, ¿eres tú?
Desde hace unos días, Carmen se levanta más temprano. Prepara la cafetera, corta el pan, mira distraída por la ventana mientras se tuesta, se agita por la cocina de un lado a otro con la mantequilla y la mermelada, y sólo tras este ritual, durante el cual intenta disimular la sonrisa en curva contenida sobre sus labios, se aviene a dirigir la vista hacia la pila, hacia el vaso limpio junto a la pila, y lo coge ya sonriendo abiertamente para depositarlo sobre el escurridor, meneando un poco la cabeza, como si estuviera reprendiendo a alguien. Es la misma sonrisa que ilumina su rostro, el mismo gesto que balancea su coronilla cuando da con las llaves en el sofá, la toalla pequeña cubriendo sus medias, los discos o cualquier otra cosa –ahora son ya tantas cosas– sobre la lavadora o cualquier lugar insospechado. Sus diarios paseos al mediodía se han vuelto más largos y ágiles, al caer la tarde lee con mayor fruición sus novelas y ensayos. Se abandona al sueño con una apacible sensación de bienestar, de plenitud, hace años olvidada. Esta mañana ha quedado con su amiga Alba a tomar un café y de repente ésta la ha abordado por la calle, extrañada, ¿pero qué haces aquí?, si habíamos quedado hace una hora en la plaza, ¿te encuentras bien?, ha preguntado escrutando su rostro, te he esperado durante media hora, te he llamado al móvil pero estaba desconectado, y luego he venido por esta zona a hacer unas compras y aquí te encuentro, no sé, ¿seguro que estás bien?, pareces desorientada. Sí, Carmen se ha desorientado. Iba andando camino de la plaza y de improviso se ha descubierto en esa calle que no conoce, sin saber muy bien cómo llegar a la plaza, tampoco para qué quería ir a la plaza. Alba la toma cariñosamente del brazo, tratando de ocultar el estupor, la preocupación que amenaza con asomar en sus facciones, pergeñando con premura la estrategia, vamos, te acompaño a casa, qué bien haberte encontrado, quería que me dieras el teléfono de tu hija, de Andrea, es que… es que uno de mis nietos quiere irse a estudiar a París, ¿sabes? y me gustaría hablar con ella, como ella vive allí, pero… ¿de verdad estás bien?, ¿no te notas nada raro? Carmen no puede dejar de sonreír mientras deniega con la cabeza. Trata de imaginar la reacción de Alba si le dijera que sí, que claro que está bien, que es sólo que David, con su constante parloteo, con sus juegos por la calle, correteando y escondiéndose detrás de cada esquina, la despista y aturulla, y por eso se ha desorientado. Pero Carmen calla, prudente, y se deja conducir dócilmente a casa.
Pronto se sumaron otros objetos cotidianos a la vida en apariencia independiente de su voluntad adquirida por el vaso. Para su desesperación cuando el tiempo la apremiaba, las llaves desaparecían del paño interior de la puerta donde las incrustaba mecánicamente al entrar para reaparecer sobre el taquillón de la entrada, la mesa de la cocina o incluso el sofá. La más pequeña de las toallas, cuidadosamente apilada junto a las demás tras recogerlas del tendedero y guardarlas en el último cajón del armario, la sorprendía a menudo desde su escondite entre el revoltijo de la ropa interior. El cojín rojo del sofá empezaba a acostumbrarse a reposar sobre la cabecera de su cama. Encima de la lavadora, discos que hacía meses no escuchaba. Hasta las teclas del teléfono semejaban activarse al margen de sus dedos: llamaba a alguna de sus hijas, o a Alba, su antigua colega de docencia en la facultad e íntima amiga, y no era raro que le respondiera una voz desconocida al otro lado de la línea. Tras disculparse consultaba por si acaso, irritada, la agenda. Sí, por supuesto que ése era el número que había marcado. Un nuevo intento, pulsando con mayor concentración las teclas, y ya la voz o el contestador familiares.
Después de varias semanas de desconciertos domésticos y creciente inquietud no tuvo más remedio que abrir la puerta a la hipótesis temible, aterradora, que hasta entonces había encerrado entre los muros de la negación: lagunas en su memoria sustrayendo a su conciencia los actos que explicarían la alteración inesperada en el orden habitual de los objetos; fragmentos de ella misma en su acostumbrado trajín por la casa evaporados de su mente como si jamás los hubiera protagonizado en primera persona; pedazos de su propio yo desgajados de su presunta unidad monolítica sin más rastros de su pérdida, de las rupturas por ella operadas en el hilo subjetivamente continuo de sus vivencias, que el vaso y las llaves y la toalla y el cojín y los discos descolocados. Tal vez el inicio del desmoronamiento de las células en su cerebro. Acaso el comienzo de la demencia. Sus padres habían muerto jóvenes, no sabía de otros precedentes en la familia. Aunque, es cierto, últimamente la mortificaban ciertas anécdotas que había oído contar sobre un primo de su madre pocos meses antes de morir. Y a sus muchos años, ¿por qué habría de ser imposible? Sin embargo, salvo el baile caprichoso de los objetos, ninguna otra cosa la inducía a admitir que en su desbarajuste se reflejara el de su vieja cabeza. Si los repasaba cuidadosamente al acostarse, recordaba perfectamente los acontecimientos de cada jornada, por más que éstos se redujeran a la rutina de obligaciones domésticas, paseos, lecturas y reuniones periódicas con amigos y colegas de la universidad, cada vez más achacosos, con que se esforzaba por aliviar la sensación de vacío y soledad que la acosaban desde su jubilación. Recordaba las ideas, el orden argumental de los ensayos, los nombres de los personajes, la trama de las novelas, las noticias que leía en el periódico. Las conversaciones telefónicas con sus hijas, con Alba, a quienes nada había mencionado de lo que le estaba sucediendo. Pese a su antipatía por los médicos, se dijo con angustia que debía valorar firmemente si acudir a ellos.
Una noche despertó sobresaltada. La mente en blanco, sin imágenes tenebrosas o desasosegantes que justificaran su abrupto retorno a la conciencia. Temerosa, aguzó el oído. Sólo el silencio plácido de la noche. Incapaz de conciliar de nuevo el sueño, decidió finalmente propiciar su venida con un rato de lectura. Probablemente la novela a medio leer que reposaba sobre la mesita la espabilaría aún más, así que mejor decantarse por la recopilación de artículos de uno de sus autores favoritos que había comprado hacía poco. Se levantó y se dirigió al comedor en su busca. Sólo al día siguiente se preguntaría por qué no la turbó hallar la puerta entornada en lugar de cerrada, tal y como ella solía dejarla antes de acostarse para que el ruido del tráfico matinal no alcanzara su dormitorio. Al encender la luz, sus ojos se posaron de inmediato sobre el libro que yacía, como abandonado al descuido, sobre el sofá. Se sentó algo ansiosa –una vez más, no recordaba haberlo sacado de la librería– y al cogerlo comprobó que entre sus páginas, a modo de señal marcando la interrupción de la lectura, asomaba el borde de una fotografía. Abrió el libro por esas páginas y así lo depositó sobre su regazo para ponerse las gafas prendidas en la pechera del camisón y examinar la fotografía. Allí estaba ella con Antonio durante el viaje que hicieran a Turquía el verano después de casarse. Ella con un vestido amplio y algo seria. Antonio sonreía a la cámara abrazado a su cintura. Qué jóvenes los dos. Y qué ignorantes de los problemas, de las agrias desavenencias, de las sofocantes discusiones que acabarían por separarlos con los años. Al notar una nube de tristeza ensombreciendo su corazón se dispuso a devolver la fotografía a su lugar entre las páginas del libro. Curiosa, quiso antes echar un vistazo a esas páginas. Su mirada se paralizó sobre el nombre que servía de título al capítulo que allí comenzaba. David. El corazón ya encogido bajo la lluvia. Ella estaba embarazada de cuatro meses -¿cómo no se había acordado al ver la fotografía?- durante aquel viaje, de ahí el vestido amplio y la seriedad de su rostro, no se encontraba ya muy bien. Si era niño, lo iba a llamar David. A los pocos días de volver, el dolor agudo en el vientre, la alarmante hemorragia, la visita a urgencias. Más o menos año y medio después nació Andrea. Luego Julia. Luego empezaron los problemas con Antonio. El nombre de David quedó para siempre sin destinatario.
Y al introducirse de nuevo entre las sábanas ya frías portando bajo el brazo el libro de artículos, la idea descabellada, absurda, inadmisible, abriéndose paso en su cerebro como un tropel de caballos desbocados, derribando con su fuerza los numerosos obstáculos, las tenaces barreras, los poderosos empujones de la mente racional de la antigua profesora de ciencias políticas: ¿y si fuera David el que…? ¿y si David, su niño no nato…? ¿Por qué si no entonces el libro sobre el sofá, la fotografía en la que ella aún lo llevaba en su seno entre esas precisas páginas presididas por su nombre? ¿Por qué si no los objetos cambiados de sitio, como si David, el espíritu de David –le daba vergüenza incluso pronunciar mentalmente esta palabra– quisiera…? Estremecida por sus propios pensamientos, Carmen alzó el embozo sobre sus labios, lo mordió de puro nerviosismo y lo bajó de nuevo hasta su pecho. Casi se asustó de sí misma cuando oyó su voz rompiendo suavemente el silencio: David. Un gato maulló lastimero en el patio interior. Un poco más fuerte: David, hijo, ¿eres tú?
Desde hace unos días, Carmen se levanta más temprano. Prepara la cafetera, corta el pan, mira distraída por la ventana mientras se tuesta, se agita por la cocina de un lado a otro con la mantequilla y la mermelada, y sólo tras este ritual, durante el cual intenta disimular la sonrisa en curva contenida sobre sus labios, se aviene a dirigir la vista hacia la pila, hacia el vaso limpio junto a la pila, y lo coge ya sonriendo abiertamente para depositarlo sobre el escurridor, meneando un poco la cabeza, como si estuviera reprendiendo a alguien. Es la misma sonrisa que ilumina su rostro, el mismo gesto que balancea su coronilla cuando da con las llaves en el sofá, la toalla pequeña cubriendo sus medias, los discos o cualquier otra cosa –ahora son ya tantas cosas– sobre la lavadora o cualquier lugar insospechado. Sus diarios paseos al mediodía se han vuelto más largos y ágiles, al caer la tarde lee con mayor fruición sus novelas y ensayos. Se abandona al sueño con una apacible sensación de bienestar, de plenitud, hace años olvidada. Esta mañana ha quedado con su amiga Alba a tomar un café y de repente ésta la ha abordado por la calle, extrañada, ¿pero qué haces aquí?, si habíamos quedado hace una hora en la plaza, ¿te encuentras bien?, ha preguntado escrutando su rostro, te he esperado durante media hora, te he llamado al móvil pero estaba desconectado, y luego he venido por esta zona a hacer unas compras y aquí te encuentro, no sé, ¿seguro que estás bien?, pareces desorientada. Sí, Carmen se ha desorientado. Iba andando camino de la plaza y de improviso se ha descubierto en esa calle que no conoce, sin saber muy bien cómo llegar a la plaza, tampoco para qué quería ir a la plaza. Alba la toma cariñosamente del brazo, tratando de ocultar el estupor, la preocupación que amenaza con asomar en sus facciones, pergeñando con premura la estrategia, vamos, te acompaño a casa, qué bien haberte encontrado, quería que me dieras el teléfono de tu hija, de Andrea, es que… es que uno de mis nietos quiere irse a estudiar a París, ¿sabes? y me gustaría hablar con ella, como ella vive allí, pero… ¿de verdad estás bien?, ¿no te notas nada raro? Carmen no puede dejar de sonreír mientras deniega con la cabeza. Trata de imaginar la reacción de Alba si le dijera que sí, que claro que está bien, que es sólo que David, con su constante parloteo, con sus juegos por la calle, correteando y escondiéndose detrás de cada esquina, la despista y aturulla, y por eso se ha desorientado. Pero Carmen calla, prudente, y se deja conducir dócilmente a casa.
18 comentarios:
A veces pensamos que somos receptores, que en las cartas nuestro nombre está escrito en el lugar que corresponde al destinatario, que escuchamos porque nos hablan, que somos como esas antenas del programa astronómico SETI que busca señales de vida extraterrestre y lo más que logra captar es ruido o el eco de nuestras propias emisiones.
El cartero siempre llama dos veces y siempre nos trae las cartas que nos enviamos a nosotros mismos. ¿Parece absurdo?, lo puede parecer pero no lo es porque todo el mundo es su propio hijo que no nació. Alguien debe de escribirle para que no se sienta tan solo o invitarle a desayunar para charlar un rato, ¿no te parece?
Besos.
Yo lei tu escrito ya el otro día, pero es que aún no sé qué decir.
Podría -debería- currarme algún estético discurso relacionando tus letras con algunas cultas referencias. Pero, además de que no se me ha ocurrido nada, casi que prefiero transmitirte la sensación que me produjo leerte:
Ay, Antígona, qué intensidad, qué estrujamiento de corazón, qué historia más triste, sensible y humana. Y qué bien escribes, joía.
Aprovecho también para saludarte, como siempre, deseando que te vaya bien y estas historias surjan de tu imaginación, no de enfrentamientos reales y propios con esta a veces tan complicada vida.
Un besico!
Un cuento muy interesante, doctora Antígona. Desde luego, cuánto nos cuesta reconocernos a nosotros mismos las debilidades que más tememos. Nos agarramos a la felicidad hasta la locura, con alegría incluso. ¿Y no hay más vitalidad en esa locura que en la realidad, en casos así? Si vivimos dentro de nosotros, ¿no es legítimo ser los arquitectos de ese interior que nos acoge cuando estamos tan solos?
Decía Panero algo así como “algunos no aceptan el sufrimiento por miedo a sufrir ellos también. El sufrimiento es algo prohibido. Porque la injusticia mayor es estar loco. Y, en definitiva, ser o no ser loco es tener o no tener amigos”
Ojala nunca nos falten los amigos, son importantes.
Un beso, doctora Antígona!
Una delicia, querida Antígona: gracias
Antígona,
un texto inquietante.La mente,desde luego,lo rige todo y si el cerebro envía señales equívocas, corremos el riesgo de adentrarnos en un laberinto que nos absorba,que cobre vida propia,que nos impida ver la salida.
Es importante en la vida tener "prójimos próximos"que decía Benedetti, y esto tampoco te lo enseñan en la escuela.Tener hijos no es una garantía de que nos sentiremos o estaremos acompañados en un futuro,y es preciso conservar o encontrar a alguien que cuide de nuestros desvelos y nuestros desvaríos.A veces,como dijo una actriz,terminamos dependiendo de la bondad de los extraños.Y todo está bien si conduce a buen puerto.
Me pregunto si no es la soledad con mayúsculas la que lleva a Carmen a dar vida a ese niño no nacido,el aislamiento,la incomunicación tienden la trampa de la locura y qué fácil caer cuando no hay afecto donde encontrar cobijo.Me acuerdo de una frase que leí en el blog de Maderly:quien tiene amigos,no es un fracasado.
Qué verdad,al final se trata de saber amar y saber dejarse amar, y poco más,ahí creo yo estriba el éxito de una vida.
Un abrazo Antígona.
No sé como empezar.
Buscamos desde pequeños los amigos fuera, necesitamos que personas extrañas a nuestra familia, nos quieran, nos reconozcan, nos vean hermosos, valiosos porque para nuestra familia ya lo somos y no tomamos mucho encuenta, ni valoramos ese amor incondicional con el que nos han acurrucado desde pequeños, necesitamos la aceptación de los extraños.
Creo que nos equivocamos porque buscamos fuera lo que sólo podemos darnos nosotros mismos. Ser amigos de nosotros mismos, querernos, aceptarnos, valorarnos y tener paciencia con nuestros defectos, saber hacernos reír y consolarnos, cuando la pena nos ahoga. No esperar de otro lo que nosotros somos incapaces de darnos, porque nunca nos lo dará. No podemos culpar a otro de nuestra infelicidad ni pretender hacer feliz a nadie. Podemos compartir lo que tenemos, alegrías y penas pero en cada uno esta llave no en el otro. Tenemos miedo a que no nos quieran, a quedarnos solos pero el único miedo que debemos tener es a quedarnos sin nosotros mismos porque es entonces cuando estamos perdidos, no antes. Es falso, en nosotros está el amor, la alegría y la tristeza no en el otro. Cuando ella se pierda a si misma no tendrá a nadie, todos tendrán una excusa para justificar su abandono. Quizá alguien extraño, bondadoso que desconozca por completo su pasado, se enternezca ante su fragilidad y le regale amor, amor del bueno del que se da con el corazón sin esperar nada a cambio.
Querida Antígona, un texto maravilloso,como siempre. Un texto que según iba leyendo me hacía pasar de la intriga al sentimiento agridulce de la soledad y el deterioro de la mente humana.
La mente humana es increible y puede hacernos encontrar en su deterioro sustitutos que reemplazen la soledad cotidiana a la que la vida a veces nos arrastra.
Un texto hermoso.
Un beso
Ojalá los delirios condujeran siempre a la felicidad en la que se mueve tu protagonista...
Cuando pienso en la vejez me gusta imaginar que serán años de calma, de ya no esperar nada pero sin desesperación por ello, un tiempo sin compulsiones... ya, es lo que me gusta imaginar e imaginar es libre, no? jajaja.
Un cuento genial, me ha encantado, ya sabes, me gustan tus relatos...
Besos veraces
No veo la ilusión por ningún lado... Es el comienzo de la nada para ella... ¿La nada viene disfrazada, de ahí el nombre de ilusión?
Un cuento puedes dejar de leelo, pero verlo, sentirlo, es angustioso y lo más triste que te puedas imaginar....
Estimado Peletero, yo creo que somos siempre receptores, pero es obvio que también emisores. Receptores de aquellos que nos hablan, de las cartas que llegan a nuestro nombre, de cualquier sonido que se produzca en el universo susceptible de ser captado por nuestros limitados órganos de los sentidos. Emisores de los mensajes que lanzamos a otros, de las cartas que les destinamos, de los sonidos que emergen de nuestro cuerpo. Y, a la vez, emisores y receptores de nuestra propia voz o de la voz insonora que emiten nuestros pensamientos. Resulta curioso que una de las condiciones intrínsecas al habla sea el hecho de escucharse a sí mismo cuando se habla. De ahí la dificultad de los sordomudos para entender el acto de la fonación.
Pero, es cierto, en nuestra doble condición de emisores-receptores, puede suceder que ambos elementos, en su donación conjunta, se disocien. Y es entonces cuando aparece la locura, la escisión, la fragmentación del propio yo que se desconoce a sí mismo y da a sus creaciones subjetivas una entidad objetiva de la que carecen. O quizá, en la vida cotidiana, sólo el atisbo de locura por el que todos nos deslizamos de cuando en cuando y que necesita de su consolidación y fijación permanente para convertirnos en carne de psiquiatra.
La soledad puede ser fuente de locura. Pero es un hecho que el enfermo mental está absolutamente solo con su enfermedad, y sufre de una soledad de la que nadie puede aliviarle, encerrado en su propia cabeza, en su personalidad cortocircuitada. La fantasía que oculte el fallo puede ser entonces mejor alivio que cualquier neuroléptico.
Besos!
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Beneditina, la historia es muy triste, cierto, porque triste es la demencia y esa enfermedad de la que tanto se oye hablar en los últimos tiempos llamada Alzheimer y a la que probablemente, en tiempos menos medicalizados y tendentes a las etiquetas que los nuestros, se aludía hablando simplemente del perder la cabeza o del chochear inherente a la vejez. Pero el hecho es que existe y su relato nos produce pavor porque supongo que nada hay más triste y aterrador que perderse a uno mismo y la propia identidad. Y al final de la vida, creemos, después de tantas penalidades y esfuerzos, los menos que podría estarnos garantizado es un poco de paz y tranquilidad y tiempo para recordar y reflexionar sobre la propia vida que resulta negado con enfermedades como ésta.
Pero al menos la protagonista de este relato convierte ese pavor en una fantasía que vuelve a poner una sonrisa en su boca. Agarrarse a ella es, en cierta medida, su salvación frente a la desesperación. Por ello creo que la historia que cuento es más bien agridulce. Sí, desde fuera tremendamente triste. Pero desde el interior de Carmen, ¿qué mejor alivio para su demencia que convertirla en una mentira menos dañina y aterradora que saber que se está perdiendo a sí misma?
Y tranquila, que esta historia surge sólo y nada más que de mi imaginación. Por suerte, no he vivido ningún caso cercano de nadie que sufriera esta patología.
Besotes!
Lo ha entendido usted perfectamente, doctor Lagarto. La aún mayor locura puede salvarnos del dolor de la locura. El delirio que acompaña al deterioro de la conciencia, del sufrimiento que nos causa la conciencia del deterioro de nuestra propia conciencia. ¿Quién está dispuesto a aceptar el dolor inevitable, carente de remedio y solución, si puede inventarse un refugio que lo oculte y lo haga más soportable? Buscamos la felicidad a toda costa. En muchas ocasiones, al precio de la ignorancia. Y aunque hay veces en que la ignorancia no termina por apartarnos de la verdad, que salta a nuestra cara en el momento menos pensado, en otros momentos puede convertirse en un bendito remedio a falta de otros.
Me gusta lo que dice de que es legítimo ser arquitectos de ese interior que nos acoge cuando estamos solos. El problema surge cuando la construcción interior no resiste confrontación alguna con la realidad. Pero cuando se nos han cortado brutalmente los cauces que nos permitan acceder con cierta lucidez a esa realidad, creo que es perfectamente válido refugiarse en uno mismo y amueblar nuestro espacio interno de la manera que más confortable nos resulte. La cabeza de Carmen está fallando, pero incluso en su derrumbamiento es sabia.
Nadie mejor que Panero para hablar de la locura, cuya lucidez incluso en ella le ha permitido proclamar grandes verdades sobre los locos y los cuerdos.
Yo creo que Carmen tiene amigos. Pero la enfermedad aísla tanto, nos hace sentir tan solos y encerrados dentro de nosotros mismos, que quizá no encuentre otra solución que recurrir a ese amigo imaginario que es David. ¿No lo hacen también algunos niños durante determinadas épocas de la infancia? ¿Y no se dice que algo hay en la vejez de retorno a la infancia?
Un beso, doctor Lagarto!
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Gracias a ti, Tequila, por apreciarlo.
Un beso!
Querida Troyana, pero ¿qué salida tiene Carmen? Sospecha la verdad de lo que ocurre en su cerebro, sospecha que ha iniciado una pendiente inclinada que cada vez la hundirá más profundamente y la alejará para siempre de la realidad. Su mente ha iniciado un camino sin retorno por la senda de la demencia. Sólo le queda transformar ese laberinto en ruinas en un lugar lo más acogedor posible.
Carmen tiene a Alba, a sus colegas y amigos de la universidad. Le falta, quizá tener a sus hijas más cerca –las imagino a las dos lejos, habla con ellas por teléfono, pero las ve poco-, el hombre a su lado del que se separó. Pero supongo que lo que más sufre es haberse jubilado y haber perdido su actividad pública, sus clases, a sus alumnos, aunque intente dedicarse a otras actividades con las que llenar sus días. La imagino, igualmente, como una mujer autónoma e independiente, intelectualmente muy activa a lo largo de toda su vida, a la que le cuesta pedir ayuda a los demás y reconocer que algo en su mente, aquello más ha ejercitado y con lo que se ha ganado el pan, está fallando.
Pero no tengo claro si es su sentimiento de soledad lo que la lleva a la demencia, o más bien que ésta aparece sin más, de la misma forma que en la vejez otros órganos fallan sin más explicación que nuestra caducidad y el deterioro físico que conlleva. Sea como fuere, en mi propia interpretación del cuento sí es esa percepción de la demencia que empieza a cebarse en su mente, el terror que le produce anticipar su destino, lo que la conduce al delirio: antes creer lo increíble que aceptar que su lucidez la abandona; antes creer en espíritus resucitados que admitir las lagunas que ya horadan su memoria. Y, como decía antes, la enfermedad en general, la enfermedad mental en particular, nos hacen sentir tan tremendamente solos, tan desterrados del mundo de los otros, de los sanos, de los cuerdos, que ese sentimiento de soledad radical bien puede conducirnos por cualquier derrotero imprevisible.
Un gran beso y un abrazo!
Bueno, ¿a mí qué?, yo creo que eso que dices es inevitable: nos convertimos en los seres que somos gracias a los otros. Un bebé es absolutamente dependiente del calor, de los cuidados, de las palabras de sus padres. Lo primero que aprende, si no muere por falta de asistencia, es que es merecedor de esa atención, de ese amor, de esos cuidados. Se mantiene con vida precisamente porque es valioso para quienes le rodean. Aprende que es hermoso porque los otros se lo dicen y actúan como si lo fuera.
Sólo más tarde, cuando vamos iniciando nuestro propio camino, cuando la vida nos fuerza a la autonomía y la independencia, conforme van aumentando nuestras necesidades, aprendemos que los otros no nos lo pueden dar todo. Que el absoluto centro de sentido, el núcleo de nuestro bienestar o malestar, de nuestras alegrías o nuestras tristezas, empieza por nosotros mismos. Pero, ¿qué sucede cuando la enfermedad mental amenaza con privarnos de ese centro? ¿Cuando la demencia comienza a hurtarnos nuestra propia identidad, la estabilidad, la confianza que depositamos en nuestro propio yo? ¿Cuando es éste el que nos abandona sin remedio, y sin que nosotros podamos hacer nada por evitarlo? Supongo que no puede haber nada más terrible ni más desesperante. Porque ese centro es irremplazable, por mucho que el apoyo o el calor de otros puedan sostenernos en su pérdida. Ese centro “somos” nosotros mismos. Y no se puede vivir como plenamente humano sin un yo. Ése es el terrible drama de Carmen, y de tantas otras personas que, por una razón u otra, aterrizan en la locura irreparable, en la inexorable pérdida de sí mismas. Y tener conciencia de ello es causa del más terrible de los sufrimientos.
Por otro lado, ¿por qué piensas que ella no tendrá a nadie cuando se pierda a sí misma? Tendrá a Alba, tendrá a sus hijas, quizá a sus amigos. Que se sienta sola no significa que no tenga a nadie. A veces nos sentimos solos aun rodeados de gente que nos quiere porque echamos en falta lo que no sabemos ver. O lo que hemos perdido y no hemos logrado acostumbrarnos a su pérdida.
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Así es, querida Carmela. Carmen tiene un misterio que resolver. La hipótesis más plausible es la de su demencia. Pero le resulta tan insoportable, la llena de tanta soledad, que prefiere rechazarla e inventarse otra solución al enigma. Paradójicamente, encuentra en esa solución más alegría que la que sentía antes, ya en la recta final de su vida. De repente, el delirio de su enfermedad, o el delirio que inventa para huir de su enfermedad, le devuelve un presente más pleno y reconfortante. Sí, la mente humana es increíble. Y puede salvarnos y regalarnos la alegría hasta cuando más desahuciada se encuentra.
Un beso!
Ojalá, niña Marga, porque, ¿quién no desearía, ante la atrocidad que le está sucediendo a Carmen, un subterfugio como el suyo, una locura tan reconfortante? Yo firmaba ya.
Yo no sé cómo imaginar mi propia vejez, aunque lo que dices suena bien. Supongo que, además, espero que aún me queden ganas de hacer cosas, aunque sean pequeñas cosas, como leer un libro, escribir una tontería, dar un paseo… Lo que más me desesperaría es la enfermedad física que puede convertir el final en tormento o en un puro arrastrarse por los días a la espera de la muerte. Pero puestos a imaginar, imaginemos lo que más nos agrade y eliminémosla de nuestros respectivos finales. Y puestos a seguir imaginando, imaginémonos también como dos viejecitas arrugadas pero con la lucidez y la juventud anímica de, por ejemplo, un Sampedro, que tan presente está estos días por la red.
Besos fantasiosos!
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¿A mí qué?, la ilusión es su hijo David, ilusión en el doble sentido del término. Porque David no existe, no es más que una ilusión, una ficción creada por su cabeza en medio de su derrumbe. Por otro lado, porque es la ficción que, ocultándole, ayudándole a rehuir la verdad de su enfermedad, renueva y alimenta sus ganas de vivir en esta etapa tan terrible de su vida. Ahora ya no está sola ni se sabe loca: la explicación para lo sólo explicable desde su enfermedad es David.
He entendido que era David una ilusión creada por su cabeza que renueva y alimenta sus ganas de vivir, ya no está sola ni se sabe loca. Lo entendí desde el principio, ¿la ilusión es algo que crea nuestra mente para ayudarnos a vivir? ¿No hay un apoyo de verdad o realidad para crear esa ilusión? ¿En lo más profundo no rechazamos las mentiras, aunque nos afanemos en ellas?
No sé porque el ser humano se engaña continuamente para justificarlo todo.
Puede que lo que sienta sea muy duro pero creo que no debemos confíar nuestra vida, nuestra alegría en corazones ajenos al nuestro, porque nos lo romperan y nos lo harán añicos y de ahí a la locura hay un paso. No esperar nada y darlo todo.
Hay personas que teniéndolo todo no tienen nada porque tienen su corazón en otro corazón que no sabe valorarlo y apreciarlo.
Al principio los tines a todos, pero con el paso del tiempo no te queda nadie. Tienen siempre un motivo, no te conoce, ya no es él y tú repites continuamente pero tú si lo sabes. Para justificar su olvido, se engañan y te repiten él ya no existe... Pero él sigue existiendo y cuando te acercas te da lo que nadie te sabe dar, una sonrisa generosa e inmensa que te da la vida y cuando te alejas de él y te vas al mundo de mentira que dicen que es de verdad, se te parte el alma porque lo dejas desvalido y sólo entre estraños. Pero tu lo dejas y también te vas. ¡Ojalá él nos perdone!
Que relato más doloroso y a la vez, increiblemente hermoso, Antígona, de verdad que parece que estuviéramos ahí sentados viendo cada escena que describes...
Una historia triste, pero con un final sorprendente, una manera de hacer limonada con los limones, siempre odié esa frase, pero es así, encontrar la ilusión de una vida rota en otra que se fué, vivir por y para algo, cuando una está tan sola que apenas se siente a sí misma. Muy doloroso también leerte cuando olvida y su memoria la vuelve menos persona y la acerca a ese destino cruel que la espera pero que ella ha sabido adornar para no caerse del todo. Y en medio de todo eso, la puta soledad que se huele en todo el texto, y que es una herida abierta durante toda la lectura, esa soledad donde no debiera estar ni ella, ni nadie.
Me ha traido recuerdos, porque mi abuela murió de demencia senil, y bueno.. recuerdo que yo era pequeña, y nos reíamos de sus olvidos para quitarle importancia, aunque luego no hacía tanta gracia cuando se perdía por las calles, y nos llamaba la poli, eso no era en absoluto gracioso, pero siempre nos tuvo a todos a su lado, legión, que ya sabes que somos una familia grande, y poco a poco, su cabeza la perdió a ella, para luego morir sin remisión a causa de que esa misma cabeza decidiera pararse. Ya sabes, el cuerpo avisa con mierdas como estas para decirnos que algo no va bien, y finalmente llega el asqueroso y crudo final.
Me ha gustado mucho, mucho leerte. He encontrado en cada detalle, porque tú eres la mujer que más sensibilidad tiene en esos detalles, en transcribirlos, en casi ponerlos en fotogramas, segundo a segundo, he encontrado en tosos esos detalles, parte de mi vida, y de la de mi abuela. Me ha gustado mucho, aunque cualquier emfermedad, es dura, pero le has dado la vuelta de manera magistral, obteniendo beneficio de la deuda... esa puta deuda de la vida que nos toca a veces a algunos, ó en este caso, les toca.
Un beso fuerte, a ver si nos vemos pronto, guapa, tengo ganas de fumarme un pitillo a tu lado en una terraza de veranol.
Discúlpame entonces, ¿A mí qué?, por no haber entendido entonces tus preguntas.
Supongo que los seres humanos mantenemos una relación ambivalente con la mentira. Por un lado, la detestamos, no queremos que se nos engañe, no queremos ser víctimas de la mentira de otros. Pero por otro, no dejamos de recurrir a ella cuando la realidad nos resulta tan insoportable que sólo maquillada por el velo de la mentira o del autoengaño logramos tolerarla.
Siempre he pensado que en la mayoría de los casos recurrir al autoengaño o a la mentira para no enfrentarse a una realidad que nos hace daño es un pobre recurso que tarde o temprano acabará volviéndose en nuestra contra. Porque la verdad, antes o después, acaba haciéndose visible e inexcusable en su visibilidad. Pero el caso de la protagonista de este relato es otro. Su mentira viene reforzada por su propia demencia. Su fantasía es a un tiempo producto de pero también caparazón contra su enfermedad. Y en su caso no puedo dejar de ver que en su engaño se halla su salvación.
La vida nos depara a veces verdades tan crueles, tan hirientes, tan brutales, que quizá haya que dar gracias por que nuestra fantasía se desboque frente a ella y termine por suplantar a esa realidad insufrible.
Pues yo encantada y feliz, Miss Burton, de que hayas podido vivir tan de cerca el relato y de que hayas disfrutado con sus detalles.
La historia es triste, sí, porque triste es esa realidad que se describe en ella, si no es verdad que no puede haber nada más triste que perdernos a nosotros mismos al final de nuestras vidas, cuando más deberíamos tenernos y saber, después del largo camino recorrido, quiénes fuimos y quienes somos. ¿Y cómo no va a sentirse ella sola frente a su enfermedad, frente a eso que le está pasando, y que nadie sino ella puede experimentar en primera persona y comprender en todo su alcance?
Lo siento mucho por tu abuela. Yo no he conocido personalmente a nadie a quien le sucediera nada semejante, pero siempre se oyen historias de otros acerca de qué le sucede a estas personas y siempre me ha parecido una forma especialmente cruel y temible de abandonar esta vida. Me alegro en cualquier caso de que ella estuviera siempre acompañada por toda vuestra familia y estoy segura de que, pese a sus desvaríos, se daba cuenta de lo querida que era y del apoyo con el que contaba. Que para percibir el cariño y el amor que se suscita no hace falta tanto cerebro como corazón, y éste no es capaz de dañarlo enfermedad alguna hasta que no se lo para definitivamente.
Ojalá a todas las personas aquejadas de esta terrible enfermedad les sucediera lo mismo que a Carmen y lograran convertirla en una fuente de ilusión, aunque sea engañosa, en sus vidas en ruinas.
Y oye, vete pensando cómo lo tienes el próximo finde, a ver si ya de una vez podemos fumarnos ese pitillo y muchos más en una terraza. Pero ¡que el tiempo acompañe!, que últimamente es llegar el fin de semana y joderse.
Un besazo enorme!
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