sábado, 15 de septiembre de 2012

Dialogar


Cada vez que me enzarzo en una discusión que termina por puro agotamiento sin tan siquiera un mínimo de entendimiento entre los interlocutores, cada vez que la televisión encendida en segundo plano hace llegar a mis oídos el sonido de las voces crispadas y a menudo gritonas de los participantes de un debate peregrino cualquiera, cada vez que escucho a algún conocido o desconocido esgrimir argumentos equivocados y fundados en hechos falsos o, sencillamente, carentes de todo fundamento, y pienso en lo difícil que resultaría abrir sus ojos al palmario error al que se aferra en su inconsciencia o en su contumacia, se me viene a la cabeza la que fuera la primera película, y a mi modesto entender una de las mejores, del genial director Sidney Lumet.

Basada en una obra para televisión de Reginald Rose, "Doce hombres sin piedad" parte de un planteamiento sencillo: los doce miembros de un jurado popular deben decidir sobre el destino de un joven, criado en un barrio marginal y sometido desde su infancia a la violencia familiar, al que se acusa de haber matado a su padre. Si el jurado se decanta por su culpabilidad, morirá sin remedio en la silla eléctrica. Pero si los miembros del jurado determinan, como subraya el juez en la primera escena de la película, que existe alguna duda razonable sobre la culpabilidad del joven que indique que éste podría no haber cometido el crimen, deberán declararlo no-culpable y librarlo del fatal final. La decisión del jurado tiene que ser unánime.

Tras escuchar las declaraciones de acusado y testigos, así como las argumentaciones de abogado y fiscal, los doce miembros del jurado se reúnen a votar en el que, según se ha anunciado en los medios, será el día más caluroso del año. Se encuentran encerrados bajo llave en una habitación pequeña y el ventilador no funciona. Todos sudan copiosamente. De entrada, parece un caso claro: todas las pruebas apuntan a la culpabilidad del joven. Las evidencias no semejan abrir resquicios a la duda. Los miembros del jurado creen enfrentarse a una votación de trámite que se resolverá rápidamente en contra del acusado y les permitirá retornar sin demoras a sus ocupaciones cotidianas. Habrán cumplido con su obligación con la sociedad y recobrarán con la conciencia tranquila su condición de ciudadanos anónimos. Sin embargo, la primera votación les depara una sorpresa y también una decepción: once votos donde se lee la palabra “culpable”, uno donde se lee “no culpable”. Pero quién puede ser el insensato que ponga en cuestión la culpabilidad del muchacho, se preguntan indignados once de los miembros del jurado.


Se trata del miembro nº 8 –interpretado por Henry Fonda–, de quien únicamente sabemos que es arquitecto. Interpelado por sus compañeros, proclama, con exquisita serenidad, no estar seguro de que el acusado sea culpable, por más que tal vez lo sea. Aunque sólo tal vez. ¿Qué hacer ante esta situación, insólita para el resto de hombres, plenamente convencidos de que el muchacho ha asesinado a su padre? Lo único que pueden y deben hacer en esa asfixiante habitación, sugiere nº 8: hablar entre ellos, analizar las razones por las que creen que el joven es culpable, repasar las evidencias que lo acusan. Algunos de los miembros del jurado –el representante preocupado por llegar a tiempo al partido de beisbol que se celebrará esa tarde y al que las entradas le queman en el bolsillo, el propietario de varios garajes que permanecen cerrados e inactivos en su ausencia, el corredor de bolsa que confía plenamente en la veracidad de los hechos expuestos durante el juicio…– se exasperan: no tiene sentido alguno perder su precioso tiempo hablando sobre algo que no ofrece ningún motivo de duda. Otros se disponen a perder un tiempo que no les importa tanto dilapidar de la forma menos tediosa posible. El resto calla. La renuencia al diálogo de once de los miembros del jurado es absoluta. Pero nº 8 no se arredra. Y comienza a lanzar preguntas, tratando de hacer partícipes a sus compañeros de las dudas que alberga con respecto a las pruebas presentadas.

Durante el extenso diálogo que se desarrolla a lo largo de la película, van aflorando poco a poco los perfiles humanos y psicológicos de los protagonistas, estrechamente ligados a los motivos que sustentan su creencia en la culpabilidad del chico y también a sus reacciones ante la actitud interrogante de nº 8. No son pocos los que, de entrada, se muestran víctimas de los prejuicios que les llevan a dar por sentado que los orígenes del chico, y la corta trayectoria de violencia que arrastra consigo, resultan razones más que suficientes para no vacilar de su naturaleza criminal. Los más apocados o inseguros parecen incapaces de poner en cuestión la autoridad intelectual del fiscal o la validez de las declaraciones de los testigos. Los juicios de algunos dependen por completo de la opinión de la mayoría. Y en algún caso las circunstancias más estrictamente personales y el dolor vinculado a ciertas vivencias pretéritas se revelarán determinantes de la cerrazón al intento de nº 8 de valorar si las apariencias no nos engañan más a menudo de lo que pensamos.

Sin embargo, si por algo me conmueve esta película y la recuerdo tan a menudo es porque, a mi modo de ver, presenta a la perfección las bases sobre las cuales se abre la posibilidad de un diálogo entre personas que saque a relucir una verdad que a la mayoría de ellas se les oculta. La posibilidad de que, por medio de la palabra, convicciones inconsistentes acaben por tambalearse para dar paso a una visión más ajustada de la realidad. En todo ello juega un papel crucial no sólo la inteligencia, sino también la amabilidad, la empatía y la calma de esa especie de Sócrates moderno que es nº 8. Porque nº 8 no impone respuestas, sino que, básicamente, se limita a hacer preguntas. No esgrime sus razones como si éstas fueran de antemano correctas: a través de sus interrogantes, invita a los otros miembros del jurado a que inicien un ejercicio reflexivo, propio y autónomo, que terminará por llevarles a vislumbrar las mismas dudas que él ya posee desde un principio sobre la hipotética culpabilidad del muchacho. El liderazgo de nº 8 en el tortuoso proceso al que asistimos es un liderazgo en la sombra, y por ello efectivo: lejos de dirigir en todo momento la conversación, deja que los demás se erijan en protagonistas del debate allí donde, a partir de sus preguntas, razonan por sí mismos y plantean cuestiones no formuladas por él. Con apenas un gesto, crea lazos de cercanía con quienes menos colaboradores se muestran. Escucha pacientemente a quienes hablan sin interrumpirles ni recriminarles su persistencia en el error. En la pugna dialéctica que enfrenta a estos doce hombres no debe haber vencedores ni vencidos. De lo contrario no habría acuerdo, ni tampoco la unanimidad que precisa la salvación del chico. Por eso –ésta es la perspectiva que trasluce el comportamiento de nº 8– en este cuadrilátero no caben ni la humillación, ni el sarcasmo ni la ridiculización del contrario, por ridículos que puedan ser sus argumentos. La verdad de que no hay pruebas concluyentes que conduzcan al muchacho a la silla eléctrica debe ser construida entre todos en un trabajo compartido, cuyo éxito depende de que cada uno de los que colaboran en él contribuya a construir esa misma verdad desde su singular posición.


Doce hombres sin piedad” es, en lo esencial, un elogio al razonamiento colectivo encaminado al triunfo de las mejores razones. Un triunfo que siempre depende de que quienes se hallan en el error sean capaces no sólo de admitirlo, sino también de adherirse sin reparos a aquellos argumentos que explican la realidad de forma más fiable que los que en un principio defendieron una vez logran sentirlos como propios. Pero admitir que uno se encuentra equivocado nunca es fácil. Menos fácil aún es conseguir que otra persona se percate de que está en un error. Sólo hay que pensar en las ocasiones en que, blandiendo nuestros propios argumentos como si de armas se tratara, atacamos al otro con la convicción de que caerá rendido ante el peso de nuestras evidencias. En las veces en que, probablemente sin pretenderlo, ironizamos o le señalamos su ignorancia o falta de coherencia lógica con la pretensión de batir sus creencias como si estuviéramos frente al enemigo. O en aquellos momentos en que, plenamente conscientes de lo que hacemos, humillamos dialécticamente a nuestro contrincante para demostrarle nuestra superioridad intelectual, confiando, ilusos, en que no tendrá más remedio que doblegarse ante ella. ¿Y qué conseguimos? Por lo general, únicamente que el otro se atrinchere tras sus creencias y se aferre aún más a sus convicciones, con el muy comprensible objetivo de salvaguardar su autoestima. En su rechazo frontal del camino de reflexión que podría sacarle de su error se halla la prueba más notoria de que, de una estrategia fallida, sólo cabe esperar el fracaso.

No vivimos precisamente en un tiempo que propicie el cultivo de las condiciones necesarias para el triunfo de las mejores razones. Pero si desean saber algo más sobre cuáles serían tales condiciones, no se pierdan esta película de Sidney Lumet.

10 comentarios:

TRoyaNa dijo...

Antígona,
muy interesante lo que apuntas sobre el diálogo.Bien mirado,tu al frente de esta bitácora también ejerces a menudo de número 8,porque piénsalo:
a menudo en tus entradas,lanzas más preguntas que respuestas,escuchas,no juzgas (no al menos abiertamente)posturas opuestas a las tuyas,dejas que los demás se erijan en protagonistas del debate allí donde, a partir de sus preguntas, razonan por sí mismos y a veces plantean cuestiones no formuladas por la propia anfitriona....¿cómo lo ves?
ja,ja.....yo veo bastantes similitudes,la verdad.

En psicología social,por cierto,hay un término que se conoce como "ignorancia pluralista" que es cuando el individuo tiende adoptar la posición de la mayoría porque se piensa que si los demás ven la cosa de esta manera y el individuo al contrario, debe ser porque a nivel individual,se está equivocado.

La fórmula para desactivar esta influencia puede ser la de esgrimir argumentos que nos hagan ver la situación desde más ángulos,con más información,contemplando más supuestos y otras perspectivas.
Es lo que hace el número 8 y seguramente a medida que se avanza en el debate,más de uno terminará desmarcándose del pensamiento de grupo.
Yo creo que en general necesitamos dialogar más pero sobre todo,escuchar más,sin intentar en cada conversación ganar la partida o a toda costa conseguir el galardón de la RAZÓN.
Es una lástima que a veces durante una conversación,estemos más pendientes de nuestra próxima réplica que de lo que esta exponiendo nuestro interlocutor.
Y las formas por cierto,me parecen esenciales,pues a menudo "quien pierde el control,pierde la razón" y unas buenas formas,llevan más de medio camino ganado a la hora de hacernos cambiar de opinión.

Celebro hayas vuelto a las andadas de tus entradas.Hoy también rompí una prolongada pausa vacacional y publiqué una entrada,pásate si puedes porque en ella te cito y va sobre una película de Bergman que en su día reseñaste: "Secretos de matrimonio".


Un beso y un abrazo para ti!!!!

El peletero dijo...

Era yo muy joven cuando vi la versión de "Doce hombres sin piedad" en Estudio 1 de TVE, el año 1973. Todos los que la vimos quedamos profundamente impresionados. Yo también pensé, como muchos, que la razón y la evidencia de los hechos tenían la fuerza suficiente para convencer, pero, desgraciadamente, pocas veces es así, mucho más poder tiene el prejuicio del ignorante o la soberbia del sabio y ambas, en ocasiones, se mezclan de tal manera que nunca sabemos dónde acaba el segundo y empieza el primero.

Los buenos profesores necesitan de buenos alumnos y viceversa, y no siempre los encontramos. Más bien hallamos, en su lugar, propagandistas y acólitos, fans que no pueden aceptar que la realidad los contradiga, cuando eso ocurre cambian las palabras pensando que así hacen uso de la razón y la evidencia de los hechos. Ya ve, querida Antigona, no soy demasiado optimista ni entusiasta.

Besos pesimistas.

Marga dijo...

No sé si alguna vez hubo un buen tiempo en el que triunfaron las mejores razones, me da a mí que no. Aunque estoy contigo en que desde luego este nuestro no es el más propicio por las condiciones que lo caracterizan: el ruido y el bombardeo general junto a la falta de tiempo y calma. Y para colmo todos andan, andamos, un tanto crispados como para pararnos en razonamientos y su reflexión.

Para lograrlo, tal vez fuera imprescindible poder debatir en una "burbuja" física como la de los protagonistas. Y que el cinismo no fuera el fin, eso también. Imprescindible que la búsqueda de la verdad, aún siendo conscientes de sus limitaciones, tuviera algún sentido. Pero esa búsqueda hace mucho tiempo que perdió su importancia, no es necesaria nos muestran día a día. Porque en ella hay otra condición que es la generosidad, hacia al otro y hacia las ideas, y ese sí que es un rasgo poco probable de encontrar.

El nº8 se desesperaría, pobre.

Besos sin número!

Antígona dijo...

Ay, Troyana, no lo tengo yo tan claro. Y, bueno, podría ser que en esta bitácora discuta de un modo más sereno y, por tanto, sea capaz de adoptar algún rasgo de la actitud de nº 8. Pero tendrías que verme en algún que otro foro o discutiendo de viva voz. Incurro en todos y cada uno de los errores que he mencionado, por lo general sin darme cuenta –no me gusta herir a nadie– pero es cierto que carezco en absoluto de la serenidad y la paciencia de nº 8. Me pueden la indignación, o la incredulidad si lo que el otro defiende me parece por completo descabellado, y más aún cuando se tocan cuestiones políticas, de manera que el apasionamiento por defender lo que yo creo me ciega y, como señalo al final del post, me lleva igualmente al fracaso. Quizá por eso me gusta tanto esta película: creo que me hace bien ser consciente de esos defectos a través del ejemplo de nº 8, porque sólo así podré empezar a limarlos.

Sí conocía esos estudios de psicología social –de hecho, hay experimentos sorprendentes al respecto, en los que determinados individuos llegan a negar su propia percepción de la realidad sólo porque una mayoría afirma lo contrario de lo que ellos perciben¬¬–, pero no sabía que esa dinámica recibía el nombre de ignorancia pluralista. ¡Me lo apunto!

Totalmente de acuerdo con lo que dices de hacer ver la situación desde más ángulos: el primer paso para convencerse de que uno está en un error es ser capaz de poner en cuestión o dudar de aquello que cree. Y eso se logra, fundamentalmente, cuando se nos hace ver nuestra visión de la realidad puede ser parcial e incompleta, y que otras perspectivas podrían arrojar una luz bien diferente sobre ella.

También es cierto que nos cuesta escuchar. Ante determinados temas, nos enfrentamos al debate cargados de razones, casi atónitos de que el otro no piense como nosotros, y en lugar de escucharle le apabullamos con nuestros argumentos, impacientes por que admita que somos nosotros quienes nos hallamos en la verdad. Y eso, por más que sea cierto que el otro está equivocado, irrita a cualquiera y no le predispone a la reflexión. De escucharle más podríamos utilizar sus propios argumentos para conducirle a su puesta en cuestión.

El problema con las formas es que los participantes de los debates televisivos son los primeros que las pierden, gritándose unos a otros o interrumpiéndose sin dejarse hablar. Qué pocos modelos se ofrecen ya de lo que podría ser un diálogo entablado desde el respeto y la serenidad, por discrepantes que sean las posturas enfrentadas.

Estupenda tu entrada sobre la peli de Bergman. Se la recomiendo a todos los lectores de esta página.

Un beso y un abrazo!

Antígona dijo...

Estimado Peletero, lo que yo creo es que la razón y la evidencia de los hechos no triunfan porque son muy pocas las ocasiones en que quienes tienen de su lado la verdad y el conocimiento de esos hechos son capaces de comportarse como nº 8. Tener la razón nos llena de soberbia, frente a la humildad de nº 8. Creemos que la verdad se deja imponer cuando ninguna verdad se descubre a no ser que uno la descubra por sí mismo. De ahí la similitud entre Sócrates y nº 8: Sócrates se consideraba a sí mismo como una suerte de comadrona cuya única misión era ayudar a otros a alumbrar por sí mismos la verdad. Pero no es nada fácil conducirse como Sócrates: además de inteligencia, hacen falta muchas otras cualidades sobre las que raramente reflexionamos cuando nos erigimos, frente a otros, en portadores de la verdad.

Sin embargo, es cierto que el final de Sócrates induce al pesimismo. Pero su final sólo se explica desde el reconocimiento de la efectividad de sus métodos. Qué peligro, un tipo que va por ahí tratando de abrir los ojos a la gente y encima lo consigue. Obviamente, su final hubo de ser el que fue: ningún poder puede permitir que la verdad triunfe sobre la ignorancia que lo sostiene y de la que se alimenta. Claro ejemplo de ello son los científicos quemados en la hoguera por las autoridades eclesiásticas. Su amenaza era demasiado grande como para que no pretendieran ponerle freno.

Nuestra situación es ahora muy distinta a la de las épocas que cito, y no por ello deja de haber motivos para el pesimismo. Quizá yo misma sea pesimista. Pero me sigue admirando la figura de nº 8. Tal vez vea en ella un rayito de esperanza si fuéramos capaces de aprender algo de su modo de conducirse. Que tampoco sé si lo somos.

Besos de aprendiz

Antígona dijo...

Yo tampoco creo, niña Marga, que ese tiempo haya existido alguna vez. Pero me gustaría pensar que sí ha habido y puede haber situaciones concretas, con personas concretas, en las que podría darse ese triunfo de las mejores razones. Se trataría, ante todo de quererlo y de conducirnos de tal modo que éste pudiera darse. Algo con lo que, por lo general, ni siquiera sabemos por dónde empezar porque tampoco creo que nadie nos lo haya enseñado ni nos haya hecho ver la importancia que tiene.

Mi comentario sobre los tiempos que corren tenía que ver no sólo con lo que tú mencionas, que obviamente también, sino con el hecho de que últimamente tengo la impresión de que hasta se está perdiendo la más elemental capacidad de razonar. Nuestros políticos niegan a diestro y siniestro evidencias por completo palmarias y la gente parece tragarse sus más que notorios engaños. Tergiversan el lenguaje, con el propósito de ofrecer una imagen de la realidad totalmente opuesta a los hechos, de una forma tan burda, tan grosera, que uno piensa que hasta un niño se reiría de ellos y les preguntaría si están de broma. Y, sin embargo, se les cree. A este paso, llegará un día en que afirmarán que dos más dos son cinco y habrá quien diga que todos los libros de matemáticas se equivocan. Me da pánico pensarlo.

A mí también me parece importante lo de la burbuja física. Es una de las cosas sobre las que quería haber hablado en el post, pero luego pensé que mejor dejarlo para los comentarios y no hacerlo así tan largo: para según qué debates hace falta calma y horas por delante sin reloj. Algo que, parece, no nos podemos permitir ya en nuestras ajetreadas vidas. El amor por la verdad no creo que se haya perdido, al menos no en aquellos que no se sirven del engaño para obtener su propio beneficio: sigue sin gustarnos que nos engañen. Pero se han instalado demasiados mecanismos para que ni tan siquiera nos demos cuenta de que se nos engaña, y la comodidad, la ignorancia, o el exceso de información nos hacen demasiado vulnerables a la mentira. Además de que todo va tan deprisa que ni siquiera nos dejan tiempo para pensar. Y así es imposible no convertirse en un ser crédulo capaz de comulgar con ruedas de molino.

Generosidad, sí, y también ponerse en la piel del otro. Si pensamos en cómo nos gustaría que nos mostraran que nos hallamos en un error, en cómo nos gustaría que nos trataran de querer alguien conducirnos del error a la verdad, seguro que seríamos más empáticos y caritativos con el otro.

Besos haciendo ochos!

Dona invisible dijo...

Antígona,
he visto la película -creo- dos veces y las dos veces me maravilló cómo al final todos llegan a la reflexión y al cambio de sus creencias iniciales. Sin embargo, tengo que reconocer que nunca me paré a analizar el método que utiliza el personaje interpretado por Henry Fonda para que sean esas propias personas las que se planteen más interrogantes. Sí que es cierto que siempre me planteé (quizás inconscientemente): ¿por qué no es más contundente al pronunciar sus dudas? Precisamente por lo que apuntas. Me ha pasado tantas veces el hecho de enzarzarme en discusiones sin sentido que acaban por cansancio (normalmente el mío) y sin que nadie "se baje del burro", que al final decidí no discutir más y guardarme mis opiniones solo para aquellos momentos en que realmente considero que puedo aprender... Pero quizás mi error es la forma de discutir (o el error generalizado). No soporto tampoco que los participantes en los diálogos no se escuchen. Suelo apagar el televisor a la que escucho gritos o dos personas hablando a la vez.
Por eso, me encanta el papel de Henry Fonda ahí y ahora tengo ganas de volver a ver la película.

Me alegro de tu vuelta.

Un beso!

NoSurrender dijo...

Coincido con usted en que es una gran película, pero no me sería tan fácil decir si es la mejor de Lumet, que ahí están Network o Tarde de perros. En cualquier caso, como a usted, es una de las que más me han hecho reflexionar. Y es que una de las cosas que pido al cine es que me aporte conocimiento, aunque no lo único, eh.

Expresa usted muy bien lo que nos hace admirar al número 8. Porque es cierto que muchas veces utilizamos nuestra capacidad dialéctica tan mal que acabamos perdiendo el objetivo por empeñarnos en llevar los debates a una pelea de autoestimas. No es racional, no. Las emociones nos dominan como dominan a algunos de los miembros de ese jurado. Veo la película y pienso en los debates políticos o televisivos que tenemos en la sociedad de hoy en día y me deprimo. Cuánto nos perdemos, cuánto.

Por no extenderme en lo que usted explica tan bien, comentará que otra de las cosas que me maravillan de la película es la comunicación no verbal de cada uno de los 12 hombres, que explica mucho de nuestras propias actitudes ante este tipo de debates que no siempre estamos a racionalizar debidamente.

Un beso, doctora Antígona!

Antígona dijo...

No me extraña, Dona, que la película te haya maravillado esas dos veces. La misma experiencia he tenido yo cada vez que la he visto. Y es que está realizada con tal maestría, que la situación, el diálogo, la puesta en escena de los personajes, te atrapan desde un primer momento, cosa que no resulta nada fácil en una película que se desarrolla prácticamente en una única habitación. Me maravilla igualmente cómo está cuidado cada detalle de los gestos, de las vestimentas, de las reacciones de los personajes. Impresionante.

Quizá no nos percatemos de entrada de lo virtuoso de la actitud de nº 8 porque no estamos de ninguna manera familiarizados con la forma en que trata de llevar a los otros a su terreno. Los debates televisivos proliferan y en ninguno de ellos se da nada parecido a lo que ocurre en esta película. Los tertulianos exponen sus posiciones sin apenas escucharse y todo se reduce a un diálogo de besugos en el que no hay un verdadero intercambio de ideas para llegar a alguna parte. Y esto en el mejor de los casos, porque en el peor acaban chillándose e insultándose.

Por eso creo, como bien señalas, que el error en la forma de discutir es generalizado. Lo veo en mí misma, en esa falta de entendimiento tan frecuente con nuestros interlocutores, en ese cansancio que nos lleva a desistir de seguir discutiendo porque uno percibe la inutilidad del proceso. Creo que habría que convencerse de que es preciso empezar a poner en marcha la estrategia de nº 8. A fin de cuentas, nuestras ideas, nuestras creencias, están a la base de todos nuestros actos y decisiones. Actos y decisiones que tienen no sólo una repercusión en nuestra vida individual, sino también colectiva. En estos tiempos que corren, imperan demasiadas creencias erróneas fomentadas por el poder y por los medios de comunicación afines. Me parece urgente, cada cual en su pequeño ámbito de influencia, tratar de desmontarlas. Pero nadie admitirá el error de lo que lleva escuchando día tras día en la tele o en la radio si no somos capaces de que llegue por sí mismo a la conclusión de que le están engañando. Cosa que nunca conseguiremos si pretendemos imponerle nuestros puntos de vista o le señalamos su ignorancia o falta de reflexión.

Que disfrutes de nuevo de la peli, Dona.

Muchos besos!

Antígona dijo...

Querido doctor Lagarto, yo no he dicho que “Doce hombres…” sea la mejor película de Lumet, sino una de las mejores. Entre las cuales situaría igualmente, sin duda alguna, “Network” –fantástica, genial película– y probablemente también “Tarde de perros”. Me alegra que usted también le pida al cine conocimiento, entre otras cosas. Algo cada vez más raro de conseguir frente a la pantalla. Quizá seamos cada vez menos los que pretendamos que el cine nos dé a conocer algo sobre nosotros mismos o sobre el mundo en el que vivimos.

Tiene usted razón, el problema es que lo que nos guía en los debates que emprendemos no es racional. Me pregunto por qué tenemos tanta necesidad de tener la razón. Y con tanta más urgencia cuanto más creemos que el otro está equivocado. Pero es esa misma urgencia la que nos impide adoptar la actitud serena de nº 8 que le conduce al éxito. O nuestro enfado por el hecho de que el otro sostenga ideas que nos irritan, nos indignan, o incluso nos ofenden directamente. Nos dejamos llevar por nuestras emociones y dejamos de pensar sin darnos cuenta de que también las emociones acabarán dominando al otro y llevándole a persistir en el error.

El otro día oía a Manuel Cruz en la radio comentar que uno de los requisitos de un verdadero diálogo del que uno pretende aprender algo es la disposición a descubrir que uno puede estar equivocado. Y recordaba que en otras épocas los políticos lo habían estado –en concreto mencionada a Suárez y cierto prejuicio que inicialmente sostuvo respecto a la lengua catalana y que luego corrigió–, pero que lamentablemente, eso se había convertido a día de hoy en algo por completo impensable. Creo que tenía toda la razón del mundo: el político es, por excelencia, el personaje que jamás podrá admitir que se ha equivocado. Qué lejos de aquel dicho de que “de sabios es rectificar”, que siempre consideré tan válido. Pero supongo que la sabiduría ya no es un valor en este mundo de eslóganes propagandísticos y mentiras interesadas.

Coincido con usted en ese tema de la comunicación no verbal de los personajes, que, por cierto, nº 8, maneja tan bien. Una comunicación que está siempre presente y que difícilmente controlamos, que revela mucho de nosotros mismos y que no deja de influir sobre el otro porque consciente o inconscientemente la percibe. Pero estoy segura de que una actitud adecuada ante el debate, que dejara de lado toda arrogancia y todo afán de quedar por encima del otro, imprimiría a nuestro cuerpo una actitud que se correspondiera con ella.

Un beso, doctor Lagarto!