martes, 19 de mayo de 2009

Confianza II: A los que no confían


"Nunca estuve tan obsesionado por la necesidad de morir como en los momentos de felicidad y goce. Gozar y llorar la muerte que acecha es para mí lo mismo"

Jacques Derrida



La felicidad es, para ellos, un camino luminoso rasgado en sus márgenes por la negrura cortante de un doble abismo. Una habitación en la que un sol radiante proyecta sombras espesas tomadas por espectros que gimen y lloran. Un pedazo de cielo asaltado por opacos nubarrones en los que late la amenaza de la herida mortal del rayo. La cúspide de una montaña transformada en su conquista en cráter profundo. La antesala de la tragedia. El preludio de su más temida desgracia. Cuando tienden sus brazos hacia lo alto y la acarician con sus manos, se descubren balanceándose peligrosamente al filo de un precipicio.


Difícil discernir qué o quién sembró en ellos la intuición dormida de un orden frío e implacable cuyas reglas sentencian: nada será regalado sin verse más tarde sustraído. Que bajo el peso implacable de una justa ley de compensación universal, todo golpe de fortuna habrá de ser pagado con la no menos justa moneda del infortunio. Que el platillo subirá en la balanza sólo al precio de su posterior caída, salvando así con su retorno el originario equilibrio pactado.

La intuición suele habitarles en silencio hasta que manifiesta su poder con voz atronadora: sucede allí donde sus huesos reverdecen bañados por el estado de gracia de la dicha. Al abrirse paso en sus cabezas el privilegio de ese raro don, al sentirlo con viva intensidad en la fiesta matutina de sus órganos, empiezan a palpar, en su más prohibida alteración, la presencia invisible de ese orden. Pues su extremo más ansiado, el éxtasis sostenido en el tiempo, debe ser, sospechan, posesión exclusiva de los dioses que lo rigen. Quien por un capricho incontrolado del destino, por un error de cálculo en la prodigalidad divina, se atreva a hollar el espacio sagrado y dance alegremente por sus dominios, habrá de aguardar el lícito castigo que clama su profanación. Ante la transgresión de los límites de lo legítimamente humano, el orden trastocado exigirá de inmediato la reparación de la catástrofe.


Sobre ellos mismos, pero con fuerza suprema en torno a sus bienes más preciados -las causas localizables de su dicha-, ronda con inusual cercanía lo que para otros se revela hipótesis lejana e improbable: el hálito funesto de la muerte que, arrebatándoselos para siempre, habrá de trocar Todo en Nada. Así, un teléfono que no suena en el plazo esperado, una tardanza imprevista, los halla de continuo predispuestos para la tragedia. Son, a sus ojos, los signos preclaros de que su ya sabida verdad por fin se confirma. De que el telón acaba de alzarse para que dé comienzo la representación del drama vaticinado. El suelo se hunde bajo sus pies mientras tiemblan como hojas. Vierten sin consuelo lágrimas amargas y tratan de aceptar, horrorizados por los preliminares de la orgía del dolor, que ya están cayendo por el precipicio. No se les escapa que ante los signos de su ruina se abre un ramillete de lecturas distintas: plausibles, sensatas, amables. Que en su fijación en la flor más siniestra habla un cierto delirio, familiar por repetido. Sin embargo, no hay resquicio de cordura capaz de frenar su temblor. La flor oscura sobresale con tal ímpetu y aroma de certeza que el resto apenas deviene perceptible. ¿Acaso no estaba anunciado que las estadísticas fallarían en su contra? ¿Acaso cabía otro desenlace?

Cuando los hechos acuden raudos en su auxilio a descartarla de un manotazo, el repentino alivio no aparece en compañía de la calma. Durante largas horas, todavía respiran entrecortadamente. El abismo se ha retirado por esta vez. Pero sólo por esta vez, y sólo unos metros. Ahí sigue, absorbiendo toda la atención de sus pupilas. Que la posibilidad vivida y sufrida como real no se haya cumplido, no significa que haya dejado de ser posible. Antes bien, la posibilidad venidera siempre abierta, factible en cada recodo, se impone impertinente en el horizonte ocultándoles cualquier otra visión. Lo inevitable sólo ha sido postergado, se dicen. Los hados tan sólo han consentido en concederles una tregua. Y es entonces cuando por sus pensamientos cruza con descaro la tentación de aflojar los brazos y soltar los objetos de su felicidad. De abandonar sus tesoros y alejarse de ellos. Incluso de ensuciarlos con sus dedos para que, evaporado su brillo, les resulte más fácil la partida. En esos instantes, pueden llegar a suspirar con añoranza por su tranquila medianía de antaño. Por el gris suave que reemplazara al azul brillante que ahora les lastima. Hasta que, desaguando en cada suspiro la balsa de su angustia, alcanzan a recobrar la lucidez hace ya tanto asumida: el verdadero castigo, el más inminente peligro, no anida tanto en el mundo como en sus corazones.

En qué momento se quebró su confianza en los dones de la vida. Por qué caminan sin fe por sus laberintos. Sin la fe requerida para gozar de sus parajes más hermosos. En la persistente creencia, sea cual fuere el precio ya pagado para recibirlas, de no ser merecedores de sus dádivas. Son las preguntas, tantas veces formuladas, que de nuevo les acosan. Una vez más las rechazan. Y en medio del vacío de respuestas, vuelven a alzarse con gesto resuelto sobre sus pies y tienden los brazos hacia lo alto. Para reemprender, mientras acarician su dicha, la antigua tarea interrumpida. La que desde niños desean enfrentar día a día: aprender a suturar con la aguja de la decisión los pedazos de su confianza rota.

21 comentarios:

troyana dijo...

Ay Antígona,me temo que para los que no confían (me ha recordado el título del post a la peli de Coixet "A los que aman")no hay cura que valga,o no al menos una cura que no pase por su propio interior.Se confirma una vez más la teoría de que: nosotros podemos llegar a ser nuestro peor enemigo,luego,no sé si hay reconciliación posible con esos laberintos de la mente de quienes no confian.Ellos mismos conspiran contra su paz,anticipando,sugestionándose,creyéndose victimas de un continuo sabotaje,del que únicamente ellos son artífices.Sólo rascando vemos que es su propia autoestima la que hace aguas,no cabe otra explicación porque los que no confían en el fondo no se sienten merecedores de su propia dicha ni del amor que otros puedan sentir por ellos,de ahí que se neuroticen pensando siempre lo peor.Es una manera de demoler su ya de por sí maltrecha autoconfianza.Toda esa duda,esa falta de seguridad en la otra persona es solo un reflejo de la relación que tienen consigo mismos,una relación que les conduce de manera rápida e inequívoca a la angustia y la insatisfacción.
1 abrazo

dErsu_ dijo...

Es como el lector que sólo se interesa por el final de la novela, como si sólo los finales importasen. Es posible que en nuestro caso el final sea poco halagüeño, pero como dijo un sabio muy sabio, nosotros ya no estaremos aquí para vivirlo.

Antígona dijo...

Troyana, yo creo que sí tienen cura, pero una cura que, como bien dices, nadie más que ellos mismos pueden proporcionarse a fuerza de quererlo, a fuerza de sustituir su confianza rota, el punto de partida que, por quién sabe qué circunstancias, arrastran, por voluntad de confiar.

En efecto, ellos mismos pueden llegar a ser sus mayores enemigos pero, en el fondo, sólo cuando traducen su falta de confianza en daño y perjuicio para sí mismos, cuando esa falta de confianza les domina y les lleva a actuar en contra de sus propios intereses. Eso no siempre sucede. Ni tan siquiera tiene por qué suceder si saben de sus demonios. Pero sufren demasiado.

La falta de confianza de la que quería hablar en el post no es tanto la que se referiría al prójimo como a la vida en general. Esos que no confían, los “trágicos”, podríamos también llamarlos, desconfían hasta cuando confían plenamente en las personas que aman, en la gente que les rodea. Porque en lo que no confían es en que la vida pueda regalarles aquello que les hace felices, en que alguna tragedia no haya de acabar arrebatándoselo, incluso si no temen la traición de esos a los que quieren.

Su principal problema, como dices, es que no se sienten merecedores de la felicidad, y por eso cuando la experimentan sienten que no puede durarles, que algo acabará ocurriendo que les hará caer en desgracia. No sé si esa desconfianza básica proviene, como apuntas, de una falta de autoconfianza o de autoestima. Podría ser. Pero a lo mejor sencillamente proviene del hecho de que, como señala Derrida en su cita, son más conscientes de lo que sería deseable de la posibilidad de la pérdida, y la experimentan con mayor intensidad cuánto más valoran y aprecian lo que poseen.

El miedo a perder es un sentimiento muy común. Pero creo que sólo se vuelve autodestructivo cuando nos domina e interfiere en nuestras decisiones. Y hasta los trágicos pueden aprender a ponerlo en su sitio, por más vivamente que lo sientan.

Un beso y un abrazo

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En nuestro caso el final siempre será poco halagüeño, Dersu, de eso no me cabe duda. Y tienes razón, hay que disfrutar del camino en lo que nos ofrezca sin pensar en el final del trayecto. Pero los que no confían son más “unamunianos” que epicúreos. Además, no temen tanto su propia muerte como la muerte de aquellos que aman. Y en este sentido, de poco les vale la sabia sentencia de Epicuro. Porque ellos sí estarán ahí para vivir esa muerte. Y no pueden soportar la idea del dolor que esa muerte, de haber de vivirla, les causará. De ahí que tanto la teman.

Un beso.

Arcángel Mirón dijo...

Hay una frase de Anthony Burgess que dice "aparta de tí la amargura, si no quieres apartar la incredulidad".
En los desconfiados noto eso: amargura. Deben tener motivos de sobra para no confiar: heridas, decepciones, puertas cerradas. Pero no están conformes con eso. Saben que hay más, aunque no puedan asumirlo.

Me dan tristeza.

Isabel chiara dijo...

La desconfianza al prójimo es una actitud terrible ¿qué vida se puede llevar como miembro de una sociedad con ese peso a cuestas? Somos seres sociales y el principio de confianza rige la convivencia, una confianza que se debe dar en condiciones de reciprocidad.

También la confianza está relacionada con la credibilidad y con el concepto de libertad que se ve mermado por la persona que desconfía pues no es capaz de abarcar la pluralidad de la vida, con los consiguientes efectos de marginación, discriminación, etc que aplica y a los que él mismo se somete negándose el derecho a ser feliz y a disfrutar. La confianza es una responsabilidad, la desconfianza una postura individualista que entronca con la inseguridad y el miedo, ese terror al extraño, al distinto, y aquí habría mucho que hablar.

KAPUSCINSKI en Ébano cuenta de una tribu, los amba, habitantes del oeste de Uganda, a los que tacha de masoquistas precisamente porque en su sociedad la desconfianza está tan arraigada que nadie se fía ni de sus hijos, padres, hermanos, vecinos, etc. Por descontado, tampoco se fían de los elementos que tienen alrededor y cualquier cosa que ven o les sucede es objeto de infelicidad y miedo. Obsesionados con el hecho de la existencia de un mal que ronda ahí afuera, los otros constituyen una constante amenaza y en cualquier momento les caerá encima su maldición. Obviamente, viven con un miedo atroz, no duermen bien y ante cualquier eventualidad (por otro lado muy normal en su contexto) se ven obligados a alejarse de la tribu por voluntad propia, para alejarse de la amenaza.

La confianza es un riego que se asume y nos permite avanzar en nuestra vida.

Yo creo que en realidad la desconfianza es una sola, porque cuando te niegas a ti mismo como persona capaz de amar, de ser libre, de afrontar la vida, de ser feliz, estás negándole al otro lo mismo, le aplicas el mismo rasero haciéndolo merecedor de tu desconfianza.

Es un texto muy muy interesante, auque yo me voy por peteneras con tanto palabrerío.

Un beso

Neo dijo...

Confianza, admiración y respeto... yo creo que lo que importa es que uno sea capaz de seguir confiando plenamente, a pesar de saber del alto riesgo que eso supone. Cuando dejas de atreverte, pierdes.
Besos!

NoSurrender dijo...

Me ha parecido muy interesante la cita de Derrida con la que usted abre este post, doctora Antígona. La certeza de temporalidad en todo lo empezado es consustancial al hombre. Por eso no somos dioses, por eso nos envidian los ángeles sobre el cielo de Berlín.

Supongo que la gran diferencia ilustrada entre un pesimista y un optimista es si se aplica esa conciencia de temporalidad a las experiencias buenas o a las experiencias malas. Porque lo nuestro es pasar, pasar haciendo caminos, caminos sobre la mar y bla, bla, bla.

La felicidad es la antesala de la tragedia. Sí. Pero es que no hay otra cosa en la vida de los hombres que una inmensa antesala de la nada, a donde estamos abocados a dejar de ser, en nuestras alegrías (la tragedia de abandonarlas) y en nuestras penas (la liberación de abandonarlas).

Pero creo intuir que su texto, Antígona, va más allá de la cita de Derrida. Creo que usted se refiere, más que a la muerte como finalidad de lo temporal, a la pérdida de lo regalado como castigo por pretender alcanzar la felicidad vetada. Como a un niño que toma un caramelo y, cuando más ilusionado está con él, su madre se lo arrebata porque es malo para sus dientes. Y es cierto: poseer es tener miedo a perder. Como decía Cortázar en aquellas instrucciones para dar cuerda a un reloj: “Te regalan el miedo de perderlo, de que te lo roben, de que se te caiga al suelo y se rompa”.

Creo que ese miedo lo tenemos todos, con mayor o menor intensidad. Pero, relojes cortazarianos aparte, creo que la cosa tiene una base muy católica en nosotros (a pesar de que otras culturas también lo tienen, como nos cuenta Ichiara). Quiero decir, hemos interiorizado que esta “temporalidad” nuestra no tiene otro objeto que el sufrimiento (el Valle de Lágrimas de las oraciones católicas). Que la “antesala” es exactamente una prueba de sumisión al dolor, y que todo lo que nos guste debe ser ilegal, inmoral o engordar (como decía la canción).

Como usted dice, doctora Antígona, los que sufren de desconfianza y los enfermos de futuro deben delegar sus inquietudes en las decisiones. La vida, como decía Lennon, es eso que pasa mientras pensamos qué va a pasar con ella. Disfrutémosla, por favor.

Besos, Antígona!

c.e.t.i.n.a. dijo...

Espero que me perdones la frivolidad, pero leyendo tu magnífico escrito y los no menos magníficos comentarios que lo acompañan, creo que la única aportación novedosa que puedo hacer es este antiguo chiste castellano:

Iban un padre y un hijo caminado por el campo cuando de repente el padre se para y le dice al niño: "Somos dos y no me fío ni de la mitad de los que vamos"

Pues eso

Antígona dijo...

Arcángel, yo creo que la amargura y la desconfianza son cosas distintas en el tipo de desconfianza de la que yo quería hablar, y que es una desconfianza que despierta cuando uno siente que ha alcanzado la felicidad, cuando uno se siente tan dichoso, tan contento con aquello que tiene, que no puede evitar sentirse acosado por el miedo a perderlo. Quien se siente feliz se siente feliz, no amargado. El problema es que esa sensación de felicidad venga acompañada de oscuros presagios por su pérdida.

La desconfianza hacia el prójimo es algo distinto. Y sí, en ese tipo de desconfianza, sí veo una conexión más evidente con la amargura. Una amargura que probablemente provenga de un profundo sentimiento de soledad. Porque es lo que ocurre cuando uno es incapaz de confiar en los otros: que se siente tremendamente solo. Y esa soledad, tienes razón, es triste. Tremendamente triste.

Un beso

Antígona dijo...

Ichiara, la verdad es que me parece muy interesante y lúcido todo lo que planteas. Aunque, insisto, no era de la desconfianza hacia el prójimo de lo que quería hablar, sino de otro tipo de desconfianza que podríamos llamar “metafísica”: algo así como una falta de confianza en el azar o el destino, en el hecho de que sobre esta tierra, en este mundo, nos esté permitido ser felices. Todos sabemos que la tragedia puede aguardarnos a la vuelta de la esquina, una tragedia que para ser tal no tiene ni tan siquiera que contar con responsables directos. Pues bien, quien desconfía “metafísicamente” sería, para mí, quien tiene más presente que otros la posibilidad de esa tragedia. Quien en los momentos en que se siente más afortunado, no puede dejar de llorar, como dice Derrida, “la muerte que acecha”. Y la cuestión no es que desconfíe de sus semejantes. Desconfía del azar imaginando que, en su lógica caprichosa, éste habrá de volverse en su contra justamente cuando más cosas sienta que debe agradecer a la vida.

El título del post es Confianza II porque hace ya tiempo dediqué otro post a este mismo tema pero focalizando más concretamente esa cuestión de la desconfianza hacia el prójimo. En él quise hablar de Jean Amery, que cuenta en su libro “Más allá de la culpa y la expiación” cómo después de ser torturado por la Gestapo se produjo una quiebra de su “confianza en el mundo”. Pese a esta formulación, Jean Amery está hablando claramente de una desconfianza que tiene su origen en la relación con los otros. Tras su experiencia de la tortura, deja de confiar en el mundo porque los otros se han transformado en enemigos. Porque el mundo ha pasado a ser un lugar habitado por demonios capaces de infligir dolor y destruir. Para él, en ese mundo demoníaco a causa de los otros sólo cabe vivir atenazado por la angustia. Una angustia para la cual el propio Amery no encontró otra salida que el suicidio.

La experiencia de Amery es justamente el reverso que demuestra la verdad de lo que dices: la convivencia no es posible sin esa confianza elemental hacia el prójimo. Los seres sociales que somos no podemos vivir una vida mínimamente satisfactoria sin confiar en los otros.
También estoy de acuerdo con lo que señalas respecto a la credibilidad, la libertad, la responsabilidad y el miedo. Muchas pueden ser las razones para desconfiar, pero el miedo me parece una de las más elementales. Lo ilustra perfectamente el ejemplo de los amba que has puesto. Pero junto a ella, o incluso mezclada con ella, también situaría cierta percepción del otro como un menor, como un incapacitado, como un ser inferior del que sólo se pueden esperar desaciertos que contribuirán al perjuicio colectivo. Porque los otros pueden ser también una amenaza sin quererlo, sólo por ser idiotas o torpes o demasiado inexpertos. Quienes desconfían de los otros tienen a veces un concepto demasiado elevado de sí mismos.

Y, en efecto, la confianza es un riesgo que se asume. Es, para mí, una cuestión de fe –en el post he dado por sentado que ambos términos, confianza y fe, están relacionados, aunque no me he detenido a consultarlo–, y como en todo acto de fe, uno salta al vacío sin certeza alguna sobre aquello que le espera. La diferencia entre quien confía y quien no es que sólo el primero se esfuerza por creer que los otros estarán ahí para recogerle cuando salte. Y por eso salta. Y por eso avanza.

Sin embargo, y en función de todo lo que he dicho al comienzo, no creo que la desconfianza sea una sola. No me parece que sean incompatibles la confianza en los otros y la desconfianza en la vida. Se puede tener la sensación de no tener derecho a la felicidad sin que ello implique pensar que tampoco los otros lo tienen. Se puede sentir sobre sí la mirada oscura de un destino terrible sin que en ello intervenga el prójimo.

Tu palabrerío sí que ha sido muy interesante. Así que, por favor, no te prives :)

Un beso

Antígona dijo...

Así es, Neo. Quien renuncia por miedo a las fuentes de su felicidad es responsable de su propia pérdida. Tal vez crea que algo gana en la renuncia. Pero en el fondo se engaña. Dejemos que la vida nos arrebate, si quiere, lo que tenga que arrebatarnos antes que quitárnoslo nosotros mismos de las manos por miedo a sufrir en la pérdida. Mejor sufrir por haber sido feliz que no llegar a ser feliz nunca.

Besos!

Antígona dijo...

Como ha sabido muy bien ver, doctor Lagarto, la cita de Derrida tiene una doble interpretación. O al menos yo quiero leer en ella esa doble interpretación y por eso la he puesto de cabecera en el post.

La primera se refiere, efectivamente, a la fugacidad, al carácter efímero de nuestra vida. Somos para dejar de ser. Y lo más grave es que lo que nos diferencia como humanos de los animales es nuestro saber acerca de ese dejar de ser. Por eso los griegos, tan ajenos a todo subterfugio cristiano de negación de la muerte por medio de la hipotética vida eterna, apelaban a los seres que somos como los “mortales”, como aquellos que desde que tienen uso de razón saben de su final inevitable. En este sentido, creo que Derrida señala que probablemente sea en el momento en que más nos aferramos a la vida cuando más conscientes somos de que ésta habrá de acabar algún día. Cuando más presente se nos hace el hecho irrefutable de nuestra finitud. Y es imposible no llorar ese carácter fugaz de nuestra existencia allí donde mayor alegría experimentamos por estar vivos, cuando sentimos la vida misma como un don precioso y un tesoro que desearíamos gozar eternamente.

Pero en una segunda lectura, y que es la que se ajusta al tema del post, interpreto esa muerte que acecha no como la muerte inevitable de uno mismo, que depararía el acabamiento definitivo de cualquier posibilidad de goce o felicidad, sino como la representación de la amenaza de la pérdida de aquello que alimenta el goce. Una amenaza que, ciertamente, he querido ligar a la idea del castigo por pretender alcanzar o haber alcanzado un don que a los humanos, según cierta imagen del mundo, nos estaría vedado.

Estoy plenamente de acuerdo con que poseer entraña intrínsecamente miedo a perder. Y tanto más se teme perder cuanto más se valora aquello que se posee. Cuanto más valor le atribuimos para el sentido de nuestras vidas. La idea del castigo es, sin embargo, un plus con respecto a este temor “natural” a la pérdida. Reposa más bien sobre la creencia injustificada de que la felicidad no es posible. De que en el momento en que sentimos gozar de ella hemos traspasado las fronteras de un terreno que no nos corresponde y del que habremos de vernos expulsados antes o después. Y sí, es una idea que conecta de lleno con los principios católicos del Valle de Lágrimas, con el pecado original, con la negación de la felicidad terrena en aras de la supuesta felicidad ultraterrena. Porque de los que sufren será el Reino de los Cielos, no de los que gozan. No obstante, me parece que, excluyendo ese elemento de postergación de la felicidad, también es una idea profundamente griega. El héroe griego transgrede en cierto sentido los límites del orden de lo humano para remitirse al de lo divino, y debe por ello ser castigado. A la osadía, al atrevimiento que supone esa transgresión debe seguir necesariamente lo que los griegos llamaban la “até”, la ruina. Ésta, y no otra, es la esencia de la tragedia griega. En la tragedia de Sófocles, Antígona debe morir por oponerse a los designios de Creonte apelando a ciertas leyes no escritas que son de los dioses. La arrogancia de arremeter contra la estricta separación de dioses y hombres que ordena el mundo será siempre, en la tragedia, pagada con la desgracia. Y bien podría entenderse que hay cierto grado de bienestar, de felicidad, de éxtasis, que a nuestros ojos, precisamente por su excepcionalidad, por saber que no es algo tan habitual o común, cobra un carácter sagrado, no profano.

Antígona dijo...

Continúo aquí, doctor Lagarto, porque ahora resulta que blogger censura la longitud de mis respuestas. ¡Castigo divino por ser tan rollera! ;):

En cuanto al final del post, me refería más bien a la decisión, al acto de la voluntad de confiar como solución para esa confianza rota por quién sabe qué causas o circunstancias. Imagino que la única manera de sobreponerse a esa desconfianza no elegida, de combatir sus posibles efectos perniciosos, es persistir día a día en el esfuerzo consciente y decidido por confiar. Tratar de superar la carencia a golpe de trabajo interior y resolución. A fin de cuentas, una desconfianza nacida del sentimiento de felicidad no puede dejar de ser consciente de esa felicidad. Y optar con renunciar a ella en lugar de por combatir la desconfianza sería el mayor acto de cobardía, la mayor traición que uno podría cometer consigo mismo.

¡Un beso!

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C.E.T.I.N.A., no hay nada que perdonar, me has hecho reír con tu comentario y eso también es importante en medio de un tema que genera comentarios más sesudos. Me ha hecho venir a la cabeza esa otra expresión que dice “No te fíes ni de tu sombra”, y que es la máxima expresión del miedo al otro que en realidad proviene de la falta de confianza en uno mismo. Horrible manera de andar por la vida si uno ni tan siquiera puede reposar tranquilamente sobre sí mismo, mucho menos sobre los otros. Pero por desgracia me temo que, y tú lo sabes bien, vivimos en un mundo en el que la inyección del miedo tiene un alto rendimiento económico y político. Contra esto, sólo cabe alimentar la confianza. Quien confía, incluso si se equivoca al confiar, habrá vivido mejor que quien se ha dejado dominar por el miedo. De estoy plenamente convencida, sea cual sea el tipo de confianza de la que se hable.

Un beso

Ana dijo...

Mira que eres!!

Largo el post y más largos aún los comentarios!!!

Pues yo soy de ésas.
Y la verdad es que no estoy muy de acuerdo con quien sugiere que es un problema de autoestima, o de falta de iniciativa, o de querer salir de ese punto de vista desconfiado.

Sugiero (porque NO ME PIENSO ENROLLAR) que se contemple como argumento de peso el hecho de que la mala suerte puede acabar con la buena disposición de una persona si esa mala suerte se instala.
Sugiero que se tenga en cuenta que, por muy inteligentes que seamos los humanos, somos civilizados, y por tanto castrados, o amaestrados, o desasnados, o educados. Y la educación que proviene de determinados presupuestos genera un poso judeocristiano de PURGA de cualquier cosa grata, de "esto lo acabaremos pagando"... esa mentalidad se instala y es francamente complicado dejar de pensar de forma pesimista, desconfiada, recelosa... culpable.

Yo soy desconfiada. Miedosa. Quizá sea una sobredosis de hastío, una falta de fe casi absoluta en el hombre (genérico... en el género humano, digamos). Confío en personas determinadas. Confío en la meteorología y en las fórmulas matemáticas y físicas. Confío en lo inamovible. Y sólo en eso. Abstracciones como "la vida" o "la solidaridad" me producen urticarias variadas.

Y tú, que me conoces, sabes que no arrastro amargura, ni rencor, ni nada de eso.
Simplemente, fui educada de un modo determinado, bajo unos parámetros determinados y además los años se encargaron de enviarme algunas plagas bíblicas y algun@s hij@s de la gran...(aquí se pueden decir tacos?)

Desconfianza?
Puede que sólo prudencia... dónde está el límite que separa a un precavido de un desconfiado?

Confío en tu comprensión :) Al final me he enrollado cual persiana sin motor.

Un beso, querida.

Margot dijo...

La desconfianza hacia la vida está justificada,quién podría negarla? leñe, si a poco que pensemos somos conscientes de que nos arrebatará aquello que más apreciamos: nuestra propia vida...

Claro que de ahí a convertir esa desconfianza en otra enfermiza... ufff, no sé.

Soy de natural vital pero también algo fatalista (con respecto a la vida, que es el tema que planteas; también hacia el prójimo, que sería otra distinta) y te aseguro que tengo razones más que probadas y experimentadas para que mi desconfianza fuera extrema y sin embargo no es así. Otra cosa es que no camine con ojos abiertos, siendo consciente de que lo que está, mañana podría no estar, pero eso sólo provoca en mí ganas de disfrutarlo más, de pararme y contemplar su belleza, no de amargarme con su posible pérdida...

Y va por rachas, también, claro, pero en general suelo huir de la tragedia, me gusta más ese puntito cabrón de la comedia y a ser posible negra... muy negra, eso no lo voy a negar.

Pura contradicción!

Y conocer el masoquismo humano: ese que nos hace corresponder una tragedia a la fortuna, por compensación mística, pero que nunca nos llevaría a pensar esa correspondencia a la contra.

Estoy con Nosurrender... que daño nos ha hecho, y sigue haciendo porque va más allá del hecho de practicarla, la educación judeo-cristiana!

El otro día comentábamos un grupo de amigos, lo poco preparados que estamos ante el hecho de la muerte, cuando ésta está ahí, de verdad rondándote, no de forma figurada. Y tras leer tu post se me ocurre pensar que es exactamente igual a lo poco preparados que estamos ante la vida. Se me ocurre, no deja de ser curioso.

Besos con ganas!!

Miss.Burton dijo...

Ay, Antígona, que te leo, y me veo tan descrita... Yo soy muy desconfiada, no es porque me guste joderme la vida, pero sí creo que me han dato tanto, y tan fuerte, que sino pongo un poco de prevención, vendrá mas de lo mismo. También estoy absolutamente de acuerdo en que hay gente, que para no sufrir, prefiere no vivir, esa sería la traducción para mi correcta, en mi cabeza. Gente egoísta. Yo de eso tengo bien poco. Pero haberlo pasado muy mal, y seguir creyendo en la gente, y en la vida, y seguir dándolo todo cien por cien, es un desgaste muy grande. Y entro, y me quedo en este mundo, pero ya con un poco mas de cuidado, vigilando los pasos de muchos de los que me rodean, se que es jodido y agotador, pero no puedo plantearme el hecho de que otra vez me den y por la espalda.
De todas maneras, sí confío en ilusiones, sí tengo gente que se nunca me lastimarían, y sí quiero creer que todavía hay mucha gente buena por descubrir. Pero quiero hacerlo tranquila, y con casco. Tu me entiendes de sobra...
Bueno, que ya no vengo nunca, que no entro al internete, que no tengo tiempo... pero nos debemos email, y una charla en cualquier bar, de la capital, mejor, a poder ser...
Un besazo fuerte, cuídate mucho, y a ver si nos vemos pronto¡

Antígona dijo...

Jajaja, Tormento, la verdad es que no tengo arreglo, me pongo a darle a la tecla y no hay quien me pare. A ver si me refreno, que luego me quejo de que no tengo tiempo para nada.

Los argumentos que sugieres en relación al origen de la desconfianza no me parecen nada descabellados. Sin embargo, en el post he querido eludir la cuestión de las causas sencillamente porque me parece demasiado complicada, demasiado caprichosa. He conocido personas cuya vida venía marcada por la desgracia que en absoluto mostraban signos de desconfianza hacia el destino. Y también personas a las que la desgracia nunca ha golpeado y que, paradójicamente, nunca dejan de tener presente y temer su posibilidad. Tiendo siempre a pensar que nuestras actitudes más elementales son fruto de nuestra biografía, una biografía en la que concedo a la infancia un papel esencial. Pero en este caso concreto de la desconfianza hacia la vida, hacia lo que nos deparará el futuro, me encuentro bastante desorientada a la hora de discernir cuáles podrían ser sus orígenes. Lo que sí me parece una cuestión bastante clara es lo que comentas de nuestra cultura judeocristiana, y que también había señalado el Lagarto. Porque es cierto que nos han educado bajo la premisa de que aquí no estamos para gozar, sino para sufrir. Con el peso constante de la culpa, que también emerge cuando las cosas nos van bien, como si entonces tuviéramos que sentirnos en deuda con algo o con alguien.

En lo relativo a la desconfianza hacia el prójimo sí veo una conexión más patente entre su surgimiento y ciertas experiencias vividas. No es extraño que tras una traición inesperada y vivida con dolor se instale en nosotros una actitud de desconfianza. No tal vez de forma indiscriminada hacia el ser humano en general, pero sí hacia aquellos por los que más sentimos la necesidad o la demanda de comprometernos de lleno. Tampoco puede obviarse que no todo el mundo es merecedor de nuestra confianza, y menos cuando está en juego ese compromiso o entrega por nuestra parte. Cierto grado de desconfianza nos protege de caer en manos de desalmados. Pero quizás no sea justo que proyectemos traiciones pasadas sobre relaciones presentes, por más que tendamos a hacerlo como medida de protección. Ahora, ¿alguien quiere sufrir gratuitamente? Me temo que no. Llegado cierto punto de nuestra trayectoria, la experiencia nos invitará a ser más prudentes, a no confiar ingenuamente en que “todo el mundo es bueno”.

Y te doy toda la razón: nada fácil determinar dónde se halla la frontera entre la precaución y la desconfianza. Aun cuando, para casos extremos, puede haber un límite claro: el punto en que la desconfianza, en lugar de protegernos, nos encierra en nosotros mismos y nos impide disfrutar de nuestras relaciones con el prójimo, o nos impide dar, por miedo a que aquello que damos sea despreciado o utilizado en nuestra contra, cuando, sin embargo, es lo que en el fondo estamos deseando.

Claro que puedes confiar en mi comprensión. Y no, no te veo para nada una persona amargada o rencorosa. Y, oye, que por supuesto que aquí se pueden decir tacos. ¡Faltaría más, joder! ;)

¡Un beso, guapa!

Antígona dijo...

Niña Margot, la desconfianza hacia la vida está justificada en parte, pero en parte no lo está. También podríamos pensar que aquí llegamos de pura casualidad, desnudos, con una mano delante y otra detrás, y que todo lo que bueno que vivamos, todo lo que alcancemos, es ya en sí mismo ganancia respecto a la Nada de la que surgimos. Pero, claro, el problema es que una vez estamos aquí no dejamos de aferrarnos a eso que nos fue dado, a lo que nos sigue siendo dado cada día. Y no queremos que esto se acabe, o al menos no que se acabe antes del tiempo que deseamos contemplar como previsible.

Fatalismo era una palabra que aún estaba por aparecer y que también podría aplicarse en cierto sentido a lo que se narra en el post. E imagino que es imposible desprenderse de todo grado de fatalismo cuando sabemos de antemano que lo que nos aguarda a todos y cada uno de nosotros es precisamente un destino fatal. Pero creo que dices algo muy acertado: el hecho de saber que vamos a morir es también lo que suscita en nosotros la voluntad de vivir el tiempo que nos sea concedido de la mejor manera posible. Mirar a la muerte futura es lo que nos devuelve a la vida con más ansias de apurar en ella hasta la última gota de lo que nos sea dado gozar. Lo que nos fuerza a buscar la elección acertada y a no caminar en la pura indiferencia, conscientes de que esto no durará para siempre y mejor aprovecharlo al máximo en lo que de bueno nos pueda ofrecer.

Es interesante eso que dices sobre el masoquismo humano, que nunca pensamos que a la tragedia sufrida deba corresponder necesariamente la fortuna. Y no dejo de ver su relación con la cultura judeo-cristiana a la que apelaba NoSurrender, después Tormento y ahora tú. Porque, ¿qué fortuna puede estar permitida a quien se define como pecador desde su mismo nacimiento, a quien arrastra desde su origen la mancha del mal y debe sentirse culpable por ello? Quizás habría que indagar si en otras culturas, con otra mitología religiosa, sí es posible esa correspondencia inversa.

Tampoco yo creo que estemos preparados para la muerte. Pero en este caso sí diría que es algo propiamente característico de nuestra tradición occidental. El cristianismo fue el gran invento de negación de la muerte que acabó también negando la vida. Según Nietzsche, no podía ser de otra manera, lo uno había de traer consigo necesariamente lo otro. Pero según él, hubo un tiempo en que vida y muerte, goce y sufrimiento, iban de la mano y eran asumidas por los hombres en su unidad indisociable. Era el tiempo de la Grecia antigua a la que me remití antes, y que habría empezado a decaer con la aparición de Sócrates y desapareció definitivamente con el cristianismo.

Besos vitalistas!

Antígona dijo...

Delirium, creo que lo que expones no es en el fondo más que el natural proceso de aprendizaje que todos llevamos a cabo con los años. Enseñamos a los niños a no confiar en cualquiera porque queremos protegerlos. También nosotros vamos aprendiendo con el paso del tiempo, a fuerza de engaños, decepciones y palos, que no es posible confiar en cualquiera. Y no necesariamente porque proyectemos la imagen de un mundo hostil en el que los otros son seres perversos con ocultas intenciones de dañarnos. No. Aprendemos que los otros también pueden dañarnos sin quererlo, como nosotros hemos dañado en ocasiones sin pretenderlo, por falta de conocimiento de nosotros mismos, por no saber lo que queríamos.

Pero lo importante es mantener ese equilibrio al que aludes, y del que también hablaba Tormento. La prevención y la precaución después de haber sufrido son lógicas, incluso precisas, y no tienen por qué confundirse con la desconfianza. Demasiado ilusos seríamos si creyéramos que podemos caminar por la vida con la ingenuidad de un niño que apenas ha abierto los ojos al mundo. Eso sí, siempre y cuando tales precauciones, los cascos que nos ponemos para no pasar por sufrimientos evitables, no se conviertan en armaduras que nos distancien de la gente y nos impidan vivir lo que deseamos vivir. Y creo que la ilusión que citas es crucial en ese equilibrio.

Nos debemos de todo, sí, a ver si encuentro un rato y te pongo al día de mis cosas, que ya te anticipé que tengo alguna novedad importante ;) Lo de la charla en el bar me temo que no podrá ser hasta que llegue el veranito. Que ahora es todo demasiado complicado. Pero ya no queda nada para entonces.

¡Mucho ánimo con tu mucho curro, guapa, y muchos besos!

Miss.Burton dijo...

Gracias por los ánimos, sí, totalmente de acuerdo, es parte del aprendizaje, y en esas estamos, en saber protegernos, sin caer en el error de cerrarnos a la vida. Que al final, vale siempre la pena las hostias sufridas, uno ya sabe que no debe meter el pie en el charco de nuevo, sino quiere mojarse.
Aunque yo también te contaré, mi vida sigue igual, con historias tormentosas a las que me aferro, dime tu porqué, qué penitencia pago, y de donde me quedan las ganas y fuerza, y bueno... mucho trabajo, y también, porqué no decirlo, muchas salidas, sí, ultimamente no paro, lo necesito, es mi oxígeno.
Un beso fuerte, de este verano no pasa que nos veamos en mi pisci, con tu cuerpo serrano y el mío, y una buena conversación.
Sabes qué?¿ Ayer estuve en una fiesta de esas de toda la peña borracha, todos ideales, y conversaciones vacías, y me acordé de la última vez que nos juntamos, y de como el nivel de las nuestras, nuestras charlas, siempre iba in crescendo... Pensé que hay tiempo y lugar para todo, pero que ya estoy vieja para guateques insípidos y gente vacía. Sí, me estoy haciendo vieja...
Un beso fuerte, y cuídate mucho,
Delirium.

Ines dijo...

No acabamos de entender que el viaje es el camino, no el destino al que vamos .
Un abrazo