viernes, 24 de abril de 2009

De amor y celda


Mi muy querido amigo,

supongo que no hace falta que te diga, y aún así no dejaré de decirlo, cuánto lamento leer en qué penoso estado te encuentras. Por desgracia, los dos sabemos que poco consuelo existe para el mal de amores que no provenga de uno mismo. En estos casos, es el propio paciente quien debe ejercer de médico y luchar por hallar dentro de sí la llave que abra las puertas de su curación. Coincido contigo en que de las muchas y muy dolorosas enfermedades que puede sufrir el alma, la del desamor es, sin duda, una de las más terribles. Pero me consta que ello es también debido a la no menos enfermiza ceguera que en numerosas ocasiones la acompaña. Estamos lejos y no puedo ofrecerte ni tan siquiera el escaso alivio del calor de mi presencia. Pero acaso mis palabras sean capaces de proporcionarte un poco de la luz que, por lo que me cuentas, intuyo que ahora te falta. La luz que ahora ni tan siquiera buscas mientras te esfuerzas por respirar con los ojos cerrados en medio de ese dolor que te asfixia.

Iba esta mañana escuchando en el coche aquel disco de Amancio Prada que tú mismo me grabaste y que tanto te gustaba. No recuerdo ahora su título, pese a que, a fuerza de oírlo una y mil veces, me sé casi de memoria todas sus canciones. No he podido evitar pensar en ti y en cierta conversación que un día tuvimos sobre él. En la primera canción, que era una de tus favoritas, un prisionero llora la ausencia de su carcelero. La cárcel que lo aprisiona no es otra que su amor. Y el carcelero, el objeto de su amor, su amada, por quien dice morir a causa de su tardanza. "No te tardes que me muero, carcelero...", canta el prisionero. Seguro que sabes a cuál me refiero.




Recuerdo que la primera vez que la escuchamos juntos me pregunté en voz alta bajo qué condiciones puede el amor transformarse en una jaula de la que no sólo no deseamos huir, sino en la que nos enclaustramos con devota desesperación. Tú defendiste con vehemencia -haciendo gala de ese escepticismo tuyo tan característico que considerabas inalienable de tu ferviente vindicación de la libertad- que no era necesaria condición alguna, puesto que se trataba de una transformación inevitable, de una maldición inscrita en la naturaleza misma del amor. Y que quien gozaba de la fortuna de hallar el amor, hallaba con él su propia condena. Quien por fin llega a poseer un tesoro de valor incalculable largamente anhelado, planteaste, ¿no está por ello mismo destinado a perder el sueño ante la posibilidad de que algo o alguien se lo arrebate? ¿No son la inquietud y el miedo nacidos de su posesión los que acaban aniquilando sin remedio la alegría que antes suscitara en él la contemplación de su tesoro? Pero aquí la tragedia está ya servida, afirmaste. Porque la lógica perversa del amor consiste en que, una vez evaporada la felicidad que produce, su mero recuerdo, unido a la costumbre y al orgullo de la posesión, convierten al amante en esclavo, en siervo del tesoro de su amor. Y como el prisionero de la canción, uno se descubre una mañana diciendo "...y siempre cuando vinieres, haré lo que tú quisieres...". Vendido. Sometido. Acariciando las paredes de su celda, adorando los barrotes que lo tienen preso. Ansiando la llegada y agonizando por la tardanza de quien atenazánole le salva y salvándole le atenaza. Ésta es, proclamaste, la terrible verdad del amor. Una verdad que para ti también se ponía de manifiesto en esa otra canción que empieza diciendo "Partístesos mis amores..."




Al escucharla, uno se imagina de entrada que quien canta se lamenta por la partida de su amada. Pero no es su amada, sino su amor, el que se ha ido. Ha muerto a manos del propio amor. "Partió la gloria de veros, no el placer de obedeceros", canta el poeta. "Mas el temor de perderos que creció, todo mi bien destruyó". Su amada, probablemente, aún sigue a su lado, defendías. Pero el bien que ésta le procuraba, la gloria de saberla junto a sí, ha sido aniquilado por el temor a la pérdida que entrañaba su posesión.

He reflexionado muchas veces sobre aquella conversación. Tantas, como veces he escuchado el disco. Mi natural optimismo me impide creer que todo amor albergue dentro de sí la inevitabilidad de su muerte. Que no haya pasos y veredas, gestos y actitudes, capaces de soslayar esa maldición de la que hablabas y cuya existencia no puedo dejar de reconocer. Sin embargo, la experiencia de estos años me obliga a darte, en parte, la razón. Aunque sólo en parte. Porque quiero creer que los barrotes de la celda del prisionero no brotaron de su amor, sino de su rostro ya hueco. Porque quiero creer que la gloria del poeta al ver a su amada no partió a causa de ese temor. Quiero creer que, sencillamente, partió. Sin más. Ambos sabemos que múltiples pueden ser las razones para que eso suceda. Algunas, comprensibles. Otras, inescrutables. Pero a veces sucede. El amor se va. Sólo que me parece que es entonces, justamente entonces, cuando con mayor avidez nos aferramos a eso que, paradójicamente, ya se ha ido. Cuando más tememos perder aquello que, de atrevernos a mirar dentro de nosotros mismos, descubriríamos que ya hemos perdido. Y más tenazmente nos abrazamos al cadáver del amor, negándonos a ver que en su cuerpo inerte ya nada palpita. A fin de cuentas, un cadáver es más que nada. Un cadáver es más que el vacío. Nos horroriza la idea de la soledad y junto a él pretendemos anestesiar la que ya padecemos. Lo animamos en nuestra imaginación como si de una marioneta se tratara. Nos empeñamos en vivir en el espejismo de que aún sigue vivo. Y cuanto más putrefacta se vuelve su carne, tanto menos nos creemos capaces de desprendernos de ella, por más que a veces percibamos su hedor insufrible. Apartarse de esa carne significaría afrontar cara a cara la desaparición del tesoro que un día fue fuente de toda nuestra alegría. Y nos sentimos demasiado débiles y cobardes para aceptarlo.

Hemos vivido tanto juntos, mi querido amigo. Ella, tú y yo. No creo que me equivoque al decir que os conozco bien. Que te conozco bien. Por ello, y perdona la rudeza de mis palabras, pienso que quizá haya llegado el momento de que te preguntes, recordando aquel disco, si no hace ya mucho que tu corazón olvidó lo que significaba la gloria de verla. Si el dolor que ahora te ahoga no es el dolor de la pérdida de un amor que partió largo tiempo atrás. Si no has dormido los últimos años abrazado a un cadáver. Porque me temo que en esas preguntas, aun cuando ahora tu doliente ceguera te impida verlo, se encuentra la llave que abrirá las puertas de tu curación.
Tuyo"

miércoles, 15 de abril de 2009

Los niños víbora


Era aún muy pequeño cuando descubrió que en la gruta oscura y silenciosa de su soledad infantil no se hallaba completamente solo. Los niños víbora la habitaban con él. Los niños víbora no tenían nombre propio ni rostro definido. Como un pequeño ejército de culebras enroscadas, los imaginaba serpenteando al unísono en algún lugar impreciso de sus entrañas. Un palpitar apenas audible que ascendía lentamente por detrás de su esternón anunciaba su despertar. Poco a poco cruzaban su garganta y alcanzaban sus mejillas, teñidas al pronto de rojo. En la leve quemazón de sus pupilas reconocía el signo inequívoco: los niños víbora acababan de aferrar el timón entre sus diminutas manos invisibles y dirigían el barco agitando las aguas.

Los movimientos de sus miembros, de su lengua, se convertían entonces en los suyos. En instrumentos para la diseminación del veneno mordiente de los niños víbora. De puntillas sobre sus pies, asomaban al filo de sus ojos encendidos para presenciar, aullando de placer, el resultado de sus proezas: el gesto desencajado por el dolor y la rabia del destinatario de sus patadas; las lágrimas florecientes entre los párpados abiertos por las saetas de sus insultos; el estupor amargo en la mirada de quienes se veían sorprendidos por sus embestidas. Desde su atalaya, los niños víbora saltaban con tal regocijo que, gracias a sus ímpetus, su cabeza parecía elevarse un par de centímetros por encima del suelo. El par de centímetros necesario para contemplar junto a ellos, desde las alturas, la pequeñez del enemigo batido.

En la época de su mayor efervescencia era todavía demasiado tierno e inexperto para saber que los niños víbora se nutrían del miedo. No del miedo ajeno, que sólo contribuía a encabritarlos, seguros cuando lo olfateaban como animalillos salvajes de su inminente victoria. La fuente del alimento de los niños víbora anidaba en su propio miedo. En el miedo presente, en el miedo anclado al futuro anticipado, inflamado en él al roce del aliento de otros. Un miedo que, pese a su corta raigambre, se extendía en múltiples nervaduras por aquellos recovecos de su ser expuestos a la cercanía de sus semejantes. Miedo moldeado en sus distintas apariencias por patrones de figuras primarias, groseras en su nitidez, como el miedo a la amenaza cierta o hipotética, o el legítimo horror al desgarrón en la propia piel entre dientes más afilados que los suyos. Pero miedo también cincelado según las líneas más sutiles del temor a la ausencia de reconocimiento, de la aversión a verse relegado a las filas de los débiles, de los apocados, de los cobardes, de los invisibles. Suplida su carencia de conceptos por la observación intensa, en exceso inmadura para la complejidad de lo verdadero, ya bien temprano empieza a asumir la intuición infantil que una gran tijera de dimensiones adultas se empeña en cortar por la mitad el espacio de juego, separando a dominadores de dominados, a vaqueros de indios, a vencedores y a vencidos. Y a los niños víbora no les cabía la menor duda sobre la mitad a la que querían pertenecer.

El transcurrir de los años trajo consigo la sensibilidad que obliga al aprendizaje: tan inevitable como la mancha de sangre en la piel que circunda la herida es el sabor agrio del vómito en la propia boca. Los niños víbora regresaban a sus entrañas con el veneno aún rezumando entre sus labios. Y así como nada es capaz de detener la dispersión del líquido derramado en el suelo, con su retorno las gotas tóxicas comenzaban a fluir libremente por su interior, emponzoñando sus arterias, doliéndole como mordiscos en el pecho. Al contacto con su veneno, la alegría compartida con los niños víbora se trocaba en tristeza, en desazón, en íntima repugnancia incomprendida. De haber contado entonces con la lucidez que más tarde emergería en su conciencia, hubiera advertido en él el inicio de la activación de los finos mecanismos que conducen a la identificación con el dolor ajeno, y así perciben la degradación en la mano que golpea y daña. Pero en su mente infantil relucía una única certeza: el tiempo en que sus carnes recien estrenadas habían sido inmunes a la toxicidad del fluido maléfico había cesado. Junto al nuevo dolor se impuso la urgencia de la ofensiva contra los niños víbora. Desconfió de entrada de la posibilidad, incluso de la conveniencia de aniquilarlos, tan adheridos los sentía a él mismo. Pero supo que al menos podía intentar contenerlos, amarrarlos con fuerza cuando presagiara los indicios de su salida. Fue trenzando las cuerdas, ensayando los nudos. Los niños víbora eran escurridizos y no resultaba fácil sujetarlos. Si lo lograba, rabiaban impotentes, arañando las paredes de su estómago. Averiguó que sus uñas eran menos nocivas que su veneno. Y pudo comprobar que, tras forcejeos más o menos intensos con las ligaduras, los niños víbora siempre acababan por sumirse, exhaustos y aburridos, en un lánguido sueño. La siguiente batalla, que de nuevo tensaría sus tácticas en la encrucijada entre el triunfo y la derrota, no habría de tener lugar hasta su próximo despertar.

Hace ya mucho que sus primeras intuiciones sobre el bien y el mal cristalizaron en razones y argumentos. Día a día cabeza y corazón los reafirman con igual contundencia. Por ellos, el espacio de juego escindido se convirtió en común, y lo traspasa la convicción de que, de enfrentarle la vida a una nueva escisión, antes se alistaría al bando de los vencidos que como vencedor osaría poner un pie sobre sus semejantes. Pero los niños víbora siguen habitando la gruta oscura y silenciosa de su soledad infantil. La soledad del niño asustado que nunca termina de morir en él. Tras innumerables victorias sobre sus espaldas, los niños víbora aún consiguen en ocasiones sortear todo intento de amarre y diseminan audaces su veneno sobre otros. Suelen escurrírsele por entre las cuerdas ante lo que experimenta como desmanes ajenos. Al notar en alguno de sus flancos el rasguño, a veces real, otras imaginario, de dedos extraños o extrañados por queridos.

Desde sus miembros, desde su lengua de adulto, los niños víbora ya no patean ni insultan. Ahora esgrimen palabras mordaces, elevan el tono de su voz, ríen irónicos o cubren de hielo sus ojos. Sin embargo, no porque sus movimientos se hayan vuelto más comedidos han dejado de ser los niños que siempre fueron. Los niños víbora no crecen. Lo impide el miedo que los nutre. Cuando después de sus asaltos siente fluir el veneno corrosivo mordiendo otra vez su pecho, maldice aturdido las aguas subterráneas, negras e indómitas, de las que bebe ese miedo.

miércoles, 8 de abril de 2009

De prejuicios, expectativas y profecías


Esta vez empezaré con una trivialidad palmaria: nuestra visión del mundo está cargada de prejuicios. En principio esto no es ni bueno ni malo. A fin de cuentas, y si se atiende a la literalidad de la palabra, un prejuicio no es más que un "juicio previo", es decir, un juicio, creencia o valoración con la que contamos antes de haber tenido experiencia directa o suficientemente prolongada de aquello sobre lo cual juzgamos.

De múltiples ámbitos de la realidad jamás tendremos una experiencia directa, y los prejuicios heredados de nuestra cultura, nuestro medio social o nuestra educación nunca se verán expuestos a una confrontación con la realidad que permita comprobar su presunta veracidad. Pero en el momento en que esta confrontación ocurre, se dice que los prejuicios pueden tener un efecto tanto positivo como negativo. Si plasman una representación veraz, nos ayudarán a orientarnos, a reconocer mejor el objeto prejuzgado cuando por vez primera nos enfrentemos a el. Si, por el contrario, los prejuicios falsean la realidad, harán fracasar cualquier intento de captarla y comprenderla.

Sin embargo, esta teoría sobre el valor de los prejuicios sólo es parcialmente verdadera. Porque determinados prejuicios también tienen el poder de transformar, de construir la realidad, hasta el punto de que un prejuicio en principio falseador puede acabar siendo sistemáticamente corroborado por la experiencia precisamente por tratarse de un elemento crucial en la configuración y creación de la realidad. Me refiero, en concreto, a los prejuicios sociales. Y esa realidad capaz de ser moldeada a la medida de los prejuicios no somos sino nosotros mismos una vez interiorizamos aquellos prejuicios que la sociedad ha proyectado sobre nuestras cabezas. Es lo que vino a demostrar una famosa experiencia llevada a cabo el día después del asesinato de Martin Luther King por Jane Elliot, profesora de primaria en un colegio de Iowa, con sus alumnos de tercer curso.

Jane Elliot empezó sus clases ese martes de 1968 diciendo a sus alumnos que las personas de ojos azules eran mejores que las personas de ojos marrones. Más listas. Superiores. Dictaminó entonces que los alumnos de ojos azules gozarían de una serie de privilegios (repetir en la comida, más tiempo de recreo...) y que los de ojos marrones no podían jugar con ellos. Los niños de ojos azules fueron invitados a poner una banda distintiva en el cuello de sus compañeros de ojos marrones para poder identificarlos en la distancia. Y comenzó a tratar a los alumnos de ojos azules como si, efectivamente, fueran más listos y buenos que los alumnos de ojos marrones, y a éstos como si fueran más torpes y lentos en su aprendizaje.

Al día siguiente Jane Elliot confesó a sus alumnos que el día anterior les había mentido. Era un hecho que las personas con los ojos marrones eran mejores que las personas de ojos azules. Más listas. Superiores. Los privilegios cayeron del lado de los alumnos con ojos marrones. Las prohibiciones y las bandas distintivas, sobre los niños de ojos azules, que fueron tratados como más torpes y lentos en su aprendizaje que los alumnos de ojos marrones.

Durante los dos días la conducta de los niños se alteró de forma notoria en función de su pertenencia al grupo privilegiado o desfavorecido. El día en que fueron juzgados de superiores se comportaron con sus compañeros inferiores como pequeños tiranos, y se divirtieron tratando de mandar sobre ellos y humillándolos. El día en que fueron tachados de inferiores manifestaron un odio repentino hacia los superiores. Pero más allá de estas conductas, lo que me parece extremadamente significativo de esta experiencia es el efecto que tuvo sobre el rendimiento intelectual de los alumnos. Jane Elliot los sometió durante los dos días a una prueba en la que habían de poner en juego sus habilidades y rapidez intelectual. Los mismos alumnos de ojos azules que el primer día habían resuelto la prueba en un escaso margen de tiempo, tardaron al día siguiente, aquél en que se les dijo que eran menos listos e inferiores, bastante más. Y exactamente lo mismo sucedió, pero a la inversa, con los alumnos de ojos marrones. El día en que fueron juzgados de menos listos, no pudieron actuar inteligentemente. Cuando se les hizo creer que, por tener ojos marrones, eran inteligentes y rápidos, actuaron de forma más inteligente y rápida. Todo ello en el escaso margen de veinticuatro horas.

Jane Elliott repitió esta experiencia con sus alumnos de primaria en los años siguientes. Durante los quince días anteriores a su puesta en práctica, les hacía diversas pruebas y test de inteligencia. Cada año pudo comprobar cómo el día en que los alumnos formaban parte del grupo de los inferiores su puntuación disminuía en esas mismas pruebas, y aumentaba el día que se les hacía pensar que eran superiores.

También en 1968 Robert Rosenthal y Lenore Jacobson hicieron varios experimentos con resultados análogos a los arrojados por la experiencia de Elliot. En uno de ellos pasaron varios test de inteligencia a los alumnos de un colegio y ofrecieron a sus profesores un listado de aquellos que, según los test, eran más brillantes. Se trataba, sin embargo, de un listado falso, pues los alumnos fueron escogidos al azar. Lo sorprendente fue que, tras ocho meses, el rendimiento académico de esos alumnos no sólo había aumentado más que el de sus compañeros, sino que incluso su coeficiente intelectual era mayor. Las expectativas que sus profesores habían puesto sobre ellos, el trato que en función de esas expectativas habían recibido, habían incrementado su inteligencia. La introducción de un prejuicio falso -que esos alumnos eran más inteligentes- logró transformar la realidad hasta hacerlo verdadero, dado que, en efecto, los alumnos acabaron siendo más inteligentes.

Lo que les sucedió a los alumnos de Jane Elliot y a los de los experimentos de Rosenthal y Jacobson es lo que se conoce como el efecto pigmalion o la profecía autocumplida. Según el sociólogo Robert K. Merton, estas profecías capaces de provocar su propia realización son definiciones falsas de la realidad que, una vez formuladas, despiertan un nuevo comportamiento que hace que la falsa concepción de la realidad se vuelva verdadera. Y su influencia no se limita ni remotamente al desarrollo de las capacidades intelectuales. Afecta a la integridad de nuestros modos de ser en cuanto éstos se desarrollan en un contexto social que siempre ha determinado de antemano, en función de nuestro sexo, nuestro color de piel o nuestra extracción económica, lo que somos y se espera de nosotros.

Es por ello por lo que la teoría de la profecía autocumplida me parece en extremo reveladora a la hora de explicar por qué en colectivos humanos definidos por alguna diferencia no relevante -como no lo era el color de los ojos en la experiencia de Jane Elliott- pueden, no obstante, observarse diferencias en lo relativo a sus aptitudes, capacidades o comportamientos. Porque según esta teoría, da igual que sea falso que las mujeres son menos promiscuas que los hombres o que están menos dotadas para el pensamiento abstracto. Basta con que el medio social haya proyectado sobre ellas estas profecías para que las estadísticas acaben corroborando su verdad. Como da igual que sea falso que los hombres son más agresivos o violentos que las mujeres, o más competitivos y emprendedores. Basta con que se espere que lo sean para que efectivamente lo sean. Y también da igual que sea falso que los negros son menos inteligentes o poseen mayores tendencias a la criminalidad que los blancos. Basta con que la sociedad les eduque en esas creencias para que los datos objetivos las ratifiquen.

La conclusión que de aquí se desprende tiene forma de paradoja: sólo cuando se rompa con esos falsos prejuicios, dejarán de ser verdaderos.

Os dejo un fragmento de un interesante documental sobre la experiencia de Jane Elliott que muestra algunos momentos de la misma. El documental completo lo podéis encontrar aquí.


jueves, 2 de abril de 2009

Lo desconocido


Hace ya bastantes meses me despedía por un tiempo de todos vosotros con un post encabezado por unos versos de Rilke. Unos versos que, precisamente, hablaban de la despedida.

Si siendo aún muy joven me sentí atraída por la poesía de Rilke y nunca he dejado de admirarla, de revisitarla desde entonces, es por su inigualable capacidad para retratar en imágenes lo esencial de la condición humana. Sus inconfundibles metáforas y símbolos poéticos plasman, para mí, una profunda reflexión sobre el enigma que representa nuestro existir sobre el mundo, en el mundo, a distancia del mundo. Un enigma que, en lo fundamental, consiste en que eso que por fuerza es para nosotros lo más íntimo y cercano, lo más inmediato y familiar, nos resulta a la vez lo más extrañamente lejano, lo más extrañamente borroso. Nada tan complejo, tan inagotable en su complejidad, como tratar de comprender lo que somos. Nada se nos escurre tan vertiginosamente entre los dedos cuando pretendemos apresarlo como la naturaleza de nuestra propia existencia. Algo que tiende a desdibujársenos en el cotidiano transcurrir de nuestros días y que los poemas de Rilke quieren iluminar una y otra vez.

La despedida de la que habla allí Rilke no es la despedida de quien dice adiós y se ausenta por un tiempo antes de un nuevo reencuentro. Se trata de la despedida de un adiós definitivo, la despedida de quien sabe que aquello de lo que se despide nunca volverá. Pero ésta es, según los versos de Rilke, la única y verdadera forma de despedida que como humanos nos compete. La otra, la provisional, tan sólo representaría su reflejo deformado, una suerte de apariencia encubridora de ella. O mejor, una ficción construida sobre la base del olvido de aquella primera y más original despedida: el olvido de que nada retorna idéntico a lo que fue. De que, por tanto, no hay retorno alguno en nuestras vidas. Lo que ante nosotros se alza bajo la máscara de ese presunto retorno no es más que el invariable sobrevenir de lo desconocido.

Vivir siempre en despedida, llevar grabado en el rostro el gesto del que se marcha sin poder evitarlo, significa que no hay lugar ya transitado por el que nos sea posible volver a caminar. La inviabilidad del regreso se nos impone con cada nueva zancada. Conforme vamos avanzando, el suelo pisado se evapora bajo nuestros pies. Sin embargo, el hecho mismo de que sintamos la necesidad de despedirnos, de que no logremos seguir caminando hacia adelante sin echar la vista atrás y detenernos para decir adiós, delata que, fueran cuales fueran nuestros pasos, tanto si acariciaron nuestros pies como si los cubrieron de magulladuras, algo en nosotros lamenta el esfumarse de ese suelo que desaparece. Lo acontecido se ha perdido para siempre. También aquello que fuimos durante su acontecer. Y por esa pérdida hacia la que la memoria nos gira, en la que el recuerdo se detiene y demora, nos sabemos más cerca de la muerte, más próximos a la despedida última. Sólo el animal, dice Rilke en otros versos del poema que citaba, se halla libre de muerte. A ella sólo nosotros la vemos. Por la misma razón por la que pareciera que alguien nos volvió del revés: porque es la conciencia reflexiva ausente en el animal, nuestro estar volcados hacia afuera desde el adentro que nos desdobla, lo que nos sitúa de continuo frente a la oscuridad de la muerte y nos impulsa a mirar atrás con nostalgia.

Antígona y yo nos encontramos ahora unos meses más cerca de la muerte. Como todos vosotros. Todos nosotros nos hemos despedido definitivamente de lo acontecido en esos meses, también de lo que fuimos durante su acontecer. Pero en nuestra despedida de entonces, la de Antígona y la mía, quisimos acogernos a esa ficción del adiós provisional que permite anunciar el futuro reencuentro con lo ya alguna vez sido. Pues bien, el momento de ese reencuentro ha llegado. Y con él nos lanzamos al encuentro de lo desconocido que en verdad supone.

Aunque, si pensamos con Rilke, ni Antígona ni yo podemos ser las mismas, me temo que, para bien o para mal, seguimos pareciéndonos mucho a las que ya conocéis. Creo que este post, con el que resucitan nuestras antiguas obsesiones, es ya buena prueba de ello :) Pero veremos qué nos depara eso que aún es desconocido y que hoy empieza a serlo un poco menos.