jueves, 16 de mayo de 2013

El grito


Encontrar alguna clave que nos permita comprender estos tiempos convulsos puede pasar –por qué no– por echar la vista atrás hacia otros tiempos también convulsos, incluso por tratar de rescatar los fundamentos teóricos –tan profusos, tan complejos– que propiciaron o acompañaron esa convulsión. A fin de cuentas, nada de lo que sucede en nuestro presente deja de tener su origen en acontecimientos no tan lejanos cuyo recuerdo, si tal vez no sirva para responder a la espinosa cuestión de hacia dónde vamos, sin duda resultará imprescindible para saber de dónde venimos. Y si admitimos que no hay acción humana desnuda de ideas y conceptos capaces de preparar el salto al vacío que siempre suponen el querer y la decisión, nada descarta de antemano que ideas hoy enterradas por el polvo de la desmemoria y el prejuicio puedan acaso contribuir, si no de inspiración para la acción presente, sí para entender el porqué de nuestra actual desorientación y falta de ideas claras para la acción. 

Enfangada últimamente por la senda de estos sinuosos derroteros –de los que nos les cuento más para que no piensen que esta crisis acabará con mis huesos en el manicomio– he topado con un documental del que había oído hablar hace años pero que, hasta ahora, no había tenido ni ocasión ni excesivo interés por ver. Su título, “Asaltar los cielos” (1996), remite a una carta de un estigmatizado pensador, que se refería en ella a la proeza heroica de unos hombres en París “prestos a tomar el cielo al asalto”. Para cualquier entendido en la materia, la polémica estaría ya servida en este sugerente título, dado que el documental narra la vida de Ramón Mercader, el enigmático sujeto que, en 1940, mató con un piolet a León Trotski, natural sucesor de Lenin al mando de la Revolución rusa y violentamente desplazado y después perseguido por Stalin. Sólo desde la simpatía hacia la causa estalinista cabría ver en Ramón Mercader a un héroe dispuesto a cualquier cosa con tal de tomar al asalto el cielo del horizonte comunista. Sin embargo, a mi muy personal juicio, el documental, abordando únicamente en lo imprescindible cuestiones políticas, pretende más bien ofrecer el imposible retrato de una figura que nunca dejará de ocultarse tras numerosos y ya irresolubles interrogantes. 

La historia de Ramón Mercader comienza con la singular historia de su madre, Caridad del Río, hija de un aristócrata liberal, educada en colegios elitistas, y casada a muy temprana edad con Pablo Mercader, hijo de un industrial catalán. Se la describe como una mujer enérgica y rebelde, que se aburre y ahoga en su estrecho papel de madre de cinco hijos. Un detalle escabroso narrado por el más joven de ellos da cuenta del odio que termina por desarrollar hacia su marido y la familia de éste: con el fin de remediar la escasa apetencia sexual de Caridad, su marido solía llevarla a prostíbulos en los que, a través de disimuladas mirillas, la obligaba a ejercer de voyeur. “Todos los Mercader son unos hijos de puta”, exclamaba sistemáticamente Caridad tras el relato de estos hechos. Llevada por su creciente animadversión hacia su marido y el entorno que la rodeaba, Caridad comienza a frecuentar ambientes bohemios, en los que se deja fascinar por las ideas revolucionarias que allí se discutían y defendían. Caridad llegará incluso a colaborar en la comisión de atentados contra las fábricas de su propia familia política, que no dudará en internarla en un psiquiátrico –tan típico de la época: la mujer que saca los pies del tiesto sólo puede estar loca–, afianzando así de por vida el odio de Caridad hacia ellos. 

Liberada del psiquiátrico por amigos anarquistas, Caridad huye a Francia con sus cinco hijos y entra en contacto con militantes comunistas. En sus ideas cree encontrar, por fin, el lugar para su natural rebeldía, así como la fe que a partir de entonces daría sentido a cada día de su existencia. Cuando se proclama la República en 1931, Caridad regresa a Barcelona con sus hijos, todos ellos comunistas convencidos por influencia suya. Junto con su madre, Ramón Mercader, que vive en esos años con Lena Imbert, activa trabajadora por la penetración soviética en España, empieza a colaborar con los Servicios Secretos Soviéticos. De Ramón sólo se cuenta que era un hombre guapo, deportista, de maneras exquisitas gracias a los orígenes de su madre y que desde niño hablaba perfectamente el francés y el inglés. Al fanatismo converso de Caridad se atribuirá con insistencia la plena responsabilidad de los acontecimientos que habría de protagonizar años más tarde. 

En 1937, en plena guerra civil, Ramón Mercader desaparece de España. Ha sido enviado a la Unión Soviética, donde recibirá una formación muy especial: debe aprender a dejar de ser Ramón Mercader para entregarse a una misión que, a partir de entonces, exigirá su constante enmascaramiento. Un año después llega a París, donde le espera su madre. Se hace llamar Jacques Mornard y porta documentación que muestra su presunto origen belga. Al poco tiempo conoce a Sylvia Agelof, militante trostkista americana, a la que conquista con su porte de gentleman y sus constantes atenciones, y con la que comienza una vida en común. Durante los dos años que dura su relación, jamás pronuncia una sola palabra en español ni habla de España, y finge no tener el más mínimo interés por las conversaciones que, en torno a él, mantienen Sylvia y sus conocidos sobre Trotski y el trostkismo. Una íntima amiga de Sylvia cuenta en el documental que, después de preguntarse en repetidas ocasiones quién pudiera ser ese tal Jacques Mornard, ambas llegan a la conclusión de que se trata de un “joven inofensivo y enamorado”, tal es el hermetismo con el que Ramón Mercader se conduce en relación a sus orígenes y a los propósitos que le animan. 

Mientras tanto, Trotski se ha instalado con su segunda mujer, Natalia Sedova, en Méjico, único país que, obviando las presiones de Stalin, les presta asilo político tras su expulsión de Rusia. Diego Rivera y Frida Kahlo los acogen en su propia casa. Trostki se prenda de la peculiar belleza y personalidad arrolladora de Frida, si bien Natalia acaba imponiéndose en la relación amorosa que se ha iniciado entre ambos y la pareja se traslada a otra casa, que se convertirá en la fortaleza vigilada en la que Trotski, plenamente consciente de la voluntad de Stalin de eliminarlo, intenta proteger su vida. 

Cuando Sylvia Agelof se traslada a Nueva York, Ramón Mercader sigue sus pasos, ahora con pasaporte canadiense y haciéndose llamar Frank Jackson, supuestamente para evitar ser militarizado por su inventado origen belga. Poco después ambos aterrizan en Méjico, donde Sylvia entra a trabajar como secretaria de Trotski. En un principio, Ramón Mercader, que dice tener allí negocios familiares a los que dedicarse, sigue manteniéndose al margen de las ocupaciones de Sylvia. Sin embargo, no tardará en introducirse en casa de Trostki en calidad de novio suyo, y en ganarse así la confianza del viejo revolucionario y de su mujer. Una tarde, después de que Sylvia ya se hubiera ido, se presenta ante Trotski, vestido con una gabardina pese al sol y el calor. Ha escrito un artículo y quiere que Trotski lo lea y le dé su opinión. Está pálido, y Trotski repara en su aspecto descuidado. Le sugiere algunos cambios en el artículo. 

Tardes después la escena se repite. Con la misma gabardina, idéntica palidez y descuidado aspecto, Mercader solicita de nuevo la lectura del artículo, modificado según las recomendaciones de Trotski. En contra de las normas establecidas para la protección de Trotski, ambos están solos en su despacho. Mientras Trotski lo lee, Mercader levanta el piolet que lleva oculto en su gabardina y lo hunde en el cráneo de Trotski. Más tarde se sabría que su madre –siempre su madre– y un coronel ruso lo esperaban en un coche a cien metros de la casa. Pero ya herido de muerte, Trostki emite un fuerte grito y se revuelve contra él para evitar un segundo golpe. Sus guardias apresan a Mercader, que es conducido ante la policía y condenado a veinte años de prisión. Veinte años durante los cuales Mercader jamás revelará su verdadero nombre, tampoco el verdadero motivo por el que ha asesinado a Trotski, que justificará alegando ser –qué mejor estrategia para desprestigiar su memoria– un “trostkista decepcionado”. Veinte años más de silencio, de prolongado enmascaramiento. Pese a que tiempo después de ser encarcelado sale a la luz su auténtica identidad, durante su estancia en prisión Ramón Mercader siempre negará ser Ramón Mercader. 

De regreso a Moscú tras el término de su condena, Ramón Mercader recibe en secreto la condecoración de Héroe de la Unión Soviética, pero nuevamente bajo el nombre falso de Ramón Ivanovich López. Aunque goza de un cargo honorífico y una pensión vitalicia, ya nunca más trabajará para los órganos soviéticos. En los últimos minutos del documental, sus allegados lo describen como un hombre triste, desorientado, defraudado por no haber recibido nunca el público reconocimiento al mérito de su acción por la causa comunista. Quién sabe si arrepentido del crimen que cometiera si es cierto, como contara en una ocasión a uno de sus amigos, que aún a menudo sus oídos se llenan con el sonido de un grito desgarrador: el grito que Trotski profiriera aquella tarde en Méjico tras ser abatido por él con un piolet. Ni tan siquiera fue enterrado con su verdadero nombre. Sólo años más tarde el nombre de “Ramón Mercader” figuraría al frente de una nueva lápida sobre su tumba. 

Los múltiples testimonios sobre Ramón Mercader que jalonan el hilo narrativo del documental, procedentes de personas que ocuparon lugares muy dispares en su vida, componen una imagen no sólo fragmentaria por incompleta, sino en ocasiones inconexa, como si las piezas a partir de las cuales hubiera de ensamblarse el puzzle de su identidad no pudieran encajar unas con otras ni, por tanto, ofrecer el retrato coherente de identidad alguna. De ahí que lo más probable sea que, al término de su visión, al espectador se le imponga la sensación de haber asistido al relato de una vida en última instancia imposible de descifrar. Tan imposible como llegar a averiguar qué sentiría Ramón Mercader durante las décadas en las que, incluso con las personas con las que más íntimamente se relacionaba, se mantuvo en un ejercicio de continua negación de sí mismo, de tenaz impostura, de impenetrable fingimiento. O qué sentiría cuando, terminada su misión, se viera otra vez obligado a vivir bajo un nombre falso y sin ser públicamente tratado como el héroe que le habrían prometido ser. Quizá haya que sospechar que, en virtud de ese ejercicio, de ese nuevo enmascaramiento forzado, tampoco el propio Ramón Mercader alcanzara nunca a saber quién era. Sin duda, un precio excesivo a pagar incluso cuando se sustenta sobre la ceguera de una fe capaz de supeditar el valor de la propia existencia al de una causa hipotéticamente más alta. Más aún si esa causa tal vez jamás llegara a ser experimentada como propia y no pudo sino dejar tras de sí un grito que ninguna voz podría enmudecer.


6 comentarios:

El peletero dijo...

Felicidades, querida Antígona, le ha salido un post muy interesante, tanto como los hechos que relata y la personalidad del protagonista.

El caso de Ramón Mercader no es solamente el de un espía o asesino a sueldo por dinero o a sueldo por las ideas. En demasiadas ocasiones muchas personas viven la propia identidad como un peso incómodo, como algo penoso e incluso embarazoso, una carga imposible de sobrellevar. Por ello, tal vez, sucumben a la tentación del disfraz y recorren el camino del disimulo y el fingimiento, del engaño y la impostura igual que si fueran una obra de arte falsificada, terminando, por consiguiente, en el simple fraude.

El otro día vi también un reportaje sobre Charles Lindbergh, el famoso aviador que, aparte de sus simpatías nazis, mantuvo cuatro familias de forma simultánea con sus correspondientes mujeres e hijos, conservando, naturalmente, el secreto. Lindbergh, entre otras cosas, hizo sus pinitos en política defendiendo sus ideas como si fueran las mejores. Lo gracioso, para decirlo irónicamente, fue el desconcierto en el que se sumió al ver que no recibían el apoyo popular que él creía que se merecían. Algo parecido al desencanto de Mercader por no ser considerado públicamente un héroe de la URSS.

Este tipo de personajes son, desgraciadamente, legión, no únicamente en la política o las artes, también en la vida cotidiana.

Se podría hacer con ellos una lista interminable, pero a mí el que más me angustió fue Jean Claude Romand del que se filmaron dos buenas películas con su historia, una francesa y la otra española con José Coronado de protagonista.

Pero la paradoja, la terrible paradoja sea, que en realidad no son, valga la expresión, unos verdaderos farsantes y sí, y solamente sí, unos estúpidos morales. Para ellos, especialmente para ellos, se construyen también las ideologías, son las mejores coartadas para mentir y matar, aunque a Monsieur Romand, hay que reconocer, no le hizo falta ninguna excusa para engañar a todos durante mucho tiempo.

Besos

NoSurrender dijo...

Decía Zizek que el capitalismo es una religión, que ningún capitalista puede hacer lo que hace por simple búsqueda de la felicidad propia. Pues el comunismo también lo es, sin duda. Al menos en su versión más conocida hasta la fecha, el estalinismo. Porque lo que buscaba la madre de Mercader en el terrible camino de su vida no era la felicidad, la armonía, la justicia. No, lo que buscaba era encontrar un sentido trascendente a su dolor. Entre ir a misa e ir a ver a Stalin hay pocas diferencias. Y las consecuencias sociales, igual de terribles.

También a mí me impresionó el personaje de Mercader. Esa crueldad fría (tan española, si me lo permite) capaz de expresarse en ese golpe de piolet por la espalda para acabar con la ilusión mundial de que el socialismo tenía otra vía intelectual, distinta de la barbarie zafia y asesina de Stalin. Aquel día el mundo empezó a ser más feo, si cabe.

Esa fe ciega capaz de anular personas durante años, durante décadas, durante incluso generaciones, sigue existiendo. Y no hay tanta diferencia entre la actitud de Mercader en aquellos años y la de ciertos directivos del BCE hoy en día.

Besos, doctora Antígona!

Marga dijo...

Estoy con Peletero, un interesante y curioso texto, de los que me gustan por conjugar la vertiente política y también por la correspondiente al comportamiento humano, las paradojas de nuestra existencia.

Supe de la existencia de Mercader bien joven, en mi casa más de una discusión fue protagonizada por este sujeto y aunque yo era una cría que me enteraba de poco algo quedaba. Sí, me temo que Stalin y Trotski eran muy mencionados, jajaja. Qué tiempos aquellos, poco que ver con estos, y no lo digo sólo con nostalgia, que también. Sólo distintos.

Pero aun conociendo su historia política, nada sabía de la personal y sus orígenes y me ha resultado de lo más interesante. La historia de su madre también es apasionante, pobre mujer, pobres mujeres, qué pocos caminos tenían para elegir y estoy con Nosurrender, era eso o la iglesia y ambos conducían al mismo descabale personal. Tuve un profesor que nos explicaba detenidamente las similitudes entre la religión y el comunismo, cierto sesgo del comunismo, y no me pareció ninguna barbaridad. Aunque a veces me parece simplificar demasiado con ese tipo de comparaciones y el marxismo fue más allá de Stalin y lo que llegó a continuación. Pero esa es otra historia y no me voy a meter en ese bosque, jajaja.

De todas formas yo he comprobado que cualquier vida, incluso las más cercanas a uno mismo, acaban siendo un pequeño puzzle igual de fragmentado e incompleto cuando recoges distintos testimonios de su entorno, diríase que la entidad de alguien se resiste a ser definida por mucho empeño que pongamos. El empeño debe resultar casi imposible si además esa identidad nunca fue tal por el cuidado que puso Mercader en no tenerla. No sé si me hago entender, parece una galimatías y al final no se si lo explico bien jajaja.

Me recuerda otro documental, Garbo el espía que salvó el mundo. Otro tipo escurridizo y del que se sabe poco, español también y que fue el individuo capaz de convencer a Alemania de que el desembarco de Normandía no sería allí. O la película de Nuestro hombre en la Habana, otro juego de identidades confusas y difusas. O el mismo tipo mencionado por Peletero... no sé, me encantan esas historias, el tema de la propia identidad ya me resulta extraño y curioso asi que si hablamos de aquellas que se ocultan... ufff, qué extrañas razones habrá.

Pobre Mercader, chapó al final del texto, me encanta esa imagen del grito (hablando ya solo de escritura, jeje).

Un beso propio

Antígona dijo...

Me alegro de que le haya interesado tanto el post como la historia de Ramón Mercader, estimado Peletero.

A mí lo que me parece interesante es lo que dice sobre las personas que viven la propia identidad como una incómoda carga que les lleva al engaño. No porque no crea que existan este tipo de personas, sino porque no termino de entender qué podría hacer que alguien se sintiera incómodo en su propia identidad. ¿Tal vez la sensación de un yo fracasado, que no está a la altura de las expectativas mantenidas respecto a sí mismo, y que por ello necesita forjarse para los demás otra identidad distinta? ¿La necesidad de ocultar un yo que avergüenza o se valora como miserable o anodino bajo el disfraz de un yo construido a la medida de ciertos ideales? Intrigante la cuestión.

No sabía nada de ese Charles Lindbergh y sus cuatro familias. Francamente, no sé cómo algo así puede resultar posible, cómo se puede vivir con semejante grado de enmascaramiento. O de dispersión, con tantos hijos y mujeres, teniendo que repartir afecto entre todos ellos. Yo creo que me volvería loca, si no es de presuponer que ya este Lindbergh lo estaba, dado que no resulta muy normal pretender tener no una, ni dos, sino cuatro familias.

A mí me da la impresión, después de ver el documental –por lo visto, hay varios libros sobre el tipo que desconozco-, de que Mercader no era sino un pobre diablo por completo dominado por su madre. Creo que en alguno de esos libros se habla de un poderoso complejo de Edipo. Pero no sé si esta explicación psicoanalítica bastaría para entender por qué un hijo se somete a las ideas y deseos de su madre hasta el punto de carecer de vida propia y llegar a cometer un crimen.

A la película española sobre Jean Claude Romand ya se le dedicó en esta casa una entrada, hace bastante tiempo. Quedé igualmente fascinada por su historia. Me llaman mucho la atención estos casos de incomprensible enmascaramiento –incomprensible por la radicalidad con que son llevados a cabo, todos jugamos en mayor o menor medida a las máscaras-, supongo que porque trato de imaginar cómo cabe vivir una vida tal de ocultación y no encuentro respuesta.

Supongo también que los tacha de estúpidos morales porque no se puede llevar una vida de constante engaño, con la inconsciencia que eso implica de cara a las consecuencias que podrían derivarse para los engañados del probable descubrimiento del engaño, sin realmente serlo. Sin embargo, el Ramón Mercader que salió de la cárcel pareció tener a partir de entonces una vida bastante normal –se casó, tuvo una hija- y ser una persona apreciada por sus amigos y conocidos. Desconcertante todo lo que rodea a este personaje.

Un beso intrigado

Antígona dijo...

Muy inteligente lo que dice Zizek, doctor Lagarto, y cómo lo extrapola usted al caso de la militancia comunista de la madre de Mercader. El problema es que a veces la felicidad propia pasa por la persecución de la realización de un ideal, es decir, por ese sentido trascendente que redima bien del dolor, bien del simple aburrimiento o de la sensación de sinsentido y absurdo de la vida. Quiero decir que los ingredientes de la felicidad humana son siempre complejos, y no es raro que entre ellos figure ese componente “religioso” que cabría atribuir al capitalismo, al estalinismo, al nazismo o incluso al fútbol. No tengo claro si toda búsqueda de trascendencia es nociva en sí misma. Pero sí lo es cuando se convierte en una fe ciega, incapaz de autocrítica y proclive a asumir todo atropello o crimen como medio justificado por la bondad del fin.

Lo del golpe de piolet -¡un piolet, hay que ser bestia!- por la espalda impresiona. Quizá Mercader fuera un cobarde y no se atreviera a un crimen más honesto, por calificarlo de alguna manera. También sospecho que Mercader poco debía entender de Trotski y el trotskismo. Quien ha sufrido un proceso de ideologización tal como para asumir el ejercicio de enmascaramiento en el que vivió durante buena parte de su vida, dudo mucho que mantuviera la lucidez como para comprender las críticas a la posición estalinista efectuadas por Trotski. De nuevo como en la religión, para regímenes como el totalitarismo estalinista el disidente es el demonio. Un demonio mucho peor que el que representan quienes defienden posiciones claramente contrarias. Creo que, dadas sus circunstancias vitales, era imposible que Mercader percibiera en Trotski esa otra vía intelectual del socialismo de la que habla.

En cuanto a esos directivos del BCE hace ya tiempo que pienso que no es cuestión de fe ciega, de dogmatismo renuente a la contrastación empírica, sino de puro actuar al servicio de los intereses de quienes realmente mandan, que son los poderes económicos. Pero claro, eso no lo dirán abiertamente jamás, y qué duda cabe de que prefieren pasar por dogmáticos a que se revele que se comportan como auténticos esbirros.

Un beso, doctor Lagarto!

Antígona dijo...

Quizá, niña Marga, es que no exista relato político completo sin atender a la singularidad de los seres humanos que formaron parte de él.

Qué envidia tu casa, maja, y tener la oportunidad de asistir a discusiones sobre Mercader, Stalin y Trotski. Desde luego en la mía no se hablaba de esas cosas o, si se hablaba, era en un sentido muy distinto. Los tiempos son diferentes, es cierto, pero ahora que la cuestión política y económica está tan candente no creo que sea descabellado acercarse a esas ideas y ver qué decían quienes tenían la pretensión, como decía Marx, no sólo de interpretar el mundo sino también de transformarlo. ¿O acaso no querríamos nosotros una transformación del nuestro?

En efecto, la madre de Mercader es la protagonista en la sombra de este documental y probablemente, de la propia vida de Ramón Mercader, aunque el documental no dé para ahondar tanto en estos aspectos. Es como poco llamativo el giro radical, el vuelco que da Caridad del Río frente a sus orígenes, el modo en que ese vuelco la lleva a ponerse al servicio de una causa que, probablemente, podría haber sido cualquier otra si Caridad hubiera nacido en otro momento histórico. En efecto, poca opción tenían las mujeres de esa época. Pero incluso teniendo pocas opciones, la rebeldía siempre puede conducirse de diferentes formas. Y pienso, por ejemplo, en Rosa de Luxemburgo. Aunque también es cierto que la España casposa y catolicorra de la época –época que, me temo, no hemos superado– nada tenía que ver con el ambiente intelectual alemán de comienzos del siglo XX. En cuanto a la religión y el comunismo, a mi juicio la comparación o similitud sólo es válida si se atiende a la realización efectiva del comunismo a manos de Stalin y posteriores líderes comunistas. Porque lo que es en el pensamiento de Marx no creo que exista nada que se le asemeje. Todo un bosque, es cierto, del que para obtener un poco de claridad habría que atender también al detalle de la historia de quienes se erigieron en representantes de un dudoso marxismo.

Te haces entender perfectamente, Marga, la verdad es que pensé cerrar el post con una reflexión de ese tipo, esto es, acerca de cómo la historia de cada cual es, en cierto sentido, tan inenarrable, o sólo incoherentemente, como la de Ramón Mercader. Pero finalmente no quise liar más la cosa. Sin embargo, estoy por completo de acuerdo contigo. Es como si los testimonios de diferentes personas sobre la vida de alguien comportaran diferentes “verdades” que difícilmente encajaran entre sí, y de ahí la dificultad del relato. Algo que procede, a mi juicio, del juego de máscaras del que todos hacemos uso según los diferentes contextos o personas con las que nos movemos. Un juego que constantemente reaviva la pregunta sobre quiénes somos realmente o cuál es la máscara que mejor nos define, si es que no hay nada estable detrás de las máscaras que habitualmente utilizamos.

No he visto ni ese documental ni la película que mencionas, pero creo que no tardaré en hacerlo, jeje. Ya ves que a mí también me llama mucho la atención todo lo que gira en torno a la cuestión de la identidad. Me lleva a pensar que estos casos extremos nos fascinan porque su peculiaridad contribuye a poner de relieve, a resaltar aquellos enigmas en torno a la identidad que, en realidad, a todos nos conciernen pero que tienden a encubrirse por la familiaridad con que nos enfrentamos a ella en el día a día.

Un beso enmascarado de beso ;)