domingo, 30 de septiembre de 2012

Presagio


Y por qué la visión. Por qué ahora. Por qué ahora esta visión inquietante. Por qué. La pregunta se le descoyunta en la lengua muda a fuerza de repetirla, y se reúnen de nuevo sus miembros desarticulados para volver a descomponerse, ninguna respuesta nítida entre el abanico desplegado en su reiteración, cuando gira la llave de contacto y escucha apagarse el zumbido del motor. 

 El buitre posado, impávido, amenazador, sobre la señal circular que marca el límite de velocidad en la autovía. Ajeno al estruendo de los tres carriles, del tránsito concurrido al caer la tarde pese al período estival. Tan insólita su cercanía a la gran urbe que no consigue apartar la sospecha del espejismo por causa del sol de frente, hiriendo en el fulgor de su declive los ojos de los miles de conductores que han pasado ante él. O quizá la causa no sólo ahí fuera sino también dentro, el sol sumado al cansancio sumado a la pesadumbre que desde hace semanas ensucia sus retinas, descubriéndole en cada gesto propio o ajeno, en cada objeto cotidiano, en cada rincón de la realidad, la inutilidad de una vida condenada al esfuerzo agotador y al constante desvelo a cambio de unas míseras gotas de placer y siempre provisional alegría. Poniéndole delante la fealdad de un mundo diseñado para el absurdo de esa misma vida, la estúpida ceguera de sus semejantes, corriendo como ratones año a año, década tras década por las ruedas de sus jaulas, aceptando resignados el cansancio y la cojera de la carne que declina como si de un mal inevitable se tratara… Apenas han sido unos pocos segundos de encuentro azaroso entre sus pupilas atentas al vértigo del horizonte cambiante ante el volante –tan familiar, por otra parte, que la atención mecánica se alía con frecuencia al vagar caprichoso de los pensamientos al ritmo de la música que habitualmente le acompaña–, y la imagen extraña del buitre, imponente en su quietud salvaje sobre el artificio humano del metal alertando la conducción. Pero en pugna con sus recelos por la hipotética ilusión, el recuerdo de la claridad de la impresión, del regocijo casi infantil ante lo inesperado y en extremo sorprendente, su cabeza desviándose temeraria de la carretera para cerciorarse de la presencia del buitre, demasiada la velocidad del vehículo, de todos los vehículos, para lograrlo. Y enseguida el miedo brotando de la automática asociación de la imagen a la idea del presagio: la muerte aguardándole en la próxima curva, o en la siguiente, o en la siguiente, como esperan pacientes los buitres la muerte del animal malherido, famélico, desfalleciente, para aspirar de su cuerpo muerto el sustento de su propia vida, igualmente inútil pero a salvo del absurdo por su bendita inconsciencia. El miedo que, en contra de la costumbre, le ha llevado a situarse en el carril derecho, a sujetar la aguja a los límites legales, a vigilar, aprensivo, la conducción de los hombres y mujeres anónimos que han escoltado su trayecto. 

Sin embargo, su cuerpo sigue vivo e intacto en el interior silencioso del coche aparcado. Aún. Por más que, conforme el viaje discurría sin contratiempos, la idea del buitre augurando su muerte se haya ido cubriendo del color amarillento de lo ridículo, continúa rebotando como una pelota de un lado a otro de su cabeza, chocando con el resto de hipótesis, la ilusión óptica producto del sol, o producto del desaliento pesando sobre su cejas, o, por qué no, la insignificancia del fenómeno improbable, pero no imposible, de un buitre desorientado en las inmediaciones de la ciudad que ya habrá alzado el vuelo, dejando de perturbar a más conductores. Si lograra aferrarse a esta última opción acallando las demás, detendría en seco el girar vertiginoso de la pregunta que le atormenta. El reloj en el salpicadero le revela una hora algo más temprana de la que creía. Coge la cartera del asiento del copiloto, abandona el vehículo y, tras un leve titubeo, empieza a andar. 

La terraza del bar comienza a llenarse a esas horas pero, por suerte, quedan todavía algunas mesas libres. Pide una cerveza y, tras echar una ojeada al móvil, lo guarda en el bolsillo de la chaqueta y lanza distraído una mirada a su alrededor. Frente a su mesa, y junto a la que ocupan dos parejas de mediana edad, una chica joven –sobre la mesa una tónica y un paquete de cigarrillos– parece esforzarse por concentrar su mente en el libro que reposa abierto sobre su regazo, quizá molesta por el tono, notoriamente elevado, de la animada conversación que se desarrolla junto a ella y por las frecuentes risas que la salpican. Calcula que no tendrá más de veinte años. En su perfil quieto intuye que no es especialmente atractiva. Pero algo en sus mejillas sonrosadas, en la tersura de la piel de los hombros desnudos enmarcados por los tirantes de la camiseta blanca, en su silueta imperfecta pero armoniosa, le invitan a observarla con detenimiento aprovechando su abstracción. Acaso también ella se sienta en ocasiones cansada y abatida. Aunque seguro que no en la forma en que él experimenta tales sensaciones, sobre todo ahora que se han instalado en el interior de sus huesos como un cáncer que lo fuera corroyendo lentamente. También en la juventud la vida puede parecer absurda. A él mismo, a veces, se lo parecía. Sin embargo, a pesar de su innata tendencia a la melancolía, la ilusión por lo nuevo y desconocido, el futuro y sus incógnitas abierto en perspectiva, su inocente confianza en sí mismo y en el prójimo, su infinita curiosidad, le permitían sobrellevarla con serenidad, contemplarla en la distancia como una rareza suya, una pequeña carga consecuencia de su carácter reflexivo y su gusto por la lectura y la soledad. Nunca ha sentido nostalgia de su juventud. Nunca ha deseado, como tantos manifiestan, retornar a aquellos años de incertidumbre e inexperiencia, de torpezas y desconcierto. Si por un momento alcanza a desprenderse del peso que últimamente abruma sus hombros y sus sienes, y analiza con frialdad las piezas que componen el retrato de su vida, sabe que, en comparación con muchos otros, tiene razones más que sobradas para sentirse afortunado. Pero hoy, el día en que un buitre se le ha aparecido en la carretera, debe reconocer que siente cierta envidia de la frescura que el cuerpo de la chica destila, de la despreocupación que gratuitamente le atribuye, de la energía que adivina en su expresión concentrada en contraste con su agotada debilidad. 

El sol ha desaparecido ya tras los edificios. Debe volver a casa. Apura la cerveza de un trago y se levanta. La chica ni tan siquiera se ha percatado de su presencia. Mientras camina hacia el portal, vuelve a imponérsele la visión del buitre, junto a él el repiqueteo de la pregunta todavía sin respuesta. Tal vez si se les cuenta lo sucedido a Sonia y a Enrique durante la cena, presentándolo como una anécdota curiosa, se desvanezca esta necia inquietud que la aguijonea. Puede imaginar a Enrique con sus grandes ojos muy abiertos, ¿de verdad, papá?, ¡un buitre! A Sonia probablemente con una sonrisa en los labios si consigue imprimir un tono desenfadado a su narración, tan pendiente de sus palabras como lo está de un tiempo a esta parte, consciente de su desánimo aunque él se empeñe en ocultarlo, comprensiva con él porque, es cierto, son demasiadas las horas que pasa en la oficina tras los últimos despidos, demasiado el estrés y la bota de la directiva sobre su cuello. Sonia reprimiendo a menudo el velado reproche que, ante su apatía, quiere asomar en su mirada, recordándole que ahí está Enrique, que ahí está ella, ella y sus sinceros deseos de hacerlo feliz. Sonia, fuente indudable de sus mayores alegrías. La pesadez se aligera invariablemente cuando la besa, cuando escucha su risa intacta pese a las excesivas tensiones que también ella sufre en su trabajo, y termina por evaporarse cuando se abraza a su torso cálido al vencerle el sueño cada noche tras apenas un par de páginas de lectura, por más que renazca con toda su intensidad al sonar el maldito despertador, y amenace con derrumbarle sobre la taza de café ante la visión anticipada de un nuevo día de fatigas, más tétrica y mortífera a esas horas tempranísimas que la de cualquier buitre en lugar insólito. 

Al subir al ascensor su inquietud se agudiza por la emergencia de una nueva hipótesis no barajada hasta entonces: el buitre presagiando no ya su muerte, sino la de Sonia y su salud un tanto frágil, anunciándole el horror, la pesadilla siempre temida de su desaparición, quién sabe si tras una cruel enfermedad que ya coloniza subrepticiamente sus entrañas… Al detenerse en el quinto siente el calor húmedo de las lágrimas tratando de desbordar sus párpados. Los cierra nervioso y agita la cabeza, en un intento desesperado por disipar sus negros pensamientos, por frenar la creciente angustia que los envuelve. Sale despacio del ascensor y se sienta sobre el penúltimo escalón del rellano. No quiere entrar en casa hasta haberse tranquilizado. En escasos segundos la luz se apaga. Envuelto en espesas sombras, rememora, una vez más, la imagen cada vez más borrosa del buitre sobre la señal de tráfico. La extrañeza de su figura imponente e impávida en los márgenes de la autovía. Sí, bien podría tratarse de un presagio de muerte. Pero no de la muerte definitiva, ni la suya ni la de Sonia, sino de esta muerte lenta que, día a día, le invade desde dentro cogida del brazo de su propia tristeza, de su pesadumbre, del desaliento penetrando sus pulmones como un fino polvo venenoso que entorpeciera su respiración. Ésa y no otra es la muerte que, ahora, más debe temer, antes de que acabe por aniquilar en él todo deseo de vida. Tendrá que aprender a respirar por los resquicios. Tendrá que aprender a exprimirles toda la fuerza y el gozo que sea capaz de extraer de ellos, a ver si así logra repeler este abatimiento que lo hunde y vence a cada paso. No puede desperdiciarlos como si no fueran nada, piensa mientras busca la llave en el bolsillo. Como si fueran carroña que se arroja a los buitres para seguir alimentando inútilmente su vida inútil. 

14 comentarios:

Marga dijo...

Cómo me gusta el tono de tus relatos...

A pesar de la angustia que éste me ha provocado, uffff, imposible no identificarse con el prota. Los miedos con ciertas edades toman una identidad que es cierto, en la juventud no tenían, o eso me va pareciendo. Porque sin ánimo de quitar importancia a los que tuvimos, la diferencia proviene de lo concreto: ese maldito despertador que despierta la angustia de un nuevo día laboral antes siquiera de que tú despiertes del todo y capaz de traer consigo al resto: la muerte y su acecho, el miedo a perder a quienes quieres... tan lejos del miedo a lo incierto que marca la juventud.

O a lo mejor no, a lo mejor es que unos miedos barren a otros pero siempre el miedo, ahí, esperando su lugar el muy cabrito, sobre todo en épocas como estas. Y es contagioso, lo has notado?

Asi que no queda otra, aprender a respirar por los resquicios, que al aparecer buitres en los arcenes nos dé la risa o la extrañeza pero nunca el miedo.

Que la utilidad la pongamos nosotros y no la vida, amén. (porque "apañaos" iríamos).

Besos con espantasustos!

El peletero dijo...

Me parece, querida Antígona, que su protagonista necesita urgentemente unas vacaciones tranquilas, en un pueblo pequeño que tenga una piscina municipal sencilla y coqueta. Buenos alimentos y largas siestas. En soledad, si pueden ser, las comidas y los descansos.

Me cuesta leer sus textos de ficción, son una habitación sin ventanas recargada de muebles atiborrados de cosas en la que casi no puedes abrir el armario porque topas con un sillón en el que tampoco puedes sentarte porque encima hay una montaña de libros que no puedes leer porque necesitas más luz que la que te proporciona la pequeña bombilla que hay escondida tras unos jarrones con flores secas. Como no hay ventanas si tuviera una maza abriría algún boquete en la pared para que entrara un poco de aire.

Los textos, creo yo, han de seguir, en buena medida, la normativa antiincendios de los bomberos. Debemos construir en ellos respiraderos, claraboyas y, lo más importante, salidas de emergencia por si se produce una subida de temperatura que acabe con las frases, como el carbón de madera, cociéndose en su propia salsa. Una ventana bien situada en el lugar correspondiente ha de permitir que las palabras puedan salir a escape y librarse de tanto humo y presión.

No es ninguna crítica, bueno sí que lo es, pero bien intencionada, constructiva, que se dice.

Besos de primeros auxilios.

Dona invisible dijo...

Me he visto reflejada en algunos momentos de tu relato en lo que se refiere al paso del tiempo y los miedos que genera en nosotros/as.
Antes, por ejemplo, nunca pensaba en enfermedades terribles ni tenía ningún miedo que algo así me pudiera pasar. Mientras que ahora me he vuelto paranoica e hipocondríaca. No encuentro otra explicación que la edad. Pero el peor miedo es el de pensar que pueda pasar algo a las personas que quieres, como le pasa a tu protagonista.
Me ha gustado mucho la descripción de la persona joven que se encuentra y cómo se produce un doble sentimiento: envidiar esa frescura, inocencia y energía, pero no querer volver a ello. Me pasa igual!
Ah! Jaja, he leído el comentario de Peletero y debo decir que a mí me pasa como a él: tengo que leer siempre muchas veces tus textos de creación literaria para captar toda su esencia. Y es que cada palabra está cargada de sentido. Es un cumplido!

Besosssssss

TRoyaNa dijo...

Uff,Antígona,
menudo texto!
es como una bofetada,una sacudida para hacernos más conscientes del miedo y la angustia que acompaña al solo hecho de estar viva,porque la vida y la muerte van de la mano desde el momento en que nacemos y no somos muy conscientes de ello hasta que no va pasando el tiempo.

Igual soy dicotómica en exceso,pero ahondar en lo existencial,es tan preciso para mí como navegar en la superficie y en lo trivial y angustiarme tan necesario como coger aire y respirar a pleno plumón,puede que desde la ingenuidad,la confianza o la ignorancia,pero necesito sentirme viva,entusiasmarme,ver rayos de luz al final de todos los túneles,aunque sean aderezados,idealizados,incluso aunque sean producto de mi propia invención.

Yo no le voy a hacer ninguna crítica al texto,porque de alguna manera también disfruto cuando viendo una película de Lars Von Trier me hundo en un pozo de preguntas y desazón, sólo pongo de manifiesto que tras estas lecturas-películas,necesito aunque sea a través de esos resquicios,salir a la LUZ,tomar aire fresco y respirar y volver renovada a la realidad para afrontar su pulso con el mayor coraje y la mayor ilusión.
Y espero que el tiempo,no melle esa capacidad que refuerzo de aferrarme a todo lo que me hace sentir viva,porque tengo claro que estamos de paso,la vida son cuatro días y encima,dos ,ya han pasado;)

Un abrazo y un beso querida Antígona!

Posdata: ....a este paso,con estos textos,voy a acabar pensando que tienes algún parentesco con el amigo Lars;)



Antígona dijo...

Lo que más me gusta de cuando escribo un cuento, niña Marga, es descubrir las cosas que veis en él sin que yo sea muy consciente de que están ahí una vez lo he acabado.

Porque no tenía tanto en la cabeza la cuestión del miedo cuando empecé a escribirlo como la del cansancio, la del hastío que puede apoderarse de nosotros en ciertos momentos de la edad adulta, cuando la vida de uno ya está más o menos definida, cuando pareciera que las incertidumbres propias de la juventud se han agotado y uno cree saber que, en lo que le resta de existencia, no habrá ya grandes sorpresas. Y, sobre todo, cuando uno empieza a comprobar cómo el trabajo se lo traga prácticamente todo y apenas queda sitio para mucho más al regresar a casa si las horas invertidas en él son demasiadas, las energías restantes excesivamente escasas y las jornadas laborales un cúmulo de repeticiones constantes. Al menos en mi cabeza, es de ese cansancio tan real, físico y también espiritual, de donde brota el abatimiento de mi protagonista, del cual brotan a su vez sus miedos. Miedos que no son, en el fondo, más que señales de alerta que él, sin darse cuenta, se está lanzando a sí mismo: no puede malgastar el poco margen de vida que le queda más allá de sus responsabilidades y obligaciones abandonándose al abatimiento que se ha apoderado de él; tiene que mirar más allá de ese abatimiento –probablemente por completo justificado– y luchar contra él para no convertirse en un muerto en vida.

Pero es cierto que todo esto que digo está muy relacionado con los miedos propios de la vida adulta, que, en efecto, poco tienen que ver con los de la juventud. Son miedos, tienes razón, que surgen en buena medida de lo concreto, pero también de la conciencia de que la muerte se acerca, de que nuestro tiempo y nuestras fuerzas disminuyen, de que los “años por delante” para hacer todo lo que desearíamos son cada vez menos y además cunden cada vez menos. Y, entre ellos, el miedo a perder lo poco o mucho que hayamos conseguido atesorar en los años que llevamos de vida, que se materializa en su forma más terrible en el miedo a perder a aquellos que queremos. Sabemos desde hace mucho que un día ya no estarán ahí. Pero de jóvenes parece sencillo confiar en el probable “todavía no” de su pérdida y así dejar de pensar en ellos. Mientras que de adultos ese “todavía no” va volviéndose progresivamente más frágil y quebradizo, y qué espanto da eso.

Respiraremos por donde podamos y nos dejen, que a este paso… Pero, obviamente, seguiremos respirando y luchando por hacerlo con tanta alegría como podamos. A ver si así nos libramos del cansancio que nos lleve a pretender valorar la vida desde cualquier criterio de utilidad. Si lo pensamos bien, no hay ejercicio más inútil que ése :)

Besos-vacuna contra el contagio!

Antígona dijo...

Pues sí, estimado Peletero, tiene usted razón en todo lo que dice.

Mi protagonista necesita unas vacaciones, no tener miedo a que le despidan, echar menos horas en la oficina y una directiva amable que valore su trabajo y no le explote tanto. Si algo de eso le fuera dado, sus miedos y su pesadumbre se aligerarían notablemente. Pero me temo que, con la que está cayendo, su situación vital va a ser aún peor y no va a tener más remedio que luchar por sobreponerse y recuperar la alegría en medio de ese infierno. No le queda otra si en algo aprecia la vida, por jodidamente difícil que ésta se ponga a veces.

Y en cuanto a mi estilo, pues también le doy la razón. Diré para justificarme que pretendía crear –en éste y en muchos de mis otros relatos, que no suelen abordar temas especialmente gratos– esa atmósfera asfixiante que usted ha acusado, y que, por tanto, la falta de respiraderos y claraboyas, de salidas de emergencia y de ventanas por las que abandonar momentáneamente tanto abigarramiento, era un efecto plenamente buscado. Pero la más sincera y mejor justificación es que creo que no me sale hacer otra cosa que esto que hago, aunque a lo mejor todo es cuestión de intentarlo. No se crea que no me he preguntado muchas veces por qué no me sale hacer cuentos más amables y ligeros, más luminosos y no tan centrados en los lados más oscuros y siniestros de la vida o de las relaciones humanas. Hasta el momento no he obtenido respuesta, pero nada excluye que esto cambie. Le agradezco por ello su crítica. No le garantizo que pueda seguir sus indicaciones en un futuro, pero sí le aseguro que, la próxima vez que escriba un relato, las tendré en cuenta.

Besos con boquetes!

Antígona dijo...

Es el precio de seguir vivos, Dona, supongo que deberíamos estar contentos de pagarlo. Yo soy bastante hipocondríaca desde niña, y desde niña le he tenido pánico a la muerte de mis seres queridos, así que, en ese sentido, no noto grandes diferencias, jejeje. Pero sí noto en mí otros miedos que antes no tenía: a la vejez, a la pérdida de energías que conlleva, a echar la vista atrás y darme cuenta –con lo deprisa que se me pasan los días- de que no sé muy bien qué he hecho con mi vida. No es que piense que la muerte está ahí cerca –si es así, desde luego prefiero no pensarlo- pero sí tengo más conciencia de que el tiempo pasa y de que la vida no da tanto de sí como me figuraba de joven. Las horas son las que son, las fuerzas también… No sé. Quizá de jóvenes todo nos parece posible y lo más duro de la vida adulta es descubrir que no es así. Pero hay que aceptar que esto es lo que hay y sacarle todo el partido que podamos, ¿no crees? Lamentarse vale de poco y también resta fuerzas que mejor emplear en otras cosas.

Gracias por el cumplido, Dona. Soy consciente de que los textos están a veces en exceso recargados y que deberían fluir más. Pero si los disfrutas en esas varias lecturas, me doy por satisfecha.

Un gran beso!

Antígona dijo...

Así es, Troyana, ya siendo muy niños descubrimos el hecho de la muerte, pero la angustia por su posibilidad no nos resulta tan presente entonces, sino conforme va pasando el tiempo y nos damos cuenta de que los años ya vividos parecen acercarnos cada vez más a ella. Por más que, como dijo alguien, la realidad sea que siempre estamos a la misma distancia de la muerte, ya que ésta puede sobrevenir en cualquier momento, y no por ser más niños estamos más lejos de ella.

Yo reconozco que tiendo a recrearme en esos lados más oscuros o trágicos de la vida antes que en los ligeros y luminosos. Lo cual no significa, claro, que viva constantemente sumida en la oscuridad o la angustia –quién podría vivir así-, pero sí que probablemente les dedico más pensamientos de lo quizás debido o que me atrae más indagar en ellos que en otras cuestiones. Y al margen de que hay días que eso no deja de pasar factura, a veces me digo que es preciso buscar un cierto equilibrio que no siempre encuentro. Porque, como dices, es preciso también salir al aire fresco y abandonarse sin más a las cosas tal y como vienen, sin darles tantas vueltas. Entregarse a las cosas que nos hacen sentir vivos y suspender la reflexión para, sencillamente, tratar de disfrutar de lo dado.

No, no tengo ningún parentesco con el amigo Lars, jajaja, y además hace un tiempo que no le sigo la pista. Más que nada por falta de tiempo o por estar ocupada en otras cosas, que no de interés. Me tengo que poner al día.

Apuremos, sí, esos dos días que nos quedan, tanto como nos sea posible. Y que sumergirnos en Lars o en Bergman no nos impida reír con Woody Allen o con cualquier nimiedad que nos aligere el ánimo.

Un beso y un abrazo!




Marga dijo...

Antígona, me sucede igual que a ti. Lo que más me divierte de escribir es "ver" en otros lo que ellos "ven". Detalles que se me habían pasado por alto y que sí, ahí están, o lecturas que ni por asomo imaginé escribiendo. Escribes el texto es una dirección, y parecía un camino, y acaba llenándose de bifurcaciones, resulta una ruta múltiple!

Sencillamente genial, no? jajaja.

Besote de nuevo!

El peletero dijo...

Por eso afirman los buenos escritores que los personajes parecen adquirir vida propia, que son ellos, y no el pobre escribidor, el dueño de sus actos. Dios debe de pensar algo similar.

Una de las cuestiones básicas en literatura es cómo escribir para lograr qué. No necesariamente debemos escribir confusamente para explicar la confusión.

El peletero dijo...

Se me habían olvidado los besos. Especialmente a Marga y, por supuesto, a usted, querida Antigona.

Besos sinceros

NoSurrender dijo...

Es cierto que no parece buen negocio tanto esfuerzo agotador y tanto desvelo a cambio de un cuentagotas de placer, doctora Antígona. Pero también hay momentos que, si lo pensáramos con otra actitud, podrían incluirse en una especie de cuentagotas de emergencia, de menor calidad pero mayor capacidad. Todos esos pequeños momentos de la vida que nuestra obsesión por llegar al momento siguiente hace desaparecer de nuestra conciencia. Todos esos atardeceres que no hemos visto, todas esas sonrisas de los que queremos que nos han pasado desapercibidas, etc.

Supongo que en tiempos duros como éstos que han venido y que ya nunca más se irán (que para eso se están haciendo ciertas reformas estructurales), es más difícil relativizar la intensidad de vida que agotamos en el trabajo, desacelerar, relajarnos. Porque los que aún tienen trabajo pueden perderlo con más facilidad, además de necesitar trabajar más horas para ganar lo mismo. Quizás algún día seremos carroña para buitres, pero antes somos factores productivos para inversores especulativos. Vamos, prácticamente lo mismo ¿verdad? :) Pero, como decía la canción de Sabina; “Tirso de Molina, Sol, Gran Vía, Tribunal / donde queda tu oficina /para irte a buscar / me podrán robar tus días / tus noches no”. Defendamos las noches, doctora.

Es una tontería, pero me estaba preguntando qué libro leía la chica de la terraza, que ha despertado mi interés. Por un momento pensé que era un tratado de aves rapaces y buitres :)

Besos y tiempo, doctora Antígona.

Antígona dijo...

Así es, Marga. Aunque a veces duela comprobar lo ciegos que podemos estar a nosotros mismos, las múltiples cosas que se nos ocultan de aquello que somos, en otras ocasiones no deja de resultar curioso y divertido. Uno hace y no sabe exactamente lo que hace. Llegan otros y le dan ciertas claves que le iluminan con respecto a aquello que ha hecho. Divertido y también un tanto enigmático, eh?

Más besos, niña!

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De acuerdo con usted, estimado Peletero, pero, ay, no me meta a dios de por medio. Lo que sucede con los personajes de la literatura sucede también a veces con la propia vida. Uno se cree dueño de sus actos, dirigente de su destino y de sus pensamientos, y sin embargo no puede dejar de reconocer que las mejores cosas que ha hecho –o escrito– provienen de ocurrencias que uno no sabe de dónde han venido ni cómo han surgido. Donde el elemento de la decisión racional y consciente parecía estar por completo ausente.

Por suerte, en la literatura hay diferentes criterios para resolver esta cuestión de cómo escribir para lograr qué. Y de ahí que no todos tengamos los mismos gustos ni nos dejemos atrapar por los mismos libros.

Besos sin dueño!

Antígona dijo...

No parece un buen negocio, doctor Lagarto, pero es lo que hay, y quizá apreciaríamos más esas gotas de placer de plantearnos seriamente lo inhabitables que serían nuestras vidas de carecer de ellas. Por más que el esfuerzo agotador y el desvelo nos puedan parecer en ocasiones el mismísimo infierno, hay que reconocer que ese otro infierno sería infinitamente más infernal.

Me gusta lo que dice de esos cuentagotas de emergencia. La cuestión es por qué nos cuesta tanto centrarnos en el momento presente y así poder disfrutar de las pequeñas cosas que nos ofrece en lugar de cegarnos ante ellas. Decía Pascal a este propósito: “El presente no es nunca nuestro fin. El pasado y el presente constituyen nuestros medios, sólo el futuro es nuestro fin. Así, no vivimos nunca, pero esperamos vivir, y disponiéndonos siempre a ser felices, es inevitable que no lo seamos jamás.” Habrá que esforzarse por aprender a dejar en suspenso esas prisas que nos acometen por llegar al momento siguiente. Por plantar con firmeza los pies sobre el suelo del presente y pasear tranquilamente sobre sus caminos para no perdernos esos atardeceres o esas sonrisas. De lo contrario, como dice Pascal, la felicidad quedará demasiado lejos de nuestro deseo de alcanzarla.

Me resulta francamente descorazonador lo que dice de que estos tiempos duros ya nunca más se irán. Y no es que no tenga últimamente esa misma percepción, que la tengo, sino que me cuesta infinito aceptarlo. La sensación de que nos están robando, aún más que antes, nuestra propia vida, se agudiza cada día que pasa hasta el punto de que no me resulta fácil convivir con ella. La sensación de que, en efecto, se nos contempla como factores productivos a los que se debe exprimir al máximo y no como a seres humanos con derecho a gozar de su tiempo y de sus vidas, lo único que realmente tenemos aunque sólo sea en préstamo y por una duración limitada. Defenderemos nuestras noches, qué remedio nos queda. Pero aunque entiendo esta moral de supervivencia que necesariamente se impone en tiempos como los que atravesamos, y entiendo que lo más inteligente es asumirla, otra parte de mí se subleva. Porque además de mis noches, quiero también mis días.

No sé qué libro estaba leyendo la chica terraza, jajajaja. Pero no, no creo que fuera un tratado de aves rapaces. Probablemente uno de esos libros sesudos que tanto nos atraen de jóvenes, cuando aún creemos que en ellos se encuentran las claves que nos permitirán descifrar todos los misterios que nos envuelven. Y tras leerlos, sólo nos encontramos con más preguntas.

Ojalá el tiempo se pudiera dar y regalar como los besos.

Un beso, doctor Lagarto!