
Los que seguís asiduamente este blog recordaréis probablemente que hace unos meses estuve en el Purgatorio. Pues bien, en medio de las numerosas torturas y penalidades que allí debí padecer, a menudo me vi sobrecogida por una extraña sensación que hacía resonar en mis oídos la voz de Dylan arrastrándose por esa estrofa que dice: "Because something is happening here, but you don't know what it is. Do you Mr. Jones?". Sí, algo estaba pasando. Pero yo, al igual que Mr. Jones, no sabía qué era. Hasta que la inquietante sensación comenzó a traducirse torpemente en mi cabeza en una idea: en el Purgatorio no era posible pensar. Pensar. Algo que viví como una suerte de tortura añadida a las que ya estaba sufriendo y que me desasosegaba tal vez más que todas ellas juntas.
¿Pensar? ¿Pero qué quería decir pensar? Porque si de lo que se trataba era de encontrar soluciones lógicas a cuestiones urgentes, de planificar estrategias para alcanzar un objetivo inmediato, de sacar las conclusiones precisas para hacerlo efectivo, no puede decirse que en el Purgatorio no pensara. Más bien sucedía todo lo contrario. Cada día, en una interminable jornada que se extendía desde antes de la siete de la mañana hasta más allá de la medianoche, mis neuronas trabajaban a marchas forzadas para enfrentarse a situaciones nuevas e intentar salir airosa de ellas, para resolver problemas inesperados, para tomar una decisión tras otra, engarzadas en una larga cadena agotadora que daba con mi cabeza en la almohada totalmente exhausta, en lapsos de tiempo incomparablemente más breves a los de su rutina habitual. No, mis neuronas funcionaban a pleno rendimiento. Y aun así, seguía teniendo la sensación de que no podía pensar.
Lo que me ocurría era más que evidente: no tenía ni el tiempo ni la calma para pararme a pensar. Y es que de ese pararse, de esa detención del movimiento, emerge otro Pensar muy distinto al que en aquellos días no dejaba de poner en práctica y que con tanta inquietud echaba de menos. Urgida por las circunstancias, inmersa en un vertiginoso ajetreo que amenazaba con desbordarme, requerida por mil y un asuntos que precisaban una respuesta siempre pronta, carecía del sosiego y, sobre todo, del espacio mental que me permitiera, además de pensar en lo necesario para sobrevivir a la condena del Purgatorio, pensar sobre lo que en él estaba sucediendo. Porque ese otro Pensar que allí parecía haberse evaporado constituye, diría, principalmente una cuestión de espacio: de espacio interior que sólo puede abrirse a la luz de un cierto vacío exterior. Y exige, apoyándose sobre ese espacio, una toma de distancia, un sacar un pie fuera de la realidad que nos aleje de ella, o incluso un elevarse hacia las alturas que sobrevuele los acontecimientos para así, proyectando una mirada de pájaro, alcanzar a contemplarlos. Ante la drástica reducción de ese espacio interior, en ausencia de la posibilidad de generar a través de él esa distancia en el momento en que los acontecimientos se agolpan uno tras otro demandando pura proximidad sin huecos, no cabe contemplación alguna. Toma su lugar un ver miope, casi ciego, que avanza mecánicamente superando obstáculos sin lograr la perspectiva adecuada para explorar y conocer el terreno que pisa.
Sin distancia, sin lejanía, no hay, por tanto, ese otro Pensar desasido de lo inmediato. Ni puede haberlo sin el vacío exterior que consiga dilatar en nosotros el espacio interior capaz de crear esa distancia y esa lejanía. El espacio que consienta dar un salto por encima de la realidad y situarnos en una provisional atalaya periférica desde la cual, tranquilamente sentados, examinarla con calma.
Supongo que huelga decir que, finalizado el trance del Purgatorio, acabé recobrando poco a poco ese otro Pensar que me fue negado con sus suplicios. Al menos en el grado en que disponía de él antes de iniciarlo. Pero su recuperación únicamente me llevó a redescubrir una vez más algo que, en el transcurso de esa desagradable experiencia, me había sido muy fácil olvidar: que ese mismo espacio interior que hace posible el Pensar, el que habilita la mirada de pájaro, no supone más que un estorbo y un martirio indecible allí donde la intensidad del brillo del momento presente nos impele a mutar de pájaro en serpiente y a deslizarnos sobre cada instante, ávidamente pegados a su superficie, como si de nuestra propia piel escamosa se tratara. Deseosos de aniquilar todo milímetro de lejanía. Anhelantes de una cercanía absoluta que nos disuelva y funda con lo que acaece.
¿Pensar? ¿Pero qué quería decir pensar? Porque si de lo que se trataba era de encontrar soluciones lógicas a cuestiones urgentes, de planificar estrategias para alcanzar un objetivo inmediato, de sacar las conclusiones precisas para hacerlo efectivo, no puede decirse que en el Purgatorio no pensara. Más bien sucedía todo lo contrario. Cada día, en una interminable jornada que se extendía desde antes de la siete de la mañana hasta más allá de la medianoche, mis neuronas trabajaban a marchas forzadas para enfrentarse a situaciones nuevas e intentar salir airosa de ellas, para resolver problemas inesperados, para tomar una decisión tras otra, engarzadas en una larga cadena agotadora que daba con mi cabeza en la almohada totalmente exhausta, en lapsos de tiempo incomparablemente más breves a los de su rutina habitual. No, mis neuronas funcionaban a pleno rendimiento. Y aun así, seguía teniendo la sensación de que no podía pensar.
Lo que me ocurría era más que evidente: no tenía ni el tiempo ni la calma para pararme a pensar. Y es que de ese pararse, de esa detención del movimiento, emerge otro Pensar muy distinto al que en aquellos días no dejaba de poner en práctica y que con tanta inquietud echaba de menos. Urgida por las circunstancias, inmersa en un vertiginoso ajetreo que amenazaba con desbordarme, requerida por mil y un asuntos que precisaban una respuesta siempre pronta, carecía del sosiego y, sobre todo, del espacio mental que me permitiera, además de pensar en lo necesario para sobrevivir a la condena del Purgatorio, pensar sobre lo que en él estaba sucediendo. Porque ese otro Pensar que allí parecía haberse evaporado constituye, diría, principalmente una cuestión de espacio: de espacio interior que sólo puede abrirse a la luz de un cierto vacío exterior. Y exige, apoyándose sobre ese espacio, una toma de distancia, un sacar un pie fuera de la realidad que nos aleje de ella, o incluso un elevarse hacia las alturas que sobrevuele los acontecimientos para así, proyectando una mirada de pájaro, alcanzar a contemplarlos. Ante la drástica reducción de ese espacio interior, en ausencia de la posibilidad de generar a través de él esa distancia en el momento en que los acontecimientos se agolpan uno tras otro demandando pura proximidad sin huecos, no cabe contemplación alguna. Toma su lugar un ver miope, casi ciego, que avanza mecánicamente superando obstáculos sin lograr la perspectiva adecuada para explorar y conocer el terreno que pisa.
Sin distancia, sin lejanía, no hay, por tanto, ese otro Pensar desasido de lo inmediato. Ni puede haberlo sin el vacío exterior que consiga dilatar en nosotros el espacio interior capaz de crear esa distancia y esa lejanía. El espacio que consienta dar un salto por encima de la realidad y situarnos en una provisional atalaya periférica desde la cual, tranquilamente sentados, examinarla con calma.
Supongo que huelga decir que, finalizado el trance del Purgatorio, acabé recobrando poco a poco ese otro Pensar que me fue negado con sus suplicios. Al menos en el grado en que disponía de él antes de iniciarlo. Pero su recuperación únicamente me llevó a redescubrir una vez más algo que, en el transcurso de esa desagradable experiencia, me había sido muy fácil olvidar: que ese mismo espacio interior que hace posible el Pensar, el que habilita la mirada de pájaro, no supone más que un estorbo y un martirio indecible allí donde la intensidad del brillo del momento presente nos impele a mutar de pájaro en serpiente y a deslizarnos sobre cada instante, ávidamente pegados a su superficie, como si de nuestra propia piel escamosa se tratara. Deseosos de aniquilar todo milímetro de lejanía. Anhelantes de una cercanía absoluta que nos disuelva y funda con lo que acaece.