jueves, 28 de febrero de 2013

Cura


Como las flores bajo la lluvia acerada de punzante granizo, la piel del melocotón maduro al precipitarse sobre la tierra seca, el vaporoso tejido de seda que tropieza en vuelo rasante con la arista mal pulida de la uña: así está nuestra carne endeble de continuo expuesta al desgarrón en la caída sobre el filo cortante de la piedra, a la magulladura contra el canto traicionero de la mesa, a la herida larga y limpia bajo la incisiva presión del escalpelo. Al igual que el cristal fino de la copa contra el metal del fregadero, los huesos prestos al quebranto tras el salto temerario. Al desbarajuste y la infección los órganos con la irrupción del frío y el consecuente debilitamiento de los miembros. También, sin razón precisa o aún definida, a la orgía enloquecida de las células que proliferan en el tumor suicida. 

Ante la patencia del daño, del síntoma incipiente, de la enfermedad declarada, disponemos del auxilio de técnicas insólitas o veteranas, de simples y sofisticados saberes. Quizá el agua y el jabón de una mano que acaricia alcancen para la magulladura leve en el patio de juegos. Sobre el rasguño que sangra, la tirita de colores acaba por devolver la sonrisa, deseosa de exhibirla como un galón de guerra, a la carita infantil antes bañada en llanto. Gracias al manejo ancestral del hilo y la aguja penetrándola estratégica, la piel recupera, reunidos los bordes húmedos de la herida, su apariencia firme y protectora. Si se los fuerza con ruda habilidad a tornar a su alineación originaria, la inmovilidad y el trabajo silencioso de las partículas recompondrán lentamente los huesos fracturados, acondicionándolos de nuevo para la carrera y el brinco. Cuando el calor y el reposo no logran restaurar la armonía muda de los órganos, sirven los brebajes caseros o, en su defecto, las píldoras redondeadas que escupen la industria y sus laboratorios. Y de fracasar éstas en la detención del desmadre enfebrecido de las células, cabe la siempre cruel mutilación del bisturí, que sacrifica la manzana podrida del canasto en aras de la piadosa salvación del resto. 

Pero ni el más mínimo ápice de utilidad contendrían estas técnicas, de validez estos saberes, si el frágil entretejido de nuestras fibras no se meciera inconsciente sobre la voluntad de retornar al orden, sobre el impulso recóndito de recobrar la funcionalidad perdida que empuja mecánicamente los engranajes en ausencia de obstáculos y chirridos quejosos. Alivian los ungüentos, sanan las pócimas porque nuestros cuerpos albergan ya en su interior la potencia misteriosa de la regeneración y el remiendo. De su prolongación en el alma somos testigos cada día, capaz de seguir respirando ligera aun en medio del goteo intermitente de tanto golpe intangible. A pesar del gravoso lastre sobre sus hombros de incontables asaltos cotidianos y agresiones de mayor calado que la vapulean y hieren sin más huella perceptible que un rostro transitoriamente contraído o el íntimo rodar, por necesidad finito, de las lágrimas sobre las mejillas. Más hondas y dolorosas, fuente de más inhóspitos sufrimientos que los brotados del corte en la carne resultan las heridas infligidas a su naturaleza invisible. Ésa que recorta el lenguaje en nuestra boca y obliga a la descripción a permanecer presa de la metáfora si se dice del corazón hecho trizas como del cojín bajo las zarpas del gato, del alma despedazada como los fragmentos del plato sobre las baldosas, del yo roto idéntico a un juguete en manos de un niño enrabietado. Y no es extraño, sin embargo, que con menos costurones que sobre la tela desgarrada, acaso con menos rastros que en la porcelana quebrada o el plástico rajado, acontezca en el alma la recomposición provisoria de las partes desmembradas, la sanación de los quebrantos causados por un mundo a menudo lacerante en sus bordes y a un tiempo benéfico en sus dádivas. 

De la ruptura demasiado pronta del sueño, de las negras sombras que en el amanecer oscuro de la jornada de trabajo derrama sobre el ánimo, tienden a curar las primeras luces matutinas tiñendo de rosa el horizonte sobre el parabrisas. Ese mismo sueño que, al caer la noche, cura de otras sombras gemelas con las que el agotamiento quiere enturbiar la mente. Curan la taza de té caliente, la manta sobre las rodillas o la onza de chocolate del día infame transcurrido entre empellones y ladridos. Del terror solitario de la pesadilla que arroja abruptamente a una conciencia aturdida en medio de las tinieblas, el mero roce de un pie bajo las sábanas y las inspiraciones acompasadas de su propietario. La palabra amable y la mirada franca del resquemor y la desconfianza. De la preocupación que ahoga y nubla la visión del camino conducente a la salida, la risa desmadejada agitando el pecho por cualquier bobería. Del aguijón de la frustración reciente, del largo clavo hundido en la nuca de la que se arrastra durante décadas, el decidido asesinato del deseo o la resolución a la batalla renovada en pos de su satisfacción venidera. La propia voz sacada de la garganta entre amigos y remojada en vino sana como por sorpresa del desasosiego, de la obsesión familiar de origen ignoto que centrifuga en el cráneo. De la melancolía que aplasta entre brumas párpados y espalda, tal vez un simple paseo bajo el sol cálido de mediodía. El propósito de enmienda, una vez más asido al amnésico reconocimiento de la imperfección humana, del sabor agrio de la culpa que mana del error convencido y la imagen fija de la falta. De la ignorancia los libros, del bloqueo afásico el poema, del miedo y la zozobra la fuerza viva de otros brazos sujetando el propio tronco tembloroso. Cura de la maldad de los hombres emponzoñando el alma la contemplación de la acción generosa, la intuición del fondo noble que en otros alienta. Y sana la música que llena las entrañas de la repentina erupción del vacío insondable que a todos los mortales nos horada. Del desaliento, la abertura al entusiasmo ajeno dispuesta al contagio. Del tedio que construye un muro rocoso entre la cabeza y cada cosa cercana, el súbito descubrimiento del objeto escondido que lo diluye, el combate testarudo bolígrafo en ristre que se empeña en analizarlo o transformarlo en verso, y con frecuencia la vencida espera hasta el despuntar del nuevo día tras la tregua del sueño. 

Después de unos años instalados sobre estos dominios, basta lanzar hacia atrás los ojos del recuerdo para que se produzca la atónita constatación, ésa que emerge del paciente ejercicio de enumeración de los hachazos reseñables, de las dentelladas tóxicas, de las pérdidas y abandonos en apariencia mortíferos que de lado a lado nos partieron como se parte por la mitad un pan recién hecho. Que con la brutalidad del rayo nos redujeron a la condición de peleles llorones, maltrechos, desmadejados. Con la confiable ayuda del lento, rítmico lamer la roca del suave oleaje del tiempo, constituye el signo inequívoco de la curación de los males terribles que engendraron el latir de algo en nosotros que, todavía, se inclina tenaz al vuelo y la alegría. De buscarlas sin temor con los dedos palparemos sin duda las cicatrices rugosas que cosieron en nuestros adentros. Acaso las más notorias aún palpiten y duelan como antiguas fracturas en esas tardes de lluvia que incitan al espíritu debilitado a regresar a la vivencia gimiente del corte abierto. Hay quienes caminan con heridas antiguas de procedencia remota que rehúsan cerrar en contra de la reflexión, la esperanza y la experiencia benefactora: han aprendido a taponarlas con una tercera mano para no desangrarse a cada paso; han aprendido a olvidar su existencia, a contener el dolor laberíntico que ya sólo trunca su risa en días grises poblados de feroces minotauros. Como cualquiera, también ellos luchan con las otras dos manos por no sucumbir a las lesiones que a algunos definitivamente destierran. 

Por encima del daño puntual, del síntoma incipiente, de la enfermedad declarada, ninguna verdad más palmaria que la evidencia de que la vida hiere y lastima. Junto a ella, la certeza de que sobrevivir a los golpes cotidianos, a los zarpazos ocasionales, incluso a la fatalidad y el infortunio severo, precisa de la necesaria curación de esas heridas, y de cada pequeño rasguño. No durará eternamente la milagrosa potencia sanadora del cuerpo. La del alma, tal vez tanto como perviva el asombro por la presencia de un mundo en nosotros cuyo cielo siempre ampara posibilidades azules. 

19 comentarios:

NoSurrender dijo...

Nos hacemos daño continuamente, desde luego. Vivir duele. Y cada vez que sufrimos un golpe nos parece más difícil levantarnos. La vida es degenerativa, sin duda, pero también nos presenta la posibilidad de resucitar de vez en cuando. Esa manera de sentir que, de alguna inesperada manera, hemos conseguido asimilar el veneno. No creo que las heridas nos hagan más fuertes, siempre duelen. Permanecemos débiles pero es hermoso comprobar que el alma se mueve y brotan nuevas emociones como soles. ¿Cuántas veces hemos compartido por aquí aquel verso de Rilke, “¿Quién habla de victorias? Sobreponerse es todo”?

Sólo somos tipos asustados preguntándonos qué se siente. Héroes rotos que lo intentan por última vez, comprobando que no hay sitio donde esconderse. Quizás algún día, no sé cuándo, encontremos ese lugar donde siempre hemos querido ir. Y caminaremos bajo el sol. Pero hasta entonces, doctora Antígona, los vagabundos como nosotros no podemos dejar de correr.

Besos, doctora Antígona!

El peletero dijo...

La comida, querida Antígona, se come cruda o cocinada, se puede hervir o guisar a fuego lento durante horas, meter en un horno o simplemente aliñarla con una salsa suave. Se puede ir al restaurante o comer en casa, ser vegetariano o no. Se pueden comer tortillas de patatas tradicionales o hacer como los cocineros modernos, deconstruirlas y servirlas en copas de champán donde los ingredientes están dispuestos en niveles y te los bebes más que comes como si fueras un arqueólogo que va desempolvando capas hasta llegar al mosaico romano o al hueso meñique de uno de los esclavos del Dominus de la casa.

Yo soy un hombre tradicional, pero me hago viejo y etéreo y prefiero, sin duda, esa gastronomía deconstruida que en el fondo me recuerda a mí y a mi circunstancia, teóricamente compacta, pero en estado de futura descomposición inminente, dentro, por así decir, de cuatro días. Acabo de comer con mi amigo E unos garbanzos y unos pies de cerdo con samfaina, me ha dicho que hoy, por primera vez en su vida, ha dejado de pagar un recibo de la hipoteca y que el otro día su mujer le pidió el divorcio, él le contestó que sí, que le parecía muy bien, pero que le pediría la mitad del patrimonio de ella, por suerte tienen los hijos mayores. Creo que su esposa se lo está pensando. No lo he visto preocupado, todo lo contrario, está alegre y contento y me ha parecido que levitaba un par de milímetros sobre el suelo, es buena señal. ¿No cree?

La vida es lo que tiene, o la deconstruyes o es de digestión difícil y pesada, porque la vida, sin atisbo de duda, te mata. O como usted misma dice: “no hay ninguna verdad más palmaria que la evidencia de que la vida hiere y lastima”. Por eso mi amigo E, que es abogado, empieza a aplicarse a sí mismo los consejos que da a sus clientes.

Lo que no sé es cómo deconstruir un beso.

Besos

TRoyaNa dijo...

Antígona,
....nunca me di tanta cuenta de la capacidad de recuperación del cuerpo que el pasado verano.
Haciendo una travesía de largo recorrido a pie,tuve ocasión de ver: magulladuras,dolores,rozaduras,bambollas....etc....y lo que en un día parecía insalvable,al día siguiente,en muchos casos,ofrecía un aspecto completamente renovado.No siempre era así,evidentemente,la cura de algunas lesiones requerían más tiempo(e incluso había personas que no interrumpían su camino con el proceso de curación en curso)...pero todo aquello y esos amaneceres con los que cierras el texto,con tantas posibilidades recónditas,daban pie a establecer muchos paralelismos con la propia vida.
Bsts



Marga dijo...

Siempre pensé que lo único que puede salvarnos es eso: la capacidad de asombro y entusiasmo.

Porque ya sabes lo que opino, la vida es zorra, muy zorra, jeje. Y hay que intentar que las heridas cierren y que las cicatrices como mucho escuezan cuando cambia el tiempo o el viento azota.

Eso en cuanto a los interiores del alma. Sin olvidar nunca que el cuerpo es traicionero y que como le conté una vez a alguien para hacerle reir, a pesar del sufrimiento que le provocaba el suyo: "Y qué puedes esperar de un diseño tan poco acertado, donde el parque de atracciones se encuentra al mismito lado del vertedero...".

Pues eso, nuestra fragilidad es mucha, en todos los sentidos. Pero aquí estamos y hacemos malabares para seguir aunque sea a golpe de sonrisas y batacazos. Lo que proceda.

Besos azules a rabiar!

Antígona dijo...

Nos hacemos daño y nos hacen daño, doctor Lagarto. No sé en qué medida tanto más nosotros y nuestras torpezas u oscuridades o las de los demás, pero el caso es que no hay forma de salir indemne de esta vida. Pronto empiezan a llover los golpes y ay de nosotros si no fuéramos capaces de levantarnos cuando nos tumban. La vida es degenerativa, sí, pero también regenerativa. ¿Resucitar de cuando en cuando? Yo diría que casi todos los días nos morimos unas cuantas veces y resucitamos otras tantas. Como si no fuera ya un duro golpe tener que levantarse temprano para ir a trabajar. Un golpe del que, sin embargo, no hay más remedio que reponerse cuanto antes.

Yo, sin embargo, sí creo que las heridas nos hacen más fuertes, por más que nunca dejen de doler. Quien está familiarizado con el dolor, y no hay nadie que no lo esté transcurridos unos cuantos años de existencia, sabe mejor a qué atenerse cuando éste se presenta de nuevo, sabe mejor de su carácter pasajero, de su posible relativización, de los mecanismos que pueden terminar por aliviarlo o hacerlo desaparecer. Otra cosa es que, frente a ciertos dolores familiares y, por tanto, más o menos domesticables y llevaderos, la vida siempre tenga la mala costumbre de regalarnos nuevos dolores que habremos de afrontar como por primera vez. Y tal vez ahí resida nuestra debilidad. Esa debilidad que hace de esta vida una continua batalla no por obtener la victoria, como decía sabiamente Rilke, sino por aprender a sobreponerse una y otra vez y no cejar en el empeño de hacerlo tantas veces como sea preciso. Que a la postre siempre son muchas.

Gracias por traer aquí esa canción de Springsteen que siempre me emociona escuchar. No dejaremos de correr, aunque sea llenos de vendas y con un par de muletas ;)

Un beso, doctor Lagarto!

Antígona dijo...

Estimado Peletero, yo que sufro desde hace años del sistema digestivo –uno de esos dolores familiares que se arrastran consigo y que más o menos se ha aprendido a sobrellevar sin perder la sonrisa– me decantaría por la comida cocinada antes que cruda –excepto las ensaladas–, antes hervida que guisada, antes al horno que con salsa, por suave que esta fuera. Y como la tortilla de patatas me sienta como un tiro, me pregunto si tal vez sí sería capaz de asimilarla deconstruida, algo que todavía no he tenido ocasión de probar pero que me gustaría hacer algún día.

En sus actuales circunstancias y en vistas a ese estado de descomposición inminente –¿no es sin embargo inminente para todos, si con la muerte no puede jugarse a cálculos probabilísticos y su posibilidad puede acaecernos a cualquiera en cualquier momento?–, no dudo de que se incline por la gastronomía deconstruida. Pero poco deconstruidos me parecen esos garbanzos y los pies de cerdo que se ha comido con su amigo E y que mi estómago no hubiera sido, ni de lejos, capaz de soportar. Así que, en ese sentido puramente gastronómico, lo veo menos próximo a la descomposición inminente que a mí misma :P

Quizá su amigo E parecía levitar porque no sólo se ha quitado un peso de encima, sino dos: la hipoteca y su mujer, ¿no le parece? Cualquier preocupación estaría entonces de más y plenamente justificados su contento y su alegría.

Lo peor no es que la vida mate, sino que lo haga lentamente y con indecibles sufrimientos desde que somos bien niños, aunque, por fortuna, casi ninguno eterno. No sé si el truco para sobrellevarlos pasa por la deconstrucción o por otras tácticas y estrategias –que diría Benedetti– que cada cual va inventando sobre la marcha. La cuestión es que hay que inventarlas.

Los besos, los prefiero sin deconstruir, si no le importa ;)

Besos compactos

Antígona dijo...

Querida Troyana, esa capacidad de regeneración que tiene el cuerpo es un portento y un milagro, aunque uno vaya notando con la edad que en la juventud era bastante más intensa que conforme pasan los años. Pero la cuestión es que nunca desaparece del todo, hasta que decide desaparecer definitivamente y cerrarnos el telón de esta función que es la vida.

Los paralelismos con lo que sucede en nuestras interioridades –ésas que tan difícilmente se dejan describir si no es por referencia al cuerpo– son para mí más que evidentes. ¿A cuántos tortazos, cuántas heridas, cuántas puñaladas traperas no hemos sobrevivido ya? Como digo en el post, a veces la propia memoria nos sorprende: recordamos lo mucho que hemos sufrido en según qué circunstancias, y uno no puede más que maravillarse de cómo ese dolor fue quedando atrás hasta regalarnos un presente en el que parece por completo olvidado. Hasta de aquellos dolores que creímos nos matarían hemos conseguido recuperarnos. Casi siempre –siempre hay desgraciadas excepciones– la potencia regeneradora del alma supera con creces a la de cuerpo, aunque la primera nos pase más desapercibida por moverse en el terreno de la invisibilidad y no dejar huellas tangibles como las cicatrices del cuerpo.

Un beso y un abrazo!

Antígona dijo...

Supongo que hay muchas cosas que pueden salvarnos, niña Marga, que de hecho nos salvan a diario: el asombro, el entusiasmo, la ilusión, un rayito de sol o hasta esas rutinas por las que uno se desliza como por unos rieles bien engrasados y que le empujan a aferrarse a la vida. Y tantas otras cosas, pequeñas y grandes, que nos impulsan a seguir adelante con alegría pese a las heridas, también pequeñas y grandes, que, a cada paso, la vida nos va infligiendo. La vida que es muy zorra, y tanto, y nosotros que andamos por ahí desnudos, con pocos escudos protectores eficaces, recibiendo tortazos de los que no queda más remedio que sobreponerse porque para qué vivir constantemente en medio del lamento o siempre anegados en llanto. No, incluso en contra de nuestra voluntad o sin contar con ella, algo en nosotros va cerrando esas heridas e intenta no recordarlas más que cuando es estrictamente necesario.

El cuerpo es traicionero y tienes toda la razón: está muy mal diseñado. El ejemplo que le pusiste a tu amigo lo ilustra a la perfección, jajajaja. Y además es muy caprichoso a la hora de enfermar y curar, aunque juraría que muchos de esos caprichos tienen que ver con los flujos del alma. Que siempre tendemos a verlos como dos entidades separadas pero no lo son, y cuando el alma se afloja no es extraño que el cuerpo se debilite, como no es extraño que repiscole y se llene de energía cuando el corazón está contento.

Malabares, en efecto, y piruetas, y volteretas y hasta caminar por la cuerda floja en busca del equilibrio. Lo que haga falta. Y que no nos falte quien nos eche un cable cuando, después de un buen batacazo, nos cueste ponernos en la boca otra vez la sonrisa.

Besos tirita!

Anónimo dijo...

Menos mal que tenemos el consuelo de poder plantarle cara (buena cara) al destino, y hacernos dueños de él. Aunque sea a golpe de sueños e ilusiones, que ya es mucho.

Y agarrarnos fuerte a esta puñetera montaña rusa para disfrutar de sus vaivenes, a pesar del mareo.(Buenísimo lo del parque de atracciones junto al vertedero XD)

¿Has visto la peli 'Carmina o revienta'? hay una escena que me gusta mucho, que acaba con la frase: "La vida es tan bonita... que parece de verdad". Qué buena.

Espero que anden bien tus asombros y tus circunstancias.

Un abrazo,

María.

Jota Martínez Galiana dijo...

Igual que no hay ayuda posible par quien no desea que le ayuden, no hay cura para quien no anhela curarse. Lo hemos visto infinidad de veces con abuelos que un día decidieron dejar de luchar por seguir vivos y se extinguieron, dejando tras de sí un rastro de desconcierto y sufrimiento, en cuestión de días o meses.
Ahora que escribo esto recuerdo La Balada del Narayama, que nos pusieron en clase de Ética en 3º de BUP. En aquella señora mayor sana como una manzana con un hijo de carácter débil que buscaba mil excusas para no cumplir con la tradición local de despeñar a los ancianos cuando se convierten, o podrían convertirse, en un estorbo que ya no aporta nada a la comunidad. La anciana como antítesis de ese instinto de supervivencia del ser humano que, como tan acertadamente expones, tiene su reflejo físico en la capacidad de regeneración de nuestros órganos y huesos y células tras la enfermedad y en la voluntad de sanación, propia y del prójimo, tan firmemente instalada en nuestra cultura. Una anciana sin achaques que llega a romperse los dientes con una piedra para demostrarle a su hijo que sí, que ha llegado el momento de dejarse de remilgos y cumplir con las costumbres ancestrales. El deseo de sanar y persistir en vida, tan humano como el amor y el odio, anulado por ritos sociales cuyo origen se pierde en la noche de los tiempos.
Enhorabuena una vez más por una lúcida entrada y, a pesar de los días grises poblados de feroces minotauros, let's keep on rockin!

Anónimo dijo...

Jota, esa película me encantó, mejor dicho me impactó.

Lo que cuentas sobre la anciana me hace recordar un poema de Arseni Tarkovski (el padre del cineasta):

"Miríadas de infusorios están detrás de mí,
miríadas de estrellas están enfrente.
Y yo, postrado a todo lo largo, entre ellas,
como el mar, que une dos costas lejanas,
como el puente que junta dos espacios infinitos"

A veces, sobre todo frente a tanta adversidad, podemos elegir sentirnos tan tan pequeños como para dejarnos llevar por la nada; o tan tan grandes e importantes como parte del infinito de fractales del que formamos parte.

Menos mal que el asombro y el milagro acaban rescatando al más pintado, y al más jodido... o eso quiero pensar, por la cuenta que me trae.

Saludos de nuevo a todos.

María.



El peletero dijo...

Mi amigo E, querida Antígona, no se ha quitado de encima ni la hipoteca ni a su mujer, solamente ha dejado de pagar un recibo que ha provocado las amenazas consabidas del banco, se teme lo peor si sigue sin pagar recibos.

Respecto a su mujer solamente la ha advertido que el divorcio provocará que él le pida la mitad del patrimonio de ella, él no tiene nada, aviso, que no amenaza, que la está haciendo dudar. Se teme también lo peor, que no pida el divorcio.

En relación a la capacidad regeneradora del cuerpo tiene usted toda la razón, la estoy viviendo a diario con una muy querida amiga. Mi padre, que hizo la guerra con la República de España, tuvo un día la mala ocurrencia de beber de una poza infectada que lo postró sumido en una fiebre muy alta. Su batallón se encontraba en retirada, tenían que seguir caminando toda la noche, huyendo, mi padre sabía que si se queda tirado en la cuneta moriría, pero que si lograba levantarse y caminar con sus compañeros tal vez lograría vivir. Así fue, toda la noche caminando apoyándose en su fusil, venciendo a la tentación de morir. Al día siguiente, al salir el sol, la fiebre había desaparecido, él estaba curado, todos se habían puesto a buen recaudo y estaban vivos.

Besos vivos.

Dona invisible dijo...

Hola, Antígona,
hablas de la capacidad del ser humano para la sanación, para la regeneración después de sufrir daños físicos y también psíquicos.
Quedan, sin embargo, las cicatrices, tanto en el cuerpo como (me resisto a decir "alma") en la mente.
Pero me atrevo a decir (creo que entre líneas también lo dices tú) que las cicatrices psíquicas pueden ser irreversibles y que una herida profunda es posible que no se cure jamás.
Pienso en las víctimas de abusos o en personas que han vivido un gran trauma, hasta qué punto llegan a recuperarse? También pienso en cómo olvidamos lo que no queremos recordar. No sé, no soy psicóloga ni psiquiatra, pero me imagino que el dolor sería insoportable.
¿Y qué les pasa a las personas que pierden toda esperanza y deciden acabar con su vida? ¿Dónde está ahí nuestro supuesto espíritu de supervivencia?
En fin, preguntas que me he hecho muchas veces, pero que no logro encontrar con la respuesta.
Siempre nos haces pensar!
Un abrazo!

Antígona dijo...

Hola María, ¡qué alegría verte por aquí!

Tenemos el consuelo y también la pura necesidad. ¿De qué otro modo, si no, sobreviviríamos? O mejor dicho, ¿de qué otro modo, si no, nos merecería la pena vivir? Quien no opta por el suicidio y decide seguir vivo, de alguna manera u otra ha decidido plantarle cara al destino y hacerse dueño de él. Y en eso, tienes toda la razón, juegan un papel muy importante los sueños y las ilusiones. Vaya que sí.

Supongo que sin esos vaivenes nada sería lo mismo. Porque no hay forma de apreciar lo que es la alegría sin haber estado triste. Como no hay forma de apreciar lo que es sentirse ilusionado más que después de la desgana, el aburrimiento o la desesperación. Luz y oscuridad, día y noche. Son los contrastes los que nos llevan a disfrutar realmente de lo bueno que tiene esta vida, que desde luego no es todo.

No he visto la peli, últimamente ando demasiado atareada, pero quizá en algún momento.

Mis asombros y mis circunstancias tienen en estos tiempos demasiado en común, sobre todo para mal, que ando boquiabierta cada mañana con todo lo que está pasando en el mundo en general y en concreto en este dichoso país, y sufriendo en carne propia las consecuencias del austericidio. Pero sigo disponiendo de resquicios por los que respirar, así que mejor no me quejo ;)

Un fuerte abrazo, María!

Antígona dijo...

Así es, Jota. Y es que, aunque no lo diga expresamente en el post, tampoco las posibilidades de curación del alma son ilimitadas. Dependen en buena medida de nuestras ganas de vivir. Y el por qué se terminan en algunos casos en ciertos momentos inesperados, quizá sea algo aún más misterioso de lo que sucede con nuestros cuerpos, condenados igualmente de antemano a la extinción.

Nunca vi esa peli, pero me parece muy interesante lo que cuentas de ella. Sobre todo por el contraste que el planteamiento de la cuestión de la muerte tendría en ella, según expones, en relación con el de nuestra cultura occidental. Una cultura que, quizá por sus raíces cristianas, siempre ha estigmatizado tanto el suicidio como la pérdida del deseo de vivir o cualquier acto que atente contra la vida en su dimensión más biológica e incluso cuando ésta persiste en condiciones por completo precarias o inhabitables. Supongo que ese cristianismo que se ha filtrado por todas las dimensiones de nuestra cultura nos hace vivir bajo el imperativo -y desde el supuesto de que nos somos dueños de nuestros destinos, dado que éste pertenecería en última instancia al hipotético creador- de que la vida es siempre un bien y es preciso preservarla a toda costa. De ahí que temas como el aborto o la eutanasia sigan siendo temas tan polémicos y controvertidos. Una visión que se encuentra a años luz de la de la cultura a la que pertenece esa anciana, que ha asumido que la vida no tiene por qué tener un límite natural, sino más bien un límite que responde a intereses comunitarios.

Let’s keep on rocking! Que, sobre todo con la que está cayendo, es un lema que hace falta repetirse de vez en cuando.

Un beso!

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Qué hermosas palabras, María. Gracias por traerlas aquí.

Nunca es fácil lidiar con la adversidad, sea ésta de la índole que sea. A veces las adversidades más nimias y tontas nos pillan sintiéndonos tan pequeños que hasta una gota de agua nos desborda. Pero, por fortuna, también hay veces en que somos capaces de soltar un “pues esto no va a poder conmigo, ¡qué carajo!”, y nos crecemos frente a golpes mucho más duros.

¿Por qué? Quizá haya mucho de milagro –o de algo que sólo somos capaces de llamar así– cuando es esto último lo que sucede. Por desgracia, el rescate no siempre ocurre. Pero confiemos en que quererlo sea la condición de posibilidad de que, antes o después, acabe por sobrevenirnos.

Besos!

Antígona dijo...

Vaya por dios, estimado Peletero, lamento que las circunstancias de su amigo sean bastante peores de lo que había imaginado. Ahora entiendo mejor su primer comentario, y el mérito que entonces tiene que su amigo, el día de su cita, estuviera contento y fuera además capaz de transmitir esa sensación de ligereza y alegría pese a la situación que tiene que afrontar. Espero que esa alegría le dure y siga tratando, como se suele decir, de poner al mal tiempo buena cara.

Se me ha puesto la piel de gallina al leer la historia de su padre. Supongo que porque viene a confirmar lo que le decía más arriba a Marga: que la posibilidad de curación del cuerpo tiene mucho que ver con nuestra voluntad de seguir adelante y no ceder a la tentación de abandonarnos o sucumbir a la enfermedad. Igual que planteaba Jota sobre gente mayor que en un momento dado tira anímicamente la toalla y mueren a los pocos meses, también lo contrario sucede a menudo: que las ganas de vivir son capaces de curarnos de cualquier mal o de prolongar la vida de un cuerpo que parecía destinado a extinguirse en poco tiempo.

Besos coleando!

Antígona dijo...

Tienes toda la razón, Dona: ni todas las heridas curan, ni todas las cicatrices dejan de doler con el paso del tiempo, ni todo el mundo llega a recobrarse por completo de ciertos traumas. También hay, como dices, personas que pierden toda esperanza y a las que ciertos golpes o ciertas adversidades les conducen a la tumba después de un espinoso camino de sufrimientos, bien porque decidan poner fin a su vida o porque pierdan toda ilusión y vayan agonizando lentamente.

En el post, este atroz sucumbir a los golpes del destino o, sencillamente, a la pérdida de ilusión por vivir está sólo sugerido porque quería ahondar más en la cuestión de la curación, de nuestra milagrosa capacidad para sobrevivir a tantos contratiempos y a tantos tortazos como nos llevamos a lo largo de nuestras vidas. Supongo que porque creo que ésta es la que predomina, o la que necesariamente predomina hasta que algo en nosotros decide, finalmente, ceder terreno a la muerte. Hablas de víctimas de abusos, de personas que han vivido un gran trauma. También de cicatrices psíquicas irreversibles y de heridas que no curan. Para mí, mientras siguen vivos, quienes han sido víctimas de ellos han optado claramente, si no por la curación total si ésta no es posible, sí por luchar por algo cercano a ella, esto es, por convivir con esos traumas y esas heridas tratando de agarrarse al lado más soleado de la vida y de no dejarse derrotar por el dolor y el daño que les han hecho y llevan consigo.

Lo que quería decir en el post es que, incluso en el caso de esas personas que arrastran heridas incurables, su potencia regeneradora sigue viva: también ellas deben enfrentarse con disgustos cotidianos que superar, con frustraciones y contratiempos a los que sobreponerse. Mientras sean capaces de hacerlo, de sonreír después de esos golpes que a todos nos hunden de cuando en cuando, es que son capaces de curarse aun cuando otras heridas carezcan para ellos de cura.

Tengo la impresión de que, para nosotros y nuestra humana complejidad, ni hay victorias definitivas ni tampoco derrotas, salvo la final de la muerte. Y mientras ésta no haya llegado o no hayamos decidido abrirle la puerta, estar vivos y albergar aún cierta alegría o cierta disposición a ella es ya el signo de haber optado por seguir batallando por victorias puntuales y siempre provisionales. Son muchas las historias que revelan cómo los humanos podemos sobreponernos, casi milagrosamente, a golpes que, desde fuera, parece que tendrían que acabar sin remedio con nuestra voluntad de estar vivos.

Un gran beso!

Antígona dijo...

Por cierto, Dona, sobre este tema de las heridas y su posible -o no- curación hay un cuento de Kafka que figura entre mis favoritos. Se llama "Un médico rural". Te lo recomiendo vivamente. Hace mucho escribí algo a partir de él. Te dejo también el enlace, pero, obviamente, el cuento es lo que merece ser leído.

http://lacoleradeaquiles.blogspot.com.es/2008/05/sueo-kafkiano-con-herida-en-el-costado.html

Más besos!

Dona invisible dijo...

Gracias por la recomendación, Antígona, voy a leerlo a la de ya!
:-) Feliz domingo!