Era aún muy pequeño cuando descubrió que en la gruta oscura y silenciosa de su soledad infantil no se hallaba completamente solo. Los niños víbora la habitaban con él. Los niños víbora no tenían nombre propio ni rostro definido. Como un pequeño ejército de culebras enroscadas, los imaginaba serpenteando al unísono en algún lugar impreciso de sus entrañas. Un palpitar apenas audible que ascendía lentamente por detrás de su esternón anunciaba su despertar. Poco a poco cruzaban su garganta y alcanzaban sus mejillas, teñidas al pronto de rojo. En la leve quemazón de sus pupilas reconocía el signo inequívoco: los niños víbora acababan de aferrar el timón entre sus diminutas manos invisibles y dirigían el barco agitando las aguas.
Los movimientos de sus miembros, de su lengua, se convertían entonces en los suyos. En instrumentos para la diseminación del veneno mordiente de los niños víbora. De puntillas sobre sus pies, asomaban al filo de sus ojos encendidos para presenciar, aullando de placer, el resultado de sus proezas: el gesto desencajado por el dolor y la rabia del destinatario de sus patadas; las lágrimas florecientes entre los párpados abiertos por las saetas de sus insultos; el estupor amargo en la mirada de quienes se veían sorprendidos por sus embestidas. Desde su atalaya, los niños víbora saltaban con tal regocijo que, gracias a sus ímpetus, su cabeza parecía elevarse un par de centímetros por encima del suelo. El par de centímetros necesario para contemplar junto a ellos, desde las alturas, la pequeñez del enemigo batido.
En la época de su mayor efervescencia era todavía demasiado tierno e inexperto para saber que los niños víbora se nutrían del miedo. No del miedo ajeno, que sólo contribuía a encabritarlos, seguros cuando lo olfateaban como animalillos salvajes de su inminente victoria. La fuente del alimento de los niños víbora anidaba en su propio miedo. En el miedo presente, en el miedo anclado al futuro anticipado, inflamado en él al roce del aliento de otros. Un miedo que, pese a su corta raigambre, se extendía en múltiples nervaduras por aquellos recovecos de su ser expuestos a la cercanía de sus semejantes. Miedo moldeado en sus distintas apariencias por patrones de figuras primarias, groseras en su nitidez, como el miedo a la amenaza cierta o hipotética, o el legítimo horror al desgarrón en la propia piel entre dientes más afilados que los suyos. Pero miedo también cincelado según las líneas más sutiles del temor a la ausencia de reconocimiento, de la aversión a verse relegado a las filas de los débiles, de los apocados, de los cobardes, de los invisibles. Suplida su carencia de conceptos por la observación intensa, en exceso inmadura para la complejidad de lo verdadero, ya bien temprano empieza a asumir la intuición infantil que una gran tijera de dimensiones adultas se empeña en cortar por la mitad el espacio de juego, separando a dominadores de dominados, a vaqueros de indios, a vencedores y a vencidos. Y a los niños víbora no les cabía la menor duda sobre la mitad a la que querían pertenecer.
El transcurrir de los años trajo consigo la sensibilidad que obliga al aprendizaje: tan inevitable como la mancha de sangre en la piel que circunda la herida es el sabor agrio del vómito en la propia boca. Los niños víbora regresaban a sus entrañas con el veneno aún rezumando entre sus labios. Y así como nada es capaz de detener la dispersión del líquido derramado en el suelo, con su retorno las gotas tóxicas comenzaban a fluir libremente por su interior, emponzoñando sus arterias, doliéndole como mordiscos en el pecho. Al contacto con su veneno, la alegría compartida con los niños víbora se trocaba en tristeza, en desazón, en íntima repugnancia incomprendida. De haber contado entonces con la lucidez que más tarde emergería en su conciencia, hubiera advertido en él el inicio de la activación de los finos mecanismos que conducen a la identificación con el dolor ajeno, y así perciben la degradación en la mano que golpea y daña. Pero en su mente infantil relucía una única certeza: el tiempo en que sus carnes recien estrenadas habían sido inmunes a la toxicidad del fluido maléfico había cesado. Junto al nuevo dolor se impuso la urgencia de la ofensiva contra los niños víbora. Desconfió de entrada de la posibilidad, incluso de la conveniencia de aniquilarlos, tan adheridos los sentía a él mismo. Pero supo que al menos podía intentar contenerlos, amarrarlos con fuerza cuando presagiara los indicios de su salida. Fue trenzando las cuerdas, ensayando los nudos. Los niños víbora eran escurridizos y no resultaba fácil sujetarlos. Si lo lograba, rabiaban impotentes, arañando las paredes de su estómago. Averiguó que sus uñas eran menos nocivas que su veneno. Y pudo comprobar que, tras forcejeos más o menos intensos con las ligaduras, los niños víbora siempre acababan por sumirse, exhaustos y aburridos, en un lánguido sueño. La siguiente batalla, que de nuevo tensaría sus tácticas en la encrucijada entre el triunfo y la derrota, no habría de tener lugar hasta su próximo despertar.
Hace ya mucho que sus primeras intuiciones sobre el bien y el mal cristalizaron en razones y argumentos. Día a día cabeza y corazón los reafirman con igual contundencia. Por ellos, el espacio de juego escindido se convirtió en común, y lo traspasa la convicción de que, de enfrentarle la vida a una nueva escisión, antes se alistaría al bando de los vencidos que como vencedor osaría poner un pie sobre sus semejantes. Pero los niños víbora siguen habitando la gruta oscura y silenciosa de su soledad infantil. La soledad del niño asustado que nunca termina de morir en él. Tras innumerables victorias sobre sus espaldas, los niños víbora aún consiguen en ocasiones sortear todo intento de amarre y diseminan audaces su veneno sobre otros. Suelen escurrírsele por entre las cuerdas ante lo que experimenta como desmanes ajenos. Al notar en alguno de sus flancos el rasguño, a veces real, otras imaginario, de dedos extraños o extrañados por queridos.
Desde sus miembros, desde su lengua de adulto, los niños víbora ya no patean ni insultan. Ahora esgrimen palabras mordaces, elevan el tono de su voz, ríen irónicos o cubren de hielo sus ojos. Sin embargo, no porque sus movimientos se hayan vuelto más comedidos han dejado de ser los niños que siempre fueron. Los niños víbora no crecen. Lo impide el miedo que los nutre. Cuando después de sus asaltos siente fluir el veneno corrosivo mordiendo otra vez su pecho, maldice aturdido las aguas subterráneas, negras e indómitas, de las que bebe ese miedo.
19 comentarios:
Normalmente lo que consigue la educación(=adoctrinamiento) es convertir a los matones de patio de colegio en matones de despacho. Gente que no necesita recurrir a la violencia para machacar a todo aquel que crea que puede convertirse en un potencial rival.
Hoy en día a estos personajes se les define como acosadores. El pueblo llano antigüamente no se andaba con rodeos y les llamaba cobardes-hijosdeputa en su propia cara.
Yo soy más de la vieja escuela. Será la edad.
Un beso
Deja un poso de amargura tu cuento, Antígona, y la constatación de que los extremos que nos inculcaron en la infancia no parieron nada bueno. Los seguimos inculcando, sólo hay que pararse en cualquier patio de colegio.
Y me queda la duda de que alguien que elige el bando de los vencedores a toda costa, tenga la mínima concencia para tratar de detener a sus niños víbora. Más bien me inclino a imaginar la sesión de un psicólogo de los caros, donde inventarlos como justificación. (Es mi mania hacia los vencedores, eso debe ser jajaja)
Pero en cualquier caso me encanta esa imagen, los niños víbora.
Besos sin naita de veneno!
Ay, C.E.T.I.N.A., me parece que esta vez me he explicado fatal. Porque los niños víbora no quieren representar a individuos concretos, sino los impulsos agresivos, las pulsiones a dañar a nuestros semejantes, que todos llevamos dentro y que afloran cuando nos sentimos amenazados o ninguneados. Pero bueno, lo dicho, creo que no me he sabido hacer entender.
Respecto a los individuos que mencionas, uff, determinar las causas de por qué determinados individuos se convierten primero en matones de colegio y después en matones de despacho me parece complicado, pero es posible que algo tenga que ver en ello esa educación que asimilas al adoctrinamiento. Aunque entiendo que hay muchos más factores. Siempre he pensado que el uso de la violencia es algo que se aprende. Y que lo que se vive en el seno familiar tiene mucho que ver en ello.
Desde luego, tienes razón al decir que a los adultos no nos hace falta recurrir a la violencia explícita para machacar a nadie. Pero todo machacar es violencia, aun cuando para ello no haga falta pegar patadas o insultar abiertamente.
En el caso de los personajes que mencionas, también yo sería de la vieja escuela a la hora de ponerles nombre. ¿Será la edad, también? :)
Un beso
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Niña Margot, supongo que el poso de amargura proviene de que no es tan fácil acallar a los niños víbora. Ahora, ya de adultos, son los que escupen por nuestra boca cuando decimos una palabra más alta que otra o cuando sentimos ganas de dañar a alguien y lo hacemos, a veces incluso a quien más queremos. Luego, una vez descargada la ira, se nos queda en la boca ese regusto amargo del veneno escupido, incluso si creemos que la descarga de ira estaba totalmente justificada. Siempre tengo la sensación de que el hacer daño, la voluntad de imponerse sobre otros por medio de algún ejercicio de violencia, por sutil y políticamente correcto que éste sea, nos degrada, aun cuando estemos cargados de razones legítimas para hacer ese daño. Y me temo, como bien dices, que la existencia de los niños víbora en nosotros tiene mucho que ver con esos extremos que nos inculcaron en la infancia, pero también de la experiencia de la violencia ajena sobre nosotros.
También yo creo que quien elige a toda costa el bando de los vencedores, y sobre todo pasada cierta etapa de su infancia, no sabe ni tan siquiera de la existencia, como tales, de sus niños víbora. Posiblemente porque algo en su desarrollo moral le ha impedido ser sensible a su propio veneno. Pero cuando somos niños no nos resulta fácil discernir que sólo se puede ser vencedor a costa de los vencidos. Recuerdo perfectamente una situación en mi infancia en que quise hacer valer mi circunstancial “poder” sobre otros y el sentimiento brutal de vergüenza que luego me acometió. A veces pienso que fue en ese momento cuando comenzó mi verdadero aprendizaje moral.
¡Besos con antídoto!
Niños que se alimentan de sí mismos porque no tienen el sentido de saber más y van regenerando y degenerando en ellos mismos ¡vaya!
Ya me imagino al psicópata de turno en el juzgado de guardia, "no, no, señoría, yo no he sido, han sido los niños". "Niños? que niños?", preguntaría el juez, intrigado por lo que parece un nuevo un subterfugio. "Pues los niños víboras, cuales sino?"
El bando vencido suele tener una dignidad luminosa, en especial cuando los vencedores son indeseables.
La clave está en elegir. No somos lo que tenemos, somos lo que hacemos con eso que tenemos.
Un abrazo, Antígona.
:)
Antígona,
primero,me ha encantado el comentario de Arcángel Mirón.Lo suscribo.
Segundo, me temo que esos niños víbora no mueren jamás en nosotros mism@s,como mucho,podemos pretender llegar a dominarlos,ponerles freno,disminuir su intensidad o su frecuencia,pero no nos engañemos:esos niños víbora,siguen anidando en mayor o menor medida en nuestro interior,en el de tod@s,porque ya es tarde para creer en santos o demonios.
Tod@s llevamos dentro ese amargo veneno y somos más o menos conscientes de nuestra capacidad de verdugos,de despiadados castigadores,solo que con el paso del tiempo,entra en juego la consciencia de nuestro auto- dominio y como ha dicho Arcangel,nuestra capacidad de elegir.
Así que la mayor parte del tiempo elegimos ser ángeles o demonios ,pero eso no descarta la posibilidad de que en un momento dado, perdamos el control de nosotr@s mismos y salgan de nuevo los sapos y culebras de los niños víbora que llevamos dentro.
Todo forma parte de ese bagaje confuso y ambivalente que conforma la condición humana.Me temo que es un pack con el que cargamos desde que nacemos,y aunque algunos consigan en extremo dominar su propia fiera,lo cierto es que la mayoría de los mortales vivimos en una lucha permanente con nosotr@s mism@s.
A la larga, también es cierto que te das cuenta de que realmente no compensa ese veneno,así que se produce un auto-doctrinamiento,el veneno como tú bien has descrito,se vuelve contra uno mismo, y trae más a cuenta sembrar lo mejor de nosotros mismos y compartirlo.Por otra parte también es cierto que a algun@s les debe compensar y mucho,porque no sólo no ponen freno a sus niños víbora sino que siguen y siguen alimentando ese odio con el paso de los años.No lo comprendo,pienso que en el fondo esa furia bebe del miedo o del auto-desprecio,pero al parecer,les trae a cuenta porque de otro modo pararían,quien sabe...
Muchos besos niña y me ha encantado el post!
Qué bonita figura la de los niños víbora!
Juan Rafael, estos niños sólo son una parte de nosotros mismos, quizás inalienable, pero sólo una parte. Y no son ellos los encargados de saber, sino nosotros, para poder amarrarlos como toca cuando pretenden salir. Ellos son infantiles por naturaleza. Porque así lo son, a mi modo de ver, los miedos de los que se alimenta nuestra agresividad.
Me alegro de verte por aquí.
Un beso
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Me temo, Dersu, que si el juez hubiera leído el post no le hubiera valido esa excusa al psicópata de turno :P
Responsabilidad de cada cual es amarrar bien fuerte el nido de niños víbora que lleva dentro y tratar de que no desperdiguen su veneno por el mundo, tanto por el bien de los demás como por el suyo propio. Cada cual debe inventar sus propias estrategias. Y cuando los niños víbora se le escurran, poner remedio de la manera que pueda al desaguisado. Por suerte, no en todos los casos el veneno de los niños víbora es mortífero. En muchos, el daño causado puede aliviarse con un simple “Lo siento mucho, te pido perdón”. Algo que no todo el mundo ha aprendido a hacer, pero que es absolutamente básico en las relaciones humanas, dada nuestra falibilidad a la hora de controlar a nuestros niños víbora.
Un beso
Claro que sí, Arcángel. El protagonista de mi post, una vez crece, lo tiene muy claro: antes vencido que vencedor indeseable. Otro asunto es que no siempre consiga dominar sus impulsos dañinos. Pero, ¿lo conseguimos siempre los demás? Me temo que no. No somos ángeles. Pero, como bien dices, también podemos elegir no ser demonios. Es cuestión de quererlo. Y, como le decía a Dersu, de saber hacernos perdonar cuando los niños víbora se nos desmadran.
Un beso
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Así es, Troyana. Los niños víbora no mueren jamás. Es lo que he querido expresar con el final del post, a la vez que con la caracterización de que los niños víbora no crecen. Si crecieran podrían convertirse en adultos cabales que actuarían al unísono de nuestras creencias y nuestras convicciones sobre el bien y el mal, en armonía con nuestra voluntad de no dañar. Pero ni tan siquiera en el caso de que esas creencias y esa voluntad estén presentes –cosa que desde luego no siempre ocurre-, constituyen un remedio definitivo frente a los niños víbora, o algo que pudiera transformarlos plenamente. Arrastramos demasiados miedos, demasiadas frustraciones –la frustración es otra fuente reconocida de agresividad- como para que pueda ser así.
Por otra parte, la vida nos empuja siempre hacia adelante, hacia lo nuevo y todavía desconocido, y no es raro entonces que ese miedo a lo desconocido nos haga reaccionar como niños asustados que dan manotazos sin saber muy bien a qué para protegerse y defenderse.
La conciencia, el autodominio son, desde luego, tremendamente importantes. Sin ellas, los niños víbora camparían por sus fueros y viviríamos en un estado de guerra permanente con nuestros semejantes. Si la agresividad pudiera ser uno de los resultados del proceso de socialización –una cuestión que no tengo del todo clara-, lo que es innegable es que ese mismo proceso de socialización exige de nosotros que controlemos nuestra agresividad. Pero, como dices, nada descarta la posibilidad de que en un momento dado quedemos fuera de control. Es cierto, sí, que nunca podemos dejar de estar en lucha con nosotros mismos. La guerra nunca está definitivamente ganada, aun cuando podamos salir victoriosos de las batallas que se nos van presentando.
Tampoco yo pienso que la dispersión del veneno compense. Y no sólo por las consecuencias negativas que trae consigo a corto o largo plazo, dado que no se puede andar a golpes por la vida sin esperar que en algún momento éstos nos sean devueltos de una u otra manera. Sino también, como le comentaba a Margot más arriba, por la propia degradación, la de uno mismo, que a mi entender conlleva ejercer la violencia. Un sentimiento que aflora una vez se ha aprendido a ponerse en el lugar del otro y verse en él reflejado como en un espejo.
Sinceramente, no creo que a quienes alimentan a sus niños víbora realmente les compense. Quizá vivan en la apariencia de que les compensa, pero siempre he pensado que se trata de una mera ilusión que un día, tarde o temprano, acaba por quebrarse. El odio, la crueldad, envenenan fundamentalmente a quienes los albergan, aun cuando puedan tardar muchos años en darse cuenta y vivir largo tiempo en la inconsciencia. Como dice el refrán, “quien siembra vientos, recoge tempestades”. Tempestades que a veces se reducen al desprecio de nuestros semejantes, o a la soledad a la que ese desprecio puede dar lugar, pero que, para mí, ya son castigos suficientemente terribles para quienes no han sabido o querido dominar a sus niños víbora.
¡Muchos besos para ti también, Troyana!
A mí también me gusta, Gato. Me vino a la cabeza después de ciertas experiencias laborales desagradables antes de hacer una pausa con el blog y ahí se quedó, dando vueltas, hasta que escribí el post. Así que, ¡ojo con tus niños víbora! :)
Un beso
Convivir con ese lado oscuro, la guarida de los niños víbora es ciertamente difícil, y cuando sale más que agredir te sientes agredido por ti mismo. Ahí está la clave para que no salgan más de lo debido, para que actúen a modo de recordatorio de nuestras debilidades y ansiedades.
Los que se empeñan en pasear en exceso a los niños víbora sí son un problema, no ya por ellos mismos y sus consecuencias futuras; también porque en el camino pueden dejar un veneno sembrado susceptible de germinar y crecer.
El texto me trajo al recuerdo una escena de las amistades peligrosas, la película, en la que el seductor manda a callar a la madre de la joven seducida con el siseo de su voz, como una víbora, y es una imagen muiy agresiva.
Besos
mmm…. No estoy seguro de que no nos nazcan nuevos niños víbora en la madurez. El miedo es un gran creador de niños víbora y podemos descubrir inseguridades nuevas, siempre, aunque los patrones de estos nuevos vestidos estén ya prediseñados en la infancia. Y si es necesario, siempre se puede alimentar el miedo al miedo. Y si eso falla, alguien nos dirá que deberíamos tener miedo al miedo al miedo.
Creo que un primer paso necesario para dominar a esas pequeñas vóboras, es reconocer su existencia y su poder sobre nosotros. Nunca estamos libres del miedo ni de su expresión animal en explosión de adrenalina. Pero debemos ser inteligentes y solidarios para protegernos mejor. Es la única arma con que contamos (algunos de) los primates humanos.
No se trata de “ser buenos”, sino de ser inteligentes: reconocernos como animales sociales que podemos aplicar nuestra inteligencia para conseguir protección. El egoísmo racional y la supervivencia agresiva no son inteligentes, doctora Antígona. Es la inteligencia lo que amansa a los niños víbora.
Un beso!
No sé que ponerte..me has dejado pensando...por eso me encanta venir!
También yo pienso, Ichiara, que ésa es realmente la clave para que no salgan los niños víbora: el sentirse agredido por ellos en las agresiones que ejercen, el percibir la propia degradación allí donde uno deja salir y actuar a los demonios que lleva dentro. Pero hay que tener mucho ojo con los niños víbora. Porque, como dices, somos débiles. A veces se nos desmadran sin que nos demos cuenta, sin poder anticipar realmente su salida. Y es cuando la sensación primera de triunfo se torna, al contacto con su veneno, en tristeza y vergüenza.
Tienes razón al señalar que el peligro de quienes sueltan a placer a sus niños víbora reside también en el veneno que siembran a su paso. Cabría tal vez decir que el veneno llama al veneno, de la misma manera que la violencia siempre engendra más violencia. Y crecer rodeado de violencia, de individuos acostumbrados a no contener a sus niños víbora, es probablemente el caldo de cultivo perfecto para seguir siendo permanentemente inmune al propio veneno. Porque en este caso es la falta de inmunidad la que nos salva.
No recuerdo ahora esa escena de las amistades peligrosas, pero volverá a verla. Me gustó esa película, sí, aunque la recuerdo amarga y terrible.
Un beso
Bueno, NoSurrender, no creo que en el fondo haya mucha diferencia, pero tiendo a pensar que los niños víbora son siempre los mismos. No es cualquier miedo el que los nutre, sino el miedo a los otros, a la percepción de que los otros son una amenaza incluso como mero obstáculo para la propia afirmación. Dependemos demasiado de los otros para no tenerles miedo: miedo a que no nos reconozcan, miedo a que nos ninguneen, miedo a que nos hagan daño. De adultos las relaciones con los otros cambian profundamente, sí, pero tengo la sensación de que nuestros miedos frente a ellos, que podrían resumirse básicamente en el miedo a no ser queridos, los miedos que disparan a los niños víbora, siguen siendo pequeños e infantiles, porque siguen bebiendo de la misma necesidad infantil de afecto y reconocimiento.
En efecto, hay que aprender a ver a los niños víbora y a asumir el poder que tienen sobre nosotros. Quien ni siquiera se percata de su presencia, difícilmente podrá dominarlos. Pero más importante aún es, como decía Ichiara, el ser sensibles al efecto que su veneno tiene en nosotros, el evitar toda inmunización o anestesia frente a él a fuerza de endurecimiento interno, o de concepciones del mundo como la hobbesiana de la guerra de todos contra todos. Una concepción según la cual la única forma de protegernos de los demás y sus desmadrados niños víbora sería alimentando y dejando campar por sus fueros a los nuestros. Pero, ¿realmente tenemos que protegernos de los otros? ¿O tenemos que protegernos tanto?
Por eso estoy de acuerdo con usted: de esa sensibilidad forma parte también la inteligencia, la inteligencia que percibe en el otro a un potencial colaborador y no a un competidor agresivo. Pero también creo que en las relaciones de cercanía, de intimidad, de las que todo cálculo relativo ventajas e inconvenientes debería quedar excluido, no basta con ser inteligentes. También hay que ser bueno y velar constantemente por amarrar fuerte a los niños víbora para que ni una gota de su veneno caiga sobre la piel del otro. Porque es en este ámbito donde verdaderamente más duele en la propia piel el veneno derramado.
Un beso, doctor Lagarto.
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Me alegra que el post te haya dado qué pensar, Roberto. Y soy de las que creen que se piensa mejor en silencio :)
Un beso
He empezado a leerlo muerta de miedo. La foto da miedo. La historia da miedo. A la mitad he visto una metáfora preciosa de la vida, de como nos enfrentamos ó no a ella, y del premio final de encararla, y saber identificar los buenos, los malos. Como tu bien dices, eso lo da la madurez, la vida, la experiencia. Y la fuerza. Algunas veces estamos heridos, y esos niños víbora vuelven sobre nosotros aprovechando el momento, y sin haber lucimiento alguno mental, se nutren de nuestras desidias. Pero un día, sin mas, uno se da cuenta de que ya ha andado mucho, de que puede perfectamente identificar cada uno de sus miedos, ponerles etiqueta, incluso reirse de ellos.
Y ese día, como tu bien dices, viene después de un duro, pero obligatorio aprendizaje.
Yo ya estoy en ese día, creo. Pero leer tu post, ha sido como una vuelta al infierno de las tinieblas, aquel que una vez era mi habitat. A la vez, me ha reconfortado, vencí al enemigo, estoy en el bando que llaman bueno.
Me ha encantado, siempre pienso que puede ser mejor, y siempre te superas. No se de donde sacas todo eso, o sí... pero es acojonante tu papel como narradora, y lo que sacan de ti tus palabras.
Un beso fuerte, y gracias, es un placer mayúsculo leerte.
Y que nos vemos... cuando quieras y puedas.
Delirium, la foto da un poco de miedo, sí. Es de un cuadro de Max Ernst que se llama “La horda”. Pero supongo que era eso lo que pretendía. Porque los niños víbora, por familiares que nos sean, dan miedo. Da miedo que no desaparezcan por mucha madurez acumulada. Da miedo el daño que, gracias a ellos, podemos causar.
Yo no creo que uno pueda nunca dominarlos del todo. Tal vez cada vez más, con el paso de los años, con ese obligatorio aprendizaje. Ni creo tampoco que podamos decir que estamos definitivamente situados en el bando bueno. Sí es posible que así sea con nuestra cabeza, con nuestras convicciones, con nuestra voluntad. Pero como los niños víbora se nutren de nuestras debilidades, me temo que hay que estar siempre vigilante, siempre al acecho, para que no llegue un momento en que, en un arrebato, en medio de ese sentirnos heridos al que aludes o de nuestras desidias, hartazgos y frustraciones, no traicionen nuestra voluntad de no mover un pie de ese bando. Porque a veces pasa. Vaya que si pasa.
Todo esto lo he sacado, como contaba más arriba, de unas experiencias un tanto desagradables que tuve que vivir hace unos meses. Imagino que sentí que mis niños víbora se revolvían, que amenazaban con desmadrarse. Y ahora siguen dando un poco de guerra, las circunstancias no me son muy propicias en los últimos tiempos. Pero doy fe de que los tengo tan atados como puedo :)
Me alegra que te haya gustado el texto.
Y sí, a ver si nos vemos. Dentro de unos meses lo tendremos mucho más fácil. Ya te contaré ;)
¡Besos besos!
HOSTIA, QUÉ GUAYYY, DENTRO DE UNOS MESESSSSSSSS¡¡¡¡¡¡¡¡¡
CUENTAMEEEEEEEEEEEE¡¡¡¡¡¡¡¡¡¡¡
BSSSSSSSSSSSSSSSSSSSSSSSSSSS
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