Entre tantas de esas cosas cuya existencia y definición al uso solemos dar por sentadas sin preguntarnos por su carácter problemático, se encuentra para mí una que desde bien joven ha llamado poderosamente mi atención: la enfermedad mental. Pues si por lo común pensamos la enfermedad en términos del fallo de los órganos, de la disfunción de los aparatos que componen la maquinaria de nuestro cuerpo, del desajuste o desgaste de las piezas que configuran sus complicados engranajes, ¿cómo puede enfermar de la misma manera esa realidad etérea pero de la que todo depende, carente de toda dimensión física y espacial, desprovista de toda suerte de elementos aislados que articularan su estructura, que llamamos nuestra mente? Y si cotidianamente hablamos de nuestro cuerpo, o del hecho de que tenemos un cuerpo cuya posesión atribuimos al yo con el que nos identificamos como si de dos instancias hasta cierto punto separadas y separables se tratara –mi yo que tiene un cuerpo–, parece comprensible que ese cuerpo mío pueda enfermar –por eso me duele el estómago y mi yo reconoce su dolor–, pero en absoluto resulta evidente que ese yo que soy y con el que me solapo plenamente –¿acaso puedo alguna vez dejarlo de lado?– sea capaz de sufrir alguna suerte de patología similar a las de mi órganos corporales.
Entenderéis entonces que me fascinara en su momento y me siga fascinando el documental "Uno por ciento esquizofrenia", dirigido en 2006 por Ione Hernández y Julio Medem. La esquizofrenia es la reina y clave de las enfermedades mentales, la que aglutina prácticamente todos y cada uno de los síntomas que sirven para tipificar el resto de patologías de la mente, y todavía a día de hoy, el gran enigma de la psiquiatría y la psicología. De ahí que, para intentar comprender algo de esta enfermedad, sea preciso contemplarla desde la multiplicidad de aspectos que abarca: sólo su consideración conjunta permitirá una mínima aproximación a la singular experiencia de quien ha sido diagnosticado de esquizofrenia. Esta mirada caleidoscópica es la que nos propone este interesantísimo documental. Pero también una mirada profundamente humana y profundamente conmovedora en su humanidad, dado que sus principales protagonistas son los enfermos y el relato de sus vivencias, intercalado, por un lado, con el de familiares de otras personas aquejadas de esta misma enfermedad que luchan por sus derechos, y por otro, con el de toda una serie de psicólogos y psiquiatras que nos ofrecen una visión nada homogénea de lo que es o podría ser la esquizofrenia.
La controversia existente dentro de la propia medicina en torno al horizonte de interpretación de esta enfermedad –y, en principio, de cualquier enfermedad mental– se nos presenta abiertamente desde sus primeras secuencias. Frente a los psiquiatras que, revestidos de la autoridad de su bata blanca, aseguran el origen claramente orgánico de esta enfermedad y, por tanto, el éxito de su tratamiento con psicofármacos, se encuentran aquellos otros que subrayan el notorio desconocimiento médico y psicológico de su naturaleza. Frente a los que hablan de anormalidades en la estructura cerebral heredadas genéticamente, quizá todavía no identificadas pero identificables con el paso del tiempo, están los que destacan que no puede ser casual que la esquizofrenia aparezca prioritariamente en ambientes de pobreza, marginalidad y vidas de condiciones adversas. Que los enfermos suelen proceder de familias donde imperan mecanismos de comunicación altamente desquiciantes, como el llamado doble vínculo o doble mensaje, consistente en la emisión, explícita o implícita, de órdenes contradictorias que dejan sin salida de actuación satisfactoria –mal si andas, mal si no andas– a quien las recibe. O que en la raíz de esta patología anida una experiencia de intensísima angustia que fuerza al sujeto a escapar de ella rompiendo con la realidad que le rodea.
Buena parte de las narraciones de las personas diagnosticadas de esquizofrenia avalarán la interpretación según la cual el esquizofrénico no nace, sino que se hace. Pese a su carácter fragmentario, tienden a revelar infancias infernales –nuestra etapa de mayor indefensión– marcadas por la orfandad o los abusos sexuales, por la tiranía de progenitores ajenos a las necesidades de sus hijos, o demasiado ignorantes o ahogados por la precariedad como para preocuparse por algo más que ponerles un plato delante. Pero el documental también ahonda en el modo en que la propia emergencia de la enfermedad alimenta una angustia que es a su vez causa de su creciente morbilidad. El esquizofrénico no sólo se siente por completo aislado del resto del mundo en sus delirios, en su visión distorsionada de las cosas, en el yo que se le quiebra y rehúye ese control que todos creemos poder ejercer sobre nosotros mismos. Sobre ese aislamiento se instala a su vez el que brota del miedo que le produce la conciencia, más o difusa, más o menos clarividente, de esa quiebra en el núcleo mismo de su ser y de su incapacidad para frenarla o manejarla. Y sobre ése, el del miedo a hacer daño a sus seres queridos –a pesar de que, en contra de la creencia popular ampliamente extendida, las estadísticas muestran que los esquizofrénicos son menos agresivos que los sujetos “sanos”– cuando las crisis les alejan de ellos mismos y se sienten dominados por una voluntad extraña o desasistidos de eso que llamarían “su” voluntad. Y sobre ése último aislamiento, aún se superpone el que procede del rechazo social: nadie mira sin prevención o sin el temor de hallarse ante un individuo peligroso a aquel que ha recibido el estigma que supone la etiqueta de esta grave enfermedad.
La esquizofrenia parece condenada a nutrirse a sí misma y, en una suerte de espiral diabólica, a recrudecerse a consecuencia de todo aquello que trae consigo. Tratamiento psiquiátrico incluido, como denuncia este documental sin cargar en exceso las tintas, pero poniendo ante nuestros ojos las deficiencias de un sistema sanitario y un paradigma médico que, indudablemente con las mejores intenciones, antes sirve para agravar la enfermedad que para curarla. Cuentan algunos de los psiquiatras que, tras acabar a raíz de uno de sus “brotes” internados en un psiquiátrico, donde el único tratamiento que reciben suele limitarse a fuertes dosis de psicofármacos y prácticamente nula atención psicoterapéutica, los enfermos lo abandonan en un estado mental estructuralmente más deteriorado que el que tenían antes de entrar, dada la vivencia traumática y desoladora que han sufrido. Cuentan algunos enfermos que la sanidad pública tan sólo les ofrece citas con el psiquiatra de veinte minutos cada tres meses, que apenas alcanzan para que éste les pregunte cómo les sienta la medicación. Una medicación cuyos múltiples e invalidantes efectos secundarios, que por lo general se ocultan al esquizofrénico para que siga tomando los fármacos –entre ellos, la imposibilidad de una vivencia mínimamente satisfactoria de su sexualidad–, lo enclaustran en un estado físico y anímico que ya en sí mismo sería percibido por cualquier persona sana como un estado patológico, muy lejano al bienestar sobre el que ciframos la posibilidad de una vida que transcurriera por los cauces de la normalidad. No puede sorprender entonces que tantos sujetos diagnosticados de esquizofrenia, incapaces de soportar el enorme sufrimiento que arrastran, decidan un buen día terminar con él poniendo fin violentamente a sus vidas.
Son los propios enfermos los que, frente a esta regresión de la psiquiatría a sus métodos más tradicionales –en gran medida motivada por las subvenciones que la investigación en psicofármacos recibe de la industria farmacológica, inexistentes cuando se trata de investigar otras formas de terapia–, reclaman un tratamiento más humano. Ser escuchados por otros. Ser atendidos por alguien que les invite a hablar y que hable con ellos. Saben perfectamente que los tratamientos que reciben obedecen al hecho de que es más fácil recetar unas cuantas pastillas que invertir tiempo en averiguar qué les ocurre y qué sienten. Por eso el documental también nos habla de terapias de expresión simbólica de los conflictos subyacentes a la esquizofrenia a través del arte. Del poder curativo del teatro en uno de los enfermos. De la necesidad de que se inviertan más recursos en equipos humanos –el factor fundamental para la potencial curación de cualquier enfermedad mental– que ayuden a los esquizofrénicos a recobrar la propiedad perdida de sus vidas. Porque en eso consiste, básicamente, la esquizofrenia, según afirma uno de los psiquiatras: en la pérdida del sentido de propiedad de la propia vida.
Hace tiempo que la Organización Mundial de la Salud ha advertido del probable aumento de la incidencia de la esquizofrenia en las sociedades avanzadas debido al incremento de los factores adversos que la provocan. Da así a entender que vivimos en sociedades cada vez más alienantes que no pueden dejar de generar sujetos alienados en el sentido más estricto de la palabra. Y que allí donde se habla de enfermedad mental, se habla en esencia de personas especialmente vulnerables a esos factores adversos y alienantes presentes en las sociedades humanas. Y es que tal vez a la mente no le sea dado enfermar de la misma forma que al cuerpo. Pero sí parece poder romperse como un hueso frágil cuando choca una y otra vez contra una realidad que la agrede y castiga sin motivo. Quizá en esa ruptura no se esconda más que un mecanismo de huida, evidentemente fallido, pero inevitable en el momento en que el sufrimiento del yo alcanza cotas insostenibles. O un intento desesperado por recomponer, en la propia mente enajenada del mundo, los fragmentos inconexos del sentido que éste se muestra incapaz de ofrecerle.
21 comentarios:
Las enfermedad mental pone sobre el tapete, como ninguna otra, la enfermedad de la sociedad que habitamos, los tics que hacen de ella un sitio inhabitable para muchos. Al margen de patologías cerebrales en las que difícilmente podría entrar yo, por puro desconocimiento, soy de la idea de que en un ambiente menos hostil podríamos desarrollarnos mejor como personas y por tanto ser menos susceptibles de padecerlas.
Por otro lado, y por lo que he comprobado, el conocimiento neurológico está en pañales y difícilmente puede dar respuestas en este momento. Y esto no es culpa de la sociedad, lo admito, sino de nuestras limitaciones que esperemos que con el tiempo se vayan solucionando gracias a la investigación. Hace tiempo que descubrí que en el campo del cerebro todo son palos de ciego. No os podéis imaginar hasta qué punto. Todo es ensayo- error y quien marca las patalogías suelen ser las estadísticas, tal cual. Sé de lo que hablo por mi sobri, que aunque no padezca un trastorno mental como los conocemos, sí que su retraso madurativo tiene que ver con el funcionamiento del cerebro, que para el caso es lo mismo. Un tema complejo como pocos y con una investigación muy limitada con los medios de los que disponemos actualmente.
Así que tenemos por un lado un sociedad que propicia la enfermedad y por otro unos conocimientos insuficientes, casi nulos de momento… qué podemos esperar pues sino parches? Y suelen ser los mismos parches de siempre: aquellos que buscan la integración del enfermo sin tener en cuenta al enfermo, sólo a la sociedad. El enfermo nunca cuenta. Vaya, si tienes la suerte de tener medios tal vez no sea del todo así pero en cualquier caso siempre se tratará de adaptarle a capón a lo que resulte más cómodo o más económico o sencillamente a la última teoria en liza. Sin olvidar intereses farmacéuticos que de esos hay un rato largo y bastante vergonzosos.
Pobre de ti si te sobresale un pie o una oreja del cuadro a pintar. Llegados a este punto me gustaría que alguien me señalara al enfermo, sin género de dudas.
Y la esquizofrenia, como todas las patologías que requieren de atención primordial, están abandonadas de la mano de dios. Desde los 80 que se decidió cerrar aquellos horribles manicomios con la excusa de que eran inhumanos (y lo eran) pero con la consecuencia del desamparo más absoluto a ellos y sus familias. Y digo yo, dónde el término medio? Dónde la situación ideal para el enfermo y los suyos? Otro tic: la indiferencia y la crueldad que supone esta.
La conclusión es que la salud mental tiene poco de salud y mucho menos de mental. Y una de los pocos avances que se habían hecho sobre el tema, la Ley de Dependencia, se ha ido al garete. Una Ley imprescindible como pocas en una sociedad mínimamente avanzada que tiene el deber de proteger a sus ciudadanos. Pero en fin, ya sabemos cómo está el tema: de ciudadanos hemos pasado a ser usuarios y de ahí a clientes. Pues igual los pacientes, ya no son tal, ya no existen.
Por no hablar de exclusión y “racismos” varios, que sería un tema igual de extenso o más.
Menudo temita, Antígona!!! Jajajaja. Me apasiona eso sí, ays. Porque demuestra como pocos todas nuestras fallas, sociales y personales. Esas también.
Besote con capirote y del revés!!
La investigación mental, querida Antígona, y la comprensión de las funciones cerebrales a penas empiezan a desarrollarse. Su origen data del siglo XIX y en buena parte se encuentra todavía en mantillas.
Mario Bunge, el filósofo y físico argentino que trabaja en Canadá, enumera cuatro causas en su “Seudociencia e ideología”, las cito a continuación:
“Primera: el problema es difícil.
Segunda: si se acepta solamente los datos de la experiencia subjetiva no se hace ciencia; pero si se los elimina por completo sólo se hace conductismo, que es protocientífico.
Tercera: la teología y la religión siempre han reclamado para sí el privilegio de ocuparse del estudio y cura de almas respectivamente, oponiéndose vigorosamente al enfoque secular y, en particular, científico del problema de la mente.
Cuarta: la filosofía idealista ha seguido el ejemplo de la teología y a menudo la ha ayudado, al sostener que el alma es inmaterial y por ello inaccesible al método científico.”
Por mi parte solamente añadiré, siguiendo la estela de la causa cuarta, que hay también otra clase de filosofía idealista que sostiene, debido a una mala digestión de conocimientos científicos mal aprendidos, que la inmaterial es la propia realidad.
En fin, una cuestión apasionante y la entrada a otro cosmos tan vasto como el que vemos a través de nuestros telescopios.
Besos materiales.
Hola, Antígona.
No conocía este documental, pero, desde luego, intentaré verlo. La fragilidad de la mente humana es incuestionable y es evidente que, en estas sociedades hostiles e inhumanas que hemos creado y en el actual contexto de agobio e incertidumbre que nos han impuesto, los riesgos que corre de quebrarse aumentan exponencialmente. Aunque creo que sí existen en muchos casos ciertos condicionamientos genéticos, es indudable que un entorno asfixiante o una excesiva presión en momentos fundamentales del desarrollo del yo son igualmente determinantes.
Las soluciones farmacológicas, o exclusivamente farmacológicas, responden, como bien indicas, a intereses económicos de los fabricantes y a, por pereza o connivencia, la complicidad de muchos psiquiatras con dicha corriente dominante. Pero esto siempre ha sido así. Dentro de unas décadas los veremos renegar de aquellos fármacos que una vez nos vendieron como milagrosos y les hicieron ricos y que ahora ellos mismos satanizan y muestran como culpables, como si el verdugo jubilado cargara las tintas contra su hacha desgastada por los cientos de cabezas cercenadas. Lo hicieron con la cocaína, la heroína y los barbitúricos y lo harán con el litio y otras sustancias de efectos devastadores sobre la psique. No hay más que releer ciertos pasajes de la clarividente "Historia general de las drogas" de Escohotado para ser consciente de los mecanismos que manejan el cotarro.
Arrimando el ascua a mi sardina, es decir, al cine, te recomiendo el documental Tarnation, donde un joven cineastra traza un retrato tan tierno como brutal de su madre esquizofrénica.
Por cierto, la película de François Ozon que mencionabas no es Lo que queda del día (esta es de James Ivory, adaptación de la novela homónima de Kazuo Ishiguiro) sino Le temps qui reste (El tiempo que queda). No la he visto, pero tratándose de dicho director, seguro que ofrece una visión del enfrentamiento a la propia muerte diferente e interesante.
Tienes razón cuando dices que la maternidad o paternidad cambia a mucha gente a peor, pero creo que se debe a que todos asumimos ciertos roles autoimpuestos o impuestos por el entorno, muchas veces inconscientemente. Yo, a veces, también caigo como padre en ciertos comportamientos o actitudes que, a poco que reflexiono, me parecen censurables, e intento corregirlos, pero no siempre es fácil. Como en todo, la clave está en estar atento y no bajar la guardia ante los demás ni, sobre todo, ante uno mismo, porque muchas veces hacemos propias las memeces de los otros porque nos las repetimos con nuestra propia voz.
Pero lo que sí he observado es que muchos padres encuentran en sus hijos la justificación perfecta de su indolencia, mediocridad y amor por los paraísos terrenales de la pequeñez burguesa. Eso sí que me parece imperdonable.
No soy ningún experto en estos temas, pero supongo que ese “yo” también se mueve por leyes bioquímicas y físicas, independientemente de que éstas sean la causa o la consecuencia, el hecho o el reflejo. De hecho, me pareció muy interesante un libro de Adela Cortina que hablaba incluso de “neuroética” (del que hemos hablado alguna vez en esta página), que si bien analizaba con mucho escepticismo la capacidad de la técnica científica de comprender estas cosas, no dejaba de poner algunos ejemplos concretos en los que esa manipulación bioquímica conseguía alterar el yo y todas las percepciones que éste tiene de su cuerpo, ¿y no son las drogas psicotrópicas algo que también va en esta línea? Lo que intento decir es que puede haber casos donde sí se pueda afirmar con la tecnología suficiente que hay algo que va mal bioquímicamente, y que se podría arreglar para que los procesos de identificación del yo consigo mismo sean más “acordes” con su naturaleza humana generalizada y se reduzca el dolor, independientemente de si su origen es genético o social.
De alguna manera, sabemos que nuestro sistema emocional está capacitado para actuar sobre sí mismo bioquímicamente en los neurotransmisores, inhibiendo o facilitando la recaptación de la serotonina. Pero también sabemos que el acto de la risa forzada, por ejemplo, provoca la misma reacción que toda esa complicada medicación (en casos no graves, por supuesto). Quiero decir, debe haber algún mínimo común denominador entre la psiquiatría y la antipsiquatría en que se puedan plantear cosas positivas para el enfermo, ¿no? No sé si he conseguido explicarme bien. Este tema me impresiona mucho y me aterra, porque la línea es demasiado frágil.
Un beso, doctora Antígona!
Antígona,
desgraciadamente la enfermedad mental a nivel de recursos se encuentra completamente en el aire,tal cual comentaba Marga,se ha pasado de un extremo a otro,dejando a la familia al único amparo de su suerte.
La atención ambulatoria,la medicación me parece insuficiente por no ahondar en los efectos secundarios de la medicación en los pacientes.
Tuve un caso muy cercano de un amigo,y durante años tuve que asistir a la progresiva desaparición de la persona que yo conocí.Es muy doloroso para todos,primero para la persona afectada y después para su entorno más próximo.
En mi opinión,la medicación por sí misma,no cura,más bien su abuso,favorece una involución de difícil retorno.Hace falta ofrecer al paciente psicoterapia,redes sociales de apoyo y por supuesto,acompañar a la familia en un proceso que es muy complicado y muy difícil de vivir y sobrellevar.
Hoy en día,tal y como están las cosas,el panorama no es muy prometedor,pero en esta lucha para que el sistema público no termine siendo un recuerdo,debe haber una respuesta para los sectores sociales más frágiles y vulnerables,entre los que se encuentran las personas que sufren trastornos mentales.
El documental lo anoto,a Medem siempre le he seguido la pista.
Bsts y abrazos!
Hola, Antígona,
Siempre me ha fascinado y a la vez me ha dado miedo la enfermedad mental. El típico miedo a lo desconocido: ¿cómo interpretan la realidad estas personas? ¿cuáles son sus códigos? ¿cuáles son los motivos del origen de estas enfermedades?
Veo que para ti el contexto sigue siendo fundamental a la hora de fomentarse el desarrollo de la esquizofrenia, por ej.
Debo decir que he observado que en Viena hay muchísima gente que sufre estas enfermedades: las ves en el metro, en las estaciones, por la calle hablando solas, totalmente aisladas de la sociedad. Supongo que la falta de socialización en esta cultura totalmente individualista no les ayuda nada.
Esto explica también tu última afirmación sobre los descubrimientos de la Organización Mundial de la Salud en relación a las sociedades avanzadas.
Es tan contradictorio: esas personas muchas veces son vistas como inútiles, como un lastre para la sociedad basada en la producción y, en cambio, los condicionantes que se generan provocan y fomentan estas enfermedades.
Veré el documental que nos recomiendas.
Un abrazo, guapa!
No puedo estar más de acuerdo contigo, niña Marga. En efecto, ninguno de los psicólogos más ambientalistas –“culturalistas”, ya sabes, el eterno debate entre lo natural y lo cultural, entre lo biológico y lo aprendido– niega en el documental que no puedan existir personas “cerebralmente” más vulnerables a estas patologías, igual que pueden nacer niños con los huesos más frágiles que los de otros. Pero lo que destacan es la gran incidencia de los ambientes desfavorables en el hecho de que esa plausible vulnerabilidad de base acabe desencadenando la enfermedad, frente a la posibilidad de que otros ambientes más propicios hubieran tal vez evitado su emergencia. Y si es un hecho para la propia psiquiatría que una situación de stress sostenida en el tiempo puede desembocar en una depresión, ¿por qué no habría de ocurrir algo semejante en el caso de otras patologías más graves?
Es cierto que el conocimiento neurológico está en pañales. Todas las cuestiones relativas a la llamada plasticidad del cerebro –que el cerebro cambia incluso en su estructura física según los aprendizajes que realizamos y las vivencias atravesamos, hasta el punto de que, pasado cierto tiempo, ni siquiera los cerebros de gemelos univitelinos serán idénticos– son tremendamente recientes en su descubrimiento y ni siquiera se conocen más que los rudimentos del modo en el que el cerebro va cambiando según las experiencias de los sujetos. Pero a veces parece existir, además, una gran desconexión entre el campo de la investigación y la práctica médica: hasta que no han transcurrido décadas de investigaciones y experimentos, la segunda no se modifica en función de la primera. Y me juego un brazo a que en el campo de la psiquiatría esa distancia entre uno y otro ámbito se agudiza aún más, teniendo en cuenta, como se denuncia en el documental, que la intervención psiquiátrica parece haber regresado a las prácticas anteriores a la tremenda crítica que supuso la anti-psiquiatría, sólo que con medicamentos un poco –sólo un poco– más refinados.
La cuestión de los medios económicos importa mucho, claro. Si te puedes pagar una buena terapia a manos de psicólogos y psiquiatras privados, estupendo para ti. Si no te los puedes pagar, tu tratamiento se reducirá al consumo de psicofármacos y a la más profunda soledad con tu enfermedad más allá de los cuidados, el cariño y el apoyo que tus familiares –si los tienes– puedan proporcionarte. Una situación terrible.
Hace eones acudí a un curso donde un psiquiatra contaba una experiencia que había tenido lugar en Madrid: un hospital en el que convivían médicos y enfermos mentales como una gran familia y en el que se proponían todo tipo de terapias no basadas en la medicación a no ser en situaciones verdaderamente extremas. El psiquiatra hablaba de la enorme mejoría que muchos de los enfermos habían mostrado en muy poco tiempo. Sin embargo, la experiencia terminó abruptamente: la correspondiente fuente pública dispensadora de dinero había cortado el suministro alegando excesivos costes. Parece claro que en esta sociedad no estamos dispuestos a pagar por la curación de los enfermos mentales, ni a pensar en los beneficios a largo plazo que podrían derivarse de una inversión de esta índole.
Quizá podría decirse que el grado de salud mental de una sociedad se refleja también en el modo en que atiende a sus enfermos mentales. Y si aplicamos este parámetro, la salud mental de nuestra sociedad –y probablemente de la gran mayoría de las sociedades occidentales– me temo que revela un estado de enorme deterioro y precariedad.
El tema da para mucho, ¡y tanto! Por eso, si no lo has visto, no te pierdas este documental. Te apasionará, te conmoverá, y te indignará a partes iguales. Pero sobre todo te dará una visión bastante completa de a qué problema nos enfrentamos. No tanto con los enfermos, como con la comunidad médica que se ocupa de ellos.
Besos con sombrero de papel de periódico!
Así es, estimado Peletero, y a este paso, y con el desmantelamiento del Estado del Bienestar al que asistimos, los pocos avances que se han hecho en este terreno quedarán estancados por falta de financiación, o por estar la financiación exclusivamente en manos de las siempre sospechosas farmacéuticas.
De acuerdo con todo lo que plantea Mario Bunge. Pero creo que a tales razones se podrían añadir unas cuantas más de origen no tanto científico como social: la poca importancia que se da a los enfermos mentales, el silencio que suele reinar en torno a estas patologías, el prejuicio de “debilidad mental” que se atribuye al enfermo, y que parece en parte responsabilizarle de su enfermedad, cuando a nadie se le ocurriría aplicar el mismo criterio a, pongamos por caso, un enfermo de cáncer (salvo en el caso del cáncer de pulmón si eres fumador, claro). Quizá nos dan tanto miedo las patologías mentales y la pérdida de nosotros mismos que implican que no sea de extrañar la tendencia a mirar hacia otro lado y a hacer como si no existieran que muestran nuestras sociedades. Hoy por hoy resulta más fácil declararse públicamente enfermo de cáncer que enfermo mental. Los tabúes reinantes en torno a lo primero parecen haber desaparecido o estar desapareciendo, mientras siguen bien presentes en el caso de la patología mental.
Mmmm, no sé quiénes serán esos idealistas que piensan que la realidad es inmaterial. Lo que sí tengo claro es que la realidad de eso que llamamos mente lo es, aun cuando no pueda existir sin la realidad material del cerebro. Y ambas cosas son tan reales como el teclado de mi ordenador o el recuerdo en mi mente de este documental.
Besos sin idealismos, que no sin ideales.
Hola, Jota.
Estoy segura de que el documental te interesará tanto por el contenido como por el modo en que está hecho. Al menos a mí me atrapó desde el minuto uno, y obviamente su planteamiento y su factura, más allá del interés del tema, tiene que haber influido en ello.
Como le decía a Marga, en el documental no se niega la existencia de esos condicionantes genéticos o biológicos, aunque sí su importancia única a la hora de explicar el origen de esta patología, que es lo que suelen hacer algunos psiquiatras. Igual que hoy en día sabemos que una persona con predisposición genética a desarrollar un cáncer puede no llegar a desarrollarlo si no confluyen con tal predisposición ciertos factores ambientales, no creo que resulte tan disparatado pensar que lo mismo sucede con las enfermedades mentales. Como digo en el post, el relato de las infancias de los enfermos parece ser el mejor aval de la tesis del papel decisivo de las circunstancias adversas en la manifestación de la enfermedad.
Lo de las soluciones exclusivamente farmacológicas me parece lo más terrible del asunto. Pero tendrías que ver con qué convicción –y como si sólo ellos estuvieran cargados de razones, por el presunto aval científico de sus teorías– la defienden algunos psiquiatras, sin aludir a los graves efectos secundarios y a lo incapacitantes que pueden resultar en la vida del enfermo. Por otra parte, por lo que conozco, los psiquiatras salen de su etapa de formación con apenas formación psicoterapéutica, y sólo aquellos que se la procuran por su cuenta posteriormente logran tener una visión de la enfermedad que no la reduzca a causas puramente materiales. Y más allá de los intereses de las farmacéuticas –y de todo lo que revela Escohotado en ese magnífico tratado que citas–, supongo que en muchos psiquiatras impera también el prejuicio de que una vez se deja de hablar de neuronas, de neurotransmisores, o de estructuras cerebrales medibles y constatables, para aludir a experiencias adversas, siempre individuales, o al modo en que un sujeto es capaz de reaccionar frente a una realidad que le desborda, se está abandonando el terreno seguro de la ciencia y de ahí sus resistencias a acercarse a esa visión más integradora de esta enfermedad.
Gracias por la recomendación del documental, lo buscaré y lo veré.
En cuanto a la película de Ozon, jajaja, es verdad. Siempre que quiero hablar de ella me viene a la cabeza el título en francés, y cuando quiero traducirlo al castellano, se me cuela el título de la película de James Ivory, inolvidable por otra parte. Te la recomiendo vivamente si te gusta este director. Me conmovió como pocas, sobre todo las escenas finales, de una belleza, un lirismo y una capacidad de transmitir sensaciones que me dejó clavada en la butaca las dos veces que la vi en el cine y luego en el sofá de casa al volver a verla. ¡No te la puedes perder!
(sigo abajo)
Con respecto a la cuestión de la maternidad/paternidad, la única pareja a la que he conocido que no cambió para mal a raíz de ser padres tenía muy claro que no estaba dispuesta a asumir esos roles que tan frecuentemente se asocian al hecho de tener un hijo e incluso que debía resistirse a adoptarlos, con independencia de las críticas que pudieran caer sobre ellos por parte de sus familiares o de otras parejas amigas. Así que estoy totalmente de acuerdo contigo en que la clave depende de uno mismo, de estar atento a la influencia que sobre nosotros tiene lo que se hace en nuestro entorno o lo que se considera “normal” hacer, y no dejar que nos desvíe de lo que consideramos que debe ser una maternidad/paternidad compaginada con una vida propia o con un modelo distinto de vida al que la mayoría de la gente suele adoptar ante la aparición del primer hijo. Ante todo, si lo que uno pretende es, como bien señalas, evitar ese comportamiento indolente y mediocre que se justifica por la presencia del niño. También creo que mucha gente acepta gustosa que el rol de padre/madre anule cualquier otra faceta de su vida porque con él pretende tapar el vacío o el sinsentido que acusaba en ella antes de llegar a serlo. Algo que me parece no solamente nocivo para los padres, sino también para el niño, convertido entonces en fuente de sentido de la existencia de otros. Nadie puede salir indemne de una carga semejante.
Un beso!
A mí me gusta hablar, doctor Lagarto, de “correlatos”, es decir, de la correlación que necesariamente existe entre cualquier cosa que sucede a nivel mental y lo que sucede a nivel cerebral. Porque es obvio que algo sucede en mi cerebro cuando escucho música y ésta me emociona, o cuando me siento triste o cuando me enfado al escuchar las noticias. Lo estúpido, a mi entender, sería decir que mi enfado está “causado” por mi cerebro, y no por el modo en que las noticias que escucho inciden sobre mi mente y sobre mis estados de ánimo y, al mismo tiempo, sobre mi cerebro como sustrato físico de mi estado mental y anímico. Si no hay lo uno sin lo otro, creo que carece de todo sentido hablar de la relación entre ambos planos en términos de causas y efectos en lugar de apelar a la inevitable correlación que siempre existe entre ellos.
En este sentido, creo que el problema de cuando decimos que algo va mal bioquímicamente es no preguntarse por qué pueda estar pasando en la vida del sujeto para que el reflejo o el correlato físico sea ese desequilibrio bioquímico. Porque si se asume, por ejemplo, que la muerte de un ser querido hace descender brutamente los niveles de serotonina en el cerebro, ante una persona que padece una depresión –y cuyo síntoma bioquímico consistiría en ese mismo descenso de los niveles de serotonina– habría que preguntarse igualmente qué vivencia o conjunto de vivencias tienen por correlato ese síntoma bioquímico, en lugar de tender a pensar que el cerebro puede desequilibrarse por sí solo con independencia de lo que suceda en la vida de la persona poseedora de ese cerebro. Lo que ocurre es que en este segundo caso tal vez sea mucho más difícil averiguar –porque quizá sean remotas– qué vivencia o conjunto de vivencias y procesos mentales relacionadas con ellas han acabado por generar ese síntoma bioquímico, y a la psiquiatría le resulta más fácil recetar un antidepresivo que incremente los niveles de serotonina que plantear otro tipo de intervención. No estoy negando el papel positivo de este tipo de sustancias en algunos casos. Pero también creo que si las causas vitales que han generado la depresión persisten, la depresión volverá a presentarse una vez el sujeto deje de tomar la medicación. La medicación, por más que muchos psiquiatras se empeñen en lo contrario, no es la panacea, sino una ayuda más que debe acompañarse de otro tipo de medidas que incidan sobre los factores no-biológicos que han influido en el surgimiento de la enfermedad. Pero a veces la medicina parece ser víctima de su propia tradición dualista y separadora de cuerpo y mente, sin reparar en que la unidad de ambos es indisoluble, sobre todo en el caso de las llamadas enfermedades mentales.
Así que estoy de acuerdo con usted en lo que señala del denominador común entre psiquiatría y antipsiquiatría, y diría que ese denominador común se encuentra justamente en no perder de vista que todo lo que sucede en el plano cerebral tiene un correlato mental y viceversa. Sin embargo, después de haber visto el documental, tengo la impresión de que los psiquiatras o psicólogos que defienden antes la terapia que la medicación asumen con menos problemas la vertiente física o biológica de la enfermedad mental –y por eso no rechazan la medicación, siempre que se haga un uso adecuado de ella–, mientras que los que sólo se centran en esa vertiente física eluden por completo hablar de circunstancias vitales o ambientales causantes de la enfermedad.
El tema aterra, es cierto. Y quizá ese miedo sustente las posiciones férreamente genetistas o biologicistas: la creencia de que todo depende de un desequilibrio orgánico susceptible de ser restaurado con sustancias químicas suscita la impresión de tener bajo control la enfermedad mental. Y tranquiliza. Pero el miedo es mal consejero tanto de la ciencia como del saber en general.
Un beso, doctor Lagarto!
Querida Troyana, yo no he vivido de cerca ningún caso de enfermedad mental –más allá de mi propias locuras particulares :) –, pero puedo imaginarme perfectamente lo que cuentas, sobre todo después de haber escuchado los relatos de los enfermos de este documental, así como de los familiares de otros enfermos. Y me parece terrible lo que cuentas de la desaparición progresiva de la persona que habías conocido en tu amigo, supongo que tanto por el desarrollo de la enfermedad si ésta no estaba recibiendo el tratamiento adecuado como por los efectos aletargadores y totalmente desvitalizantes de los psicofármacos, capaces de destruir cualquier proyecto de vida mínimamente normal o la percepción de sí del enfermo como una persona válida y capaz de sustentar y llevar a cabo esa vida normal. Esto es a mi juicio lo que explica la involución de la que hablas: si la medicación te quita las alucionaciones pero te deja hecho una piltrafa, ¿cómo vas a poder recuperar un estado anímico de bienestar que te permita enfrentarte a la vida y a la realidad que te rodea? Por no hablar, por otra parte, de que la comunidad científica apenas se ha molestado en investigar los efectos a largo plazo de estas medicaciones que, en principio, son para toda la vida. Increíble, ¿no?
El panorama en este sentido es desolador. En tiempos de crisis los más desfavorecidos son siempre los colectivos más débiles. Aquí en Madrid ha saltado la noticia de que se han cerrado no sé cuantos centros de ayuda a drogodependientes, dejando en la estacada a cientos de personas que por fin estaban empezando a ver la luz al final del túnel de sus vidas. ¿Qué no sucederá entonces con los enfermos mentales, de los que nunca nada se oye y que parecen invisibles a ojos de la sociedad? ¿Qué consecuencias nefastas tendrán para ellos todos los recortes en investigación que se están produciendo? El problema es que las veremos demasiado tarde, y habiendo dejado a millares de víctimas por el camino.
No te pierdas el documental. Seguro que te interesará.
Un beso y un abrazo!
Hola, Dona! Yo creo que este tema da mucho miedo porque todos hemos atravesado algún momento de nuestras vidas en que nos hemos sentido cerca de perder la cabeza, o nos hemos visto atrapados por estados de ánimo asfixiantes y paralizantes que nos han dado auténtico pánico. Es decir, eso que llamamos enfermedad mental no está por completo desconectado de las vivencias del ser humano “sano”, con la diferencia de que en los “sanos” resultan pasajeras y en el enfermo se instalan con una fuerza ante la que el enfermo se encuentra por completo impotente. Tenemos miedo de nuestra propia locura porque, como bien se dice en el documental, implicaría una desposesión de nosotros mismos que nos arrebataría todo lo que somos y tenemos en ese ser que nos atribuimos. ¿Cómo no va a dar miedo algo tan terrible, por un lado, y tan incomprensible, por otro?
Lo que dices de Viena me ha recordado una de las experiencias más tristes que viví en Nueva York de muy jovencita: pasear un domingo por la mañana, temprano, por Wall Street y las calles adyacentes a la Bolsa, y descubrir la enorme cantidad de indigentes mentalmente desquiciados que aparecían en cada esquina, imperceptibles los días de diario por el apresurado correr de un lado a otro de cientos de ejecutivos. Y recuerdo que pensé algo parecido: esta sociedad hipercompetitiva e individualista deja auténticos muertos vivientes a su paso sin prestarles además la más mínima atención.
Quizá la contradicción que ves provenga de la percepción de que esta gente mentalmente más frágil jamás llegará a adaptarse a las condiciones laborales y vitales que exigen nuestras sociedades enloquecidas. Que en ellas sólo pueden sobrevivir y triunfar los más fuertes. ¿Para qué ocuparse entonces de su curación, si precisarían tal vez para ella una forma de vida distinta a la impuesta y percibida como única posible en los tiempos que corren? Mejor abandonarlos a su suerte, y taparlos lo mejor posible de la mirada indiscreta de los turistas.
Un gran beso!
No sé qué decirle, querida Antígona, mi experiencia con enfermos mentales siempre ha puesto en evidencia la imperiosa necesidad y bondad de la medicación. En este mismo momento tengo a una muy buena amiga internada en un hospital que perdió años de su vida con un psicoanalista que no hizo otra cosa que hacerle perder el tiempo y causándole un daño irreparable. Los enfermos no pueden esperar a que los sanos elaboren teorías ocurrentes y experimenten con ellos dando por supuesto ese tópico que usted menciona, la permanente sospecha sobre las farmacéuticas que alimenta la charlatanería y el sufrimiento de los enfermos. Suerte tenemos que existan, ellas y los medicamentos que producen.
Sobra literatura y falta mucha ciencia, no pseudociencia, con ella se deshacen entuertos y errores y la mente se convierte en algo tan real como lo que es: la función del cerebro igual que la digestión es la función del estómago.
Le podría citar de nuevo a mi admirado Bunge, pero me haría el pesado y no quiero dar lecciones a nadie.
Sobre esos idealistas hay una buena lista en el famoso libro de Alan Sokal “Imposturas intelectuales”.
Besos, una vez más, materiales.
Me sumo a los comentarios para recomendaros también el documental 'Tarnation'. Aunque algunos hayan tachado la cinta de exhibicionismo hortera de mal gusto, a mí me ha parecido sencillamente brutal. Y real. Gracias, Jota, por descubrírnoslo.
Fui pareja de un hijo de familia disfuncional, por culpa de la esquizofrenia o vaya uno a saber qué. También hubieron electroshoks de por medio, medicaciones del todo inhabilitantes y perjudiciales, falta de respuestas, sentido y coherencia por parte de los profesionales. Y, en definitiva, mucho dolor y desquicio del que era muy fácil contagiarse.
Por eso, por comodidad no solo de la sociedad en su conjunto sino de las familias, se aceptan esos parches farmacológicos de los que hablamos. Para las familias me temo que es cuestión de supervivencia muchas veces, pero otras no lo tengo tan claro.
Es más, creo que más allá de casos en los que hay claros ambientes disfuncionales y enfermos o condicionantes genéticos, la clave suele estar en esa indolencia o incompetencia de los padres que hablaba Jota. La mediocridad, la simplicidad, las frustraciones y el histerismo de las familias pueden hacer mucho daño. Sobre todo si van acompañadas de la falta de respeto, comprensión, implicación y amor.
Se de gente que tiene graves problemas de obsesiones o depresión provocados sencillamente por situaciones muy estresantes o traumas que los han acabado asfixiando, y que sus familiares ni siquiera conocen. Otros hacen cosas raras buscando llamar la atención, porque no les han enseñado ni dado la oportunidad de comunicar sus emociones o problemas.
Lo más peligroso es que, en un peligroso giro de histerismo de sus familiares, pueden ser empujados a cruzar para siempre la frágil línea de la cordura. Sobre todo si los atiborran a pastillas, y si los estigmatizan tan rotundamente.
Hace tiempo vi otro documental sobre la esquizofrenia que me gustó, “Una cierta verdad”. Por si quereis sumarlo.
Saludos a todos.
Estimado Peletero, disculpe que no le haya contestado antes, pero no había reparado en su nuevo comentario.
Puede que su experiencia le hable de las bondades y de la necesidad de la medicación, pero hay otra experiencia bastante más amplia, la de muchos enfermos y psiquiatras, que no dejan de denunciar sus defectos y, sobre todo, su abuso o uso exclusivo, que imagino, precisamente por su amplitud –y perdone el atrevimiento–, más fundamentada que la suya. Creo que ya lo he dicho en otros comentarios, pero vale la pena repetirlo: en el documental, los psiquiatras más críticos con la farmacología afirman NO estar en contra de la medicación. Supongo que por el hecho de que, como usted, le reconocen bondades y también necesidad en determinados casos y contextos. Sin embargo, al mismo tiempo, sus críticas son contundentes porque lo que denuncian es que, en el campo de la actual psiquiatría, suceden esas dos cosas que he mencionado que deberían corregirse: en primer lugar, no se usa la medicación, sino que se abusa de ella, y los testimonios acerca del número de fármacos que los enfermos consumen a diario es una buena aproximación a la medida de ese abuso; y, en segundo lugar, se recetan mayoritariamente sin aplicación de otras terapias –y supongo que ya sabe que, al margen del psicoanálisis, hay muchas otras- que ellos y los propios enfermos consideran necesarias para su recuperación.
Por otra parte, quienes tienden a experimentar con los enfermos hasta puntos insospechados son antes las empresas farmacológicas que los terapeutas. Quizá no sepa que todos los psicofármacos han empezado a comercializarse y recetarse sobre el mero apoyo de pruebas puramente experimentales y con absoluto desconocimiento de cómo actúan en el cerebro y cuáles pueden ser las consecuencias de su consumo a largo plazo. A día de hoy ese desconocimiento persiste en la mayoría de ellos, dado que el funcionamiento del cerebro sigue siendo el gran desconocido dentro del ámbito de la ciencia.
Decir que la mente es la función del cerebro implica, a mi juicio, permanecer preso de esa concepción causal de la que hablaba más arriba y cuya validez es preciso como mínimo poner en cuestión, dado que no constituye más que un supuesto carente de toda demostración empírica concluyente. Puede que la digestión sea la función del estómago, pero todos sabemos que esa función puede alterarse por causas por completo ajenas al propio estómago y que nada en la relación mente-cuerpo es tan sencillo como plantea la visión del cuerpo-máquina instalada en la ciencia moderna.
Le agradezco la recomendación del libro de Alan Sokal. Intentaré echarle un vistazo.
Besos con los labios, tan materiales como este teclado.
Hola Anónimo, muchas gracias por tu aportación. No dejaré pasar “Tarnation”, ya que te sumas a la recomendación de Jota.
Lo de los electroshocks es otro claro ejemplo de una práctica médica carente de todo sustrato científico sólido –se aplican sin saber qué hacen sobre el cerebro ni por qué de ellos se deriva una aparente mejoría del enfermo, que a la larga suele fracasar– que, a mi juicio, nos habla de la enorme precariedad de la psiquiatría y de su ir “dando palos de ciego” ante la urgencia de hallar solución a un problema de enormes consecuencias sociales, que a la postre, parece son las que realmente importan, con independencia del sufrimiento del enfermo.
Como bien dices, los parches farmacológicos son cómodos para todos los que rodean al enfermo –para el médico, que cree poder ayudarlo y desentenderse de él extendiendo una simple receta; para la familia, que se agarra desesperadamente a la idea de que la solución del problema del enfermo pasa por el simple acto de ingerir una pastilla– y quizá en ocasiones también para el enfermo mismo. Pero el problema es que su efectividad es muy limitada y la psiquiatría debería al menos ser honesta y reconocerlo, en lugar de pretender hacer creer a los afectados que las enfermedades mentales cuentan con un claro remedio para dejar que luego se enfrenten a la decepción y el fracaso.
Yo también creo, personalmente, que lo que se llaman enfermedades mentales son respuestas a situaciones vivenciales muy complejas en las que las familias juegan un papel crucial. Ante todo, porque son el núcleo en el que nos criamos y, durante los años de mayor vulnerabilidad de nuestras vidas, el referente más importante que tenemos para formar nuestra propia persona y para afrontar la realidad en medio de ese proceso, que nunca sucede sin la interacción con los otros. De ahí que, por ejemplo, la llamada “terapia sistémica” se base sobre la revisión de los aprendizajes que el sujeto ha hecho en el seno de su propia familia y sobre la imagen de sí que se ha forjado en función del lugar que en ella se le ha asignado, así como de las expectativas volcadas sobre él en esa compleja red de relaciones que nunca es la misma en dos familias distintas ni tampoco idéntica, por ejemplo, para los hermanos que la integran.
Pero todas estas terapias suelen suponer un arduo ejercicio de reconstrucción de la persona que ha entrado en conflicto consigo misma a consecuencia de esa formación disfuncional y causante de sufrimiento que llevan tiempo y requieren también de mucho trabajo y perspicacia por parte del psicoterapeuta. Y la medicina, tal y como se entiende en general en nuestra cultura, está muy lejos de querer atribuirse cualquier otra función que no se reduzca a la formulación de un diagnóstico y a la prescripción del fármaco correspondiente. Fármacos que, como señalas, en los casos de las enfermedades mentales pueden empujar antes al agravamiento del problema que a su resolución, sobre todo si se administran con cierta ligereza, con la mera voluntad de “tranquilizar” al enfermo –uno de los enfermos señala en el documental la paradoja de que, después de haberse intentado suicidar tomando un bote de tranxilium, lo primero que le recetaron durante su hospitalización fueron fuertes dosis de tranxilium- y sin investigación alguna de las causas que puedan hallarse detrás de su problema.
Buscaré también “Una cierta verdad”, el tema me interesa mucho.
Gracias de nuevo por tu comentario y un saludo.
Querida Antígona, es usted una persona que defiende sus puntos de vista con convicción y entusiasmo, usando siempre las mejores armas argumentales que cree más convenientes, y eso siempre es de agradecer.
Pero no haga juicios de valor sobre los conocimientos de cada uno imaginando que: “que imagino, precisamente por su amplitud –y perdone el atrevimiento –, más fundamentada que la suya”. No imagine nada, se lo ruego, se evitará muchas sorpresas y equivocarse demasiado, yo no lo hago, no imagino nada sobre usted, creo que es más elegante y más conveniente.
En relación a sus palabras le diré que en el mismo adjetivo “abuso” está la prueba, el juicio, la sentencia y la condena, no se debe abusar de nada, ni siquiera del agua, beber mucha también es perjudicial para la salud, dicen igualmente los médicos (por cierto, la palabra médico, en un nuevo hito de lo políticamente correcto, está siendo sustituida, cada vez más, por la palabra terapeuta). Y que si eso lo afirman: “los psiquiatras más críticos con la farmacología”, tiene el valor que tiene pues debería tenerse en cuenta los psiquiatras menos, o nada, críticos con la farmacología, que, según parece, son mayoría pues no tendría lógica que se abusara de algo siendo mayoría los críticos con el abuso de la farmacología.
La palabra “función” no tiene nada que ver con una simplista concepción causal.
Si las farmacéuticas no existieran, según mi modo de ver, habría que inventarlas.
Sí, ya sé que hay otras “terapias”, tantas como religiones, incluso, como parece que usted misma afirma: “–y supongo que ya sabe que, al margen del psicoanálisis, hay muchas otras- que ellos y los propios enfermos consideran necesarias para su recuperación”, a la carta, a gusto del consumidor.
La ciencia moderna, la verdaderamente moderna, lo que trata en este caso, y en otros, es la de desterrar las teorías mentalistas que descarnan la mente.
Estoy seguro que el libro de Sokal le gustará mucho.
Besos como siempre, sinceros.
Estimado Peletero, todos imaginamos cosas sobre todos. Cuestión aparte es que las revelemos en lo que decimos o no. Pero si prefiere que las cosas que yo imagino me las guarde para mí, así lo haré.
Y puestos a entrar en recomendaciones, yo también le recomendaría que, a la hora de rebatir los argumentos que exponen un conjunto de profesionales –de amplia experiencia con el tema– y una serie de personas que conocen de primera mano el asunto que se aborda –los enfermos–, no se remita a un único caso que, presuntamente, vendría a refutar tales argumentos. Más que nada porque, como usted ya sabe, las opiniones fundadas sobre la experiencia deben ser respaldadas por una experiencia sólida, y un único caso no la constituye de ninguna de las maneras.
Lo que afirman los psiquiatras más críticos con la psicofarmacología es NO estar en contra de la psicofarmacología. Esto es exactamente lo que yo decía en mi respuesta a su comentario. No que todos ellos hablen de abuso. Algunos hablan de abuso. Otros, sencillamente, de la insuficiencia de la psicofarmacología cuando se la considera como única forma de terapia. En algunos casos, se habla de abuso exactamente en este segundo sentido: se abusa de ella cuando se considera que el enfermo no requiere más cuidados que tomar unas cuantas –muchas– píldoras al día.
En el documental también aparecen, cómo no, psiquiatras no críticos con la farmacología. La mayoría a la que yo aludía son “la mayoría de psiquiatras que aparecen en el documental”, no la mayoría de psiquiatras en general. De ese tema no tengo estadísticas y por tanto no tengo ni idea de qué proporción de ellos son críticos con la farmacología y qué proporción no. Imagino –si se me permite– que podrían ser más en número los psiquiatras no críticos con la psicofarmacología. Pero esto me parece que obedecería, sencillamente, a que no abundan en este mundo las actitudes críticas con los discursos que se revisten de la autoridad de la ciencia, ni tan siquiera desde dentro de la propia ciencia.
Nadie ha puesto en cuestión aquí la existencia de las farmacéuticas ni de la farmacia, sino el afán de lucro que las mueve y el modo en que ese afán interfiere negativamente en no pocas ocasiones en la salud de las personas. Esa misma salud por la que se supone que las farmacéuticas tratan de velar, porque de lo contrario su existencia sí carecería de todo sentido.
No sé si hay tantas terapias como religiones, pero me sorprende su ironía con respecto a los enfermos que reclaman algo más que ingerir pastillas que les generan infinidad de desagradables efectos secundarios y que no les ayudan a superar su enfermedad.
Nadie ha hablado aquí tampoco de descarnar la mente, sino de entender de forma unitaria la relación cuerpo-mente.
Besos igualmente sinceros
No se enfade, querida Antígona, no quiero que se enoje conmigo. Pero ya sabe, otras veces lo he mencionado, que considero un error los juicios prematuros, de valor e imaginar cosas sobre otros que, al final, nunca se corresponden con la realidad.
Le diré la verdad: me llamo María, soy una jovencita de 25 años, ingeniera astronáutica y piloto de pruebas, mi anhelo es ser astronauta y poder viajar a Marte con mi novio. Lo malo es que a mi novio no lo veo yo muy predispuesto, quizás es que no me quiere suficiente o tanto como yo a él. Eso de la peletería es un invento.
La mención de mi experiencia particular era solamente un ejemplo retórico, no pretendía extraer de él consecuencias generales.
En cualquier caso, no me negará que el hecho cerebro-mente es el terreno perfecto para cometer errores al plasmar en él nuestros prejuicios, personales, morales, sociales y culturales, de todo tipo.
Besos telepáticos.
No se apure, estimado Peletero, que no me enfado. Pero sí creo que no es posible dejar de imaginar cosas sobre los demás que, es posible, las más de las veces nos hagan incurrir en error, pero en otras ocasiones no tanto.
En este espacio no somos más que lo que decimos y toda imaginación se proyecta sobre el único dato de las palabras de otros. No tenemos más datos, no tenemos más pistas. Así que yo sólo imagino a partir de sus palabras. Si éstas son engañosas, si le presentan bajo un disfraz que no se corresponde con la realidad de su persona, no me importa. Como le digo, usted es aquí quien escribe bajo el nombre de El Peletero y sobre la figura que trazan sus palabras imagino. Jamás se me ocurriría afirmar que eso que imagino retrata su persona. Hasta podría ser usted una máquina inteligente haciéndose pasar por humano. Nunca descarto esa posibilidad :P
Le doy la razón en que el problema cerebro-mente es un terreno abonado para el error. Pero tanto por querer descarnar a la mente como por pretender desmentalizar a la masa tangible y cortable en pedacitos que es el cerebro. Como le decía, creo que es preciso atender a su unidad, a su correlación. Cosa que no suelen hacer los psiquiatras que excluyen cualquier influencia vital –y todos sabemos que hay circunstancias que pueden conducir a la locura- en el surgimiento de la enfermedad mental.
Besos marcianos
Publicar un comentario