viernes, 31 de mayo de 2013

Perdonarse


Quién sabe por qué desconocida confluencia de no menos oscuros factores, hay días –poco importa si grises o soleados, saturados de luz o ensombrecidos de nubes– que amanecen para nosotros bajo el signo del error y el fracaso. Quizá ya el turbio estado de ánimo que en ocasiones preside el despertar anuncie en perspectiva, a través de la desgana, de la apetencia irrealizable que destila de permanecer al abrigo del mundo tras el cristal de la ventana, la imposibilidad del necesario estar a la altura de las obligaciones que del otro lado nos aguardan y, con ello, la probable proximidad del tropiezo. O puede suceder, por el contrario, que nada en la emergencia normalizada, anímicamente neutra del sueño, permita anticipar la cercanía del primer error que parecerá presto a precipitar la suma de desatinos desencadenados por su causa. 

La operación equivocada que invalida el cómputo final del presupuesto, repentinamente manifiesta con posterioridad a la entrega. La exposición confusa, vacilante, desasida del hilo clarificador ante el público que precisa comprender. El corte en requiebro que malogra la tela, la melodía arruinada por un dedo pulsando una nota falsa. La decisión en completo desajuste con la singularidad de la circunstancia y la gravedad de las consecuencias. La omisión inaceptable capaz de provocar el desastre. El acto impulsivo que desata el malestar ajeno o la reprimenda, la mirada hosca o el conflicto abierto que siguen a palabras irreflexivas, de resultas inapropiadas. Y a partir de entonces, cada paso, cada gesto, cada nueva decisión, lastrados en esos días por la sensación del desacierto, de la ruda discordancia entre la imagen del buen hacer anhelado, proyectado en la antelación, y lo efectivamente hecho. Acaso también por la inutilidad del empeño en enderezar, ojalá en el siguiente punto, si no en el siguiente, si no en el siguiente que nunca llega, la trayectoria zigzagueante que, frente a la suave linealidad de la marcha deseada, dibuja en nuestra mente el cúmulo de desvíos que suele derivarse de la constatación del primero. 

De vuelta al abrigo del mundo tras el cristal, descubrimos que es en nosotros donde se ha instalado la intemperie. Frente a ella no caben protección ni manta alguna: emana del propio yo azotado por la memoria en ráfagas de la equivocación cometida, empapado bajo el persistente goteo del recuerdo de las flechas caídas al pie de la diana. Fustigado por la fantasiosa recreación de la acción correcta en un pretérito inexistente frente a la realidad pasada ya inalterable de la errónea. Asediado por el fantasma de lo que debería haber sido en contraste con la obsesiva evocación de lo irreversiblemente acaecido, qué duda cabe, por obra de la inusual impericia de la propia mano. Un yo rabioso como el niño rompiendo el folio emborronado, arrugado tras el frotamiento repetido de la goma, renuente a dejar aparecer, a través de sus dedos desmañados, la casita en el campo o el perro que tan nítidamente agita la cola en su cabeza. Estúpidamente absorto en la quimera pueril del retroceso en el tiempo, de las agujas del reloj regresando a posiciones ya superadas en la esfera para permitir el prodigio de la rectificación del error, del despiste, de la opción fallida. Íntimamente derrotado en la discrepancia entre sus propósitos para la jornada y la inesperada incompetencia de sus facultades para propiciar su cumplimiento. 

Ocurre a veces al término de esos días: al cerrar los ojos buscando por fin la inconsciencia del sueño, el regalo tras él de un mañana recién estrenado y limpio de errores que ofrezca quizá la oportunidad de la enmienda y la restauración de la propia figura embarrada, la oscuridad de los párpados comienza a poblarse de la visión de errores ya caducados, distantes, tan remotos en el río del tiempo que alcanzan las aguas nebulosas de la más tierna infancia. Como si la equivocación recién protagonizada hubiera logrado resucitar el interminable rosario de faltas, de traspiés, de desaciertos que cada mortal arrastra consigo, y todos ellos, en apariencia borrados por la acción benéfica del olvido, en apariencia prescritos por perdonados, fueran poco a poco asaltando el cráneo, bailando frenéticos sobre su base, bañándolo a cada brinco con sus antiguos sentimientos de culpa intactos, ahogándolo bajo el peso de la Gran Culpa que compone su orgiástico, desbordado amontonamiento. Un peso que termina por aplastar al yo insomne, abatido, magullado, que ahora se vence ante la imagen atormentada, ésa que la Gran Culpa impone, de un yo fraudulento, de un lado a otro fallido, incapaz de actuación atinada, del natural aprendizaje que quiere asignarse a la progresión de los tropiezos. Yo idiota, dañino, indigno. Ruborizado en su desnudez ante el espectro de los testigos de sus faltas. Merecedor, por sus errores, del más salvaje de los desprecios y castigos. 

Se entiende en tales circunstancias el alivio de la invención del confesionario. Si ya la mera verbalización de las faltas acumuladas aligera el pecho del lastre en la conciencia, la presunta existencia de un dios benévolo y amoroso, proclive al ritual reconocimiento de la debilidad del imperfecto y al indulgente perdón del hijo descarriado, redime graciosamente de la culpa a cambio de unos cuantos rezos y el siempre renovable propósito de enmienda, nunca libre de falseamiento en los sutiles dobleces del pensamiento. En la sentencia inmemorial del sacerdote hablando por representación, yo te absuelvo, se materializa la certeza tranquilizadora del perdón. Como estropajo y jabón actúa la penitencia cumplida sobre el alma sucia: una vez evaporada la columna negativa del debe en la resbaladiza economía del espíritu, retornada como por milagro al saldo cero, renace pulcra, casi inocente del proceso de purificación. Provisionalmente exonerada del latoso malestar de la culpa. 

No resulta tan fácil para quienes reniegan de sacristías y sotanas. Para quienes intuyen en ese dios omnisciente, testigo perpetuo de cada nimio pecado, la ilusión consoladora del hombre desvalido, la efigie enmascarada del padre protector que, al tiempo que dicta severo las reglas, acoge entre sus brazos al niño arrepentido, apenado por su torpeza. Para el descreído, el perdón se balancea incierto sobre la incertidumbre de la generosidad ajena. Su origen nunca seguro se halla en los receptores pasados, presentes y futuros de nuestros desmanes, su eventual posibilidad en las víctimas directas de nuestros desatinos. Sólo ellas concentran el poder inmenso del perdón mayúsculo: el descartado de antemano en el tribunal de la conciencia ante la gravedad inusitada del delito, ante el daño irreparable de la traición extrema que deposita en el alma una mancha tan negra que semeja a sus ojos imborrable. El poder sanador del perdón prodigado con reconciliada alegría por quien nos ama al mitigarse en la comprensión el dolor de la ofensa. Del perdón regalado sin esfuerzo ante la falta intrascendente, llanamente humana. También la fatalidad de su negación para la falta descubierta a destiempo si a los muertos les está vedado proclamar su perdón. Si nunca tendremos ya la oportunidad de suplicarlo al viejo amigo desaparecido en la marea enredada de la vida o al ser anónimo ignorante de nuestras culpas. 

Pero esas noches insomnes del día que amanece bajo el signo del error y el fracaso contienen una valiosa revelación: es en nosotros mismos donde puede habitar el juez más inclemente. Dotado de una implacable habilidad para volver a llenar de piedras el fardo de la culpa proveniente de errores justamente expiados en el sufrimiento de sus consecuencias, justamente liquidados gracias al perdón de sus destinatarios. Invariablemente dispuesto a condenar inflexible las equivocaciones saldadas sin más víctima que el retrato del propio yo, de continuo tendido hacia el horizonte del querer y deber ser desde el suelo efectivo que sostiene los pies que son. A elevar un dedo acusador por el cúmulo de daños causados, a castigar sin piedad por el abismo que a menudo se abre entre la idea pulida del hacer logrado y los toscos contornos del hacer que nos alcanza. Quién dudaría del provechoso papel de ese juez en el afán por que nuestros dedos lleguen cada vez un poco más alto, por que nuestras obras sean cada vez un poco menos brutas, nuestras palabras un poco más sabias. Y, sin embargo, el equilibrio en la balanza exige también que aprendamos a acallar sus fríos dictámenes, a desoír sus duras condenas. Que nos ejercitemos en el arte del desdoblamiento para transformarnos, frente al error y la imperfección, de niño compungido por sus faltas en padre compasivo que perdona. Pues bajo el peso infinito de la culpa que no consiente perdón, no hay caminar que avance liviano. Ni árbol que crezca con fuerza alzándose hacia el cielo. 

10 comentarios:

El peletero dijo...

Habla usted de las flechas caídas al pie de la diana y eso me ha hecho recordar que a primeros de mes fui, con uno de mis mejores amigos al que conozco hace ya casi 40 años, a disparar flechas. Él es aficionado desde hace casi tres años y se ha hecho socio de un club que hay en el Ampurdán. Hay varias clases de arco, el recurvado, el de poleas, el olímpico y el más sencillo, el longbow, al mismo tiempo que uno de los más difíciles. Cada arquero fabrica sus propias flechas según su complexión y adapta al arco a sus gustos o características. También hay, naturalmente, dianas a diferentes distancias. En el club había gente de todas las edades y sexos. Nos lo pasamos estupendamente. Yo, totalmente novato, disparé bastantes, acerté muy pocas, pero ninguna se me quedó al pie de la diana, en todo caso pasaban por alto y se perdían más allá. Después había que buscarlas por entre la hierba para recuperarlas. También recuerdo que tuve una novia madrileña que tenía un nombre parecido a “diana”, era una preciosidad de mujer, pero... se casó con otro. ¿Hice algo mal?, naturalmente, lo hice todo mal. La recuerdo muy a menudo en esos días parecidos a los que cuenta usted. Fue un día soleado de primeros de mayo, hacía sol y fresquito, luego nos fuimos a tomar el aperitivo y unas cuantas cervezas, luego a comer, por la tarde a ver el mar, por la noche a cenar y al cine y luego nos bebimos unos cuantos gintónics cerca de la playa que en mí tienen la cualidad de sentarme de maravilla.

Besos con flecha, roma.

Marga dijo...

Y bueno... es que las noches insomnes son duras, tiempo poco propicio para análisis y reflexiones y sin embargo insistimos una y otra vez en cortar y recortar. Cortarnos y recortarnos, diría yo.

Y las culpas que provienen de nuestros errores, son los monstruos que realmente se ocultan bajo la cama. Qué retahila de cuentas desperdigadas por la cama que nos empeñamos en enlazar de nuevo con una aguja que queda grande y desproporcionada a nuestros dedos... sólo podemos hacerlo, pues, desde la torpeza.

No hay perspectiva y sin ella poco juicio y conclusión obtendremos. Y aún de existir, querida mía, siempre fracasaremos porque una y otra vez, en nuestra relación con los demás, comprobamos que la persona que nos gustaría ser y la que somos no siempre coinciden. Que nuestras intenciones van por un camino y nuestras acciones por otro y que a veces nos desconocemos o lo que es peor, que a veces dejamos asomar a ese yo que no nos gusta y mucho menos que los demás lo descubran.

Sí, somos nuestro peor juez (y quien no lo es se convierte en un gilipollas integral, no hay más que mirar a Aznar, sin ir más lejos, jajaja. Asi que piensa que de no serlo sería aún peor) pero tenemos que aprender a practicar la autocrítica dejando de lado el fustigarnos. No conduce a ningún lado y opino como tú, sin saber perdonarnos no se puede avanzar ni crecer. La culpa es como esa enredadera que sube por los árboles, asfixiándoles. No podemos permitirlo y por eso te corta desde abajo para evitarlo. Ese debe ser el intento...

En estas lides echo de menos practicar el catolicismo, llegar y que me perdonen y a otra cosa mariposa! cachis! ;)

Besos autoindulgentes!

TRoyaNa dijo...

Amtço

TRoyaNa dijo...

Antígona,
que no sé qué he hecho con el teclado,ahora sí...
Abordas un tema muy peliagudo,que es el del perdón,ya no el que nos otorgan los demás,sino el más dificil:el que nos damos o no a nosotros mismos,como implacables jueces,nadie en realidad,puede confirirnos más dolor que el que nos infligen nuestros propios pensamientos.
La culpa es una emoción muy corrosiva,persiste y a menudo,no da tregua.
Religiosos,ateos o agnósticos todo un proceso de socialización juega a veces a nuestro favor y a veces,en nuestra contra.
Por otra parte,la familia,como agente modulador de la personalidad,me parece decisiva a la hora de aprender a ser más o menos indulgente con uno mismo y con los demás.
Me parece muy significativa la manera en que reaccionamos ante el error ajeno y ante la propia equivocación.
Hay personas que se autoflagelan al más mínimo error y otras que ante todas las posibles evidencias,no son capaces de contemplar un asomo de autocrítica,al menos,públicamente.

Me llama la atención que a menudo hay patrones de conducta que proyectamos y repetimos,así si por ejemplo tuvimos unos padres severos y exigentes,en ocasiones terminamos reproduciendo esas mismas conductas sobre nosotros mismos o sobre los demás.
Y esto lo haría extensible sobre cualquier figura de autoridad,puesto que con frecuencia "el despotismo" y la "tiranía" que ejerce un mando superior sobre un mando intermedio,éste último termina ejerciéndolo sobre el escalón más bajo en la organización piramidal.

El grado de autoexigencia que algunas personas exhiben me parece tiene que ver mucho con la culpa y con un cierto grado de "auto-penitencia" más o menos inconsciente que termina siendo la muerte en vida.
Tengo un caso muy cercano ahora mismo en mi entorno más próximo y creo que esa incapacidad de perdonarse a uno mismo,de saberse imperfecto,expuesto al error y a la limitación y exigirse siempre más y más,sin darse tregua ni descanso,me parece en el fondo un síntoma de profunda insatisfacción con uno mismo,con quien uno es.

Hay que aprender,y ésta es una tarea de por vida,a ser pacientes y comprensivos con nosotros mismos,porque como dices,ningún avance es posible sin ese margen de autocomprensión y autoindulgencia.

No quiero decir con ello que tengamos que caer en la excesiva autocomplacencia,pero tampoco en la angustia de vivir siempre bajo el peso de la culpa y sus innumerables estrategias de "autodestrucción".
Como siempre,hay uan línea de equilibrio que seguramente se ubica a mitad camino entre dos puntos muy distantes y es hacia esa línea a la que creo hemos de dirigir nuestra atención.

Bsts


Antígona dijo...

Estimado Peletero, cuando disparamos a una diana todos pretendemos acertar en el blanco. Pero así como la posibilidad del acierto es sólo una, las posibilidades del error son numerosas, tal y como decía el propio Aristóteles al señalar que el término medio sólo es uno y las posibilidades del exceso y el defecto lo superan con creces. Se puede dar junto al blanco, lejos del blanco pero aún en la diana, o que la flecha ni tan siquiera llegue a clavarse en ella por dar en el borde, sobrepasarla o no tener suficiente fuerza como para siquiera llegar a alcanzarla. Supongo que, de todo este resumen de posibilidades de error, que la flecha caiga al pie de la diana es la que más grave me parece –que la fecha acabe más allá de la diana demuestra una notable falta de puntería, pero que acabe cayendo al pie, también de falta de ímpetu– y de ahí que la pusiera como imagen del error. O quizá en cualquier otro momento hubiera hablado de “la flecha sobrepasando la diana”, váyase usted a saber.

Hace muchísimos años que no disparo flecha alguna, pero cuando he jugado a este juego siempre he hecho exhibición de una insuperable torpeza. Como en casi cualquier cosa que requiera un mínimo de aptitudes físicas, debo confesar. Mis flechas sí eran de las que solían caer al pie de la diana porque ni siquiera lograba clavarlas en ella. Ya ve, falta de ímpetu, de fuerza, o de dominio de mis propias muñecas en el lanzamiento. Tal vez este recuerdo, que sólo ahora, gracias a su comentario, viene a mi cabeza, condicionara también lo escrito.

Nunca lo hacemos todo mal, estimado Peletero, estoy segura. Solo que cuando fallamos un tiro que verdaderamente nos importa nuestra memoria nos traiciona y creemos haber errado en cada uno de los gestos, de los pasos, de los movimientos que formaron parte de ese tiro. Sin embargo, la realidad es bastante más sencilla y cruel: a veces basta un pequeño fallo para que toda una serie de movimientos precisos y acertados conduzcan al desacierto. Y también sucede que, a veces, no empeñamos en lanzar flechas a una diana que no está a nuestro alcance, por más que lo parezca. O que son un puro espejismo, por decirlo de alguna manera.

Besos sin blanco

Antígona dijo...

Las noches insomnes son un tormento, niña Marga. Sobre todo porque, en mi caso, ese insomnio suele provenir de algo que me inquieta y que a veces se me oculta hasta el momento en que me meto en la cama, y es entonces, al cerrar los ojos, cuando empieza a aflorar y a convertirse en una enorme pelota con la que resulta imposible conciliar el sueño. Miedos y errores, diría, son los que más frecuentemente la forman.

Me gusta esa imagen de las cuentas desperdigadas sobre la cama que uno intenta enlazar torpemente. Qué empeño más tonto y qué daño hace. Qué maravilla si pudiéramos en esos momentos lanzar bien lejos la aguja, sacudir las sábanas con energía y deshacernos de todas esas dichosas cuentas que se nos clavan por todas partes.

Y tienes razón, no hay perspectiva, nuestro propio yo siempre delira un poco, tanto en la exaltación de los méritos con los que a veces se emborracha, como en la autoflagelación que ejerce en el caso de los errores.

También yo creo que fracasamos y fracasaremos una y otra vez, en nuestras relaciones con los demás. Y en tantas otras cosas. Ese yo en el que no nos reconocemos es a veces como un animalito salvaje al que uno quisiera atar corto pero que de forma inesperada pega un tirón y se suelta de todo amarre. Y encima a veces gruñe, o ladra, jeje. Y pareciera que no hay forma de domesticarlo: por mucho que uno se ejercite en esconderlo, siempre se presenta la ocasión que propicia su emergencia y en la que uno no consigue dominarlo. Pasan los años y ahí sigue, tan indómito como cuando éramos unos críos. Y el problema es que cuanto más mayores somos, más nos recriminamos nuestra falta de control sobre él. Como si la experiencia acumulada debiera ya habernos enseñado a tenerlo bien sujeto. ¿Nos pedimos demasiado a nosotros mismos? Pero claro, ay de aquel que no intente tener sujeto al animalito.

Entre ser nuestro peor juez y llegar a la autoindulgencia de Aznar debe de haber un término medio. A veces pienso que se debe de ser mucho más feliz siendo como Aznar, o de esa clase de personas que creen que nunca se equivocan y por ello siempre están dispuestos a encontrar a su alrededor a los culpables de sus errores. Pero da tanta vergüenza ajena contemplar desde fuera a esa gente que uno no puede, ni de lejos, desear ser como ellos, aunque les atribuya una felicidad de la que se carece por portar dentro de sí al terrible juez.

Aprender a perdonarse no es fácil. Hay días aciagos en los que hasta errores que ya se creían por completo perdonados vuelven a transformarse en culpa. Quizá sea inevitable que suceda de cuando en cuando. Pero lo que no debemos permitir es que las culpas resucitadas en esos días se instalen en nosotros para quedarse. Ahí estamos, como siempre, en la lucha. Pero es que la vida es lucha, decía alguien famoso el otro día, no recuerdo quién. A ver qué nos habíamos creído ;)

Cuando era pequeña y me confesaba, al cabo de un rato de haberme levantado del confesionario siempre recordaba algún pecadillo que no había confesado. Y me sentía fatal: ¡he vuelto a pecar!, me decía, ¡le he ocultado al cura un pecado! Qué risa me da ahora al recordarlo :)

Besos inconfesos!

Antígona dijo...

Querida Troyana, es un tema muy difícil, sí, sobre el que se podrían escribir miles de tratados. No es cierto, al menos en lo tocante a esta cuestión, que el infierno sean los otros, como decía Sartre. El infierno bien puede habitar en uno mismo cuando de lo que se trata es de juzgarnos y valorar nuestros actos.

Tienes razón en que la culpa va más allá de la religión. Pero a veces me pregunto si no es algo intrínseco a las religiones monoteístas el aprovecharse o reforzar esos sentimientos de culpa que todos tenemos como consecuencia, como muy bien señalas, del proceso de socialización que debe castigar los errores para fomentar el aprendizaje e imponer la interiorización de las normas morales y sociales. Como si reforzar tales sentimientos fuera la vía para fomentar, al mismo tiempo, la búsqueda de perdón en el más allá que nos sobrepasa y representa la contra-imagen de nuestras humanas limitaciones.

También a mí me parece que la familia tiene un papel decisivo a la hora de generar nuestras relaciones con la culpa. Freud hablaba, en la educación del niño, de un “deseo aplastado por la ley” allí donde la educación resulta excesivamente severa y llena de prohibiciones, a veces por un mero afán de proteger al niño. Decía que sus frutos son sujetos demasiado atentos a las normas y a su cumplimiento, demasiado estrictos y tendentes no sólo a la censura del prójimo, sino también a la de las propias acciones. Por no hablar, claro, del famoso Superyo, esa interiorización de las normas morales, encarnadas en la figura del padre, cuya contravención se paga con lo que Freud llamaba “angustia de conciencia” para referirse a la culpa.

Así que Freud, desde luego, te daría toda la razón en lo que señalas: padres severos y exigentes pueden dar lugar a hijos severos y exigentes, con los demás y con ellos mismos. Y lo mismo sucede con las figuras de autoridad, que tanto peso tienen en la infancia, cuando nuestra tarea es obedecer a nuestros mayores y tan faltos estamos de otras referencias que permitan poner en cuestión las órdenes que se nos dan, relativizarlas o atrevernos a desobedecerlas.

A mí me sorprende más la existencia de esos sujetos que, a su juicio nunca se equivocan, que la de aquellos que se fustigan constantemente. Y no porque una cosa sea más o menos frecuente que la otra, sino porque me resulta un enigma qué pueda haber dentro de esos sujetos incapaces de reconocer error alguno o qué proceso les puede haber llevado a ese mecanismo casi automático de auto-exculpación. ¿Narcisismo? Es una cuestión sobre la que pensar.

(sigo abajo)

Antígona dijo...

Me parece interesante lo que dices de que, detrás de individuos incapaces de perdonarse, puede habitar una enorme insatisfacción con la propia vida. O con lo que uno ha llegado a ser en esa vida. Tal vez ese sentimiento de íntimo fracaso, de haberse convertido en alguien distinto a aquél en quien uno soñaba ser de joven o creía que podría llegar a ser pueda terminar impregnando cada pequeña cosa que uno hace, y terminar por desplegar sentimientos de culpa e incapacidad de perdón a cada pequeño o gran error.

Al hablar de auto-penitencia me has recordado la película “La misión” y esa maravillosa escena en la que Robert de Niro se impone la penitencia, para saldar sus antiguos crímenes contra los indios, de subir una montaña cargado con un enorme fardo compuesto de armaduras y objetos pesados. Cuando al final son los propios indios los que cortan la cuerda con la que arrastra ese fardo, las lágrimas de Robert de Niro revelan un alivio profundo. Ese alivio que todos desearíamos sentir cuando nos devora la culpa pero no encontramos la manera de cortar la cuerda. ¿Hay errores tan brutales que sólo cabe alcanzar el perdón de uno mismo a través de los otros? Es lo que, a mi juicio, se plantea en esa película que te recomendé en tu blog, “Camino a la libertad”.

Hay que aprender a cortar la cuerda, hay que perfeccionarse, por paradójico que resulte, en el arte de asumir y aceptar la propia imperfección. Todo es cuestión de ese dificilísimo equilibrio que, a propósito de tantas cuestiones, se nos plantea en esta vida y en nuestra relación con nosotros mismos y con el prójimo: sin autoexigencia tampoco hay perfeccionamiento, sin voluntad de superarse no hay aprendizaje; pero la angustia de la culpa nos paraliza, nos resta fuerza, ahoga la potencia de nuestro ser y resulta un fardo a la larga tan insoportable y tan gravoso para cualquier avance como el que arrastraba Robert de Niro en “La misión”.

Un beso y un abrazo!

NoSurrender dijo...

Supongo que la autocrítica tiene la cualidad de hacernos más humanos. Personalmente, no soporto a ese tipo de gente cuyo único tema conversacional es lo bien que hace las cosas; el mejor colegio el de sus hijos, los mejores zapatos donde los compra ella, los mejores días para ir al campo los que selecciona él, etc. etc. Personas ante las que cualquier intento de conversación termina invariablemente en un “mira, lo mejor es que hagas como yo…”. Personas que cuando te cuentan que han tenido un contratiempo no hay lugar a dudar de que la culpa ha sido del otro. Esa seguridad en sí mismos me produce una enorme vergüenza ajena, aunque a ellos probablemente les llene de autoestima.

Todos dudamos, todos nos sentimos culpables y el tiempo no siempre produce el olvido, sino una mutación que a veces no es para bien. En cualquier caso, en todo juicio justo debe haber un fiscal y un abogado defensor. Y si ese juicio es interno, y coinciden abogado y acusador, no cabe más sentencia que la absolución, doctora Antígona. La absolución sobre ese paso en falso y de todos los posteriores que no hubieran tenido lugar sin ese primer tropiezo.

Respecto las marejadas mentales que se nos forman cuando estamos en la cama ya al final del día, yo le recomendaría una buena novela, rusa y de gran volumen si es posible, que siempre ayuda a evadirnos, a tomar distancia y participar de vidas vicarias tras la protección del papel que las contiene.

Un beso, doctora Antígona!

Antígona dijo...

No sólo es que la autocrítica nos haga más humanos, doctor Lagarto, sino que es, a mi juicio, condición de posibilidad de todo aprendizaje. Si no somos capaces de mirar hacia nosotros mismos y reconocer nuestros errores, no haremos nada por evitarlos en una próxima ocasión. Si no consentimos en admitir que ciertas cosas que hacemos podrían haberse hecho mejor, nunca alcanzaremos un mejor resultado. Aprender y mejorar pasa por tener abierto ese ojo crítico que señala los fallos y, con ello, indica la posibilidad de soslayarlos. Por eso comparto con usted esa vergüenza ajena de quienes piensan que todas sus elecciones son correctas. Leí en algún lado que ésa es la actitud de quienes, en el fondo, no están contentos con sus elecciones o no tienen claro que, entre el abanico de posibilidades de elección que se les ofrecían, hayan escogido la adecuada. Incluso de aquellos que no soportan la idea de tener, necesariamente, que renunciar a ciertas posibilidades cuando se empuñan otra. Su constante autoalabanza muestra una necesidad de afirmación que tal vez sólo revele inseguridad.

Tiene razón en que, en el escenario de nuestra conciencia, no sólo debería haber fiscales y jueces severos, sino también abogados defensores. Pero supongo que la culpa es, precisamente, el mecanismo por el cual no logramos encontrar en nosotros a ese abogado defensor, o su voz resulta demasiado débil y apocada en contraste con las acusaciones de la fiscalía. Esforzarse por hallar al abogado defensor puede ser peligroso: no queremos convertirnos en esa clase de personas que siempre creen que la culpa es de otro. Pero supongo que también es preciso el esfuerzo, con cierta medida, si no queremos vivir de continuo aplastados por el peso de la culpa.

Le agradezco la recomendación para esos finales del día, pero me temo que últimamente no soy capaz de evadirme de la realidad de esa manera. Es más, sucede que ni lo intento. Y claro, luego pasa lo que pasa: que cuando, después de un mal día, los fantasmas se apoderan de mi cama no encuentro refugio que me permita olvidarme de ellos. Algo tendré que hacer.

Un beso, doctor Lagarto!