miércoles, 12 de agosto de 2009

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En contra de su cultivada costumbre de permanecer unos minutos en la cama para dejar que sus miembros vayan despertando lentamente de la inactividad nocturna, hoy se ha levantado nada más aflorar su conciencia del sueño. Con mayor viveza de lo que su edad permitiría presagiar, se ha dirigido por el largo pasillo hacia la cocina y allí ha encendido con una cerilla el grueso cirio que dejara preparado sobre el banco la noche anterior. Mientras reza un padrenuestro seguido de un ave maría, sus dedos no han cesado de acariciar el pequeño dije de oro que, sobre su escote, encierra el mechón cortado de sus cabellos a los pocos minutos de morir, y al terminar sus oraciones lo ha llevado a sus labios para depositar sobre él un breve beso. Seis años han pasado ya desde entonces. Pero sabe desde hace exactamente esos seis años que antes sonará la hora de su propia muerte que logrará habituarse a su ausencia.

De vuelta en el dormitorio ha hecho la cama poniendo especial cuidado en estirar las sábanas sobre el lado en el que él dormía, en ahuecar su almohada antes de cubrirla con la colcha. Y antes de encaminarse nuevamente a la cocina para el desayuno se ha demorado en abrir los cajones de la que fuera su mesita de noche, la puerta del lado izquierdo del armario donde aún cuelgan todas sus ropas, también la del armarito del baño que todavía guarda sus productos de aseo, para cerciorarse de que todo sigue igual que aquella calurosa tarde de junio en la que ambos partieron juntos hacia el hospital y del que sólo ella habría de regresar apenas tres noches después, incrédula ante la inesperada presteza de los acontecimientos, desarbolada por la sorpresa de su desaparición, aterrada de soledad anticipada, para caer en un sueño frío y plomizo, en una inconsciencia cortante e indolora a la que seguirían tantas noches de insomnio.

Y ya entregada algo más tarde al cotidiano ritual de limpieza, se ha ido deteniendo en las numerosas fotografías que, a partir del día de su muerte, empezara a seleccionar y enmarcar para sentirse más acompañada, para tenerlo consigo casi en cada habitación de la casa, y poder mirarlo y dirigirse a él como si aún pudiera escucharla allí mismo, en el hogar donde ambos entrelazaron sus caminos y ahora testigo vacío de su viudez. Ni los más escépticos argumentos conseguirán convencerla de que él no la escucha allá donde quiera que esté, por más que permanezca mudo ante sus palabras y nunca se haya atrevido a manifestarse ni con el más leve signo, ni con el más leve indicio, como tantas veces ella ha deseado, segura de que esta separación formará parte de lo transitorio y tarde o temprano llegará el momento de su reencuentro eterno. Mira el reloj y sus movimientos se vuelven más rápidos y ágiles, como animados por un conato de alegría. Por suerte, el aniversario ha caído este año en domingo y ha reservado mesa en el elegante restaurante que a él tanto le gustaba para celebrar allí la habitual comida semanal con sus hijos. Debe arreglarse como es debido.

Nada en el espejo puede ya anunciarle, mientras reaviva con algo de color sus gastadas facciones, que cuando a los postres recuerde en voz alta con una sonrisa y húmedos los ojos alguna de las anécdotas familiares que él protagonizara, en torno a la mesa se alzará una bruma densa e invisible que enturbiará las miradas del resto de los comensales. Que cuando comience a hablar de él y de su infinito echarle de menos, la de de su hijo menor se precipitará una vez más sobre el mantel para que la fina tela absorba la vergüenza y la rabia que destila. Que su hijo mayor hará de nuevo un esfuerzo por recoger su primera sonrisa con su propia boca y obligarla a pronunciar palabras adecuadas. Que su hijo mediano se girará posiblemente hacia el carrito para atender una demanda inexistente del bebé mientras su nuera roza ligeramente su mano.

Para esos gestos, en tantas ocasiones reiterados, hace ya mucho que el transcurrir de los días, el peso de la soledad y el inevitable balance inconscientemente arrojado sobre su memoria la han vuelto ciega. En la misma medida y con idéntica cadencia con que han ido borrando, aniquilando, los recuerdos que aún laceran el alma de sus hijos y que a ella ya no habrán de dañarla. Recuerdos hirientes que todavía entristecen sus sueños de adulto trayendo consigo el sabor amargo de sus respectivas infancias. Recuerdos punzantes que en ella, como piezas de un extraño puzzle, en lugar de sumarse se han ido restando para que en su cabeza pudiera finalmente emerger la figura inventada de su felicidad pretérita, fundamento de la nostalgia que alimenta su presente y la proyecta hacia el porvenir de la mano de la esperanza ultraterrena. Incluso el recuerdo del odio profundo, visceral, desgarrador de pies a cabeza, sentido hacia el hombre que quebró su vida martirizando su corazón y la inocencia tierna de sus niños, se ha evaporado, transformado en memoria ligera de usuales desavenencias conyugales, de rasgos de carácter defectuosos pero tolerables. Trocado en una culpa oculta por ese mismo odio -¿quién no sospecha de su poder mortal?- que ha acabado por extirpar de sus entrañas la imagen pasada de sucesos innombrables, priorizando en ellas, magnificando en una hipérbole desmesurada, las escasas huellas de lo grato y lo benéfico dejadas por su hoy añorado marido.

Nada en el reflejo amable de su tez maquillada y su pulcra vestimenta que la despide en el recibidor al salir de casa puede ya presagiarle el sentimiento de alivio, entreverado con el dolor por la traición a la memoria familiar y a la antigua complicidad en la desgracia compartida, confusamente mezclado con la piedad y la lástima, que experimentarán sus hijos al abandonar el restaurante. Probablemente preguntándose, mordidos por un agudo remordimiento, con qué derecho se atreven ellos a juzgar esa previsible falsificación de buena parte de sus vidas, esa anticipable destrucción del origen de sus heridas, si por fin han alcanzado a pintar, después de tanto sufrimiento inmerecido y tanto llanto inútil, el trazo sereno de la reconciliación en el rostro de su madre. Aun cuando el precio de ese trazo salvífico estribe en su creciente lejanía. De ellos. De sí misma.

18 comentarios:

BACCD dijo...

Yo creo que es más feliz con esta nueva versión de marido: puede hablar con él sin que le replique, y no tiene que aguantar todo lo que ya ha borrado de su mente. ¡Fantástico esto de tenerlo enmarcado! XD

Es difícil saber exactamente por qué hay personas que se empeñan en ponerle flores a un pasado distorsionado, por qué sienten esa necesidad de reinventarse un pasado, una vida. Aunque sí tengo la impresión de que es puro instinto de autoprotección.

En este caso me parece como aquella canción de U2, "With or without you (I can't live)". No puedes vivir con las torturas, pero tampoco sin ellas. Y ya que la soledad a secas es para muchos peor que las malas compañías, hay que buscar una especie de solución, de refugio. Hay que darle un sentido a una existencia mísera y triste. Por derrumbados que estemos, siempre tenemos un fuerte instinto de supervivencia. Si la situación no es tan terrible como para suicidarnos o la sola idea nos acobarda para hacerlo, pues hay que inventarse algo, aunque sea, que nos permita salir adelante.

Muy bonita la reflexión de los hijos en el último párrafo. Tu filosofía va siempre muy unida a la psicología. ¡Me encanta!

¡Un besazo!

anareis dijo...

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Anónimo dijo...

O dicho de otro modo: cuando la soledad te acosa, hasta el horror que te acompañó en otros tiempos puede llegar a echarse de menos.
La soledad parece ser mayor enemigo que la mala compañía, si no se es lo suficientemente fuerte.
Lo has interpretado muy bien.

Antígona dijo...

Ciertamente, Dusch, este marido ya no podrá darle ningún problema, y en el fondo la protagonista del relato se ha liberado por fin con su muerte de mucho sufrimiento. El problema sea tal vez que ella no esté dispuesta a reconocer tal liberación, por más que la viva día a día. Su presente liberado es experimentado como ausencia, como pérdida, y no como un estado mejor que el que tenía antes.

Creo que la necesidad de reinventar el pasado es constante en todos nosotros. Nuestros recuerdos son algo vivo, algo que se va transformando con nosotros, que se va modificando en función de cómo nos vemos o queremos ver en cada momento. No hay posibilidad de saber si nuestros recuerdos son el reflejo de las vivencias que dieron lugar a ellos. Tal vez en un primer momento sí, pero con el paso del tiempo, cada vez que volvamos a ellos no dejaremos de alterar aspectos de los mismos en función de cómo nos sintamos en el presente.

En el caso de la protagonista del relato, su necesidad de reinventar su propio pasado es una cuestión vital. ¿A quién le gusta mirar hacia atrás y reconocer que su vida, cuando ya queda poco para la muerte, ha sido un auténtico calvario, que no ha valido la pena? Es muy duro hacer balance al final de nuestros días y atreverse a reconocer que desearíamos haber vivido una vida muy distinta a la que tuvimos. Por ello, la tentación de edulcorar el pasado, de inventárnoslo a la medida de nuestros deseos, para poder finalmente decir que sí, que hemos sido felices, que nuestras vidas no han sido pura miseria, es demasiado grande como para no acabar cayendo en ella. Creo que es lo que le pasa a esta persona. No es capaz de aceptar que en su vida pasada poco hay de salvable, y por ello se inventa una memoria de esa vida a la que poder mirar con cierta satisfacción. Se trata, como bien dices, de esa voluntad inconsciente de dar sentido a su existencia, aun cuando para hacerlo haya tenido que borrar buena parte de lo que fue en realidad su vida.

En cuanto a la canción de U2, ay, es que las relaciones humanas, hasta las más atroces, generan dependencias insospechadas. Y la muerte de una persona que ha vivido durante muchos años a nuestro lado, incluso si esa convivencia fue un infierno, deja un tremendo vacío al que supongo que no es fácil acostumbrarse.

Los hijos, pobres, se llevan en la historia la peor parte. Entiendo que no soporten ver cómo su madre idealiza al padre que tanto les hizo sufrir. Entiendo también el dilema moral que viven al reconocer que es esa idealización que a ellos tanto les molesta es lo que está dando un poco de felicidad y bienestar a la vejez de su madre.

¡Un gran beso!

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Me parece un proyecto muy interesante, Anareis, pasaré por tu blog para conocerlo mejor.

Un saludo!

Antígona dijo...

Un paseante, como le decía a Dusch, supongo que no es fácil acostumbrarse a la soledad después de largos años de convivencia y menos aún en la vejez, cuando las fuerzas y la vitalidad fallan a la hora de plantearse nuevos proyectos que pudieran aliviar esa soledad. Por otra parte, los seres humanos llegamos a depender hasta de aquello que nos hace daño, tanto por una cuestión de puro hábito, como por el hecho de que también eso que nos hace daño ocupa un lugar en nuestra vida y llena nuestro tiempo. Cuando nos lo quitan, se impone el vacío, y con él, al menos de entrada, sí que se convive fatal.

De todos, en mi historia, ese echar en falta no tiene que ver sólo con la soledad, sino con la necesidad que la protagonista siente de crearse un pasado en función del cual no tenga que reconocer que su vida ha sido desdichada. Una vez desprendida de los recuerdos dolorosos, y alterada en su memoria la imagen de su marido, la añoranza por él no podía hacerse esperar. Porque ya no añora a quien la hizo infeliz, sino a la imagen inventada de un marido que sí la hizo feliz.

Gracias por tu comentario y bienvenido a esta casa

Antón Abad dijo...

Recuerdo una frase de Jardiel Poncela:" Los muertos, por mal que lo hayan hecho, siempre salen a hombros". Me ha tocado presenciar creativas reescrituras de historias personales en diversas ocasiones, y nunca las he podido justificar hasta el momento; supongo que será cuestión de tiempo, porque escuché a mi agnóstica madre mencionar a Dios sin ánimo peyorativo, por primera vez, en su lecho de muerte. ¿Será que uno desea afrontar su fin en paz con el mundo?; puedo entender en cambio que en una reunión cualquiera de conocidos o familiares, se corra un tupido velo sobre los aspectos negativos de los ausentes, no tanto por agrandar su figura como por la delicadeza que supone "no patear a un perro muerto", que de proeza tiene poco y en suma, no habrá de aportar nada positivo al ágape o encuentro. Celebro no haber perdido aún la perspectiva en los juicios a los hijoputas conocidos, y más aún mi no colaboracionismo en reivindicaciones de última hora, basadas exclusivamente en "cualidades" adquiridas post mórtem. Como dije, puede que cambie mi actitud en los umbrales del gran abismo; en cualquier caso, mi actitud de aguafiestas de virtudes necrológicas, en caso de mantenerse, será generosamente obviada por mis panegiristas, que supongo esperarán un trato igual de benévolo en iguales circunstancias... ¡Ah, y que digan también que yo era guapísimo!

Anónimo dijo...

Gracias por tu visita. Al final, todos decimos lo mismo: el miedo ante la soledad amplifica el miedo ante lo trascendente, que es la muerte. Tu viuda o la madre de Antón, o quien sea ante ese salto, tiene miedo: o Dios, o el recuerdo, o lo que sea, cualquier cosa menos la soledad ante el estrado en el que todos vamos a estar algún día.
Ser duro todo el día es muy difícil. Y agota.

Jota dijo...

Desde luego, cada uno tiene los recuerdos que le da la gana, y es cierto que tras la muerte se tiende a la idealización de la figura del ausente. Tu personaje principal se aferra a esos recuerdos distorsionados como un náufrago a un tablón para evitar ahogarse, en su caso, en el mar de la soledad, que es aún más bravo y temible en la vejez. Es normal que aquellos que aún tienen media vida por delante y alicientes que les permiten pensar en cosas del día a día más que en reflejos del ayer, reaccionen con incomodidad cuando alguien les vende un pasado que saben falso, o al menos no verdadero del todo.
En fin, un relato muy cercano a la realidad del ser humano y muy bien construido y contado.
¡Enhorabuena!

carrascus dijo...

Pues yo, amiga Antígona, sin ánimo esta vez de polemizar, que para eso me quedan ya dos ratos de trabajo antes de coger las vacaciones, quisiera decirte que la señora de tu relato es una gilipollas absoluta que no sabe disfrutar de la vida en libertad que se le ofrece.

Y que espero que los hijos tuviesen el buen tino de enterrar a su puñetero padre bajo una losa bien gorda, por si acaso en algún momento el cabrón levantase la cabeza, se pegase contra ella una hostia bien gorda y merecida y se volviese a morir...

Margot dijo...

Jajajaja estoy con Carrascus...

Es cierto que nadie debería juzgar (más por un ánimo egoísta que se deriva de aquello de "nunca escupas al cielo") pero en realidad el tipejo sigue manejando su vida y eso es lo que me entristece. Esa condena para el dolor o la tranquilidad no llega de sí misma sino de un personaje que primero fue real y luego ficticio. Ambas circunstancias entrañan la misma perversidad.

Pero ya, la vida tiene buenas y grandes dosis de perversidad, no seré yo quien lo niegue. Por mucho que me moleste el autoengaño...

Y lo cuentas tan bien que todo encaja, eso también.

Que panda de raros somos los seres humanos... ay que joerse!

Besos en la sombra.

Antígona dijo...

Señor Abad, la frase de Jardiel Poncela me parece extremadamente acertada, aunque supongo que su acierto no exige que se cumpla en la memoria de todos y cada uno de los vivos que de una u otra manera pudieron conocer al muerto, dado que tampoco en todos y cada uno de esos vivos pueden encontrarse las motivaciones –muchas y variopintas- que sustentarían esa merecida o inmerecida salida a hombros. Porque estoy convencida de que esa reescritura a la que alude sólo se producirá sobre la base de esas motivaciones de las que algunos sujetos pueden sencillamente carecer. Una de esas sería aquélla según la cual es la historia personal del vivo la que queda salvada a fuerza de reinventar la historia del muerto, como le sucede al personaje del post. Pero entiendo que puede haber muchas más que lleven a idealizar a un muerto. E incluso es posible que en todas ellas se mezcle cierta tendencia cuasi natural al engaño que poseemos los humanos, y que nos impulsa a maquillar la realidad para hacerla más a la medida de nuestros propios deseos. Obviamente, cuando el elemento de contraste entre nuestras representaciones y la realidad ha desaparecido para siempre, ese maquillaje resulta muy fácil. Algo similar a lo que les ocurre a aquellos que siempre proclaman eso de que todo tiempo pasado fue mejor.

Yo también comprendería que en una reunión familiar se pasen por alto los aspectos negativos de los muertos. Otra operación que me parece bastante fácil, dado que no creo que exista nadie sobre quien no pueda mencionarse algún aspecto positivo. Pero también comprendo la actitud de los hijos de la protagonista del post, dado que hay muertos respecto de los cuales, tanto daño han hecho, pronunciar frases de reconocimiento constituye una verdadera traición para sus víctimas. Y esta cuestión podría extenderse más allá del ámbito de lo familiar y lo doméstico para aplicarse sobre el de lo histórico.

Le alabo que no haya perdido usted la perspectiva a la hora de juzgar post mortem a los hijoputas conocidos y confío en que siga sin perderla. Pero, quién sabe, tal vez se esté arriesgando usted a que el número de sus posibles panegiristas sea menor del que cupiera esperar y que no sólo no digan que era usted guapísimo, sino que, una vez haya desaparecido, le pinten a usted inmerecidamente como un adefesio. Que todo puede pasar en esta vida ;)

¡Un beso!

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Un paseante, es posible que, como dices, el miedo a la soledad amplifique el miedo a la muerte. El cristianismo siempre ha sido un excelente subterfugio para combatir ese miedo. El cristianismo y ciertas fantasías relativas a un largo túnel en el que una persona querida aparecerá ante nosotros mientras atravesemos el umbral para guiarnos hacia el lugar donde se hallan el resto de nuestros seres queridos. Pero imagino que aquí el miedo a la soledad se funde con el miedo a la posibilidad del vacío. Es angustiante la idea de la nada. Y eso es lo que le espera a quien desconfía de toda suerte de trascendencias ultraterrenas.

Otro beso

Antígona dijo...

Jota, yo también creo que tras la muerte de una persona se da cierta tendencia a la idealización. Pero esa tendencia también puede verse radicalmente quebrada cuando se trata de una persona cuya presencia fue, digamos, maligna en la vida de quienes le recuerdan. Entonces no sería extraño que en lugar de esa tendencia a la idealización sucediera justamente lo contrario, es decir, la reinvención de una imagen del ausente en la que se habrían magnificado sus rasgos negativos, sus rasgos malignos, también injusta con su realidad objetiva. Como no es extraño que a veces se cumpla aquello que cantaban los Siniestro Total de “bailaré sobre tu tumba”.

Mi personaje no sólo se aferra a sus recuerdos distorsionados para evitar ahogarse en el mar de la soledad, sino también para reconstruir la memoria de su propia vida, para inventarse un pasado que poder contemplar sin las amarguras y el dolor del presente vivido. Pero aun cuando sus hijos reconozcan la “legitimidad” de esa operación, no puede dejar de hacerles daño, en la medida en que con esa invención de su propio pasado, la madre también inventa el de sus propios hijos. Es como si su madre les dijera con sus nuevos recuerdos que todo el rencor que puedan sentir hacia su padre no tiene razón de ser. Salvándose ella misma en su propia memoria de sí, ha creado una distancia insalvable con respecto a sus hijos de la que no es en absoluto consciente, pero que a cualquier hijo le resultaría muy difícil de sobrellevar.

La realidad del ser humano es en ocasiones verdaderamente miserable, ¿no crees? Gracias por tu enhorabuena.

¡Un beso!

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¡Qué crudo tu adjetivo, Carrascus! :P Pero no puedo dejar de darte en parte la razón: esta señora no es capaz de interpretar la muerte de su torturador como una liberación, que es lo que seguramente representa para sus hijos. Sin embargo, yo no diría que no viva esa liberación. La palpa todos los días sin percatarse de ella en la medida en que ya no sufre el tormento de tener que soportar a su marido. Pero es cierto que la alegría que debería haber acompañado a ese sentimiento de libertad se ve en su caso empañada por la nostalgia del muerto.

¿Sería más feliz en su vida presente de ser consciente de la liberación que ha supuesto la muerte de su marido? Yo creo que sí. Pero tampoco puede negarse que esta señora ha alcanzado cierto estado de felicidad con su mentira. Mira al pasado y se siente falsamente satisfecha del trayecto recorrido. Y mira al futuro con esperanza.

Los hijos seguro que han enterrado al padre bajo esa losa. De lo contrario no se explicaría el sentimiento de malestar que experimentan ante la falsa memoria de su madre.

¡Un beso!

Antígona dijo...

Niña Margot, ¡qué sorpresa tenerte de vuelta! No sabes cómo me alegro de verte por aquí :)

Me parece muy interesante lo que dices y no puedo dejar de estar de acuerdo contigo. Sí, es triste que el muerto siga manejando su vida, que ni con su muerte la protagonista haya conseguido liberarse de su presencia con su falsa añoranza de algo que nunca tuvo. Pero quién sabe si el recuerdo del odio, de los sentimientos negativos que albergó hacia él durante buena parte de su vida no la torturarían aún más y representarían una forma distinta pero igual de poderosa, o incluso aún más, de estar sometida a él. A veces las muertes de otros van cargadas de extraños sentimientos de culpa para los vivos. Más aún cuando esa relación con los otros fue turbia y dolorosa. Quizá eso entre dentro de la perversidad vital a la que aludes. Que sean las víctimas quienes acaben sintiéndose culpables por el daño que les hicieron sus torturadores.

Reflexión que me lleva a darte también la razón en lo relativo a lo raros que somos los humanos. Raros y retorcidos para bien y para mal. La lucidez con respecto a uno mismo y a la propia vida es un estado tan deseable como difícil de alcanzar.

¡Besos huyendo de las sombras!

NoSurrender dijo...

Es un verdadero placer leer lo que escribe, doctora Antígona. Tiene usted una gran maestría y sabe dar una carga de profundidad en cada gesto cotidiano verdaderamente envidiable.

Me parecen muy interesantes algunos de los comentarios que se han escrito aquí arriba, en especial todo lo referente a la necesidad que tenemos los seres humanos, a veces, de reinventar nuestro pasado en forma de recuerdos para justificar los porqués que nos permiten seguir con vida. Pero creo que su protagonista es víctima de algo más. Es víctima del Dios de los cristianos.

La creencia masoquista en otra vida después de ésta puede hacerle pensar que aún no se ha librado de la presencia del esposo, a quien tendrá que rendir cuentas de cómo guardó su ausencia en el machista cielo de los cristianos. Así, su condena es eterna en cualquier caso y, quizás, sólo puede sobrellevarse mintiéndose a sí misma. Dios es el mal.

Besos, doctora Antígona!

k dijo...

A mí esta señora me ha recordado a otra que conocí hace mucho tiempo, que tenía la cualidad de sufrir por todo y constantemente. Es muy común eso en estas tierras: interpretar (por culpa, como muy bien señala el lagarto, de las influencias nefastas de la religión) la vida como el sempiterno 'valle de lágrimas' donde se viene a sufrir, y considerar el dolor un valor moral.

En lugar de intentar vivir como uno cree que merece y extraer lo positivo de cada situación, buscan la forma de ver sufrimiento en cada experiencia, alegre o no, liberadora o no. Con ese código de conducta que indica en cada momento qué hay que hacer y qué hay que sentir, hay un camino muy fácil para ganar ese premio posterior que es el cielo, etcétera.

En cualquier caso, cada uno se reconcilia con su pasado como quiere o como puede, y el olvido y la reinvención son armas tan útiles como cualquiera otras, creo yo... A tu señora la salva in extremis ese trazo sereno de la reconciliación. Cada uno lo hace lo mejor que puede. No se puede pedir más.

Isabel chiara dijo...

Qué buenos comentarios y qué riquísimo texto, Antígona. Yo me decanto también por la losa, de hormigón si puede ser, aunque entiendo la actitud de esa señora que busca la redención distorsionando los recuerdos, reduciéndolos a quizás pocos minutos de dicha con el difunto. También creo que Lagarto da en el clavo con la nefasta educación cristiana y su más allá para enmendar la mierda del más acá.

La actitud de los hijos es benevolente como mínimo. Yo, dado el caso, le daría un buen achuchón a la madre y le abriría los ojos a la realidad que pretende maquillar con cirios y retratos, para que, al menos, tuviera la oportunidad de vivir en la vejez lo que no tuvo en gracia vivir en su juventud. Creo que congratularse con la ilusión de que la madre es feliz en la vejez, o al menos ha encontrado la paz deseada, es un poco perverso. Ignorar el pasado en pos de un futuro "apacible" pasa factura a la larga.

La soledad es mala cosa cuando uno se ha convertido en dependiente y, además, tiene constancia de que su vida, la única que tiene, ha sido una auténtica mierda. Y eso ya no tiene remedio.

UN besote.

Antígona dijo...

Desde luego, no le voy hoy a quitar la razón en nada de lo que dice, y más después de la aquiescencia que más abajo ha suscitado su comentario ;) Bueno, si acaso solamente en lo de la maestría, que me parece un adjetivo exagerado, y para señalarle que no creo que usted tenga absolutamente nada que envidiar a lo que se escribe en este blog.

Los humanos tenemos esa necesidad de inventar nuestros propios recuerdos, sí. Pero no siempre esa invención acontece en el momento oportuno ni se produce del modo que nos haría más libres o más lúcidos con respecto a los motivos que deben impulsarnos a seguir viviendo. Probablemente sea el caso de mi protagonista, quien podría haber experimentado tras la muerte del marido una suerte de renacer al que sin embargo se niega.

También es cierto que es víctima del dios de los cristianos. Es obvio el sentimiento de culpa que anida en toda esa reconstrucción de su pasado que lleva a cabo. A fin de cuentas, ella sigue viva mientras su marido a muerto. A fin de cuentas, lo ha odiado durante buena parte de su vida y es posible que, una vez desaparecido él, se pregunte, traicionando su memoria, si realmente tenía motivos para odiarlo. El odio es un sentimiento perverso no sólo por su propia proyección exterior, sino por el propio componente destructivo que entraña para quien lo experimenta. Ahora su odio pasado se ha convertido en culpa y de ella no puede estar exenta la necesidad de lavarla ante el dios al que habrá de rendir cuentas. Quizás se ha planteado el interrogante de si ella misma no podía haber hecho las cosas mejor con su marido y al responderse a sí misma que sí –todos cometemos errores- no puede dejar de conducirse en su ausencia, en una suerte de mecanismo de compensación, guiada por el amor que no sintió en su presencia. Dios, en efecto, es el mal, aunque a veces se esconda tras el rostro de un amor que puede resultar una cárcel para quien lo profesa.

¡Un beso, doctor Lagarto!

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Quizás son demasiados siglos, querida K, de haber escuchado esa condena del “valle de lágrimas” como para que sus influencias puedan eliminarse de un plumazo. Porque, como bien dices, dentro de esa concepción, el dolor es un valor moral, y a más sufrimiento terreno, más merecido será el goce ultraterreno. De ahí esa búsqueda del sufrimiento en cualquier experiencia que señalas. En su reconocimiento se encuentra la garantía de que se está yendo por el buen camino, de igual modo que los calvinistas buscaban en el éxito profesional y en la consecuente acumulación de capital que generó el signo de haber sido señalados por el dedo divino para acabar habitando el reino de los cielos.

También yo creo que el olvido y la reinvención son armas útiles. El olvido de determinadas experiencias puede ser absolutamente benéfico, y la reinvención parte del proceso de determinación del modo en que deseamos que nuestra vida sea en un futuro. Pero supongo que son útiles sobre todo cuando las aplicamos a favor de nosotros mismos, de la posibilidad de tener una vida más plena, y no en nuestra contra. Mi señora también tenía la opción se sentirse liberada y de disfrutar de su vejez con ese sentimiento mirando exclusivamente hacia las posibilidades, o sencillamente hacia la tranquilidad, que se le abría con la muerte de su marido. Pero quizás no ha tenido la suficiente fuerza que se requiere para ello. Tienes razón: cada uno lo hacemos lo mejor que podemos. Y si acaso sólo nosotros mismos, y no los otros, debemos plantearnos si no podríamos aún hacerlo mejor.

Me alegra verte por aquí :) Un besazo!

Antígona dijo...

Ichiara, yo creo que la actitud de la señora es comprensible pero vista desde fuera en ningún caso deseable. Desde fuera vemos que también podría haber reaccionado de otra manera y haber emprendido una nueva vida sin la losa que ahora representan para ella sus recuerdos, por más que ella no los experimente así. Pero quizás esa educación cristiana, al margen de otras cosas, ha tenido demasiado peso sobre ella. O le ha faltado la fuerza y la determinación para proclamar ante sí misma que no puede dejar de alegrarse por la muerte de su marido. Algo también típicamente cristiano, que exige poner siempre la otra mejilla y compadecerse de los enemigos.

Con respecto a los hijos, quién sabe si no lo han intentado ya y al final han tenido que desistir para no acabar dándose de cabezazos contra un muro. Para ellos, que tienen aún toda la vida por delante que llenar con proyectos propios y cuyo padre sólo representa una parte relativamente breve de sus vidas que además no eligieron, es mucho más fácil atenerse a la verdad. Pero su madre ha elegido al señor que la amargó a ella y les amargó su infancia, y reconocer su crueldad es también reconocer su error y todas las responsabilidades que arrastra. Ha convivido con él durante la etapa más importante de su existencia y compartido también con él aspectos de su vida a los que sus hijos son totalmente ajenos. Es normal que la madre se enfrente a conflictos en relación a la memoria del muerto que sus hijos pueden quizá entender pero que no son suyos. De ahí esa actitud a la postre benevolente. Posiblemente, no pueden tener otra si no desean que surja un nuevo conflicto que aún distancie más a su madre de ellos y le genere nuevas fuentes de sufrimiento.

La soledad es muy mala bajo ciertas circunstancias, sí. Supongo que porque ciertas circunstancias, como la vejez, o la costumbre arraigada de años de la convivencia, hacen muy difícil sobrellevarla.

Un beso grande!